Reflexiones sobre el “argentinazo”: Diez años después de la revolución que no fue

19.Dic.11    Análisis y Noticias

19-12-2011

Arturo Borra
Rebelión

1) La ambivalencia del sujeto
En diciembre de 2001, la Plaza de Mayo en Argentina fue el escenario central, aunque no único, de una multiplicidad de protestas sociales que recorrieron el mundo. En un país que para entonces se encontraba en situación de colapso -al punto que hubo algún que otro sociólogo que no dudó en aventurar que “Argentina no existe” (1)-, el discurso presidencial de De La Rúa ante los saqueos populares (especialmente, algunas cadenas de supermercados) desató una respuesta imprevisible: la salida espontánea de miles de personas en dirección de la Casa Rosada, que derivó en la peor represión policial desde la reapertura democrática del 83´ (con 37 personas asesinadas en todo el país con absoluta impunidad).

Lo singular del acontecimiento estuvo ligado no ya a la histórica ocupación de la plaza por parte de diferentes fuerzas sociales, sino tanto al modo de convocatoria y a las modalidades de la protesta como a la heterogeneidad de los grupos manifestantes: miles de personas convocándose de manera informal por medios electrónicos de comunicación, apelando al uso de elementos domésticos para “hacerse oír” en la vía pública. A pesar de las prisas por identificar al “sujeto” de las protestas en el mapa político preexistente, diez años después se trata más bien de pensar en ese sujeto como un emergente, producto de una confluencia imprevista de flujos sociales. Si bien no faltaron las denuncias (justificadas) de un complot organizado por el duhaldismo y el alfonsinismo por parte del gobierno de De la Rúa, resulta claro que dichas protestas rebasaron ampliamente cualquier “plan” premeditado por parte de esas fuerzas político-partidarias.

Si lo que se estaba reconfigurando en la Plaza de Mayo el 20 de diciembre era lo «popular» -en su acepción restringida de clase- o la «multitud» -que rebasa la lógica de clase- es difícil de discernir. Aún así, desde esta perspectiva, tanto el derrocamiento de algunas figuras presidenciales (De La Rúa, Ramón Puerta, Eduardo Camaño y Rodríguez Saa) como la exigencia de un cambio político, económico e institucional estuvieron ligados a un proceso de movilización social que no puede explicarse de forma válida apelando de forma exclusiva a la «lucha de clases» (como “motora” de la historia de las sociedades).

Ese debate, por lo demás, no debería habernos perder de vista algo más decisivo: que se trató de un acto político por excelencia, en la que la situación institucional preexistente se reconfiguró de forma significativa, a partir de la constitución de un nuevo sujeto político. Aunque identificar ese sujeto con la «multitud» puede debilitar la percepción de un antagonismo de clase efectivo, es innegable que dicha forma de antagonismo fue rebasado por una pluralidad de identidades colectivas articuladas en torno a su confrontación con los poderes gubernamentales y los capitales financieros. No es preciso, pues, construir ninguna dicotomía entre esa «multitud» y el «pueblo» (despojado de sus connotaciones clasistas).

En términos generales, lo que en este acontecimiento primó fue un tejido de demandas irreductibles a las “clases medias” argentinas, afectadas inicialmente por lo que se dio en llamar “corralito” (en la que se retenía por ley el dinero de los ahorristas en manos de la banca). En una segunda instancia, a esa demanda inmediata se procuraron articular otras de carácter mediato, entre las que cuentan, centralmente, tanto una demanda de justicia como una demanda de renovación radical de la política. Sin embargo, como hipótesis retrospectiva, cabe afirmar que dicha articulación de demandas fue, en una medida que hay que especificar, fallida: no lograron configurar un horizonte contrahegemónico. En particular, la oportunidad histórica de constituir a la izquierda (partidaria y extrapartidaria) como fuerza hegemónica fue dilapidada, produciéndose una reestructuración del orden capitalista por parte del duhaldismo. La revuelta desatada por una «multitud» autoconvocada por fuera de estructuras políticas formales -gremios y sindicatos, partidos políticos, asociaciones intermedias, agrupaciones estudiantiles-, fue paulatinamente desactivada por los mismos agentes institucionales repudiados, no sin algunas respuestas transaccionales producto de la presión social. En esa reestructuración ocuparon un lugar de relieve algunos medios de comunicación dominantes que, en un viraje estratégico, contribuyeron de forma decisiva al restablecimiento de la hegemonía neoconservadora.

