La Policía Comunitaria ya no es un “asunto de indios”

Con informaciones de Yuri Escalante y Jaime García Leiva



Na ndaa Ñuu: los que cuidan al pueblo en la Montaña de Guerrero

México. La Montaña y la Costa Chica de Guerrero, así como otros municipios, son escenarios donde se construyen acciones de lucha en busca de consolidar la autonomía y construir desde abajo, con los ciudadanos de a pie, otra Montaña posible, un Guerrero digno y un México con justicia.

En un contexto económico voraz, los pueblos originarios apelan a su costumbre y reinventan su identidad étnica como herramienta y arma de resistencia. El territorio y las comunidades son el espacio social donde desarrollan su propuesta autonómica basada en un sistema de seguridad y justicia que cobra dimensiones políticas y exige al estado un lugar digno. Lo que antes era cosa de indios, ahora es asunto de Estado y convoca a reflexiones profundas.

Los pueblos de la Montaña y de otras partes de Guerrero sintetizan valores, filosofía y cosmovisión e historia en sus acciones cotidianas y las mezclan con reivindicaciones políticas y sociales contemporáneas. Reinventan su pasado profundo y con novedosas acciones por la justicia y la seguridad, convocan a la necesidad ineludible de una transformación del marco jurídico actual para un mejor reconocimiento como sujetos de derecho.

Esta es una lucha que viene desde la década de los sesenta y se escribe con notas de continuos desencuentros con las autoridades, así como la firmeza de convicciones y el constante replanteamiento de estrategias por parte de los pueblos. El camino ha sido largo y a costa de sangre, represión y muerte de muchos hermanos indígenas. Las autoridades, por distintos medios, han pretendido dividir, fragmentar, humillar y convocar al olvido esta historia de lucha.

Los pueblos han tenido una continuidad histórica debido a que en diversos momentos han recurrido a diversas formas de resistencia cultural: el apego al territorio, la lengua, sus formas de organización social, sus instituciones propias y el asumir experiencias novedosas reinventando prácticas y resignificando su camino. Estas acciones, entre otras, les han dado una cohesión interna que les posibilita mantenerse erguidos y en lucha actualmente.

Una historia de agravios y resistencia

El territorio de la Montaña y la Costa Chica de Guerrero, que integra a aproximadamente 20 municipios, fue escenario histórico donde habitaron los yopes, un pueblo del cual quedaron pocos vestigios. La soberbia de los conquistadores aniquiló a estos guerreros, que prefirieron luchar hasta el final antes que ser sometidos. Después, los me´phaa, na savi y los nahuas compartieron el territorio histórico en el reino de Tlachinollan, cuyo asiento estuvo en la actual ciudad de Tlapa de Comonfort. Sus límites abarcaban también hasta Azoyú, Ayutla y San Luis Acatlán. Tanto el reino de Yopitzingo como el de Tlachinollan fueron los centros indígenas previos a la conquista donde se forjó la historia de los pueblos que actualmente cohabitan y comparten en los municipios creados en los últimos dos siglos. Los pueblos tienen una historia que viene de muy lejos en la noche y el tiempo.

Los colonizadores arribaron a la Montaña entre 1521 y 1522 y sometieron a la población bajo su yugo. La Montaña quedo bajo la supervisión de Hernán Cortés en 1526, quien se asumió como dueño del territorio por su riqueza en oro y otras especies. La resistencia contra los invasores la dieron los yopes, quienes se rebelaron en 1531 y resistieron hasta 1536, cuando fueron derrotados y exterminados. Muchas poblaciones fueron fundadas a partir de procesos de búsqueda de controlar a los pueblos originarios y arrebatarles su riqueza; fue el caso de la Villa de San Luis Acatlán y otros centros regionales.

Desde la época de la colonia, estos territorios fueron objeto de codicia y ambición por los conquistadores. Los habitantes de la Sierra de Tlapa y la Costa fueron incorporados a nuevas formas administrativas de colonialismo y vasallaje. Del tributo imperial mexica pasaron a la república de indios, la encomienda, la hacienda y otras formas de explotación que les fueron impuestos. Las formas de trabajo y sujeción, la vida social y administrativa, las separaciones de pueblos, la administración eclesiástica, las relaciones productivas, la estratificación social, la nueva organización territorial, el sistema tributario, las haciendas instauradas y las actividades económicas fueron con el objetivo de que la población local produjera los bienes que el imperio colonial exigía. En algunos lugares se implantó a la población negra para suplir a los indígenas, diezmados por la conquista.

