Otra nota del Sup Marcos

26.Jul.03    Análisis y Noticias


El Sup


Zapatistas como hormigas

Chiapas, la treceava estela (tercera parte): un nombre

Los Caracoles remplazan a los Aguascalientes

Llueve. De por sí llueve en julio, el séptimo mes del año. Estoy tiritando junto al fogón, dando vueltas sobre mí mismo, como si fuera pollo en rosticería, para ver si así me seco un poco. Resulta que la reunión con los comités terminó ya muy tarde en la madrugada, y nosotros estamos acampados a buena distancia del lugar de la reunión. No llovía cuando salimos pero, como si nos estuviera esperando, se desató un aguacero de padre y muy señor mío, justo cuando íbamos a mitad del camino, es decir, cuando daba lo mismo seguir que regresar. Los insurgentes se fueron a sus respectivas champas a cambiarse el uniforme mojado. Yo no, y no por valiente, sino por sonso, porque resulta que, buscando aligerar el peso de la mochila, no cargué con una muda de repuesto. Así que aquí estoy, haciéndole al “pollo estilo Sinaloa”. Además inútilmente, porque, por alguna razón que no alcanzo a comprender, mi gorra parece esponja que absorbe el agua cuando llueve y se exprime sola bajo techo. El caso es que, dentro de la champa donde está el fogón, tengo mi lluvia personal. Estos absurdos no me maravillan. Después de todo estamos en tierras zapatistas, y aquí el absurdo es tan frecuente como la lluvia, sobre todo en el séptimo mes del año. He echado ahora sí que más leña al fuego, y no en sentido figurado, y ahora las llamas amenazan con quemar el techo. “No hay mal que no se pueda poner peor”, me digo recordando uno de los refranes de Durito, y mejor me salgo.

Afuera ya no llueve arriba, pero bajo mi gorra hay un diluvio. Yo estoy tratando de encender la pipa con la cazuela hacia abajo cuando llega el mayor Rolando. Se me queda viendo. Mira al cielo (que a estas alturas ya está completamente despejado y con una luna que parece, a no dudarlo, un sol de medianoche). Vuelve a mirarme. Yo comprendo su desconcierto y digo: “Es la gorra”. Rolando dice “Mmh”, que viene a significar algo así como “Ah”. Para esto ya llegaron más insurgentes e insurgentas y, por supuesto, una guitarra (esa sí, bien seca), y se ponen a cantar. El Rolando y un servidor nos echamos, a dueto, La chancla frente a un público desconcertado, porque aquí el hit parade opta por las cumbias, los corridos y las norteñas.

Vista la reiteración de mi fracasado lanzamiento como cantante, me retiré a un rincón y seguí el sabio consejo del Monarca que, al igual que Rolando, se me quedó viendo, vio el cielo, volvió a mirarme y sólo dijo: “Quítalo tu gorra, Sup”. La quité y, por supuesto, paró esa lluvia privatizada. Se fue el Monarca a donde estaban los demás. Le dije a capitán José Luis (que anda de mi escolta) que se fuera a descansar, que ya no iba a haber nada. El capitán se fue, pero no a descansar, sino a darle a la cantadera.

Así que me quedé solo, tiritando todavía pero ya sin la lluvia sobre mí. Volví a tratar de encender la pipa, ahora sí con la cazuela hacia arriba, pero descubrí entonces que el encendedor se me había mojado y no daba ni una chispita. Yo murmuré: “uta madre, ya no enciendo ni la pipa, seguro que mi sex appeal se irá a los suelos”. Estaba buscando en las bolsas del pantalón (que no son pocas) no un ejemplar de bolsillo del Kamasutra, sino un encendedor seco, cuando una llama se encendió muy cerca mío.

Reconocí el rostro del Viejo Antonio detrás de la luz, acerqué la cazuela de la pipa al cerillo encendido, y dando todavía bocanadas, le dije al Viejo Antonio: “Hace frío”.

“Hace”, respondió él, y con otro fósforo encendió su cigarrillo hecho con doblador. A la luz del cerillo, el Viejo Antonio se me quedó viendo, luego miró al cielo, luego otra vez me miró, pero él no dijo nada. Yo tampoco. Seguro que el Viejo Antonio ya está acostumbrado, como yo, a los absurdos que pueblan las montañas del sureste mexicano. Un viento repentino apagó la llama y quedamos sólo con la luz de una luna como hacha mellada por el uso, y el humo rayando la oscuridad. Nos sentamos en el tronco de un árbol caído. Creo que estuvimos un rato en silencio, no muy me acuerdo, pero el caso es que, sin darme apenas cuenta, el Viejo Antonio ya me estaba contando…

La historia del sostenedor del cielo

Según nuestros más anteriores, al cielo hay que sostenerlo para que no se caiga. O sea que el cielo no mero está firme, sino que cada tanto se pone débil y como que se desmaya y se deja caer así nomás como se caen las hojas de los árboles, y entonces puras calamidades que pasan porque llega el mal a la milpa y la lluvia lo rompe todo y el sol castiga al suelo y es la guerra quien manda y es la mentira quien vence y es la muerte quien camina y es el dolor quien piensa.