II) Los medios en cuestión

A pesar de las imágenes estereotipadas y homogeneizantes que suelen desplegarse a propósito de los medios de comunicación, en una primera instancia, no existió un discurso mediático unitario ante el 20-D: por un lado, el ambiguo testimonio televisivo (2), con giros periodizables: transmitiendo en vivo y en directo la caída de De la Rúa y de los sucesivos presidentes interinos (aunque de manera discontinua), simultánea a las imágenes de la represión policial; por otro, transmitiendo en diferido las manifestaciones contra el duhaldismo, con comentarios en off de periodistas distantes a la “escena” (en el estudio televisivo), con elocuentes silencios e incluso comentarios a contrario al flujo de imágenes, sin referencia alguna a las amenazas recibidas por parte de algunos participantes asamblearios, militantes de izquierda y organizaciones sociales implicadas.

Paralelamente a este cambio de modalidad de transmisión, la visualización televisiva del fenómeno fue crecientemente relegada en el período duhaldista, perdiendo centralidad en el tratamiento informativo dominante. Desde luego, dicho giro televisivo debe ponerse en relación con determinadas condiciones que lo sobredeterminan; en particular, no cabe desconocer la conexión entre licuación de deuda propiciada por el gobierno duhaldista y la desaparición en pantalla de las protestas. En ese sentido, bien puede señalarse, dada la notoriedad del caso, el rol que jugó Duhalde, como presidente interino, en la pesificación compulsiva que licuó las deudas de las grandes corporaciones, incluyendo a los principales propietarios de los medios televisivos, radiales y gráficos masivos. No parece casual, pues, que programas como Todo Noticias (emitido en un canal del Grupo Clarín, beneficiario de la medida), hayan dejado de emitir en directo las protestas en ese período.

Lo dicho, sin embargo, no agota el análisis. Las políticas de los discursos mediáticos, relativamente autónomas, pueden y deben estudiarse de forma crítica (tarea que no puedo abordar aquí más que en aspectos liminares). En la arena de lucha ideológica de los medios televisivos, la interrupción de la transmisión en directo por parte de TN fue capitalizada por la televisación (“más sensacionalista”) de Crónica TV, medio que no sólo se arrogó el privilegio de ser “único medio en directo” (sic), sino que además se presentó a sí mismo en condición de garante de la verdad fáctica, identificada con esa modalidad de transmisión. Como contrapartida, las denuncias del periodista Jorge Lanata a estos medios “cómplices” del nuevo gobierno, desde otro medio televisivo y desde un lugar de garante crítico, muestra esta ambigüedad en la pantalla: discursos y contradiscursos públicos, luchando por direccionar las interpretaciones en pugna.

La observación es doble entonces: aunque una lectura crítica de los medios debe incluir la elucidación de esos intereses económico-corporativos, la selección periodística de los acontecimientos en tanto que «noticiables» (públicamente relevantes) no se restringe ni coincide por necesidad con esos intereses y debe ser investigada con detenimiento. La alternativa consiste menos en analizar qué se mostró y qué se ocultó, que en analizar un «régimen de visibilidad» que muestra ocultando (por modificar la fórmula foucaultiana de un decir censurando), en función de unos lineamientos editoriales que no excluyen contradicciones significativas. Como argumentaré, lo relevante en la cobertura mediática hegemónica no fue la simple omisión del acontecimiento, sino su construcción discursiva como “cacerolazo”, despojándolo de sus connotaciones político-radicales. Dicha construcción, aunque estuvo ligada a determinados intereses económicos, también compromete dimensiones político-ideológicas insoslayables.

No cabe, pues, suprimir del análisis la pluralidad inicial de los discursos mediáticos en liza. Es esa pluralidad lo que permite mostrar los límites de cualquier análisis totalizador que evite la investigación exhaustiva no sólo de la televisión, sino de los medios de comunicación en general (desde la radio a la prensa hasta Internet o la telefonía móvil). En suma, excluir del campo mediático la palestra ideológica tiene efectos paradójicos: desestima las luchas que pueden desplegarse en ese espacio. No cabe descartar que esta miopía teórica haya pasado factura en las propias fuerzas de izquierda, incapaces de ocupar uno de los campos fundamentales de disputa simbólica y, por tanto, de construcción de hegemonía.

