Autonomías y emancipaciones. Los movimientos sociales latinoamericanos: tendencias y desafíos

20.Dic.10    Autonomía comunitaria

LOS MOVIMIENTOS SOCIALES LATINOAMERICANOS: TENDENCIAS Y DESAFÍOS
Raul Zibechi

Los movimientos sociales de nuestro continente están transitando por nue-
vos caminos, que los separan tanto del viejo movimiento sindical como de
los nuevos movimientos de los países centrales. A la vez, comienzan a
construir un mundo nuevo en las brechas que han abierto en el modelo de
dominación. Son las respuestas al terremoto social que provocó la oleada
neoliberal de los ochenta, que trastocó las formas de vida de los sectores
populares al disolver y descomponer las formas de producción y repro-
ducción, territoriales y simbólicas, que configuraban su entorno y su vida
cotidiana.
Tres grandes corrientes político-sociales nacidas en esta región, con-
forman el armazón ético y cultural de los grandes movimientos: las comu-
nidades eclesiales de base vinculadas a la teología de la liberación, la in-
surgencia indígena portadora de una cosmovisión distinta de la occidental
y el guevarismo inspirador de la militancia revolucionaria. Estas corrientes
de pensamiento y acción convergen dando lugar a un enriquecedor «mes-
tizaje», que es una de las características distintivas de los movimientos
latinoamericanos.
Desde comienzos de los noventa, la movilización social derribó dos
presidentes en Ecuador y en Argentina, uno en Paraguay, Perú y Brasil y
desbarató los corruptos regímenes de Venezuela y Perú. En varios países
frenó o retrasó los procesos privatizadores, promoviendo acciones calleje-
ras masiva s que en ocasiones desembocaron en insurrecciones. De esta
forma los movimientos forzaron a las élites a negociar y a tener en cuenta
sus demandas, y contribuyeron a instalar gobiernos progresistas en Vene-
zuela, Brasil y Ecuador. El neoliberalismo se estrelló contra la oleada de
movilizaciones sociales que abrió grietas más o menos profundas en el
modelo.
*
Este artículo fue publicado originalmente en: Revista Observatorio Social de América
Latina No 9, Clacso, Buenos Aires, enero 2003.
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Los nuevos caminos que recorren suponen un viraje de largo aliento.
Hasta la década de 1970 la acción social giraba en torno a las demandas
de derechos a los Estados, al establecimiento de alianzas con otros secto-
res sociales y partidos políticos y al desarrollo de planes de lucha para
modificar la relación de fuerzas a escala nacional. Los objetivos finales se
plasmaban en programas que orientaban la actividad estratégica de movi-
mientos que se habían construido en relación a los roles estructurales de
sus seguidores. En consecuencia, la acción social perseguía el acceso al
Estado para modificar las relaciones de propiedad, y ese objetivo justifica-
ba las formas estadocéntricas de organización, asentadas en el centralis-
mo, la división entre dirigentes y dirigidos y la disposición piramidal de la
estructura de los movimientos.
Tendencias comunes
Hacia fines de los setenta fueron ganando fuerza otras líneas de acción
que reflejaban los profundos cambios introducidos por el neoliberalismo en
la vida cotidiana de los sectores populares. Los movimientos más signifi-
cativos (sin tierra y seringueiros en Brasil, indígenas ecuatorianos,
neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros bolivianos y desocupados
argentinos), pese a las diferencias espaciales y temporales que caracteri-
zan su desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que responden a problemá-
ticas que atraviesan a todos los actores sociales del continente. De hecho,
forman parte de una misma familia de movimientos sociales y populares.
Buena parte de estas características comunes derivan de la territoria-
lización de los movimientos, o sea de su arraigo en espacios físicos recu-
perados o conquistados a través de largas luchas, abiertas o subterráneas.
Es la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territoriali-
dad de la fábrica y la hacienda, y a la reformulación por parte del capital
de los viejos modos de dominación. La desterritorialización productiva (a
caballo de las dictaduras y las contrarreformas neoliberales) hizo entrar
en crisis a los viejos movimientos, fragilizando sujetos que vieron evapo-
rarse las territorialidades en las que habían ganado poder y sentido. La
derrota abrió un período, aún inconcluso, de reacomodos que se plasma-
ron, entre otros, en la reconfiguración del espacio físico. El resultado, en
todos los países aunque con diferentes intensidades, características y rit-
mos, es la reubicación activa de los sectores populares en nuevos territo-
rios ubicados a menudo en los márgenes de las ciudades y de las zonas de
producción rural intensiva.
