16-12-2012
La desahuciada que narra
Cristina Fallarás
Anfibia
En 2008, embarazada de ocho meses, la escritora española Cristina Fallarás fue despedida por el diario donde trabajaba como subdirectora. Era un indicio del comienzo de la debacle de un país que arrastraría a gran parte de sus ciudadanos. Hace quince días, Cristina recibió una carta del banco: por falta de pago le habían iniciado un juicio de desalojo. La ganadora del premio Hammett 2012 a la mejor novela policial en español relata cómo empezó a consumir segundas marcas y terminó robando un dentífrico en un supermercado. “Narrar nos salva”, se dice y relata la angustia de aquellos que están siendo masticados por el sistema.
Vuelvo al momento en el que todo cambió. Mamá, es un señor. Los helicópteros poniéndole banda sonora a la huelga general inminente. Yo dejando los folios del juzgado sobre una mesaMe llamo Cristina Fallarás y me he convertido en lo que podríamos denominar la desahuciada mediática española. Aunque preferiría hablar de otra cosa, entiendo que estos tiempos y estas tierras exigen estos temas y que frivolidades como un gemido, del placer que sea, estarían mal vistas. El pasado martes 13 de noviembre, a las ocho menos veinte de la tarde, pocas horas antes de que arrancara en España la segunda huelga general de este año, un tipo del juzgado XX de Barcelona llamó a la puerta de mi piso de la Plaza Universidad. Ya se oían afuera los helicópteros de la policía y los petardos de los primeros piquetes animaban la sensación festiva que siempre trae consigo, en casa, una huelga general. En el momento exacto en el que mi hijo Lucas abrió la puerta y dijo Mamá es un señor, dejé, no sé aún por cuánto tiempo, de ser una escritora, periodista y editora, para convertirme en una desahuciada capaz de narrarlo por escrito, de contarlo argumentado ante una cámara. Un testimonio en primera persona directa resulta muy cómodo y de lo más impactante. Periodismo, por lo visto, de santísima trinidad, objeto, sujeto y análisis, una y trina.
***
Ahora, usted, lector, imagínese una superficie de terreno tamaño país, una superficie más bien pampa. Pare aquí y hágalo.
¿Ya?
Bien, entonces observe cómo una enorme, implacable y violentísima grieta, una grieta como de la uña de dios rascándose la tierra, parte esa superficie por la mitad, de punta a punta. De la grieta mana un aliento helado, flor de parca. Y entonces atienda a cómo, de golpe también, una de las partes (vamos a convenir por razones sentimentales que la parte izquierda) se desploma hacia el abismo hasta frenar suspendida en lo negro. Con esa parte caen todos sus habitantes, evidente, misernautas desnudos, boquiabiertos, apabilados. Y bañados en culpa.
Una de las partes de esa tierra que ha imaginado, y que llamaremos España, ha quedado arriba, con cierto miedo a correr la misma suerte que su otra mitad, incluso con la certeza de que va a suceder, pero con cambios mínimos: recortes en sanidad, en atención social, en derechos recientemente adquiridos por las féminas, supresión de algunas pagas, bajada de sueldos… O sea, limaduras del bienestar que en condiciones óptimas resultarían irritantes. Su descontento es comprensible. Luego, los habitantes del bloque desplomado, en un tiempo menor del que tardó el país en declarar que su democracia era tan indestructible como jacarandosa, se han visto privados de ABSOLUTAMENTE TODO. Por las limaduras que han saltado del bienestar que permanece arriba, estos entregarían sonrientes salud y futuro.
Un par de datos. En el momento en el que escribo esta nota, hace apenas un par de horas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha informado que en 2013, España superará, quizás con mucho, los seis millones de parados: un 30 por ciento de la población. Se calcula que tres millones de ciudadanos no cobrarán ningún subsidio de desempleo, ni de ningún otro tipo. Si tienen suerte, conseguirán lo que se llama renta básica de inserción y que no alcanza los 400 euros al mes.