III) Mas allá del economismo

Lo que se estabilizó como el “cacerolazo” puede leerse como un principio de revolución democrática interrumpida por la restauración duhaldista. No se trata de atribuir o presuponer un telos más o menos oculto a la historia de ese acontecimiento, sino de reconstruir lo que estaba en juego, como práctica colectiva. Si sólo retroactivamente podemos conocer de forma cabal el sentido efectivo de una práctica, es indudable que el «argentinazo» constituyó una experiencia de ruptura que el gobierno duhaldista desactivó de formas diversas, incluyendo la represión directa, la inclusión subordinada de algunas demandas o la disuasión a partir de la movilización del aparato de partido.

La trivialidad de que el presente es irreductible al pasado ha sido al menos omitida en frecuentes análisis que se orientaron a la explicación de esta práctica como esencialmente repetitiva, “más de lo mismo”. Así, algunos analistas enfatizaron que sólo se trataba de la reaparición pública de las clases medias pauperizadas, reactivas ante una nueva restricción, marcada por sus inclinaciones europeizantes, su aristocratismo abierto, su mezquindad económica y su ascenso social por la vía profesional, con la esperanza mediocre del éxito de los descendientes (3). Ese análisis, sin embargo, apenas atendió a lo que pudiera haber de diferencial en esa irrupción de fuerzas sociales heterogéneas.

Contra esa hipótesis, cabe reafirmar el carácter novedoso de ese fenómeno, entre otras cuestiones, porque reconfiguró el imaginario social acerca del «pueblo» y la «nación»: en el primer caso, no ya como un sujeto social dado, identificable con las clases trabajadoras o la población en general, sino como un agente colectivo producto de una identificación en torno a una «comunidad imaginada» antagónica a la propuesta por el bloque gobernante. Puesto que se trató de una revuelta predominantemente local -ocurrida en torno a la Plaza de Mayo de Capital Federal y secundada en otras ciudades-, la fuerte repercusión que tuvo en otros puntos del país no puede comprenderse si no es remitiéndonos a un dimensión discursiva que posibilitó la construcción de un «colectivo de identificación» más allá de los participantes directamente implicados .

Ahora bien, atender a esas dimensiones políticas y simbólicas presupone que dichas manifestaciones sociales fueron irreductibles a una determinación económica (el “corralito”, el reclamo de creación de nuevos puestos de trabajo o el ataque padecido por las clases medias). Cualquier determinación económica de tales manifestaciones debe articularse en términos de análisis a una economía más general de la determinación, en especial, a aquellos factores que nos permitan dar cuenta de la pluralidad de reclamos y sentidos que efectivamente se pusieron en juego. Desde una perspectiva economicista, por el contrario, los reclamos de justicia, el pedido de expulsión de la “corte suprema de la injusticia” y de transparencia administrativa (“abajo los corruptos”), el rechazo a la estatización de la deuda privada, la exigencia de una completa renovación de la representación política (“que se vayan todos”), o aún de vaciamiento del poder gubernativo (“no queremos más políticos”) no son más que fenómenos determinados “en última instancia” por la economía. Ahora bien, semejante economicismo pasa factura minimizando todo lo que rebasa su propia economía restrictiva: esa multiplicidad de demandas que, en un momento dado, no podían ser asimiladas o satisfechas por el sistema.

Dicho lo cual, reducir esas demandas colectivas a una mera reacción ante una privación puntual -como la expropiación padecida por los pequeños ahorristas- es inválido (lo que no significa que dicha restricción no haya sido su punto detonante). A esa tesis hay que contraponerle una que sostiene que el acontecimiento del 20-D estuvo ligado al ejercicio de un contrapoder por parte de una multitud ofuscada, producto de un hartazgo moral y político ante las clases dirigenciales. La participación en asambleas barriales, la exigencia de control de los partidos de gobierno y de los organismos estatales, la condena a un modo dominante de hacer política, el cuestionamiento al sistema judicial, entre otras cuestiones, coexistieron con la exigencia de devolución de depósitos. Desconocerlo es simplemente erróneo.