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El arraigo territorial es el camino recorrido por los sin tierra, mediante
la creación de infinidad de pequeños islotes autogestionados; por los indí-
genas ecuatorianos, que expandieron sus comunidades hasta reconstruir
sus ancestrales «territorios étnicos» y por los indios chiapanecos que colo-
nizaron la selva lacandona (Fernandes, 2000; Ramón, 1993; García de
León, 2002: 105). Esta estrategia, originada en el medio rural, comenzó a
imponerse en las franjas de desocupados urbanos: los excluidos crearon
asentamientos en las periferias de las grandes ciudades, mediante la toma
y ocupación de predios. En todo el continente, varios millones de hectá-
reas han sido recuperadas o conquistadas por los pobres, haciendo entrar
en crisis las territorialidades instituidas y remodelando los espacios físicos
de la resistencia (Porto, 2001: 47). Desde sus territorios, los nuevos acto-
res enarbolan proyectos de largo aliento, entre los que destaca la capaci-
dad de producir y reproducir la vida, a la vez que establecen alianzas con
otras fracciones de los sectores populares y de las capas medias. La ex-
periencia de los piqueteros argentinos resulta significativa, puesto que es
uno de los primeros casos en los que un movimiento urbano pone en lugar
destacado la producción material.
La segunda característica común, es que buscan la autonomía, tanto
de los Estados como de los partidos políticos, fundada sobre la creciente
capacidad de los movimientos para asegurar la subsistencia de sus se-
guidores. Apenas medio siglo atrás, los indios conciertos 2 que vivían
en las haciendas, los obreros fabriles y los mineros, los subocupados y
desocupados, dependían enteramente de los patrones y del Estado. Sin
embargo, los comuneros, los cocaleros, los campesinos sin tierra y cada
vez más los piqueteros argentinos y los desocupados urbanos, están tra-
bajando de forma consciente para construir su autonomía material y
simbólica.
En tercer lugar, trabajan por la revalorización de la cultura y la afirma-
ción de la identidad de sus pueblos y sectores sociales. La política de
afirmar las diferencias étnicas y de género, que juega un papel relevante
en los movimientos indígenas y de mujeres, comienza a ser valorada tam-
bién por los viejos y los nuevos pobres. Su exclusión de facto de la ciuda-
danía parece estarlos induciendo a buscar construir otro mundo desde el
lugar que ocupan, sin perder sus rasgos particulares. Descubrir que el
concepto de ciudadano sólo tiene sentido si hay quienes están excluidos,
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Indios conciertos son denominados, en la región andina, los que «concertaron» un
acuerdo con el hacendado, que supone una relación de servidumbre y renta en especie.
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ha sido uno de los dolorosos aprendizajes de las últimas décadas. De ahí
que la dinámica actual de los movimientos se vaya inclinando a superar
el concepto de ciudadanía, que fue de utilidad durante dos siglos a quie-
nes necesitaron contener y dividir a las clases peligrosas (Wallerstein,
2001: 120-135).
La cuarta característica común es la capacidad para formar sus pro-
pios intelectuales. El mundo indígena andino perdió su intelectualidad como
consecuencia de la represión de las insurrecciones anticoloniales de fines
del siglo XVIII y el movimiento obrero y popular dependía de intelectuales
que le trasmitían la ideología socialista «desde fuera», según el modelo
leninista. La lucha por la escolarización permitió a los indios manejar he-
rramientas que antes sólo utilizaban las élites, y redundó en la formación
de profesionales indígenas y de los sectores populares, una pequeña parte
de los cuales se mantienen vinculados cultural, social y políticamente a los
sectores de los que provienen. En paralelo, sectores de las clases medias
que tienen formación secundaria y a veces universitaria se hundieron en la
pobreza. De esa manera, en los sectores populares aparecen personas
con nuevos conocimientos y capacidades que facilitan la autoorganización
y la autoformación.
