Autonomías y emancipaciones. Las periferias urbanas, ¿Contrapoderes de abajo? II

20.Dic.10    Zapatismo

La formación de las barriadas populares
Raul Zibechi

La noche del 29 de octubre de 1957 un grupo de pobladores del Zanjón de
la Aguada, un cordón de miseria de 35.000 personas, de cinco kilómetros
de largo y cien metros de ancho en el centro de Santiago, se dispuso a
realizar la primera toma masiva y organizada de tierras urbanas. A las
ocho de la noche comenzaron a desarmar sus casuchas, juntaron tiras de
tela con las que cubrir los cascos de los caballos para evitar el ruido y,
siguiendo las consignas los más decididos, reunieron «los tres palos y la
bandera» con los que habrían de crear la nueva población. Sobre las dos y
media de la madrugada llegaron al lugar elegido, un predio estatal en la
zona sur de la ciudad67. Vale la pena reproducir el relato de un participante
de lo que tal vez haya sido la primera toma organizada de América Latina:
A las ocho de la noche se empezaron a juntar los más decidi-
dos en lugar acordado: los tres palos y la bandera, algunos
enseres y frazadas, se iba formando la caravana (…) La
columna avanzaba y se seguían sumando personas (…) Ca-
lladitos fuimos llegando a nuestra meta. Con los reflectores
del aeropuerto Los Cerrillos y la noche oscura y sin luna, nos
sentíamos como los judíos arrancando de los nazis: la oscuri-
dad nos hacía avanzar a porrazo y porrazo. Con las primeras
luces del alba, cada cual empezó a limpiar su pedazo de yuyo,
a hacer su ruca e izar la bandera. (Garcés, 2002a: 130)
6 7 La primera ocupación de tierras realizada en Chile está documentada en: Garcés (2002a)
y: Grupo Identidad de Memoria Popular (2007).
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
Al predio elegido de unas 55 hectáreas confluyeron columnas salidas
de varias poblaciones hasta sumar en la mañana del día 30 unas 1.200
familias. El «campamento» resistió la acción policial para desalojarlos y
las familias comenzaron a construir la población. Desde el primer momen-
to los pobladores definieron por sí mismos los criterios que habrían de
seguir, lo que provocó un enfrentamiento con los técnicos del Estado. La
construcción de la población a la que denominaron La Victoria, fue «un
enorme ejercicio de auto-organización de los pobladores», que debieron
«sumar esfuerzos e inventar los recursos, poniendo en juego todos los
saberes y todas las capacidades» ya que el gobierno si bien no los echó no
colaboró en la construcción de la nueva población (Garcés, 2002a: 138).
El primer aspecto diferenciador con luchas anteriores es la auto-organi-
zación. La primera noche se organizó una gran asamblea en la que se deci-
dió crear comisiones de vigilancia, subsistencia, sanidad y otras. En adelante
todas las decisiones importantes pasan por el tamiz del debate colectivo. El
segundo, es la autoconstrucción. Los primeros edificios públicos, construi-
dos también por los pobladores, fueron la escuela y la policlínica, lo que
refleja las prioridades de sus habitantes. Para la escuela cada poblador de-
bía llevar quince adobes: las mujeres conseguían la paja, los jóvenes hacían
los adobes y los maestros los pegaban. Comenzó a funcionar a los pocos
meses de instalado el campamento y los maestros no cobraban. La policlínica
empezó a atender a los vecinos en una carpa hasta que se pudo construir el
edificio, de la misma manera que se levantó la escuela. Dos años después
de la toma, La Victoria tenía 18 mil habitantes y algo más de tres mil vivien-
das. Una ciudad construida y gobernada por los más pobres sobre la base de
una «rica y extensa red comunitaria» (Garcés, 2002a: 142).
La «toma» de La Victoria conformó un patrón de acción social que iba
a repetirse durante las décadas siguientes y hasta el día de hoy, no sólo en
Chile sino en el resto de América Latina con pequeñas variantes. Consiste
en la organización colectiva previa a la toma, la elección cuidadosa de un
espacio adecuado, la acción sorpresiva preferentemente durante la noche,
la búsqueda de un paraguas legal sobre la base de relaciones con las igle-
sias o los partidos políticos y la elaboración de un discurso legitimador de
la acción ilegal. Si la toma logra resistir los primeros momentos en que las
fuerzas públicas intentan el desalojo, es muy probable que los ocupantes
consigan asentarse.
Es interesante destacar que este patrón de acción social, bien distinto
a las agregaciones individuales por familias predominantes en las favelas,
las callampas y las villas miseria, que dio sus primeros pasos en la década
202
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
de 1950 en Santiago y en Lima, se comenzó a practicar en Buenos Aires
y Montevideo, las ciudades más «europeas» por homogéneas, recién en la
década de 1980. Las diferencias temporales no son tan significativas si
tomamos en cuenta los tiempos largos, ya que lo realmente importante es
la adopción de un patrón de acción colectiva más allá del momento en que
ello suceda.