La división social se dio con la creación de la república de indios y la república de españoles, que forjó la segregación y el racismo. El mestizaje se dio como producto de la violencia sexual y el ejercicio del poder de los españoles hacia los indígenas. La dominación dio lugar a una resistencia abierta y silenciosa expresada en rebeliones por despojos de tierra, abusos, maltratos y explotación laboral. El apego a sus formas de organización, religiosidad, defensa de sus territorios, su lengua y otros elementos culturales les permitieron la continuidad y su resistencia cultural.

Iniciada la lucha por la independencia de la corona española en 1810, varios pueblos de la Montaña se incorporaron a la insurgencia respaldando al cura José María Morelos y a Vicente Guerrero, quienes utilizaron la Montaña como zona de operaciones militares. Vicente Guerrero instaló su cuartel general en Atlamajalcingo del Monte y en Alcozauca, donde recibió ayuda militar, comida y pertrechos por parte de la población. Tlapa fue ocupada por los insurgentes y siempre fungió como bastión conservador del poder virreinal. La población indígena de la región fue un importante baluarte para los insurgentes. Juan del Carmen, un dirigente de ascendencia afro, de Xochistlahuaca, se unió a la lucha y aportó su esfuerzo por liberarse del yugo peninsular.

De 1822 a 1857, el país fue escenario de luchas por el poder entre conservadores y liberales. Las políticas por justificar el estado nación mexicano buscaban integrar al país y homogenizar a todos mediante discursos, prácticas y la creación de un panteón histórico nacional y símbolos nacionales. Para los liberales y conservadores, los indígenas representaban un lastre para el progreso nacional. Los pueblos y comunidades indígenas fueron receptores de las más diversas acciones para integrarlos a la sociedad nacional.

El estado de Guerrero se creó en 1849 arrebatando el territorio a entidades como Puebla, el Estado de México y Michoacán. La creación se dio en un momento de luchas por la tierra. Desde 1842, numerosos pueblos de Quechultenango, Chilapa, Tlapa y una parte de Oaxaca, se alzaron en armas y su lucha se prolongó hasta 1843. La sublevación tenía como objetivo recuperar las tierras que los hacendados les habían arrebatado. La dimensión que tomó la rebelión obligo a Juan Álvarez, importante dirigente político, a establecer un acuerdo de paz con los pueblos. Sin embargo, éste se incumplió y en 1844 y 1849 se levantaron en armas los pueblos de Tlapa y Chilapa.

En 1854 en Ayutla se inició la lucha contra el dictador Santa Anna. Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y Florencio Villarreal al frente del Ejército Regenerador de la Libertad y acompañados de indígenas, campesinos y la población afro establecida en Guerrero se lanzaron a derrocar al gobierno del dictador. El tránsito del régimen colonial al estado republicano afectó a los pueblos indígenas porque quedaron sin protección jurídica. Las Leyes de Desamortización, aprobadas por los liberales en 1856, prohibieron la propiedad comunal, ordenaron la división de las tierras y promovieron la expedición de títulos de propiedad privada. Las mejores tierras fueron acaparadas por los hacendados. La Constitución de 1857, al declarar a todos los ciudadanos iguales, privó a los pueblos indígenas de sus derechos consuetudinarios y los despojó de personalidad jurídica para defender sus tierras, obligándolos a luchar por ellas. El proyecto de integración nacional fue planteado desde arriba.

Los indígenas perdieron el fundamento legal de la propiedad comunal y se convirtieron en parias políticos. Ni el Estado ni los partidos que se disputaban la conducción de la nación defendieron su causa. Al contrario, la consigna fue apoderarse de las tierras indígenas, destruir las instituciones que cohesionaban las identidades étnicas y combatir las tradiciones, la cultura y los valores indígenas. En el siglo XIX los grupos dominantes y quienes se alternaron el poder, impusieron su aspiración “modernizadora” a los intereses colectivos. De los sentimientos patrióticos se pasó a la ideología oficial, que contempló a todos bajo un mismo canon, se fortaleció el estado y el rechazo a los indígenas que sustentaban sus propias ideas de identidad. Inculcaron a la población los valores nacionales e instituyeron ceremonias cívicas como fundamento del comportamiento colectivo.