Para hacerse una idea: Vivo en Barcelona donde el billete de metro son 2 euros, el precio medio de la vivienda de alquiler ronda los 750 euros al mes y cerca del 25 por ciento de los niños viven por debajo del umbral de la pobreza en la ciudad, oh, metrópolis olímpica.
Escribo desde abajo, desde la mitad desplomada. Hace ya tanto tiempo que vivo en lo negro que mis ojos se han acostumbrado a esta oscuridad y distingo con claridad a los recién llegados. Si de los seis millones de parados que anuncian a la vuelta de la esquina, quitamos los tres que ya no tienen nada, quedan otros tres millones de ciudadanos que poco a poco irán perdiendo un subsidio que en España puede durar un máximo de dos años. Entre 2009 y 2010 se fueron al paro dos millones de trabajadores. Esos ya no cobran nada. NADA. Ahora empiezan a caer entre nosotros los cientos de miles de despedidos entre 2011 y 2012. Como en España hace mucho tiempo que no se crea empleo, vamos viéndolos caer y les hacemos sitio. Sabemos, ellos y nosotros, que es inevitable.
Desde aquí casi no se ve a los que han quedado arriba, es necesario un ejercicio de memoria. Sabemos cómo viven, qué comen, qué compran, cómo visten y se mueven porque hace poco estábamos ahí. Pero la miseria impone sus olvidos, y creo, no podría asegurarlo, que eso nos salva un poco. Los de arriba, en cambio, no nos miran. No pueden. Quedan los periodistas, los informadores, que tratan en vano de narrar la pobreza, los desahucios, el porqué de este o aquel suicidio. ¿Cómo podrían? Nadie que no haya eliminado carne y pescado de su dieta diaria puede. Si no te han cortado el suministro de luz, o de agua, o ambos, tu idea de la miseria es de plástico perfumado. Por eso yo ahora les sirvo. La desahuciada que narra.
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Me sorprende estar aquí abajo, claro. Un desahucio es un proceso larguísimo que arranca en el despido, y sin embargo te sorprende en pelotas. Vivir en pelotas es una idea aproximada de todo esto. En pelotas y en el centro de la gran avenida aquella que recorrimos en taxi, muertos de la risa, ebrios ya de madrugada. Cada día, hacia las seis de la mañana, se enciende la radio de mi mesilla de noche y, pese a que he intentado evitarlo con métodos no siempre saludables ni siempre legales, una expresión me arrea el puñetazo que me lanza a la ducha: Ganarse la vida. La vida no la tienes, en efecto, te la tienes que ganar. Y si no te ganas la vida, ¿qué sucede?, me pregunto con los ojos llenos de jabón de cuarta. Que la pierdes. Si no te ganas la vida, la pierdes, ¿no? Es así de simple. Cada día igual, cada día simple, y cada día me pilla, de nuevo, en pelotas.
Yo había escrito Esto puede pasarle a cualquiera. Había escrito Mis hijos viven por debajo del umbral de la pobreza. Y el 25 de enero de 2012, en periódico El Mundo, también escribí “Me alquilo”.
Mujer caucásica de 43 años, periodista, escritora y editora. 1,69 de estatura, 60 kilos, pelirroja de bote, ojos azules. Con estudios universitarios, 25 años de carrera periodística y experiencia laboral en cuatro diarios españoles, cuatro cadenas de radio y tres de televisión. Seis libros publicados, de los cuales cuatro novelas, de las cuales tres premios. Experiencia en el montaje de redacciones, equipos de trabajo, campañas de comunicación, páginas web, elaboración del cocido madrileño y recitado de Gil de Biedma. Capacidad para escribir/conversar de literatura, política, economía, cocina, sexo, violencia, edición, familia y sus dificultades, desempleo, crimen, sindicalismo y penas, en sentido lato.
Se alquila para:
Pensar.
Cuidar haciendas. Incluso si este cometido incluye recogida de berzas.
Escribir cualquier tipo de texto, de ficción o no ficción, correspondencia incluida. Este punto incluye renunciar a la firma si así se solicita y se abona.