Veamos ahora algunos análisis sobre La Victoria que echan luz sobre
los cambios que se estaban procesando. La toma «supone una fractura
radical con las lógicas institucionales y con el principio fundamental de
las democracias liberales, la propiedad» (Grupo Identidad de Memoria
Popular, 2007: 14). La legitimidad ocupa el lugar de la legalidad y el
valor de uso de la tierra prevalece por sobre el valor de cambio. Con esa
acción un colectivo invisibilizado se convierte en sujeto político social.
En La Victoria sucede algo más: la autoconstrucción de las viviendas y del
barrio significa la apropiación de los pobladores de un espacio en el que
habita en adelante un «nosotros» que se erige como autogobierno de la
población.
De ese modo, el patrón de acción directa modifica un modo de rela-
ción entre pueblo y Estado asentado en la cultura hegemónica que había
sido adoptado por la izquierda y el movimiento sindical. De la lógica clase-
sindicato-partido anclada en la representación de los intereses de un sec-
tor social en el aparato estatal y en la dinámica reivindicativa, se pasa a
otro más autocentrado, en el que lo «auto» (autoconstrucción, autogobierno)
ocupa el lugar de la demanda y la representación. Este cambio es aún muy
incipiente, pero comienza un derrotero diferente al practicado hasta ese
momento por los sectores populares. Este nuevo patrón es mucho más
parecido al que desde la década de 1980 practican los movimientos indíge-
nas, al poner en el centro de sus acciones la cuestión del territorio y toda
una serie de conceptos político teóricos que pertenecen a esta genealogía:
autonomía, autogobierno (Díaz Polanco, 1997: 14).
Los testimonios de los pobladores van mucho más lejos, como era de
esperar. De ellos se desprenden una serie de temas que se irán repitiendo
a lo largo y ancho de las barriadas populares latinoamericanas.
– Capacidad de auto-organización y a partir de ahí de autoconstruc-
ción y autocontrol de la vida. Esta cualidad, como lo hemos visto arri-
ba, abarca todos los aspectos de la cotidianeidad. Los pobladores de
La Victoria no sólo construyeron sus viviendas, sus calles, sus cañe-
rías de agua e instalaron la luz, sino también levantaron la escuela –
con un criterio propio ya que era un edificio circular– y la policlínica.
203
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO

Gobernaron sus vidas, gobernaron una población entera, crearon for-
mas de poder popular o contrapoderes.
Las mujeres jugaron un papel destacado, al punto que muchas asegu-
ran que dejaron a sus maridos para ir a la toma o no les informaron del
paso crucial que iban a dar en sus vidas. «Yo me fui sola con mi hija de
siete meses ya que mi marido no me acompañó», relata Luisa que en
el momento de la toma tenía 18 años (Grupo Identidad de Memoria
Popular, 2007: 58). Zulema, de 42, recuerda que «se vinieron varias
familias, a escondidas de sus esposos como yo» (Grupo Identidad de
Memoria Popular, 2007: 25). Las mujeres de los sectores populares
tenían, incluso a mediados de los años 50, un nivel de autonomía sor-
prendente. En rigor, habría que decir las mujeres y sus hijos, las madres.
Ellas no sólo tomaron la delantera a la hora de ocupar, también a la hora
de resistir el desalojo y ponerse con sus hijos frente los carabineros:
En una ocasión nos amenazaron que nos iban a tirar a los
milicos, entonces todas las mujeres fuimos a dejar a nuestros
hijos con nuestras mamás y volvimos ahí a luchar, todo el día
estuvimos esperando que llegaran los milicos y no llegaron,
pero sí los carabineros que entraron pateando las banderas,
echaron las carpas abajo y nos amenazaron casi de muerte.
Y ahí estábamos, luchando para que no nos echaran y todas
gritando: ¡muertas nos sacarán! (Grupo Identidad de Memo-
ria Popular, 2007: 60)
El historiador chileno Gabriel Salazar asegura que las mujeres de los
sectores populares aprendieron antes de 1950 a organizar asambleas de
conventillo, huelgas de arrendatarios, tomas de terrenos, grupos de salud,
resistencias a los desalojos policiales y otras formas de resistencia. Para
convertirse en «dueñas de casa» tuvieron que convertirse en activistas y
promotoras de tomas; así, las pobladoras fueron desarrollando «un cierto
tipo de poder popular y local», que se resume en la capacidad de crear
territorios libres en los que se practicaba un «ejercicio directo de sobera-
nía» en lo que eran verdaderas comunas autónomas (2002a: 251). Más
adelante veremos que la mujer juega un papel destacado en todos los
movimientos latinoamericanos, lo que impregna a los movimientos de una
cosmovisión diferente a la que domina en el Estado-nación y la genealogía
de organizaciones que le son afines: partidos, sindicatos, asociaciones. Así
como ellas fueron las que protagonizaron el salto adelante que supusieron
204
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
las tomas de terrenos, ellas serán las que tomarán un rumbo nuevo años
después en todo el continente.
