Sobre la no-representación


22-09-2011

Para pensar el 15-M
La no-representación sólo es el principio

Aurelio Sainz Pezonaga
Rebelión

Para el 15M, se diría, la no-representación no ha sido, no es, más que el principio. Ahora bien, hay que reconocer que tal afirmación está toda ella atravesada por la ambigüedad. Porque el principio es el inicio en el tiempo. Y en efecto el 15M empieza declarando que los políticos no nos representan. Pero, el principio puede ser también un rasgo definitorio del 15M. El “no nos representan” es una toma de posición que da al movimiento su carácter rupturista, su distancia, su novedad respecto al modo en que la vida política funcionaba hasta ahora en España. Decimos, además, que la no-representación no es más que el principio, esto es, que sólo es un gesto de rechazo, un simple amago de éxodo que por sí mismo apenas produce consecuencias reales. Y es sólo el principio, por último, precisamente por su ambigüedad, porque el “no nos representan” parece una consigna tan vaga que casi no significa nada.
Pese a todo, y por una de esas paradojas que asedian lo imaginario, aunque parezca vacío, el “no nos representan” está lleno, repleto hasta desbordarse, de las muy heterogéneas maneras de entender la relación entre la ciudadanía y el sistema de partidos que componen el movimiento. De modo que, siendo una toma de posición esencial para el 15M, el “no nos representan” puede significar siempre demasiadas cosas. Conviene, por ello, nombrar al menos algunas de ellas, no con la pretensión de abarcar un espacio que nos excede, sino en busca de indicadores que nos ayuden a afrontar ese vacío abarrotado.

Si se entiende, como se ha hecho en la tradición moderna, que la representación política consiste en que los políticos y los jueces actúen en nombre de la voluntad general o popular y no en defensa de unos intereses particulares, “que no nos representan” significará simplemente que los representantes actuales no actúan por el bien publico, como deberían, sino en vista de un interés privado. El problema, sin embargo, es algo más complicado. Ya que la cuestión no es simplemente que no lo hacen, si no por qué no lo hacen. Y aquí caben varias posibilidades.

Por un lado, estarían los que consideran que el capitalismo o este capitalismo neoliberal corrompe la esfera política de tal modo que la deja imposibilitada para realizar su tarea representativa. Actualmente, la política estatal se habría sometido a los dictados de los mercados financieros y estaría defendiendo sus intereses pecuniarios en lugar de los intereses generales del pueblo. En consecuencia, serían necesarios un “socialismo de derecho” o un capitalismo sometido a controles democráticos que no interfirieran en la labor representativa de políticos y jueces, para que estos actuaran tal como deben, para que tomaran las decisiones con la imparcialidad que les corresponde.

Por otro lado, nos encontraríamos con aquellos para quienes la idea de una voluntad general que flota por encima de todas las voluntades particulares es una idea de carácter mítico o ficticio. Añaden, además, que esta creencia imaginaria, casi religiosa, ha sufrido una erosión inocultable tanto por parte del proceso moderno de secularización como por la imposibilidad de acallar los conflictos sociales, principalmente la lucha de clases. No obstante, al tiempo que defienden que la representación política a duras penas puede ya mantener sobre sus hombros los harapientos mantos seudosacrales, estas tendencias consideran que el estado de derecho no necesita justificarse forzosamente a través de esa idea mítica, sino que para sostener su validez le basta con apuntar a las formas históricas de convivencia que ha propiciado y propicia. Y en este paso se abre de nuevo una bifurcación que nos interesa. El deterioro de la idea de voluntad general conduce a un desplazamiento en el concepto de representación política. Ahora, la representación más que en actuar en nombre del pueblo, consistirá en reflejar la realidad social. De este modo, la acción política se pensará como más o menos legítima según a) refleje o no la pluralidad social o b) se deje influir o no por una opinión pública política que reflexiona en libertad y que busca abierta y racionalmente el acuerdo. En fin, en estos dos casos el “no nos representan” significará o bien que las composiciones del parlamento no pueden reflejar la pluralidad social, a causa, principalmente, de una inadecuada ley electoral, o bien que no hay una verdadera opinión publica libre y es por eso necesario un movimiento social como el 15M para construirla.

En este primer conjunto de tendencias, la representación política se entiende como una adecuación, ya sea entre la acción de los políticos y la unidad verdadera en nombre de la que deben actuar, o entre la esfera política y la realidad social que debe reflejar.

En las últimas décadas, sin embargo, la representación ha empezado a concebirse ya no como una adecuación, sino como la producción de una unidad simbólica, ni verdadera ni falsa, aunque socialmente efectiva. Esta nueva aproximación al problema conlleva, a su vez, una doble posibilidad de resistencia social. La política de resistencia puede consistir en la producción de una unidad simbólica antagonista. Pero también, si la unidad simbólica se percibe como una forma de dominación, la lucha contra esta implicará el rechazo total de aquella. Así, desde las tendencias que encajarían en un segundo conjunto, si los políticos “no nos representan” es porque han perdido (o queremos que pierdan) la capacidad para concitar la producción de la unidad simbólica de la sociedad. Veamos las dos posibilidades.

La primera trataría de dar cuenta de los elementos populistas que se pueden encontrar expresados en consignas del 15M como “nosotros somos el pueblo” o “el pueblo unido jamás será vencido”. Desde esta óptica, se entendería que, a causa del bipartidismo estructural, de los numerosos casos de corrupción política, del gobierno de los mercados, del modo en que la gestión de la crisis está perjudicando a las clases populares, etc., la capacidad del sistema político para representar la voluntad general ha quedado profundamente dañada. El sistema de partidos existente ha dejado de ser creíble para un gran número de gente como vía para alcanzar el interés general o, lo que es más, se muestra como traidor de ese interés, como defensor de un interés particular, el de los propios políticos y los banqueros, bajo el disfraz de interés general.