Los movimientos están tomando en sus manos la educación y la for-
mación de sus dirigentes, con criterios pedagógicos propios a menudo ins-
pirados en la educación popular. En este punto, llevan la delantera los
indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la Universidad Intercultural
de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas –que recoge la experiencia de
la educación intercultural bilingüe en las casi tres mil escuelas dirigidas
por indios–, y los Sin Tierra de Brasil, que dirigen 1.500 escuelas en sus
asentamientos, y múltiples espacios de formación de docentes, profesio-
nales y militantes (Dávalos, 2002; Caldart, 2000). Poco a poco, otros mo-
vimientos, como los piqueteros, se plantean la necesidad de tomar la edu-
cación en sus manos, ya que los Estados nacionales tienden a desenten-
derse de la formación. En todo caso, quedó atrás el tiempo en el que
intelectuales ajenos al movimiento hablaban en su nombre.
El nuevo papel de las mujeres es el quinto rasgo común. Mujeres in-
dias se desempeñan como diputadas, comandantes y dirigentes sociales y
políticas; mujeres campesinas y piqueteras ocupan lugares destacados en
sus organizaciones. Esta es apenas la parte visible de un fenómeno mucho
más profundo: las nuevas relaciones que se establecieron entre los géne-
ros en las organizaciones sociales y territoriales que emergieron de la re-
estructuración de las últimas décadas.
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En las actividades vinculadas a la subsistencia de los sectores popula-
res e indígenas, tanto en las áreas rurales como en las periferias de las
ciudades (desde el cultivo de la tierra y la venta en los mercados hasta la
educación, la sanidad y los emprendimientos productivos) las mujeres y
los niños tienen una presencia decisiva. La inestabilidad de las parejas y la
frecuente ausencia de los varones, han convertido a la mujer en la organi-
zadora del espacio doméstico y en aglutinadora de las relaciones que se
tejen en torno a la familia, que en muchos casos se ha transformado en
unidad productiva, donde la cotidianeidad laboral y familiar tienden a re-
unirse y fusionarse. En suma, emerge una nueva familia y nuevas formas
de re-producción estrechamente ligadas, en las que las mujeres represen-
tan el vínculo principal de continuidad y unidad.
El sexto rasgo que comparten, consiste en la preocupación por la or-
ganización del trabajo y la relación con la naturaleza. Aún en los casos en
los que la lucha por la reforma agraria o por la recuperación de las fábri-
cas cerradas aparece en primer lugar, los activistas saben que la propie-
dad de los medios de producción no resuelve la mayor parte de sus proble-
mas. Tienden a visualizar la tierra, las fábricas y los asentamientos como
espacios en los que producir sin patrones ni capataces, donde promover
relaciones igualitarias y horizontales con escasa división del trabajo, asen-
tadas por lo tanto en nuevas relaciones técnicas de producción que no
generen alienación ni sean depredadoras del ambiente.
Por otro lado, los movimientos actuales rehuyen el tipo de organiza-
ción taylorista (jerarquizada, con división de tareas entre quienes dirigen y
ejecutan), en la que los dirigentes estaban separados de sus bases. Las
formas de organización de los actuales movimientos tienden a reproducir
la vida cotidiana, familiar y comunitaria, asumiendo a menudo la forma de
redes de autoorganización territorial. El levantamiento aymara de setiem-
bre de 2000 en Bolivia, mostró cómo la organización comunal era el punto
de partida y soporte de la movilización, incluso en el sistema de «turnos»
para garantizar los bloqueos de carreteras, y se convertía en el armazón
del poder alternativo (García Linera, 2001: 13). Los sucesivos levanta-
mientos ecuatorianos descansaron sobre la misma base: «Vienen juntos,
permanecen compactados en la ‘toma de Quito’, ni siquiera en las mar-
chas multitudinarias se disuelven, ni se dispersan, se mantienen
cohesionados, y regresan juntos; al retornar a su zona vuelven a mantener
esa vida colectiva» (Hidalgo, 2001: 72). Esta descripción es aplicable tam-
bién al comportamiento de los sin tierra y de los piqueteros en las grandes
movilizaciones.
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Por último, las formas de acción instrumentales de antaño, cuyo mejor
ejemplo es la huelga, tienden a ser sustituidas por formas autoafirmativas,
a través de las cuales los nuevos actores se hacen visibles y reafirman sus
rasgos y señas de identidad. Las «tomas» de las ciudades de los indíge-
nas representan la reapropiación, material y simbólica, de un espacio
«ajeno» para darle otros contenidos (Dávalos, 2001). La acción de ocu-
par la tierra representa, para el campesino sin tierra, la salida del anoni-
mato y es su reencuentro con la vida (Caldart, 2000: 109-112). Los
piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en
el corte de ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un
espacio del que se apropiaron hace 25 años, donde suelen depositar las
cenizas de sus compañeras.