– La Victoria se construye como una comunidad de sentimientos y de
sentidos. El dolor, la muerte, juegan un papel cohesionador. Me intere-
sa destacar que la identidad no está anclada en el lugar físico sino en
los afectos, en lo vivido en común. En los primeros tiempos todos se
decían «compañeros» como aseguran los testimonios. En parte por-
que todo lo hacían entre todos. Pero no es un compañerismo ideológi-
co sino algo más serio: las lluvias de noviembre provocaron la muerte
de 21 niños de pecho. «Esas cosas nos iban uniendo. Con la vecina del
lado nos hicimos comadres, cuando a una le falta algo, la otra ayuda-
ba. Ella tenía tres niñas y una se le murió…» (Grupo Identidad de
Memoria Popular, 2007: 36). La muerte de los niños es algo especial.
Cuando los sin tierra de Brasil ocupan un predio, levantan una inmen-
sa cruz de madera. Cada vez que muere un niño en el campamento le
colocan un lienzo blanco que cuelga de la cruz. Es algo sagrado. En
La Victoria cuando moría un niño, y a veces cuando fallecía un adulto,
se formaba una larga caravana que marchaba a pie hasta el cemente-
rio luego de recorrer las calles de la población.
Postulo que son los afectos los que organizan el barrio-comunidad y
que por eso las mujeres juegan un papel tan decisivo. Angela Román, que
tenía 27 años cuando la toma, asegura:
Nos reuníamos en reuniones por cuadras, yo hasta hoy parti-
cipo. Si muere algún vecino, soy la primera en salir con una
canasta para reunir plata a la hora que sea, porque así apren-
dimos a hacerlo cuando morían los niños y no había plata
para enterrarlos. En las reuniones por cuadra discutíamos
qué arreglos hacer, cuando íbamos a tener agua, conversá-
bamos sobre lo que necesitábamos y por eso nos organizába-
mos. (Grupo Identidad de Memoria Popular, 2007: 37)
Pero la forma comunidad también se convierte en forma de lucha. A
la hora de defender la población de los carabineros, ensayaron un patrón
de acción que se repetirá una y otra vez entre los sectores populares de
todo el continente: «Los niños adelante, las mujeres más atrás y los hom-
bres al último, por eso nunca pudieron echarnos, porque la gente era muy
unida» (Grupo Identidad de Memoria Popular, 2007: 53).
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO

La tierra conquistada, la vivienda y el barrio autoconstruidos son vivi-
dos y sentidos como valores de uso en medio de una sociedad que
otorga prioridad a los valores de cambio. Muchos son los vecinos que
aseguran que no venderán su casa a «ningún precio». Todos los años
se festeja el 30 de octubre con una representación colectiva de la
toma y se adorna todo el barrio. «Participo todos los años en la re-
constitución de la toma, nos conseguimos carretones y salimos con los
niños arriba, adornamos y recordamos lo importante que fue en nues-
tra vida esta toma», dice Rosa Lagos, que tenía 16 años en 1957 (Gru-
po Identidad de Memoria Popular, 2007: 74).
El predominio de los valores de uso, o mejor, la deconstrucción de los
valores de cambio en valores de uso aparece estrechamente ligado a lo
«auto» y ambos al papel destacado de las mujeres. Una lógica doméstica,
espacio donde en cierto tiempo estuvo confinada la producción de valores
de uso, comenzó a expandirse hacia el espacio público, a propagarse de
modo capilar por el tejido social, de modo muy particular en los momentos
críticos para la sobrevivencia de las comunidades.
– Con el estado, los partidos y la iglesia se establece una relación instru-
mental, ya que básicamente se confía en la auto-organización y el
autogobierno. En La Victoria predominan los comunistas y los cris-
tianos, dos orientaciones en absoluto incompatibles porque ambas se
subordinan a las necesidades de la población. Las relaciones son bien
diferentes que las que se establecen en el sindicato. Las decisiones
que los pobladores acatan son las que emanan de sus propias instan-
cias de decisión o las que benefician al conjunto. Lo mismo sucede
con relación al estado. La existencia de relaciones instrumentales in-
dica que los pobladores no buscan estar representados en esas institu-
ciones porque básicamente se sienten autónomos. Por cierto, este tipo
de relaciones suele caracterizarse como «clientelares» cuando son, en
realidad, instrumentales, ya que representan la forma como se relacio-
nan dos mundos diferentes y opuestos, en las que cada uno no espera
mucho del otro sino apenas obtener alguna ventaja o beneficio.