IV) La crisis de la hegemonía neoconservadora en Argentina

Ahora bien, ¿advino esa ruptura histórica tan demandada colectivamente como anunciada por los sucesivos gobiernos justicialistas transitorios? La respuesta es claramente negativa. Las promesas populistas fueron diversas: el anuncio de creación de un millón de puestos de trabajo, la declaración del default, el fortalecimiento del poder ejecutivo, la reducción del gasto político, la devolución de los ahorros en la misma moneda de referencia, entre otras. Apenas una de estas demandas se cumplió por fuerza: la cesación de pagos, producto de un déficits fiscal notable, que imposibilitaba la asunción de los vencimientos de deuda.

Si por un lado la gestión demagógica de las protestas no alcanzó para desmovilizar completamente, la debilidad de la izquierda para constituirse en fuerza hegemónica creó, por otra, las condiciones para una restauración del orden vigente. La pérdida de fuerza de las manifestaciones y las asambleas barriales, en este sentido, no sólo fue producto de una política de persecución oficial, sino también de la propia imposibilidad de constituir un frente político común de una izquierda que siguió fragmentada (4).

En síntesis, los reclamos no lograron articularse en una cadena de demandas unitaria ni respondieron a un proyecto localizable de nuevo orden social. Antes bien, anticiparon la crisis del viejo orden (lo que Gramsci llamó «crisis de hegemonía»). En efecto, se trató de una desestructuración que abría la oportunidad histórica de un cambio (más o menos revolucionario), obliterada por el duhaldismo. Aunque no deba subestimarse el cambio resultante, la presión del 20-D fue desactivada, produciéndose una rearticulación del capitalismo a nivel nacional, sin que peligren sus instituciones económicas y políticas fundamentales: la propiedad privada, la producción asalariada, la concentración de la renta, la continuidad de actores político-institucionales sospechados de corrupción en diferentes órganos del estado y la permanencia de autoridades judiciales dependientes del poder ejecutivo de turno.

En ese sentido, más que lucha por alterar la fisonomía del capitalismo, las protestas se construyeron en torno al «modelo» que, si bien ponía en el tapete la convertibilidad vigente desde el “superministro” de economía Domingo Cavallo, no especificaba ninguna política de cambio radical. La «revuelta» resultante -en tanto réplica a unas políticas públicas restrictivas y a una clase dirigencial desacreditada- no condujo, pues, a un repudio hacia las clases propietarias y sólo eventualmente a un rechazo de la banca privada.

Bien podría alegarse que dicho descrédito de los partidos políticos explica la escasa incidencia de ese malestar colectivo en el desplazamiento de la ciudadanía hacia la izquierda del arco político. Sin embargo, ese descrédito no afectó por igual a todos los actores político-institucionales y hay buenas razones para suponer que estaban dadas las condiciones para que la izquierda asumiera un lugar más decisivo en la producción de una intervención política radical (5). Su fragmentación interna, sin embargo, impidió precisamente esa asunción. En sus variantes socialmente más valoradas, dicha izquierda no cuestionó sino puntos específicos de un “modelo” no especificado de forma suficiente. Partidos políticos como Autodeterminación y Libertad –que mostraron una disposición a reconfigurarse en las prácticas asamblearias- apenas tuvieron un protagonismo fugaz, desapareciendo de la escena pública pocos meses después de las elecciones en Capital Federal de 2001. Con ello, la izquierda dilapidó una oportunidad histórica propicia al cambio.

VI) Del “argentinazo” al “cacerolazo”

En el proceso político posterior al 20-D, las brechas ideológicas entre distintos grupos se fue acentuando de múltiples maneras: sea bajo la forma discursiva de “apartamiento de los violentos”, sea bajo la separación de la “extrema izquierda”. Si hubo una disposición colectiva, parcial y fluctuante si se quiere, a la articulación entre sectores medios y populares, las divisiones volvieron a aflorar en movilizaciones como en las de Avellaneda en 2002. Si en una primera fase el significante «Argentina» operó como elemento unificador de una pluralidad social, en una segunda fase, la presencia en las protestas de algunos movimientos sociales (por poner dos casos: “Piqueteros” o “Quebracho”) suscitó lo que podríamos llamar un típico recelo clasista. Con ello, la frágil equivalencia construida en torno a «Argentina» -o incluso al «pueblo argentino»- volvió a erosionarse.