De 1876 a 1911, Porfirio Díaz, impuso una dictadura. Asumió el poder durante 35 años. Durante su gobierno se dieron conflictos agrarios, revueltas en el campo y luchas obreras en la geografía nacional. El despojo de las tierras a las comunidades indígenas fue con la finalidad de dar paso a privatización y las inversiones extranjeras. En el ámbito estatal y regional impuso a gobernadores y prefectos políticos que impartían la justicia de manera despótica. Los prefectos imponían excesivas cargas de impuestos sobre las comunidades indígenas y usurpaban las tierras. En la Montaña, los pueblos se alzaron en armas por sus tierras, se negaron a pagar impuestos y realizaron acciones armadas y asaltos a la Villa de Tlapa y Huamuxtitlán, ejecutando a las autoridades. Las rebeliones fueron encabezadas por dirigentes indígenas, que bajo planes y proclamas exigían “Ley Agraria y Libertad Municipal”, como sucedió en 1883. De igual manera, el 1 de enero de 1887 se levantaron en armas los jefes indígenas Silverio León y Juan P. Reyes al mando del “Ejército Regenerador”, en contra de los prefectos políticos y el alza de impuestos. Emitieron un manifiesto que circuló en Atlamajalcingo del Monte, Malinaltepec, Metlatónoc, San Vicente Zoyatlán, Alcozauca y Tlapa. Se negaban a pagar las contribuciones determinadas por la autoridad estatal y acordaron no acatar ninguna disposición del gobernador.

En mayo de 1884 se levantó en armas el indígena nahua Pascual Claudio, al mando del Ejército del Pueblo, con 117 hombres, y proclamó el Plan Socialista de Xochihuehuetlán. Se oponía al gobierno de Porfirio Díaz y exigía tierra e instrumentos de labranza para los campesinos pobres. El lema de su manifiesto era “Tierra, Industria y Armas”. Lo acompañaron en su lucha habitantes de Tepetlapa, Comitlipa y otras poblaciones. En Ayutla se levantó en armas Juan Galeana, que comandó a un grupo de rebeldes en contra del mal gobierno.

En el Porfiriato fueron muy fructíferas las haciendas establecidas en Xochihuehuetlán, Alpoyeca, Huamuxtitlán, Tlapa, Chilapa, San Luis Acatlán y Ometepec. Los hacendados españoles empleaban a la población local y a los indígenas. Las condiciones de miseria de la población los llevo a unirse a la lucha por un cambio social a principios del siglo XX. La Revolución Mexicana, de 1910 a 1919, llegó a la Montaña y la Costa Chica. La zona era estratégica como centro de operaciones, de resguardo, descanso y de aprovisionamiento de víveres, armas y dinero. Las plazas más importantes como Tlapa, Huamuxtitlán, Olinalá, Xochihuehuetlán, San Luis Acatlán y Ometepec fueron tomadas por los revolucionarios maderistas y zapatistas. Eran lugares donde se encontraban los ricos, los dueños de haciendas, los españoles, las autoridades militares y civiles y desde donde se ejercía el poder hacia los campesinos e indígenas.

Las fuerzas rebeldes y federales disputaron férreamente la plaza de Tlapa, centro de poder de los caciques regionales. Aunque también, para proteger sus tierras, los pueblos se inclinaron por distintos bandos, tanto el de los revolucionarios como el del gobierno.

Resistencia y continuidad cultural

Entre la explotación y los agravios, ¿cómo pervivieron los pueblos? ¿Cuáles fueron los ejes de su continuidad cultural? ¿Por qué en una larga sucesión de agravios en su contra se mantuvieron como pueblos? ¿Ante los embates de gobiernos, políticas, acciones, divisionismo y represión, cómo resistieron? Uno de los soportes más importantes en que cimentaron su continuidad fue la forma de organización colectiva y la participación en procesos de representación. Cuando un sujeto asume responsabilidades colectivas es también un proceso de adiestramiento, que lo alecciona para “ver y trabajar por el pueblo” y a cumplir una serie de disposiciones colectivas y “en nombre de la gente”. Para los na savi, por ejemplo, son las deidades y espíritus de los ancestros quienes otorgan la vara de mando a los hombres para guiar al pueblo. Quien asume la vara de mando lo hace entre actos ceremoniales de solemnidad y bajo la tutela de las almas de los muertos y el consejo de los ancianos y el pueblo. Ésta, entre otras prácticas, permitió que los pueblos siguieran unidos, además de su lengua, territorio, historia y valores compartidos.

Durante muchas épocas esta práctica ha tenido continuidad. Se ha modificado, configurado y resemantizado hasta la actualidad. Actualmente las autoridades comunitarias son quienes portan las varas de mando y respeto y son los encargados de asumir la responsabilidad de “representar al pueblo y dirigirlo escuchando la palabra de todos”. Son la cabeza y guía del pueblo (xini ñuu). La elección y nombramiento de autoridades también continúa vigente entre los pueblos nahua, me´phaa y nancuee. Cada pueblo tiene sus mitos y le da continuidad a su organización comunitaria.