Con los años, se pudo constatar que la ocupación y construcción de
La Victoria fue un parteaguas. Los pobladores desbordaron la política de
vivienda del Estado que buscó organizarlos y contenerlos y le impusieron
«su propia política de vivienda: la de la ocupación extensiva de la ciudad a
través de ‘tomas de tierras’» (Garcés, 2002a: 337). Hasta 1973 los secto-
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
res populares fueron los principales creadores de espacio urbano. A fines
de 1972, durante el gobierno de Salvador Allende, había 400 mil personas
viviendo en campamentos sólo en Santiago (Castells, 1986: 281). Analistas
de diversas corrientes coinciden en la importancia del movimiento. Castells
sostiene que «el movimiento de pobladores de Chile fue potencialmente un
elemento decisivo en la transformación revolucionaria de la sociedad»
(Castells, 1986: 291). Garcés asegura que en setiembre de 1970 «la ciu-
dad estaba en completa transformación, a instancia de los campamentos»
que eran «la fuerza social más influyente en la comunidad urbana del Gran
Santiago» (Garcés, 2002a: 416).
Esta toma de posición de los sectores populares influyó en el rumbo de
las luchas sociales. La presión desde abajo transformó las ciudades y en el
caso chileno se constata que «en el discurso revolucionario emergente de
1970, más que la lucha por el poder del Estado, sus radicales dirigentes
debieron atender prioritariamente las formas de sociabilidad al interior de
los ‘campamentos’» (Garcés, 2002a: 423). Los cambios de «sitio» abar-
caron a un tercio de la población de Santiago:
Al culminar la década del sesenta, los pobladores habían ‘to-
mado sitios’ en la ciudad paralelamente también estaban to-
mando un nuevo ‘sitio’ en la sociedad chilena. Específica-
mente, el cambio más radical que pudimos seguir en este
estudio fue el del tránsito de los conventillos y las callampas
hacia las poblaciones definitivas (…) Lo que los pobladores
pusieron en juego en los años sesenta, no solo fue alcanzar
un nuevo posicionamiento territorial sino al mismo tiempo
un nuevo posicionamiento social y político. (Garcés, 2002a:
423-424)68
El golpe de Estado de Augusto Pinochet buscaba revertir esa posición
casi hegemónica, territorial-social-política adquirida por los sectores popu-
lares. Ese tercio de la población de la capital que había construido sus
barrios, sus viviendas, escuelas, consultorios de salud y presionaba por los
servicios básicos, era una amenaza al dominio del capital. El régimen mi-
litar se abocó a revertir la situación desplazando a toda esa población
hacia lugares construidos por el Estado o el mercado.
6 8 Callampas son las poblacioens precarias que reciben ese nombre de un hongo, ya que
crecen en una noche.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
Entre 1973 y la actualidad se produjo una profunda inflexión, una ver-
dadera contrarrevolución urbana. Entre 1980 y 2000 se construyeron en
Santiago 202 mil «viviendas sociales» para trasladar a un millón de perso-
nas que vivían en poblaciones autoconstruidas, la quinta parte de la pobla-
ción de la capital, a conjuntos habitacionales segregados, alejados del cen-
tro (Rodríguez y Sugranyes, 2005). Interesa mirar más de cerca este pro-
ceso para ver cómo están operando los estados y el capital para intentar
frenar y revertir la «toma de posiciones» de los sectores populares en las
ciudades. El 65% de los habitantes instalados en esos conjuntos quiere
irse ya que al hacinamiento en pequeñas viviendas se suma el aislamiento
por estar confinados lejos del centro de la ciudad. Se constata cómo las
políticas de la dictadura, continuadas y profundizadas por la democracia
desde 1990, han provocado cambios regresivos que se resumen en el paso
de «la complejidad espacial de los campamentos a la uniformidad de los
conjuntos de viviendas sociales», de «la organización a la fragmentación»
y, muy en particular, de «la toma como acto de integración a la ciudad, a la
expulsión de la ciudad que perciben los habitantes de las villas» (Rodríguez
y Sugranyes, 2002: 17)69.
Todo el proceso debe considerarse como la destrucción de un poder
popular territorial que se plasmaba en los campamentos. Ese fue el obje-
tivo trazado por el capital, ejecutado por la dictadura y proseguido por la
democracia. Para los pobres se construyó una enorme masa de viviendas
de bajo estándar en todo el país. La forma como se fue procesando esta
construcción, que de forma explícita buscaba erradicar los campamentos,
es sintomática. Al comienzo del plan, la producción de viviendas subsidiadas
durante los años de la década de los 80, «se aplicó casi en forma exclusiva
a los programas de erradicación de «campamentos» –asentamientos irre-
gulares localizados en los sectores de mayores ingresos–, particular-
mente en las comunas de Santiago y Las Condes» (Rodríguez y
Sugranyes, 2005: 30). Se procedió en primer lugar a «limpiar» los barrios
ricos. Con ello se buscaba un doble objetivo: eliminar las distorsiones
que los asentamientos creaban sobre el valor del suelo en los sectores
centrales y consolidar la segregación espacial de las clases sociales como
medida de seguridad.