Recitar cualquier tipo de texto de ficción o no ficción para cualquier tipo de público.
Leer cualquier tipo de documento, de ficción o no ficción. Este servicio incluye un resumen oral de lo leído, y uno escrito si fuera requerido.
Cenar con familiares o compañeros de empresa. Este servicio incluye llevar el peso de la conversación si así se requiere.
Elaborar actuaciones o simulacros.
Pensar/diseñar equipos de trabajo o esparcimiento. Pensar/diseñar espacios de trabajo o esparcimiento. Escuchar penas, alegrías, desesperaciones, descabellos, frustraciones y/o dudas. Este punto incluye silencio y, si fuera requerida, opinión.
Cocinar cualquier plato para el cual se le suministren los ingredientes necesarios.
Pasear animales o personas, preferiblemente personas. Este servicio incluye conversación.
Proyectar acciones de obediencia o desobediencia pública o privada.
Cualquier servicio de su interés que no conste en esta lista será amablemente contemplado y respondido. Responde al nombre de: Cristina. Tarifas a convenir. Interesados, dirigirse a: cristinasealquila@gmail.com Personas que requieran coito, felación, estriptis o similares, abstenerse.
Aquellos que quieran insultar, incluyan en el asunto del mail la palabra: PUTA
Y llegaron respuestas. La mayoría, pese a mis indicaciones, con demanda de servicios sexuales, algunos incluso muy imaginativos. Casi nadie, sin embargo, se tomo en serio mi oferta. Y era cierta, como todo lo que escribo y publico en el diario. Era tan cierta que al mes siguiente nos cortaron la luz, tan cierta como que contábamos monedas para la leche de los desayunos. Pero estas cosas tienes que haberlas vivido para entenderlas y creerlas, para ser consciente.
Yo, creía, era consciente y, sin embargo, cuando el pasado día 13 de diciembre, a las ocho menos veinte de la tarde aquel tipo colocó en mi mano la notificación de desahucio, una sensación nieve de culpa, un bloque helado cayó a peso muerto sobre algún resorte. Y me puso en movimiento. Desnuda y aterida, pero:
Hay que enunciar.
Enunciar el miedo, formular la angustia, narrar la culpa.
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Me llamo Cristina Fallarás, la desahuciada que narra, y exactamente cuatro años antes de este echarme a enunciar, a las diez de una mañana tibia de noviembre, exactamente lunes 17 de noviembre de 2008, el director del diario en el que yo ejercía de subdirectora, ADN, dependiente del grupo Planeta, me despidió.
Embarazada de ocho meses. En aquel momento, España tenía 2.500.000 parados –nos parecían una barbaridad, qué risa— y los más agoreros amenazaban con que esa crisis balbuceante llegaría hasta 2010, quizás hasta principios de 2011. Qué va, contestábamos a coro, cómo va una crisis a ser tan larga, jajaja. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero hablaba de brotes verdes, de que se había tocado fondo ya y la cosa empezaba a florecer. Faltaban poco para que el socialista inyectara decenas de miles de millones de euros a los bancos españoles. Dinero público.
Ahí empezó mi desahucio. En el despido. Y con qué frivolidad sucede, se toman esas decisiones. A mediados del pasado mes de noviembre El País despidió a 129 periodistas. Recuerdo que pensé Carne de desahucio, vengan para abajo que tenemos sitio. Como veterana –los despedidos en 2008 fuimos unos 800.000, no mucho en comparación con lo que ha venido luego, fuimos los primeros—, sé cuáles son los pasos que seguirán. A saber:
Paso 1. Yo valgo mucho, yo soy una gran profesional. Tengo me indemnización, un buen pico, tengo mi subsidio de desempleo. Al menos año y medio. Me tomo un par de meses para descansar y digerir el sapo.
El paso 1 dura algo menos de un año.