De todas las características mencionadas, las nuevas territorialidades
son el rasgo diferenciador más importante de los movimientos sociales
latinoamericanos, y lo que les está dando la posibilidad de revertir la derro-
ta estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y campesino (en
el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están pro-
moviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde
surgen nuevas prácticas y relaciones sociales (Porto, 2001; Fernandes,
1996: 225-246). La tierra no se considera sólo como un medio de produc-
ción, superando una concepción estrechamente economicista. El territorio
es el espacio en el que se construye colectivamente una nueva organiza-
ción social, donde los nuevos sujetos se instituyen, instituyendo su espacio,
apropiándoselo material y simbólicamente.
Nuevos desafíos
En paralelo, el movimiento actual está sometido a debates profundos, que
afectan a las formas de organización y la actitud hacia el Estado y hacia
los partidos y gobiernos de izquierda y progresistas. De la resolución de
estos aspectos dependerá el tipo de movimiento y la orientación que pre-
domine en los próximos años.
Aunque buena parte de los grupos de base se mantienen apegados al
territorio y establecen relaciones predominantemente horizontales, la arti-
culación de los movimientos más allá de localidades y regiones plantea
problemas aún no resueltos. Incluso organizaciones tan consolidadas como
la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE),
han tenido problemas con dirigentes elegidos como diputados, y durante la
breve «toma del poder» de enero de 2000, se registró una fisura importan-
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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES LATINOAMERICANOS: TENDENCIAS Y DESAFÍOS
te entre las bases y las direcciones, que parecieron abandonar el proyecto
histórico de la organización.
Establecer formas de coordinación abarcadoras y permanentes supo-
ne, de alguna manera, ingresar en el terreno de la representación, lo que
coloca a los movimientos ante problemas de difícil solución en el estadio
actual de las luchas sociales. En ciertos períodos, no pueden permitirse
hacer concesiones a la visibilidad o rehuir la intervención en el escenario
político. El debate sobre si optar por una organización centralizada y muy
visible o difusa y discontinua, por mencionar los dos extremos en cuestión,
no tiene soluciones sencillas, ni puede zanjarse de una vez para siempre.
Finalmente, el debate sobre el Estado atraviesa ya a los movimientos,
y todo indica que se profundizará en la medida en que las fuerzas progre-
sistas lleguen a ocupar los gobiernos nacionales. Está pendiente un balan-
ce del largo período en el que los movimientos fueron correas de trans-
misión de los partidos y se subordinaron a los Estados nacionales, hipo-
tecando su autonomía. Por el contrario, parece ir ganando fuerza, como
sucedió ya en Brasil, Bolivia y Ecuador, la idea de deslindar campos
entre las fuerzas sociales y las políticas. Aunque las primeras tienden a
apoyar a las segundas, conscientes de que gobiernos progresistas pueden
favorecer la acción social, no parece fácil que vuelvan a establecer rela-
ciones de subordinación.
No es un debate ideológico. O, por lo menos, no lo es en lo fundamen-
tal. Se trata de mirar el pasado para no repetirlo. Pero, sobre todo, se trata
de mirar hacia adentro, hacia el interior de los movimientos. El panorama
que surge, cada día con mayor intensidad, es que el ansiado mundo nuevo
está naciendo en sus propios espacios y territorios, incrustado en las bre-
chas que abrieron en el capitalismo. Es «el» mundo nuevo real y posible,
construido por los indígenas, los campesinos y los pobres de las ciudades
sobre las tierras conquistadas, tejido en base a nuevas relaciones sociales
entre los seres humanos, inspirado en los sueños de sus antepasados y
recreado gracias a las luchas de los últimos veinte años. Ese mundo nuevo
existe, ya no es un proyecto ni un programa sino múltiples realidades,
incipientes y frágiles. Defenderlo, para permitir que crezca y se expanda,
es una de las tareas más importantes que tienen por delante los activistas
durante las próximas décadas. Para ello deberemos desarrollar ingenio y
creatividad ante poderosos enemigos que buscarán destruirlo; paciencia y
perseverancia ante las propias tentaciones de buscar atajos que, ya sabe-
mos, no conducen a ninguna parte.