Entre 1979 y 1983 unas 120 mil personas fueron objeto de traslados
forzados de los campamentos que habían ocupado en los años 60 y 70
69
208
En Chile se denomina «toma» a la ocupación ilegal de un predio, «campamento» al
asentamiento irregular y «villa» al conjunto habitacional construido por el estado.
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
hacia la periferia. Urbanistas chilenos consideran que la erradicación de
pobres de la ciudad consolidada procesada por la dictadura fue «una me-
dida radical, única en el continente» (Rodríguez y Sugranyes, 2005: 31)70.
En 13 de las 24 comunas de Santiago se registró trasvase de población.
Los erradicados perdieron empleos, aumentaron sus costos de transporte,
tuvieron mayores problemas aún para acceder a la educación, la salud y
los subsidios sociales. Pero sobre todo el traslado forzado contribuyó «al
desarraigo de la red informal de ayuda y apoyo y a una fuerte disminución
de la participación de los pobladores en las organizaciones comunitarias»
(Rodríguez y Sugranyes, 2005: 31). Ese era precisamente el objetivo del
traslado. La familia erradicada tiende a encerrarse en la vivienda y los
vínculos sociales se rompen. Con los años se consolidó un nuevo patrón:
grandes manchas urbanas donde de modo intencional se concentran y
segregan la riqueza y la pobreza.
Cabe preguntarse: ¿era tan grave e insostenible, desde el punto de
vista del capital y del Estado, la continuidad de los campamentos y po-
blaciones donde se apiñaban los sectores populares? Al parecer, la olea-
da de movilizaciones de 1983 en esas barriadas –luego de diez años de
feroz represión y reestructuración de la sociedad– convenció a las élites
que debían proceder con urgencia, ya que los pobladores fueron los gran-
des protagonistas de las masivas protestas nacionales que pusieron a la
dictadura a la defensiva. En 1980 hubo nuevas tomas que amenazaban
con generalizarse durante las protestas. Esa nueva generación de «to-
mas» se produjo porque los pobladores se negaban a ser parte de las
nuevas políticas de vivienda que «les habrían significado inevitablemen-
te abandonar sus comunas y trasladarse a extramuros de la ciudad»
(Garcés, 2002b: 30).
La existencia de campamentos y poblaciones construidas y goberna-
das por los sectores populares fue percibida por las élites como una ame-
naza directa a su situación privilegiada en la sociedad. De ahí que desarro-
llaran una política que ha significado, como apunta una investigación de la
Corporación de Estudios Sociales y Educación SUR, una colonización for-
zosa de la periferia en la que los nuevos vecinos se convierten en deudo-
res desarraigados de sus mundos. Pero, y este es el aspecto fundamental,
es también el cambio desde una forma de sociedad a otra:
7 0 Las dictaduras de Argentina y Uruguay intentaron erradicar «villas miseria» en Buenos
Aires y tugurios en Montevideo trasladando a sus habitantes hacia la periferia, pero no
tuvieron el éxito ni la amplitud de la dictadura de Pinochet.
209
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
En este tránsito van desde una condición de relativa autono-
mía a ser dependientes de relaciones clientelistas con su en-
torno urbano, dejando atrás una sociedad que reconocía como
su eje fundante los valores de uso para pasar a otra en la que
predomina la mercantilización de las relaciones sociales. Más
aún, insinuamos que con la violencia cotidiana a que se en-
frentan los habitantes de las viviendas sociales ellos subsidian
la paz política del resto del país. (Skewes, 2005: 101)
Esto no se podía conseguir sin un disciplinamiento espacial, una cuida-
dosa pero también violenta reconstrucción del panóptico deconstruido por
los pobladores. En suma, el control social pasó en Chile por una recons-
trucción del espacio y por la incorporación forzosa a la economía de mer-
cado; ambas cosas se consiguieron erradicando a los pobladores de sus
espacios en los que habían creado una vida relativamente autónoma del
estado y del capital. Veamos en detalle en que consistía ese mundo que
había que destruir. Contaré para ello con un trabajo de Juan Carlos Skewes,
un investigador que vivió durante un año en un «campamento» y luego se
trasladó con las familias erradicadas a un conjunto habitacional, de modo
que pudo constatar los cambios en las formas de vida en ambos espacios.
El investigador sostiene que en el «campamento» existe un «diseño
popular» que es diferente al del mundo oficial hegemónico. No hay planos
ni ideas preconcebidas acerca de cómo organizar el espacio y el diseño es
fruto de una práctica cotidiana de quienes «al habitar, generan el espacio
habitado» (Skewes, 2005: 106). Constata ocho ejes del diseño espacial: el
carácter laberíntico de la estructura, la porosidad de los límites, la invisibilidad
del interior del campamento, la interconexión de las viviendas, la irregula-
ridad de los lindes interiores, el uso de marcadores para jerarquizar espa-
cios, la existencia de espacios focales y de puestos de observación.