Los individuos que asumen cargos comunitarios se comprometen ante la comunidad, con sus propias palabras, a mantener una actitud de respeto, solemnidad y rectitud. Cuando no cumplen con lo establecido en su discurso pronunciado en la asamblea o el ritual cívico o religioso, se dice que “no respetan sus palabras, su voz”. Esto acarrea el descrédito individual y el de su parentela. En caso contrario, cuando se obra y actúa como lo han establecido, se cumplen sus actividades, se ha mostrado responsable y ha convertido sus palabras en hechos, entonces se “hace valer la palabra”, además de ganar respeto entre la comunidad.

Los ancianos y la gente de respeto brindan consejos, palabras, amonestaciones o discursos ceremoniales para indicar el camino a seguir. No son reglas escritas, son las prácticas de la costumbre que continúan vigentes y por medio del cual se transmite la experiencia, el conocimiento, las ideas, las historias, las leyendas, la narrativa mítica y el modo de ver el mundo. Es la práctica por el bien colectivo lo que impone y hace la norma.

Ki´in yo chuun xa´a Ñuu: Trabajar por el pueblo

Los na savi de la Montaña de Guerrero eligen a sus autoridades comunitarias en octubre, en la fiesta de los muertos. Se realiza en esta fecha porque las almas de los ancestros vienen y comparten la comida, la bebida, lo cosechado y fungen como testigos de honor en las reuniones. Las almas guían, vigilan, orientan y señalan el camino a los elegidos para fungir como autoridades y no incurran en errores. De esta manera el pueblo caminará sin pleitos, sin divisiones, sin enfermedades y en armonía. En ocasiones no ocurre así.

El cambio de autoridades se realiza en enero, en año nuevo. La actividad forma parte del ciclo de ejercicio de poder comunitario que revitaliza el sistema organizativo y el cumplimiento de cargos. Es una función que asegura a los sujetos un lugar, membresía, reconocimiento y la reproducción de una costumbre ancestral que se ha modificado, reinventado, fortalecido y permanece vigente. El nombramiento de autoridades se articula con un proceso ritual colectivo en el que intervienen los curanderos, rezanderos, señores grandes, autoridades y el pueblo. Las autoridades acuden a acuden a la cima de los cerros sagrados como La Luciérnaga en Malinaltepec, el Cerro de la Garza en Metlatónoc, el cerro de la Estrella en Zitlaltepec, el Cerro Cantor en Tototepec, entre otros. También se acude a las ciénegas, la iglesia, a las tumbas de los ancestros y otros lugares sagrados para orar y solicitar a las almas y espíritus que iluminen a las autoridades en el ejercicio de su actividad. Con plegarias, rezos y discursos, basados en estrategias de la oralidad, los ancianos, depositarios de la sabiduría comunitaria, dan consejos y recomendaciones a las autoridades. El cambio de autoridades se da entre música, bebida, baile, comida y fiesta. Primero son elegidos en su comunidad y después acuden a la cabecera municipal para ser reconocidos oficialmente.

Se elige a personas con cualidades como espíritu de servicio, colaboración y responsabilidad en los trabajos comunitarios. Una característica importante es la capacidad de convocatoria, consenso, ejercicio congruente de la justicia, que promueva el diálogo y el respeto al interior del grupo como una manera de “hacer valer su rostro”.

Ser autoridad, representante o comisario otorga respeto, prestigio y honorabilidad. La autoridad emana del respeto al pueblo y el mandato colectivo. Los elegidos cumplen con lo que ordena y dispone el pueblo en una ceremonia pública, en la comisaría o los ayuntamientos, los bastones de mando, las varas de mando, las varas de respeto, el símbolo del poder y la justicia comunitarios, además de flores, velas, los bienes de la comisaría y los documentos ancestrales que acompañan el andar de los pueblos en sus gestiones, luchas, esperanzas y sueños.

Quien porta las varas de mando es el guía, el que “camina adelante”, representa los intereses del pueblo y obedece al colectivo. La responsabilidad dura un año y se debe cumplir con servicios, trabajo, gestiones y el calendario ritual, así como otros lo hicieron antes. Brindar servicio significa el sacrificio personal como ofrenda colectiva y a los espíritus para que armonía entre la gente.

