10-08-2011
Mario Campaña, Sonia Manzano Vela et al.
Rebelión
Para abrirnos camino en el bosque de las disputas políticas, ideológicas y jurídicas del Ecuador de hoy, no estaría mal separar desde el comienzo a los distintos coros que participan en la representación. Lo primero que salta a la vista es la mascarada de los viejos grupos de poder. Bajo consideraciones honestas, ¿alguien podrá creer en la sinceridad y coherencia de quienes hoy se presentan como conspicuos defensores de la libertad de expresión, los derechos humanos, el respeto a la ley y la independencia de poderes? Bananeros y banqueros, petroleras y camaroneras, la prensa, buena parte de las más poderosas empresas de comercio y transporte, por turnos o todos a una, por acción y omisión, hicieron de Ecuador un lugar sin futuro, sin estructura institucional ni política ni administrativa real, un lugar de una mayoría pobre y miserable y una minoría holgazana, irresponsable y criminal, que prefería cualquier cosa antes que compartir; la dolce vita antes que la edificación de un mundo productivo, aunque fuera injusto: un feudo, pues, un no-país, una “república bananera”, como se nos llamaba internacionalmente, y luego una gran plaza sin leyes verdaderas, sin orden ni concierto, donde el engaño y la impunidad campeaban. Con honradísimas y escasas excepciones (aún se recuerdan los editoriales de Jaime Damerval en El Universo contra los desafueros de León Febres Cordero), la prensa ecuatoriana no está libre de responsabilidades en esa tragedia; ha sido cómplice en muchos sentidos.
Una primera separación, por tanto, nos llevaría a dejar de lado a quienes, perteneciendo a, o habiendo estado siempre en componendas con esos viejos grupos de poder, ahora lanzan la piedra y se rasgan las vestiduras sólo por cinismo, hipocresía o miedo. Ya los conocemos. No perdamos el tiempo con ellos.
Más necesario es discutir sobre la verdadera naturaleza del gobierno actual. Nos parece indudable que el de Rafael Correa intenta poner orden en el antiguo caos improductivo; intenta que el feudo y el mercadillo se urbanicen, y a trancas y barrancas consigue que se afiancen los nuevos ministerios, las nuevas subsecretarias, nuevas ordenanzas y reglamentos, nuevas reglas de juego. Las estadísticas están a su favor: la economía del país crece por encima del 6% sin que esa cifra esté determinada por los ingresos petroleros; se defiende la soberanía nacional; la miseria y la mortalidad infantil decrecen; la protección social aumenta; la educación y la salud mejoran, al menos en términos estadísticos; el IESS, que agonizaba, se ha salvado; centenares de campesinos pobres adquieren títulos de propiedad; el sistema financiero no está colapsado, como lo estuvo hasta hace poco… En suma, se gobierna. Bien o mal, el Ecuador de hoy es un país que tiene gobierno, cosa que no se ha podido decir durante mucho tiempo. Antes el gobierno era cosa de pequeños y poderosos grupos económicos, no del país. Todo eso difícilmente puede ser objeto de discusión: hay registros, datos, realidades incontrovertibles.
¿Autoriza eso a llamar “revolucionario” al gobierno de Rafael Correa? Creemos que no. Las políticas sociales nunca han definido a una revolución, aunque la preocupación por la igualdad social forme parte de su ideario. “Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la inmensa mayoría de sus miembros son pobres y miserables. Es sólo la equidad, además, lo que permite que quienes alimentan, visten y hospedan a la mayor parte de la población llegue tener una parte del producto de su propio trabajo, de tal manera que puedan estar ellos mismos razonablemente bien alimentados, vestidos y hospedados”. A algunos falsos revolucionarios del gobierno de Rafael Correa estos pensamientos les parecerán procedentes o propios de Marx, Engels, Mao, Lenin o El Che Guevara, pero son de Adam Smith, el ideólogo y patrono del liberalismo, y el libro en que aparecen no es el Manifiesto Comunista ni el Qué hacer, sino An Inquiri into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (“Una investigación acerca de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”), la auténtica biblia del capitalismo. Sólo en el mundo agreste y criminal de antes, el del feudo y el mercadillo sin ley, estas ideas de Adam Smith pudieron ser ignoradas. Ese mundo colapsó. Hoy, con el gobierno de Rafael Correa, el capitalismo ecuatoriano empieza a urbanizarse y tal vez termine haciéndose más funcional y menos injusto, como lo es, por ejemplo, en proporciones inmensamente superiores, el capitalismo europeo o norteamericano. El país que se adivina en el futuro, en el pensamiento de Rafael Correa y su gobierno, no va mucho más allá; es parecido al país de ayer y al de hoy, solo que mejor urbanizado, tal vez con más orden y menos pobreza, pero con las mismas estructuras y los mismos ominosos valores predominantes en el capitalismo, los que promueven la jerarquía entre los hombres, el individualismo egoísta, el racismo, el machismo, el lucro y el éxito como fines de la vida, la hipocresía y la represión como medios socialmente aceptados, el conservadurismo ideológico en todos los campos.