El gobierno duhaldista, sin dudas, contribuyó con especial empeño a esta tarea, produciendo una interrupción del proceso de relevo institucional entonces operativo. Su apuesta fundamental consistió en el restablecimiento del establishment, en el que los grupos financieros y los grandes grupos económicos fueron, una vez más, los sujetos favorecidos, a través de una transferencia escandalosa (aunque no inédita) de recursos: la estatización de la deuda privada, el mantenimiento del corralito, el reinicio de las negociaciones con los organismos internacionales, el restablecimiento del pago de los intereses de la deuda externa, las concesiones realizadas a favor de las empresas privatizadas a cambio de evitar un reajuste tarifario (con valores por encima de los precios internacionales); el aumento de los hidrocarburos; la ley de presupuesto 2002 recortando más en educación, salud y sistema previsional y ampliando los recursos para Defensa y Seguridad Interior, entre otras cuestiones.

Así pues, dentro de este proceso restitutivo, fue de suma relevancia la producción de un discurso institucional y mediático despolitizante. Si para desactivar paulatinamente la protesta, el duhaldismo necesitó incluir algunos puntos nodales fuera de agenda, la reprogramación del pago de la deuda (sin cesación ni quita), la impunidad a la mayoría de responsables del vaciamiento de los bancos (exceptuando algún chivo-expiatorio), la devaluación súbita que licuó deudas privadas y sumió a más de dos millones de personas en la pobreza, así como la persecución policial, señalan a las claras la dirección política del gobierno duhaldista.

La estabilización confinada de las protestas, aun con sus recursos expresivos renovados, transfiguró lo imprevisible en una insistencia rutinizada, restándole fuerza significativa. Iniciativas valiosas como las asambleas permanentes en varios barrios capitalinos y del Gran Buenos Aires (así como en otras capitales provinciales) fueron perdiendo potencia a medida que se aplacaron algunas urgencias sectoriales.

En primera instancia, la estrategia del duhaldismo osciló así entre la acción disuasoria (creando un clima de intimidación pública a partir de la vinculación entre “protesta” y “violencia”) y las concesiones puntuales: por un lado, Duhalde se representó como el presidente mandatario de la protesta pública; por otro, como aquel que debía garantizar que no se produzca alteración del orden público. Si como estrategia pública reconoció el legítimo derecho a la protesta, en el terreno práctico el duhaldismo no dudó en apelar a una política de amedrentamiento: “patotas” persiguiendo a los asambleístas, policía de civil registrando los movimientos civiles, amenazas anónimas a distintos participantes, ausencia de la policía uniformada en actos de protesta, en complicidad con la “patota”, ronda de detenciones arbitrarias, etc. En suma, aprobación pública y represalias secretas mostraron a un poder ejecutivo regido cada vez menos por el temor a la destitución o el boicot económico que por el interés en exhibir su fortaleza. En particular, la figura de Duhalde como «hombre de estado», con capacidad de liderazgo, se consolidó en este período, disociada de la imagen más cuestionada de Duhalde como exgobernador.

Ahora bien, puesto que según el discurso neoliberal la movilización de miles de ciudadanos ya suponía una alteración del orden público, la exigencia de garantizarlo por parte del duhaldismo, alineado a ese discurso, era estrictamente incumplible. Así, en marzo de 2002 el giro se hizo más claro: las asambleas “carecen de sentido” (sic) para la democracia, si no “se organizan para las elecciones”, en palabras del propio Duhalde. Lo que en un principio se mostró como “aceptación” de los móviles de la protesta, producto de una específica correlación de fuerzas, terminó virando en segunda instancia hacia un llamado al orden: el fracaso de esta estrategia disuasoria condujo así a un endurecimiento de la represión directa que culmina en los brutales sucesos del 26 de junio de 2002 en Avellaneda.

De forma correlativa, se pasó de una tibia confrontación con el poder económico-financiero concentrado (incluyendo el FMI y el Banco Mundial) a una negociación conciliadora y a un realineamiento con el poder político estadounidense (al punto de terminar patrocinando el voto contra Cuba por violación de los derechos humanos). La reiteración discursiva sobre el peligro inminente cernido en torno a la democracia por falta de ayuda monetaria y las predicciones de “caos impredecible” por parte de las autoridades crearon las condiciones para este reacomodación.