Paso 2. Se me está acabando el paro, no tendríamos que haber hecho aquel viaje. Vamos a cambiar las marcas de jabones, de alimentos, de ropa. Lo primero son los niños: que no noten nada. Tengo que montarme algo, una consultoría, una empresita, un despacho de comunicación. Voy a invertir lo que me queda de la indemnización en construirnos algo de futuro a mí y a mi familia. Puñeteros políticos.
El paso 2 abarca todo el segundo año.
Paso 3. Niños, este año no hay vacaciones. Cariño, nos quitamos el coche. Carajo, hay que ver que poco ha durado lo del paro. Sólo las marcas más baratas, el arroz a granel, para los adultos: nada de ropa. La empresita no tira todavía, ¿cómo va a funcionar en unos meses? Parece que los créditos pasaron a la Historia. ¿Y si no soy tan buen profesional? ¿Y por qué mi pareja no encuentra nada de trabajo? A ver si se está relajando. Necesito pastillas. Si me cruzo a un político por la calle, le parto la jeta. Y si no, al empleado de mi banco. Como vuelvan a llamar por el retraso en el pago del mes, reviento. Necesito pastillas.
El paso 3 coincide con los dos primeros tercios del tercer año.
Paso 4. Necesito otras pastillas, más fuertes. Meses ya de retraso en el pago del piso, del agua, el gas. El banco ni me contesta, que llame a los servicios jurídicos me dicen. Cariño, la carne para los críos, yo con algo de pasta estoy lista. ¿Me lo parece a mí o estoy envejeciendo como el rayo? Ya no nos llaman aquellos. Ni los otros. Yo bajo al supermercado, tú distraes a la cajera, y me meto bajo la chaqueta la pasta de dientes y unas cuchillas de afeitar.
El paso 4 acaba en el desahucio. Lo que quede de ti ya es estadística.
Vuelvo al momento en el que todo cambió. Mamá, es un señor. Los helicópteros poniéndole banda sonora a la huelga general inminente. Yo dejando los folios del juzgado sobre una mesa y sentándome a escribir una columna para el diario El Mundo.es –hay que narrar, enunciarlo es necesario, enunciar nos salva— que iba destinada a mi blog de la sección Ellas y acabó como noticia de portada durante demasiado rato, todo el día. Se titulaba “Llega mi desahucio”.
Por las mañanas, cuando trabajo sola en casa, no suelo abrir la puerta. Las puertas de la mañana siempre abren malas noticias. Pero las ocho menos veinte de la tarde suelen traer amigos o un vecino al que se le ha caído un calcetín.
En cuanto enfrento al tipo del rellano sé lo que ha llegado.
—Le traigo una comunicación del juzgado.
Bajo el brazo derecho lleva un paquetón de folios, calculo que unos 300. Con la izquierda me tiende un papel.
—¿Es la orden de desahucio?
Llevo ya algún tiempo esperándola, desde que el BBVA me comunicó que si quería saber algo de mi hipoteca me pusiera en contacto con los servicios jurídicos. Cuando una oye en la oficina bancaria “servicios jurídicos” sabe que las cosas han pasado a un lugar en el que se manejan otras palabras, otros términos. Es una sensación similar a la que provocaban “las cosas de los mayores” en la primera adolescencia. Tendrás que vivirlas, vas a oírlas, pero lo esencial se te va a escapar.
—Bueno, más o menos —el tipo titubea—. Tiene usted que presentarse en el juzgado y firmarme esto.
—¿Y si no lo firmo?
—Le va a dar igual.
A lo lejos se oyen los primeros petardos, calentando una huelga general que alguna lumbrera, ya me da igual de qué partido, ha calificado de “huelga política”, como si hubiera alguna huelga que no lo fuera. Qué sabrán.
—Niños, id tirando hacia el salón.
Firmo. Total Firmo y agarro el paquetón de folios. Juzgado de Primera Instancia 4 Barcelona. Gran Via de les Corts Catalanes, 111. Procedimiento Ejecución Hipotecaria xxx/2012 Sección 2C. Parte demandante BANCO BILBAO VIZCAYA ARGENTARIA, S.A. Procurador IRENE SOLA SOLE. Parte demandada Cristina Fallarás Sánchez.