Ahora bien, esta crisis de representatividad no se reduce a la perdida de legitimidad del sistema de partidos, sino que, al mismo tiempo, deja abierta la posibilidad de construir una voluntad general antagónica, un “pueblo” que rechace la traición ejercida por el sistema de partidos existente y que asuma la defensa de la voluntad general que éste ha traicionado. Son los excluidos, aquellos que las diversas “traiciones” del poder oficial han dejado fuera del juego, los que una vez expulsados se alzan contra la estructura de poder que los ha marginado proponiéndose a sí mismos como fuente antagonista de legitimación.

El “no nos representan”, significará ahora: “el pueblo somos (lo representamos) nosotros, los excluidos, nosotros defendemos la voluntad popular y no ellos, ellos representan la traición al pueblo (el sometimiento a los mercados, la corrupción de los políticos, en fin, un interés particular)”.

La segunda posibilidad, por último, consiste en considerar el “no nos representan” como un rechazo completo a la representación política y una apuesta por una democracia sin mediaciones, una democracia de todos y para todos. Para esta línea de lectura, la representación es siempre una forma de reducir la multitud de singularidades que componen nuestras sociedades contemporáneas a una unidad simbólica que se eleva por encima de ellas, es decir, es siempre una forma de soberanía, una relación de poder. La unidad simbólica producida por la representación se presenta como condición indispensable de la vida social y aquellos, los partidos, que se declaran sus interpretes y ejecutantes se atribuyen el derecho a dirigir, a poner orden donde, supuestamente, sin ellos, sólo habría caos. El chantaje que presenta la disyuntiva sistema de partidos o abismo social no es sino un medio para someter a la multitud al mandato de unos pocos, políticos y capitalistas, que a través de instituciones nacionales, internacionales y privadas gobiernan el mundo despóticamente.

El grado de liberación de la multitud equivale, entonces, a la fuerza que ésta consiga acumular por sí misma para eliminar continuamente los obstáculos que las diferentes formas de soberanía y explotación ponen a su autoorganización, a la cooperación libre de las singularidades que la componen. En la actualidad, una capacidad de acción semejante es la base fundamental de los procesos de producción económica. En ellos, lo intelectual, lo afectivo, lo imaginativo, son aspectos esenciales tanto del punto de partida como del resultado. Es más, la “producción biopolítica”, como algunos la llaman, se sostiene sobre la capacidad de cooperación que los propios trabajadores despliegan. En estas condiciones, cuanto más libre la cooperación, mayor la riqueza producida. Es, entonces, la producción biopolítica la que ha alcanzado expresión política en el 15M y en concreto en su consigna “no nos representan”. Esta es su grito de denuncia, su rechazo de la representación política como forma de un orden que parasita y asfixia la fuerza productiva, la capacidad inventiva de la multitud.

Podríamos seguir así, exponiendo aún otras tendencias, o variantes y combinaciones de las descritas, pero con lo dicho basta para defender que lo que encontramos al recopilar varias de las diferentes voces que gritan el “no nos representan” es que la no-representación sólo es el principio aún en otro sentido. Pues ahora, se han desplazado el vacío, el caos o la indeterminación que la ambigüedad que observábamos al comienzo había puesto en el centro. Al desplazar el vacío, éste no desaparece. Como un “etcétera” al final de una lista de ejemplos, se coloca en los márgenes impidiendo la totalización del movimiento. Pero, desplazado, el vacío de la indefinición, del exceso, de la finitud no puede ya operar al modo de un agujero negro en el que se abismara toda determinación. Dicho de otro modo, la no-representación del 15M no es una idea perfectamente delimitada, pero tampoco es una piel sin fondo en la que podamos embutir cualquier cosa de cualquier manera. No es pura en ninguno de los dos sentidos posibles: no es una esencia perfecta ni es un caos insondable. Su naturaleza es otra, su naturaleza es compleja. Está compuesta de fuerzas diferentes de diferente fuerza, de fuerzas concretas en relación no armónica.

Así, la no-representación es sólo el principio porque el proceso de articulación entre las diferentes tendencias que se mueven en el 15M y en su proximidad no ha hecho más que empezar. Y porque ese proceso no es otra cosa que la historia por hacer del movimiento, la historia que, con el nombre de 15M o con otros, el movimiento hará y la historia que le dará consistencia. Entendida de esta manera ampliada, la no-representación no tiene de negación nada más que la forma lingüística. El “no nos representan” es un gesto enteramente positivo, es una acción que se compone con las prácticas del 15M, sus asambleas abiertas, su desobediencia civil, su compromiso social… Es un reto no hacia el gobierno de turno, sino para nosotros mismos. Es una apuesta, una decisión, una intervención de la propia potencia de la ciudadanía que se esfuerza por tomar en sus manos el gobierno de su vida en común. Pero no es una capacidad que esté ahí disponible, ya preparada para el uso inmediato, sino una potencia que hay que construir construyendo el movimiento en una situación siempre cambiante.

El 15M ha tomado a su cargo un problema, el problema de demostrar que es posible una acción ciudadana real, efectiva, una acción ciudadana no mediada por aquellos “que no nos representan”. Y es alrededor de este desafío donde las diversas tendencias organizarán o no sus fuerzas.