¿Es ese capitalismo urbanizado –a cuyo intento de implantación el gobierno llama “refundación” o “transformación” del país- el que queremos? No. La impostura de quienes hablan hoy de revolución va camino de convertirse en la misma de quienes piden respeto a la ley, a los derechos humanos y a la libertad de expresión después de haber participado en su violación sistemática durante décadas. Por mucho que el gobierno de Rafael Correa siga hablando de “revolución”, en su horizonte actual no hay ninguna señal de pensamiento o políticas revolucionarias. El famoso principio del Sumak Kawsay o “Buen Vivir” se parece demasiado al ideal rousseauniano de ‘l’homme naturel’ así como a la tesis liberal del ‘Public welfare’ o ‘Bienestar Común’, y su fantasmal reivindicación de una relación armónica con la naturaleza no es en absoluto una distinción, pues es afín a cierto capitalismo, especialmente al verde del norte de Europa.
Cuando desde fuera del poder se ha intentado discutir sobre las tareas actuales de un gobierno verdaderamente revolucionario, el de la así llamada ‘revolución ciudadana’ de Rafael Correa se ha cerrado en banda. La más clara demostración tal vez haya sido la sustitución de la planta de editorialistas de El Telégrafo dirigido por Rubén Montoya, un periódico que estaba situado a favor de los nuevos tiempos pero con una saludable independencia intelectual. Hoy tenemos otra demostración, sumamente expresiva: hace pocos días, el mismo Rafael Correa se dirigió a Fernando Balseca mediante una misiva oficial. La carta era una queja por uno de sus editoriales en El Universo: “el contenido de su artículo es una falsa prédica –dice el Presidente a Balseca-, que se inscribe en la absurda campaña mediática para afectar la imagen del Presidente, lo que muestra una vez más la falta de ética con la cual, a pretexto de la supuesta libertad de expresión, en el medio de comunicación al que usted se debe constantemente se divulgan mentiras”.
Fernando Balseca es un gran poeta, un viejo luchador social, uno de los intelectuales más honrados de este país, abnegado profesor universitario y admirado editorialista. En sus editoriales en El Universo, su posición es clara; respalda la búsqueda de “una genuina era diferente que no esté cimentada solamente en la entrega de obras sino que vaya modificando la estructura social”; señala con claridad que “El reto revolucionario no se reduce a un asunto de subsidios o de bonos”; advierte que ““la revolución ciudadana terminará como un gobierno más –mejor que otros– que no consiguió una renovación sustantiva en los hábitos de la ciudadanía. Si la vanguardia gubernamental no procede con una mentalidad distinta en su práctica cotidiana, nos quedaremos solo en el cumplimiento de ofertas electorales –algo justo, por cierto– como más carreteras, mayor atención a los necesitados y discapacitados, mejoras en los servicios públicos, etcétera”. Muchos ecuatorianos pensamos lo mismo: queremos que el país deje definitivamente atrás los tiempos en que era sólo un feudo o una plaza de unos pocos y se acometa, a todos los niveles, una transformación profunda, que cambie el entero mundo de la vida. Sin embargo, Rafael Correa afirma haber constatado con Fernando Balseca “cómo la mediocridad se ha posesionado de mentes que en otro tiempo fueron más consecuentes con el país y que hoy sólo sirven para no servir”. Por eso, la carta que el Presidente le dirige a Fernando Balseca la recibimos también nosotros, los firmantes. Después de la lección que nos dejaron las revoluciones fracasadas, quizá se pueda decir que no hay lugar donde la impostura de los falsos revolucionarios se expresa con más claridad que en la incapacidad para la crítica y la autocrítica, acaso los más radicales elementos de todo pensamiento y de toda acción revolucionarios. Lo que en otros lugares se llamó “el culto a la personalidad” debe ser puesto en la cuenta de esa intolerancia ante la crítica y la incapacidad para la autocrítica, características del pensamiento aristocrático, anti-revolucionario por definición, ciertamente opresor. El gobierno de Rafael Correa, como todos los gobiernos anteriores, se ha negado obstinadamente a debatir y a escuchar, incluso a quienes reclaman profundidad en los cambios, y por ahora deja intacto el oprobioso mundo de la vida que el sometimiento de siglos impregnó en la sociedad ecuatoriana.
La represión del pensamiento no es ajena a este gobierno, como no lo es a ninguno de los gobiernos liberales que suelen condenarla: “Creo también –dice Fernando Balseca, con justificado temor, en un mensaje privado- que seré menos directo a partir de ahora. Ya sin explicación alguna, hace unos meses me echaron de la Revista Q, una revista mensual de circulación gratuita del Municipio de Quito en la que escribía cuestiones culturales del ámbito quiteño; sin contestar a mis correos, dejaron de publicarme”.
La emancipación será total o no será, escribió un novelista europeo cuyo nombre preferimos callar. Reclamar espacios, capacidad y atención para la crítica y la autocrítica responsables es, por eso, una de las principales tareas de hoy.
Mario Campaña, escritor; Sonia Manzano Vela, escritora; Matilde Ampuero, comunicadora; Jorge Martillo Monserrate, escritor; Fernando Mieles, director de cine; Bertha Díaz, investigadora de artes escénicas; Gina Portaluppi, pedagoga; Sandra Mendoza, docente; Luis Carlos Mussó, escritor; Marco Alvarado, artista; Mariluz Albuja, escritora; Cecilia Ryder, traductora; Efraín Espinosa, escritor; Julio Álvarez, músico; Sonia Rodríguez Jaramillo, Mercedes Banchón, C. Andrés Icaza Estrada, traductor; Jorge Boccanera Hisijos, poeta (Argentina); Eduardo Milán, poeta (Uruguay).