En esa coyuntura, el desplazamiento del “argentinazo” al “cacerolazo” mermó la fuerza dislocatoria del acontecimiento. El viraje de las políticas comunicacionales de los grandes medios masivos de comunicación acompañó este proceso de debilitamiento de la protesta. Si el día de asunción de Duhalde como presidente interino las disputas entre la “patota duhaldista” y la izquierda unida mostró que “la calle era peronista” sólo a los golpes, pocos meses después la calle había sido en buena medida usurpada por el oficialismo.

VII) Una respuesta transaccional

Para comprender la estabilización del duhaldismo es preciso tener en cuenta, asimismo, la alianza ilegitima que construyó tanto con otras facciones del justicialismo como con los restos del radicalismo (en particular del alfonsinismo). Esa alianza contribuyó a la redefinición de las relaciones entre el bloque dominante (constituido por la alianza entre gobierno, grandes empresas nacionales y FMI, en una tibia pugna contra otras fracciones de clase) y los sectores subalternos entonces movilizados. La asimetría creciente en ese juego de poder y el despliegue del aparato represivo fueron, pues, los factores más relevantes que posibilitaron la permanencia de un gobierno que nacía ya desacreditado para amplias franjas sociales.

Hablar de ciertas políticas de autolimitación fijadas por el duhaldismo, como por ejemplo, el pedido de juicio político a la Corte de justicia (indefinidamente postergado y obstruido por una decisión ejecutiva), la gravación a las exportaciones de hidrocarburos, el incremento del gasto social, la (pseudo)flexibilización del corralito, el ligero énfasis en la industria nacional y el cambio del modelo de convertibilidad no debería inducir a error: no fueron más que medidas transaccionales, coexistentes con un gasto político elevado y con una represión policial de intensidad variable y persistente, tanto en el seguimiento de activistas como en la emboscada policial en el puente de Avellaneda, donde la policía asesinó a dos militantes.

En síntesis, las políticas del gobierno duhaldista operaron como una restauración del orden (neoliberal) que, ante la crisis de legitimidad, debió hacer algunas concesiones, bloqueando la posibilidad de una política radical. En ese sentido, la llamada «gobernabilidad» se restableció mediante la domesticación de la revuelta. En un giro nominal repentino, los discursos oficiales y mediáticos hegemónicos construyeron el acontecimiento como “cacerolazo”, reenviado a la esfera privada y, en cualquier caso, despojado de cualquier cariz político transformador.

La reacomodación del bloque dominante se produjo a partir de negociaciones con petroleras, empresas privatizadas y flexibilización del corralito. Producto de una negociación intensa, Duhalde reconstituyó su posición hegemónica, fijando algunos límites del juego económico, en detrimento de una auténtica redistribución de las riquezas. Eso no niega, desde luego, que los efectos sociales de la desestructuración sistémica hayan persistido por algunos meses. La respuesta oficial, sin embargo, no tardó en repeler esa heterogeneidad social y política. La reducción del “argentinazo” a “cacerolazo” fue, precisamente, esa respuesta.

El “cacerolazo”, pues, ya es producto de una separación, de una clasificación clasista que buscó evitar la hibridación de los flujos sociales. La estrategia depurada no perdió su doblez: por un lado, identificar la protesta con sectores económicamente afectados, circunscriptos a la esfera privada y, por otro lado, insistir en la irrupción de sujetos “violentos”, como elementos extraños a la clase media “civilizada”. La apuesta de cortar cualquier encadenamiento de demandas -separando la protesta del 20-D de cualquier conexión con movimientos sociales como “piqueteros” o defensores de derechos humanos- dio sus frutos: legitimar entre las clases medias la (presunta) necesidad de poner límites a la protesta social. Con ello, se crearon las condiciones propicias para el encauzamiento institucional de los diferentes grupos sociales: apartando y criminalizando a los “agitadores” y a los “infiltrados” y reafirmando la legitimidad del orden jurídico vigente (6).

VIII) El encauzamiento de la multitud

En el mismo intento de encauzar la protesta, la prensa neoconservadora enlazó el “riesgo de anarquía” a la multitud, señalando con ello el peligro del “caos” y del “desgobierno”. Desde luego, por tratarse de un presupuesto, la afirmación de que la anarquía constituía una amenaza seria para la “democracia” apenas si fue discutida. De forma desplazada, el significante «anarquía» fue remitido a la posibilidad de una respuesta inédita, relativamente imprevisible (esto es: no necesariamente asimilable) y a un potencial expansivo, capaz de erosionar la identificación de lo político y la política parlamentaria, pero más en general, de la reclusión de esa dimensión instituyente en las instituciones estatales. De hecho, la acusación de un diario como “Ámbito financiero” al gobierno duhaldista por “izquierdista y marxista” (sic) señala con precisión ese temor entonces presente de una reconfiguración de lo político que desbordaba con creces la esfera del estado.