Se trata de una lógica en la que los flujos, corredores, pasillos, resultan
determinantes como modo de interconexión interna del campamento. Una
estructura que asegura la autonomía por la invisibilidad y el control social
interno que habilita un adentro y un afuera, un límite macro que no se
reproduce en el interior del campamento donde los límites son porosos
porque los valores de uso así lo determinan. El diseño protege a los resi-
dentes del afuera, pero «facilita el control social ejercido a través de los
dominios acústico, visual y olfativo, contribuyendo a la formación de un
ambiente poroso que refuerza la fusión de las vidas individuales» (Skewes,
2005: 114).
210
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
En el barrio al que fueron trasladados, el espacio panóptico se impone
a los habitantes que pierden su autosuficiencia (ver figuras). Se aplica un
modelo rígido de líneas rectas que fragmenta el espacio previo y aísla a los
vecinos, pero a la vez se pierde el sentido de protección comunitaria. Un
mundo centrado en la persona pasa a convertirse en un mundo centrado
en objetos, la vivienda, y se registra «la transición de un dominio femenino
a un mundo masculino, y de control local a un control externo» (Skewes,
2005: 120). Destruidas las redes de apoyo mutuo y la comunidad barrial,
sólo les queda el endeudamiento, la dependencia o la delincuencia para
afrontar la vida cotidiana. En suma, con la relocalización se buscó destruir
un sector social como los pobladores que amenazan el orden hegemónico,
ya que cada modelo residencial corresponde a una determinada visión del
mundo. En última instancia, se trata de destruir o acorralar a través de la
criminalización de la pobreza, esa visión del mundo otra en la que se ancla
la vida y la sobrevivencia de los sectores populares.
***
Pero el proceso de Santiago no era, en absoluto, algo extraordinario en el
continente. En 1970, el 50% de los habitantes de Recife y el 30% de los de
Rio de Janeiro vivían en asentamientos populares, al igual que un 60% de
los de Bogotá en 1969; el 49% de los de Guayaquil, el 40% de los de
Caracas y 40% de los de Lima en ese mismo año (Castells, 1986: 249-
250). Otro estudio revela los porcentajes de habitantes en viviendas
autoconstruidas: el 60% de la población de Ciudad de México en 1990, el
61% de los de Caracas en 1985, el 31% de los de Bogotá el mismo año
(Gilbert, 1997: 104).
Son millones de personas que han creado su propio espacio, pero ade-
más han establecido formas de supervivencia diferentes a las que provee
el mercado. Mucho antes del actual desenganche de una parte de la po-
blación de la economía formal, ya se hablaba de la existencia de dos socie-
dades. Más aún, de «diversas concepciones del mundo y de la vida, tan
diversas que parecían irreductibles» (Romero, 2001: 364). Si algo tenían
en común esos dos mundos, era que coincidían en lo que Romero denomi-
na como «la revolución de las expectativas». Pero ese punto en común lo
borró la globalización neoliberal.
Ciertamente, no todos los barrios y ciudades autoconstruidas repre-
sentan la misma trayectoria y en varios casos parecen muy lejos de con-
formar formas de poder popular o autogobierno local. Pero parece fuera
211
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
de duda que en esos espacios anidan potencias de cambio social que aún
no hemos sido capaces de descubrir en toda su magnitud. La proximidad
temporal de estos procesos hace que se trate de escenarios abiertos, nun-
ca de realidades consumadas. Para concluir el repaso sobre esta primera
fase quisiera abordar brevemente la experiencia de la ciudad de Lima,
donde se ha registrado una forma de ocupación del espacio urbano par-
cialmente diferente a la de Santiago: aquí los campamentos y barrios po-
pulares son «islas» que nacen en los intersticios de la ciudad tradicional;
en tanto, en Lima las 56 barriadas-islas que había en 1957 se convirtieron
en 408 barriadas en 1981 para agruparse en tres grandes conos (al sur,
norte y este) en 2004.
Esas enormes «manchas» urbanas que son los conos parecen aprisio-
nar a la ciudad tradicional. Se trata de un doble fenómeno cuantitativo y
cualitativo. Si en Santiago en 1973 los campamentos abarcaban a algo
más del 30% de los habitantes de la ciudad, en Lima la población en ba-
rriadas pasó del 9,5% en 1957 al 59% en 2004 (Matos Mar, 2004: 149-
153). La diferencia es que los asentamientos se establecieron en zonas
aledañas a la ciudad, en los arenales que rodean Lima, y ahí se fueron
conformando territorios continuos relativamente homogéneos, verdaderas
«manchas» urbanas pobladas por migrantes de la sierra.
Desde el punto de vista de las modalidades de ocupación del espacio,
no hay mayores diferencias respecto al caso de La Victoria en Santiago.