Dijeron nuestros más anteriores que así pasa porque los dioses que hicieron el mundo, los más primeros, tanto empeño pusieron en hacer el mundo que, después de terminarlo, ya no muy tenían fuerza para hacer el cielo o sea el techo de nuestra casa y le pusieron ahí nomás lo que se les ocurrió, y entonces el cielo está puesto sobre la tierra nomás como un techo de ésos de plástico. Entonces el cielo no está mero firme, sino que a veces como que se afloja. Y has de saber que cuando esto pasa, se desarreglan los vientos y las aguas, el fuego se inquieta y la tierra da en levantarse y caminarse sin encontrar dónde estarse sosiega.

Por eso dijeron los que antes de nosotros se llegaron, que, pintados de colores diferentes, cuatro dioses se regresaron al mundo y, haciéndose gigantes, se pusieron en las cuatro esquinas del mundo para agarrarlo al cielo para que no se cayera y se estuviera quieto y bien planito, para que sin pena lo caminaran el sol y la luna y las estrellas y los sueños.

Pero, también cuentan aquellos del paso primero en estas tierras, que a veces a uno o más de los bacabes, los sostenedores del cielo, como que le entra su sueño y como que se duerme o se distrae con alguna nube y entonces no lo tensa bien su lado del techo del mundo, o sea del cielo, y entonces el cielo, o sea el techo del mundo como que se afloja y como que se quiere caer sobre la tierra, y el sol y la luna ya no tienen plano su camino y las estrellas igual.

Así pasó desde el principio, por eso los dioses primeros, los que nacieron el mundo, dejaron encargado a uno de los sostenedores del cielo y él debe estarse pendiente para leer el cielo y ver cuando empieza a aflojarse, y entonces este sostenedor debe hablarle a los otros sostenedores para que despierten y vuelvan a tensar su lado y las cosas se acomoden de nuevo.

Y este sostenedor nunca duerme, siempre debe estar alerta y pendiente para despertar a los demás cuando el mal se cae sobre la tierra. Y dicen los más antiguos en el paso y la palabra que este sostenedor del cielo lleva en el pecho colgado un caracol y con él escucha los ruidos y silencios del mundo para ver si todo está cabal, y con el caracol los llama a los otros sostenedores para que no se duerman o para que se despierten.

Y dicen aquellos que más primero fueron que, para no dormirse, este sostenedor del cielo va y viene dentro y fuera de su propio corazón, por los caminos que lleva en el pecho, y dicen aquellos enseñadores antiguos que este sostenedor enseñó a los hombres y mujeres la palabra y su escritura porque, dicen, mientras la palabra camine el mundo es posible que el mal se aquiete y esté el mundo cabal, así dicen.

Por eso la palabra del que no duerme, del que está pendiente del mal y sus maldades, no camina directo de uno a otro lado, sino que anda hacia sí misma, siguiendo las líneas del corazón, y hacia fuera, siguiendo las líneas de la razón, y dicen los sabedores de antes que el corazón de los hombres y mujeres tiene la forma de un caracol, y quienes tienen bueno su corazón y su pensamiento se andan de uno a otro lado, despertando a los dioses y a los hombres para que se estén pendientes de que el mundo se esté cabal. Por eso, quien vela cuando los demás duermen usa su caracol, y lo usa para muchas cosas, pero sobre todo para no olvidar.

Con las últimas palabras, el Viejo Antonio ha tomado una varita y algo ha dibujado en la tierra. Se va el Viejo Antonio y yo me voy también. Al oriente el sol se asoma apenas por el horizonte, como asomándose nomás, como checando si quien cela no se ha dormido y si hay alguien pendiente de que el mundo vuelva a estar cabal.

Regresé al lugar a la hora del pozol, cuando el sol ya había secado la tierra y mi gorra. A un lado del tronco caído, sobre la tierra, vi el dibujo que había hecho el Viejo Antonio. Era una espiral de trazo firme, era un caracol.

El sol estaba por la mitad de su camino cuando regresé a la reunión con los comités. Decidida la madrugada anterior la muerte de los Aguascalientes, se decidía ahora el nacimiento de los Caracoles con otras funciones, además de las que tenían los ya agónicos Aguascalientes.

Así, los Caracoles serán como puertas para entrarse a las comunidades y para que las comunidades salgan; como ventanas para vernos dentro y para que veamos fuera; como bocinas para sacar lejos nuestra palabra y para escuchar la del que lejos está. Pero, sobre todo, para recordarnos que debemos velar y estar pendientes de la cabalidad de los mundos que pueblan el mundo.

Los comités de cada zona se han reunido para ponerle nombre a su caracol respectivo. Serán horas de propuestas, discusiones sobre traducciones, risas, enojos y votaciones. Yo sé que eso tarda, así que me retiro y les digo que me avisen cuando ya hayan hecho acuerdo.