Lo dicho, sin embargo, no habilita a afirmar que el 20-D representó la inminencia de una revolución; antes bien constituyó una posibilidad más bien reprimida. Un proceso revolucionario, en este sentido, debe pensarse como una excepcionalidad histórica que excede la pura voluntad de unos sujetos. La continuidad en la represión de esa posibilidad, nunca garantizada per se, estuvo ligada a la continuidad de una política de estado en la que ni siquiera el dogma de la economía de mercado fue puesto seriamente en tela de juicio. Las prácticas asamblearias como parte constitutiva de una democracia participativa fueron, en todo caso, una anticipación de esa excepcionalidad sofocada.

También la retórica aristocrática de “La Nación” se centró en el riesgo de una “rebelión civil”, no sin una defensa cerrada sobre el honor de políticos y banqueros. Desde esa perspectiva discursiva, la condena a la multitud fue más abierta que solapada, especialmente cuando en vez de disiparse tras algunos logros concretos (pírricos por lo demás), siguió apostando por su continuidad. En ese punto, el “riesgo de anarquía” no significaba más que la preocupación por la persistencia de una práctica que se suponía efímera y por las incipientes formas organizativas que las asambleas populares fueron adquiriendo, dando lugar a la elaboración de algunas propuestas alternativas. La conclusión derivada de premisas semejantes fue que el restablecimiento del orden resultaba incompatible con la movilización social; de ahí el reclamo de un encauzamiento que evitara el “riesgo anarquista”. El llamado reiterado al orden, pues, no fue sino el intento de conjurar un cierto fantasma revolucionario, ligado a la democracia participativa y a la acción directa.

No deja de ser llamativo que la prensa conservadora enfatizara al carácter defensivo-individualista de estas multitudes, poniendo bajo sospecha la legitimidad de sus motivaciones. Al reclamo por el corralito y por la subida cambiaria, este discurso le contrapesó, invirtiendo su signo, las protestas (“egoístas”) por la interrupción del período vacacional o por el aumento de bienes y servicios al fin de cuenta “conspicuos”. Tampoco faltaron reproches sobre el carácter “interesado” de las críticas a la “Corte Suprema de Justicia” por parte de los sujetos de la protesta, presuntamente por no ser los beneficiarios de sus injusticias.

Desde posiciones ideológicas contrapuestas, tampoco faltaron acusaciones a la “multitud”, devenida sujeto medio decadente, por su clasismo intrínseco, la mezquindad de sus reclamos ligados a la mera indisponibilidad de recursos financieros en plena carencia económica de otros sectores o el desengaño partidario generado por su voto miope. Así planteado el conflicto, lo que estaba en disputa desde esa lectura no eran más que intereses sectarios, a distancia (con la misma indiferencia que antaño) del “destino” de los demás: el hambre, el desempleo y subempleo, la emergencia sanitaria y educativa, la injusticia cotidiana o la falta de servicios básicos en diferentes puntos del país.

A pesar de sus notables diferencias interpretativas, tanto el discurso conservador como el discurso de una cierta izquierda aristocrática contribuyeron a reducir esa multitud a un fenómeno de clase, reactivo ante la pérdida de sus pequeños privilegios. El efecto de esta sedimentación discursiva no fue otro que la divisoria de aguas, necesaria para la producción de unas políticas oficiales que apostaron por fragmentar, criminalizar y encauzar una posibilidad transformadora latente en los acontecimientos desatados a finales de 2001.

IX) Una posibilidad taponada

Retrospectivamente, podemos distinguir dos fases que se sucedieron en ese período histórico: en una primera instancia, se produjo una crisis de hegemonía a partir de una serie de prácticas dislocatorias; en una segunda instancia, sin embargo, las respuestas oficiales reestablecieron dicha hegemonía a partir de medidas transaccionales tanto con los poderes económico-financieros como con algunas reivindicaciones colectivas tomadas de forma aislada.