Se trata de invasiones realizadas por grupos organizados de pobres que
ocupan ilegalmente un terreno, izan banderas peruanas, resisten a las fuerzas
del orden, establecen sus asociaciones de pobladores y comienzan a cons-
truir sus viviendas precarias con esteras, y luego todo el barrio en forma
comunitaria, enclavado en las laderas de cerros y en los arenales. La
primera barriada formada bajo ese patrón se creó en mayo de 1946 en
San Cosme. El proceso de invasiones y formación de barriadas crece
lentamente en los años 50 y tiene su momento álgido en los 70. Parte de
este proceso es la formación de Villa El Salvador que fue considerada en
su momento un modelo de barriada autogestionada.
A fines de la década de 1980, Matos Mar estima que había unas 2.100
barriadas en todo el país en las que vivían 9 millones de personas agrupa-
das en unas 7.000 asociaciones (1989: 120). Considera que por la masividad
del proceso el país está ante lo que define como un «desborde» desde
abajo que le cambió la cara a las ciudades y muy en particular a la capital.
Este análisis sostiene que las invasiones urbanas son parte del proceso de
invasiones de tierras por campesinos en la sierra que forzó al gobierno
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975) a realizar una amplia refor-
ma agraria que terminó de quebrar a la hacienda tradicional. En 1984, el
80% de la población de Lima vivía en asentamientos populares: 37% en
barriadas, 23% en urbanizaciones populares y 20% en tugurios, callejones
y corralones (Matos Mar, 2004: 69). El 20% restante vivían en barrios
residenciales de sectores medios y ricos. En Lima se había producido un
verdadero terremoto social y cultural. Pero también económico.
Los migrantes se van haciendo cargo hacia la mitad de la década de
1980 de su propia dinámica ya que las instituciones estatales no estaban, y
esto marca una diferencia crucial con Chile, en condiciones de intentar
hacer frente a semejante desborde desde abajo. Lo andino instalado en
Lima modifica no sólo el aspecto físico de la ciudad sino sus formas de
sociabilidad y su cultura de vida cotidiana.
En la construcción de casas y servicios vecinales, al tiempo que se
extienden rasgos arquitectónicos que derivan de modelos más serranos
que europeos, como el techo a dos aguas y la reja, se practica en forma
creciente sistemas de reciprocidad como la minka. La nueva vivienda es
bautizada con la tinka andina y la cruz de flores corona la parte más
elevada de la construcción. Talismanes y amuletos, especialmente vege-
tales, para proteger la casa del mal y los ladrones han pasado a formar
parte corriente de la religiosidad popular urbana. (Matos Mar, 2004: 80)
Esta población desarrolla una economía contestataria, en opinión de
Matos Mar, que la distingue de la llamada economía «informal» porque
refleja una realidad opuesta a la oficial. Si la denominamos «informal»,
sugiere, le cedemos el papel central a la economía establecida y hegemo-
nizada por las clases dominantes. Se trata de una economía de supervi-
vencia pero sobre todo de resistencia. Porque la economía debe ser con-
siderada como parte de las relaciones sociales que corresponden a una
determinada sociedad y no puede desgajarse del conjunto de creaciones
que se registran en las barriadas. Los sectores populares crearon una
ciudad diferente con sus propios medios de comunicación, sus manifesta-
ciones culturales (la música chicha) y religiosas, sus medios de transporte
diferenciados (el microbús), y hasta sus «sistemas autónomos de vigilan-
cia barrial y, en casos extremos, los tribunales populares y ejecuciones
sumarias» (Matos Mar, 2004: 188). La economía popular forma parte de
ese conjunto de relaciones aunque mantiene vínculos con la economía de
las clases dominantes.
En el trasfondo de estas enormes realizaciones está la reinvención de
la comunidad andina y las redes de parentesco y reciprocidad en el nuevo
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
espacio urbano. La comunidad urbana es la que construye los espacios
públicos sobre la base de la cooperación: calles, veredas, alumbrado, abas-
tecimiento de agua, escuelas, puestos de salud. Las redes familiares per-
mitieron construir las casas: 500 mil viviendas en pueblos jóvenes cons-
truidas por etapas (desde la estera hasta el ladrillo y el cemento) a razón
de 15 años de trabajo por cada una. Dos de cada tres viviendas de Lima
han sido construidas de esta manera. Es otra forma de hacer ciudad, pero
a la vez una ciudad diferente, en la que las viviendas son a menudo lugar
de trabajo, tienda o taller. Esta otra ciudad perteneciente al otro Perú, es la
que presenta el mayor dinamismo económico. Según datos de la Cámara
Peruana de la Construcción, el 70% del PBI de la construcción de vivien-
da es autoconstrucción directa realizada en los pueblos jóvenes por las
familias asociadas informalmente con maestros de obra y microempresa-
rios (Tokeshi, 2006).
