Por Jorge Komadina Rimassa*
Cada año estallan en Bolivia centenas de conflictos sociales de diversa índole. A pesar de su diversidad, tengo la impresión de que en cada gobierno se incuba una forma predominante de conflicto, una suerte de patrón histórico. Por ejemplo, durante el momento de transición entre el Estado Neoliberal y el Estado Plurinacional (2000-2005), el país vivió un vertiginoso ciclo de protestas que giró en torno a dos grandes demandas: la soberanía económica del país y la democratización del Estado. La nacionalización de los hidrocarburos y la nueva Constitución Política del Estado fueron las respuestas de fondo a esos problemas.
¿Qué ocurre hoy en día? Uno de los principales motores de la conflictividad social es la política (neo) extractivista, exportadora y desarrollista del Gobierno. A pesar de que la Constitución consagra y santifica la idea del “vivir bien”, en “armonía con la naturaleza”, y a pesar de las nacionalizaciones ejecutadas en los dos gobiernos del Presidente Evo Morales, las actividades generadas por esas políticas se han convertido en las fuentes vivas de los actuales conflictos sociales.
¿Cuáles son las evidencias para sostener esa tesis? De acuerdo a un informe de la Comisión Económica Para América Latina (CEPAL, 2011), en la Comunidad Andina de Naciones el porcentaje de materias primas exportadas aumentó subió a 82,3 por ciento en 2009. Bolivia forma parte de los países cuyas exportaciones sobrepasan el 90% de las exportaciones globales (junto a Perú, Ecuador y Chile). Aún más: en los últimos cinco años, la participación de bienes primarios en la estructura global de exportaciones pasó del 89,4 % en 2005, a casi el 93 % en la actualidad.
De hecho, el conflicto del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS) es paradigmático porque ha opuesto dos visiones contrapuestas sobre el desarrollo y el territorio. No es el único caso: el “gasolinazo” de 2011 intentó recortar el alto costo del subsidio a los combustibles; las peleas entre Tarija y Chuquisaca han girado en torno a la propiedad de las regalías del campo Margarita, cuya explotación también ha provocado un conflicto en Itika Guasu entre la Asamblea del Pueblo Guaraní y la REPSOL; el reciente conflicto de Mallku Khuta cuestiona los impactos negativos de la actividad minera, pero también moviliza a centenas de cooperativistas mineros interesados en promover la actividad minera. En suma, una porción importante de los actuales conflictos enfrenta al Estado con colectivos sociales afectados por esas actividades extractivas (gas, minerales, caminos y otras actividades que destruyen el medio ambiente) o por organizaciones sociales interesadas en controlar los beneficios de las rentas y excedentes que están en juego.
Según el criterio de Donald Bebbington, un especialista en conflictos provocados por las industrias extractivas, el fondo del problema no es la extracción de recursos en sí misma, sino la predominancia de una “lógica cultural y una forma de ocupación del espacio que refleja el poder del centro frente a las regiones”; se trata de una contradicción entre el poder de la inversión privada trasnacional frente a los modos de vida y las instituciones tradicionales de las comunidades indígenas.
El actual patrón de “gobernabilidad” complica aún más las cosas. En el primer gobierno de Evo Morales (2005-2010) los principales conflictos se produjeron por el antagonismo entre las elites regionales conservadoras y el nuevo gobierno, pero las contundentes victorias electorales del Movimiento Al Socialismo (MAS) y particularmente el resultado del referéndum constituyente (enero, 2009), han transformado ese escenario de extrema polarización. El MAS ha ocupado el centro del campo político, controla casi la totalidad de las instituciones estatales, pero además ha construido eficientes mecanismos políticos para controlar a las organizaciones sociales estratégicas.
Pero esa apabullante correlación de fuerzas es altamente paradójica: existe fuerza pero no liderazgo. Se trata de una suerte de “hegemonía limitada”, que se expresa dramáticamente en la ausencia de canales de consulta y participación social, en un estilo de gobierno verticalista y sectario y en los evidentes déficits de la gestión pública, entre otros rasgos. Aunque la Constitución reconoce mecanismos de democracia participativa, ellos aun no han sido implementados: no existen espacios políticos que permitan una interacción no-instrumental entre el Estado y las organizaciones que conforman la sociedad civil.
Otra constante en la mayoría de los conflictos que involucran a los pueblos indígenas ha sido la inobservancia del recurso a la consulta previa, libre e informada a estos colectivas, reconocida en la Constitución Política, pero también en la declaración de Naciones Unidas sobre Pueblos indígenas (elevada al rango de Ley en Bolivia) y en el Convenio 169 de la OIT. Aquí se ha cometido un error político estratégico porque la aplicación inteligente, transparente y de buena fe de este instrumento podría servir como un espacio de mediación y de prevención de conflictos entre los pueblos indígenas y el gobierno.
En ese marco, me imagino que no es fácil prevenir o solucionar los conflictos. Las respuestas del Gobierno han sido hasta ahora coyunturales y aisladas, se trata de encontrar una “salida” al conflicto del momento, ejerciendo presión sobre los grupos movilizados. El problema es que este enfoque reactivo no permite abordar el fondo de los problemas. En Bolivia la mayoría de los conflictos no se resuelve, simplemente se posterga.
Sólo contados casos se solucionan de manera proactiva y desembocan en reformas institucionales serias, en base a acuerdos estables y de consenso entre las partes implicadas.
Hoy más que nunca es necesario abrir un gran debate nacional sobre las visiones de progreso, desarrollo y crecimiento. Desde mi punto de vista, el punto de partida de ese debate es la siguiente constatación: la extraordinaria expansión de las “fuerzas productivas” en la época del capitalismo global, basada en la tecno-ciencia, ha provocado una crisis ecológica que amenaza con destruir toda forma de vida en el planeta. La razón es muy simple: los países ocupan y trabajan más superficie de la que disponen y consumen más energía de la pueden disponer por medio de la sobreexplotación de recursos fósiles y minerales.
Los llamados gobiernos progresistas de América Latina, a pesar de sus diferencias ideológicas con los países desarrollados, comparten gran parte de las tres premisas de ese horizonte. Primero, el dominio-instrumental de los hombres sobre la naturaleza, que ha sido percibida como un medio de producción, pero también como una esfera separada de la cultura y opuesta a ella. Segundo, la idea de progreso se confundió con la representación moderna de la historia como evolución de formas simples de organización social hacia formas superiores y complejas encarnadas en las instituciones y valores de la sociedad industrial. Tercero, la ideología del progreso ha consagrado la idea del crecimiento económico como medio para resolver las carencias económicas, de las poblaciones, sobre todo de aquellas que fueron estigmatizadas como “subdesarrolladas”.
El corazón de los actuales problemas sociales no es tanto la ausencia de una estrategia de gestión y transformación de conflictos, creo que el problema de fondo es más bien la ausencia de un horizonte político que pueda eliminar o neutralizar en parte las fuentes activas del conflicto: el modelo de desarrollo y el modo de gobernar.
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* Jorge Komadina Rimassa es sociólogo y analista político. Responsable de la línea temática “Transparencia” del Centro de Estudios Aplicados a los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CEADESC).
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Fuente: AINI Noticias: http://www.aininoticias.org/2012/07/ecologia-politica-y-conflictos-sociales/