En esa pugna, la toma de partido del duhaldismo fue clara: dar algo para no dar todo. Lo llamativo es que ese supuesto dar algo a los sectores damnificados fue en gran parte una quita, una cierta dosificación de las pérdidas, en plena pauperización de las grandes deudas privadas y en un contexto de impunidad absoluta para con los responsables del colapso financiero de 2001.

Aunque el capitalismo trabaja con la heterogeneidad, la articulación contrahegemónica de esas diferencias constituyó, en esa coyuntura histórica, una amenaza real. La separación de los flujos de contrapoder, concomitante a la fusión de órganos concentrados en el poder ejecutivo instauró las condiciones para una reconstrucción del capitalismo. Separación, en primer lugar, como forma de ordenación de las instituciones, como modo de jerarquización y subordinación de unos sujetos a otros. Fusión porque sin el entrelazamiento orgánico de las instituciones estatales (la construcción de un «aparato»), no habría efectividad de políticas públicas anti-populares y autoritarias.

No faltaron elementos subversivos que no pudieron ser asimilados en ese momento: el espíritu asambleario, la centralización de la problemática de la justicia y la certeza crítica de una legalidad injusta, la crítica a un sistema económico concentrado y a una clase dirigencial obscena -apéndice del capital financiero y empresario-, las demandas de una radical renovación política y de desafiliación a los partidos de masas y el cuestionamiento a la máscara populista del neoliberalismo, entre otras cosas. Si algo se retaceó desde el prisma oficial y se sigue retaceando, fue precisamente esta dimensión democrático-radical y libertaria de algunas prácticas sociales emergentes en ese contexto histórico.

No obstante, la estabilización del sistema político a lo largo de 2002 fue desactivando crecientemente el carácter multitudinario de las protestas y las asambleas, quedando confinadas a aquellos grupos con mayor compromiso político. Al ímpetu incendiario del 20-D le sobrevino un temperamento más bien aplacado por algunos golpes de autoridad.

No parece desatinado afirmar que las lecturas uniformizantes formaron parte del dispositivo de enunciación que domesticó el acontecimiento, perdiendo de vista los poderes y contrapoderes en pugna. La perfomatividad de esos discursos se tradujo, así, en una separación de flujos sociales, esto es, en la escisión de la multitud y con ello, de la fuerza política (extrapartidaria) emergente. En ese punto, la «sociología espontánea» efectuada por conservadores y cierta izquierda ortodoxa borró la producción de unas prácticas que desbordaron las reivindicaciones puramente económicas. El borrado de esa producción, en efecto, taponó la elaboración de un proyecto político contrahegemónico, capaz de recuperar el núcleo más perturbador de un acontecimiento que sigue activo en la memoria anticipada de otro mundo posible.

Notas
(1) Debemos esta expresión a Alain Touraine.

(2) Referirnos a «testimonio» no debe llamar a engaño. Aunque la cámara apareció como “testigo privilegiado” de esta “escena”, hay que enfatizar que todo testimonio está mediado por un dispositivo de enunciación. La consecuencia más visible de esta mediación es el derrumbe de una perspectiva “realista” que usa el concepto para autentificar hechos específicos, desde el prisma del observador neutral.

(3) El debate generado entre Nicolás Casullo y Horacio González en el periódico Página 12, en los meses de diciembre de 2001 y principios de 2002, resulta por demás de elocuente.

(4) Eso no niega, desde luego, algunas huellas duraderas asociadas a dicho acontecimiento; en particular, el ejercicio de una democracia directa por parte de algunos grupos en comunidades barriales, la recuperación de algunas fábricas y la autogestión de su producción, así como la experimentación con formas alternativas de economía, como el trueque.

(5) El caso de figuras políticas como Luis Zamora es ejemplar en ese contexto. Fue uno de los pocos políticos profesionales exonerados del repudio generalizado a la clase dirigente. No obstante, su desaparición pública más o menos repentina en 2002 no deja de ser sorprendente: escenifica la dilapidación de su « capital político», defraudando las expectativas de liderazgo que se generaron sobre su figura.

(6) Las prácticas de “escrache”, por ejemplo, formaron parte de las estrategias de resistencia activa ante esa interpretación encauzadora, aunque en ningún caso se trató de una réplica mayoritaria.