La imagen que trasmite Matos Mar apunta a la existencia de dos
países: «el Perú oficial de las instituciones» y «el Perú marginado, plural y
multiforme» (2004: 97). El sociólogo Carlos Franco coincide de algún modo
con esa imagen cuando observa en Villa El Salvador tres características
distintivas del mundo de los sectores populares: un modo de organización y
distribución del espacio, la forma de organización de la población y un
proyecto de desarrollo económico y social (Tokeshi, 2006). No se trata de
un país subsidiario o dependiente del otro sino de dos mundos autónomos y
autosuficientes que se relacionan entre sí como tales. La principal diferen-
cia sería que uno está en decadencia y el otro en ascenso.
En efecto, el Perú de abajo pasó de invadir tierras y predios en la
década de 1950 a la invasión de «la cultura oficial por la cultura andina y la
de los ámbitos de la economía, la educación, el mundo jurídico y la religión
por los nuevos estilos impuestos por las masas en constante desborde y
expansión» (Matos Mar, 2004: 101). Más aún, rebasa cualquier capacidad
de control y establece «bolsones semiautónomos de poder» basados en las
tradiciones comunitarias andinas de reciprocidad (Matos Mar, 2004: 105).
Estos dos países se relacionan, confrontan y se interpenetran, siempre
según Matos Mar, pero los sectores dominantes están siendo desplazados
gradualmente de sus espacios físicos y simbólicos tradicionales. Un modo
de proceder espontáneo que encara el cambio social de manera muy simi-
lar a lo que representa el concepto andino de pachakutik.
Los sectores populares habrían estado, a fines de la década de 1980,
en condiciones de vetar los proyectos de los políticos criollos (impidiendo
el acceso al gobierno de Mario Vargas Llosa) pero sin asumir lealtades
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
estables a los partidos y líderes sino estableciendo «relaciones en términos
de costos y beneficios que servían de sustento a calculados procesos de
negociación» (Degregori y Grompone, 1991: 46). No es cuestión ni de
populismo ni de clientelismo sino, como señala Carlos Franco, que la «ple-
be urbana» estaría procesando «el pasaje de la representación delegada a
la autorrepresentación política» (Degregori y Grompone, 1991: 46). Lo
que estaba operando, dicho a modo de hipótesis y sobre la base de lo que
se registró en procesos posteriores como el boliviano, es que en la medida
en que los sectores conforman un mundo separado, no sienten la necesi-
dad de estar representados en el mundo del otro. En este punto, los con-
ceptos tradicionales acuñados para describir y analizar las luchas sociales
en «una» sociedad, dejan de ser operativos al constatarse que se trata de
«dos» mundos en conflicto-alianza, lo que incluye un amplio abanico de
interacción que va desde la confrontación hasta negociaciones, alianzas y
pactos. Se vuelve necesario esbozar nuevas narraciones sobre otras ba-
ses epistemológicas.
Hasta ahí, a grandes rasgos, el recorrido de los sectores populares
urbanos en dos casos que representan caminos diferentes y a la vez pun-
tos de contacto. La dictadura de Pinochet (1973-1990) y el régimen de
Fujimori (1990-2000) marcaron el fin de una etapa para el movimiento de
los sectores populares urbanos. Sus principales características lo colocan
como un movimiento nuevo pero sobre todo diferente a los anteriores.
Más allá de las heterogeneidades entre lo que sucede en las distintas peri-
ferias creo podemos encontrar algunos aspectos en común:
– se trata del movimiento de migrantes rurales que llegan a ciudades
que hasta ese momento eran los centros de poder de las clases domi-
nantes. La afluencia masiva de población rural a las ciudades cambia
las relaciones de fuerza sociales, económicas y culturales.
– los sectores populares crean espacio urbano en forma de multitud de
islas en medio de las ciudades tradicionales, que en ocasiones están
intercomunicadas. Esta creación debe entenderse como una forma de
resistencia al poder de las élites y a la vez de afirmación del mundo
popular.
– los espacios que construyen (barriadas, campamentos, barrios popula-
res) son diferentes a la ciudad tradicional de las clases medias y altas.
Esa diferencia se registra tanto por el modo de construcción sobre la
base del trabajo colectivo como por la forma de ocupación y distribu-
ción del espacio urbano y se sostiene en relaciones sociales solidarias,
recíprocas e igualitarias.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO



en los nuevos espacios autoconstruidos nacen formas de poder po-
pular, explícitas o implícitas, que abarcan toda la gama de relaciones
sociales: desde el control directo sobre el espacio (quienes y cómo lo
habitan) hasta la regulación de las relaciones entre las personas. En
estos espacios la lógica estatal aparece subordinada a la lógica comu-
nitaria-popular.
en los territorios populares surgen iniciativas para la supervivencia
que a menudo cobran la forma de una economía diferente a la hege-
mónica, una economía que en los hechos es contestataria a la econo-
mía del capitalismo.
el control de estos territorios es lo que ha permitido a los sectores
populares urbanos resistir, seguir siendo, mantenerse vivos ante unos
poderes que buscan su desaparición, ya sea por la vía de desfigurar
sus diferencias, por la cooptación o la neutralización de sus iniciativas.