Ya en el cuartel, comemos y, en la sobremesa, el Monarca dice que ha encontrado una poza bien “chingona” para bañarse y no sé cuánto. El caso es que Rolando, que no se baña ni en defensa propia, se entusiasma y dice “Vamos”.

Yo he escuchado con escepticismo (no sería la primera vez que el Monarca saliera con una de las suyas), pero como quiera hay que esperar a que los comités se pongan de acuerdo, así que también digo “Vamos”. José Luis queda de alcanzarnos después porque no ha comido, así que salimos primero los tres, o sea el Rolando, el Monarca y yo merengues. Atravesamos un potrero y nada que llegamos. Cruzamos una milpa y nada que llegamos. Le dije a Rolando: “Creo que vamos a llegar cuando ya haya acabado la guerra”. El Monarca replica que “ya está aquí nomás”.

Por fin llegamos. La poza está en un vado del río por el que cruza el ganado y, en consecuencia, está lodosa y circundada por mierda de vacas y caballos. Rolando y yo protestamos al unísono. El Monarca se defiende: “No así estaba ayer”. Yo digo: “Además ya hace frío, yo creo que no me baño”. Rolando, que ha perdido el entusiasmo en el camino, recuerda que la mugre, como bien lo dice el Piporro, también protege contra las balas, y se suma con un “Creo que yo tampoco”. El Monarca se suelta entonces un discurso sobre el deber y no sé cuánto, y que “sin importar las privaciones y sacrificios”. Yo le digo que qué tiene que ver el deber con su pinche poza, y él entonces nos da en la pata de palo porque nos dice: “Ah, entonces se rajan”.

No lo hubiera dicho. A Rolando le crujen los dientes como jabalí enojado mientras se quita al ropa, y yo muerdo la pipa y me desvisto hasta revelar totalmente la “otra media filiación”. Nos aventamos al agua más por orgullo que por ganas. Como que nos bañamos, pero el lodo nos dejó el cabello de tal forma que seríamos la envidia del punk más radical. El José Luis llegó y dijo “está bien jodida esta agua”. Rolando y yo le dijimos, en estéreo, “Ah, entonces te rajas”. Así que José Luis se metió también a la poza lodosa. Al salir nos dimos cuenta de que nadie traía nada para secarse. Rolando dijo “Pues nos sequemos con el viento”, así que sólo nos pusimos las botas y nos fajamos las pistolas, y ahí vamos de regreso, completamente en pelotas, con nuestras miserias al aire, secándonos con el sol.

De pronto, José Luis, que marcha a la vanguardia, alerta diciendo “viene gente”. Nos pusimos los pasamontañas y seguimos adelante. Era un grupo de compañeras que iban a lavar ropa al río. Por supuesto que rieron hasta cansarse y algo dijeron en lengua. Le pregunté a Monarca si escuchó lo que decían y me dijo que dijeron “ahí va el Sup”. Mmh… yo digo que me reconocieron por la pipa, porque créanme que yo no he dado motivo para que me reconozcan por la “otra” media filiación.

Antes de llegar al cuartel nos vestimos, aunque todavía íbamos mojados, porque tampoco se trataba de inquietar a las insurgentas. Nos avisaron entonces que ya habían terminado los comités. Cada Caracol tenía ya un nombre asignado.

El Caracol de La Realidad, de zapatistas tojolabales, tzeltales y mames, se llamará MADRE DE LOS CARACOLES DEL MAR DE NUESTROS SUEÑOS, o sea S-NAN XOCH BAJ PAMAN JA TEZ WAYCHIMEL KU’UNTIC.

El Caracol de Morelia, de zapatistas, tzeltales, tzotziles y tojolabales se llamará TORBELLINO DE NUESTRAS PALABRAS, o sea MUC’UL PUY ZUTU’IK JU’UN JC’OPTIC.

El Caracol de La Garrucha, de zapatistas tzeltales, se llamará RESISTENCIA HACIA UN NUEVO AMANECER, o sea TE PUY TAS MALIYEL YAS PAS YACH’IL SACAL QUINAL.

El Caracol de Roberto Barrios, de zapatistas choles, zoques y tzeltales, se llamará EL CARACOL QUE HABLA PARA TODOS, o sea TE PUY YAX SCO’OPJ YU’UN PISILTIC (en tzeltal), y PUY MUI TI T’AN CHA ‘AN TI LAK PEJTEL (en chol).

El Caracol de Oventic, de tzotziles y tzeltales, se llamará RESISTENCIA Y REBELDIA POR LA HUMANIDAD, o sea TA TZIKEL VOCOLIL XCHIUC JTOYBAILTIC SVENTA SLEKILAL SJUNUL BALUMIL.

Esa tarde no llovió y el sol pudo llegarse sin problemas, caminando por un cielo planito, hasta la casa que tiene detrás de la montaña. Salió entonces la luna y, aunque parezca increíble, la madrugada entibió las montañas del sureste mexicano.

Desde las montañas del sureste mexicano.

Subcomandante insurgente Marcos.

México, julio de 2003.

Continuará…