Me detengo a pensar que el nombre del demandante y de la procuradora están escritos en mayúsculas y el mío, en minúsculas.
Y de repente facebook y twitter enloquecidos, y las radios y las televisiones enloquecidos, y todo el mundo buscándome.
Suena el teléfono. Es el productor del gran programa nocturno, máxima audiencia.
— Hola, Cristina, que hemos leído lo tuyo y querríamos invitarte al programa, a la tertulia.
— Justo me encuentro en Madrid para participar en el Festival Eñe de literatura.
— Tendrías que estar en el estudio a las 8 de la tarde.
— No creo, será imposible, acabo la tertulia a esa misma hora. En realidad es difícil todo, porque además no tengo pasaje…
— No importa nada. Te ponemos un taxi, pagamos otra noche de hotel, te mando un nuevo billete.
Llego a los estudios del canal privado hacia las ocho de la tarde. Me sientan a esperar junto a dos matrimonios. El hombre y la mujer mayores rondan los setenta. Ella está algo preocupada por su pelo y se alisa la falda nerviosa, tan fuera de lugar, al otro lado de la pantalla que seguramente le acompaña a diario, horas y horas de una jubilación que imaginó muelle. Su marido sencillamente no existe. Es un hombre que pese a estar ahí, grueso, rotundo, con el aire enrojecido de los machos rurales incrustados en ciudad, pese a todo eso, queda claro que ya no existe. Aunque, después, veré cómo una lágrima suave le recorre la mejilla de cera.
El hombre del matrimonio más joven ha entrado en la cuarentena hace tiempo, ella debe ir cinco años por detrás. En sus rostros la emoción de encontrarse en los estudios de televisión, algo cercano a dios, se mezcla con un aire de pasmo.
— Somos desahuciados —me explica el más joven con dejo andaluz— . Primero nos echaron a nosotros de la casa, y ahora echarán a mis padres, porque ellos fueron quienes avalaron la compra de nuestro piso –un gesto con la cabeza hacia el padre de cera—. Con su piso, el de toda la vida. Nos vamos los cuatro a la calle, con los críos. Lo único que nos queda es esto, venir a la televisión.
Sucede algo dentro de mi estómago.
Luego sucede algo dentro de mi cerebro.
Después me llega a los ojos.
De golpe no sé qué hago allí, entre esas cuatro personas de cuya hondísima desgracia me siento tan lejos. “Lo único que nos queda es esto”. ¿Cómo explicar que no, que no estamos en el mismo barco? ¿Cómo explicarme esa necesidad con náusea de salir huyendo, llamar a un taxi, volver a mi casa, llorar sobre las hojas del limonero del patio, este año generoso en limones?
Busco desesperada a una de las azafatas del programa. Quiero saber, necesito saber que no me van a sentar en la tierra del precipicio absoluto de cuyo borde cuelgan las piernas de esas personas que me miran sin entender a qué he venido. Hasta ese momento no he tenido claro qué soy, qué significa aquello que ha echado a andar con la narración de mi hielo en la puerta de casa. Y en ese momento, dudo: ¿Soy una desahuciada? ¿Soy una entre los cientos de miles de personas a los que ya no les queda NADA? ¿Es eso lo que me ha traído hasta este extrarradio madrileño?
— Perdone, señorita, ¿me puede explicar qué he venido yo a hacer aquí? — le digo a la azafata. Mi voz vibra sobre una irritación algo violenta. La chavala me mira con asombro.
— Pues a la tertulia, ¿no? Usted se sentará en esta silla, junto a tal y tal y tal, que opinan y… Me desprecio por relajarme, me daría de hostias, pero me relajo.
Soy una desahuciada, sí, una de tantísimos. Pero aún puedo narrar, y eso me salva. Luego, sólo a veces, vomito.
Fuente: http://www.revistaanfibia.com/cronica/la-desahuciada-que-narra