A las autoridades se les denomina Na Ve´e Chuun: los que sirven o trabajan para el pueblo. En la comisaría, que es la casa del trabajo, los señores grandes brindan a las nuevas autoridades palabras y consejos. Los ancianos rememoran historias ancestrales. Hablan de la necesidad de caminar juntos, la importancia de ser representante y guía del pueblo. Orientan y recomiendan a las nuevas autoridades “que no se olviden de platicar todo lo que hacen, consultar a todos y no olvidar el pueblo”. Los elegidos escuchan la voz de la experiencia.

La legitimidad de las autoridades recae en su actividad, en el trabajo realizado por y para el pueblo. En su capacidad de ser vocero, guía y representante del sentir colectivo. Sus actividades no son aisladas y están sujetos a la vigilancia constante del pueblo. El colectivo lo acompaña, respalda, da consejos o bien lo amonesta públicamente. Las asambleas, reuniones o fiestas son el espacio de reunión de autoridades y para compartir la experiencia de ejercer el poder en los pueblos indígenas. Las autoridades comunitarias organizan, colaboran y participan en los eventos del pueblo, fiestas patronales, rituales o reuniones. Si no lo hacen de manera adecuada e incumplen con el mandato, pueden acarrear desgracias para la gente. También actúan como juez en rencillas y son interlocutores con las autoridades e individuos externos a la comunidad.

Na ndaa Ñuu. Los que cuidan el pueblo

El ejercicio de un cargo comunitario implica no sólo cumplir con las tareas colectivas; también adiestra a los sujetos en el desempeño y aprendizaje de ciertas tareas. El servicio brindado a la comunidad otorga prestigio y experiencia en la vida; es uno de los caminos que lo llevara a convertirse en Tata Xikua´a (señor grande). Entre los pueblos na savi de la Montaña existe la figura del cuidador del pueblo: Ta ndaa ñuu. Es el que asume la función de vigilar, resguardar, cuidar o estar pendiente del pueblo.

Los que cuidan el pueblo velan por la seguridad de la comunidad. Es una figura que ha sido reinventada en diversos momentos de la historia indígena. En la época colonial, los pueblos de la Montaña enviaban a integrantes de su comunidad a vivir en las zonas o lugares fronterizos para que los miembros de otros pueblos, los mestizos o los vecinos no entraran a posicionarse de sus tierras. Estas cuadrillas de gente después devinieron en poblaciones indígenas. Es así como surgieron pueblos en la Montaña. Lo importante era cuidar la tierra, el agua y los bosques. De esta manera se mantuvieron los respetos al territorio. Después con el aumento de la población la situación cambió y el uso de tierras y necesidad de proveerse de recursos naturales para la subsistencia llevo a conflictos intercomunitarios.

La figura del “cuidador o vigilante del pueblo” es un antecedente de los actuales policías comunitarios que recorren los caminos resguardando al pueblo, sólo que asumen un nombre actualizado. En los pueblos originarios las funciones de quienes cuidan al pueblo son diversas, desde acciones cotidianas como cuidar y vigilar que las fiestas se desarrollen de la mejor manera, cuidar de que no se den conflictos, amonestar a los borrachos en las fiestas, apoyar en las tareas de mayordomía, estar pendiente de los pobladores en caso de peligro o defender el territorio. Los que cuidan al pueblo son parte de la estructura organizativa comunitaria junto al comisario, diputados, comandantes, topiles, mensajeros y otros personajes. También se encuentran los mensajeros. Los nahuas les llaman los topiles. En conjunto son figuras organizativas que se han reinventado en diversos momentos de la historia, que articulan formas de organización propias, asumidas y/o resignificadas que les permiten cohabitar y seguir siendo pueblos.

Na ndaa Ñuu y la policía comunitaria

Desde hace 17 años, en la Montaña y la Costa Chica de Guerrero se instauró un sistema de seguridad y justicia articulado en el Consejo Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC). Este sistema surgió por la inseguridad regional. Se recuperó la figura del “Consejo”, una forma de organización y consulta que es parte medular de los pueblos, y se creó la Policía Comunitaria, integrada por hombres y mujeres pertenecientes a sociedades indígenas con un pasado y experiencias de servicio. Hablan una lengua, ya sea tu´un Savi o me´phaa. Su espíritu de servicio está basado en la filosofía profunda que han aprendido y vivido cotidianamente. Es un modo propio que tienen los pueblos de habitar la Montaña, de correlacionarse, de establecer alianzas y de trabajar por el pueblo, para el pueblo y caminar con el pueblo.

La palabra sigue siendo una máxima de respeto, así como el espíritu de sacrificio, el servicio, el honor y la dignidad. Asimismo, la reeducación está imbricada con las formas cotidianas de establecer diálogos, resolver desavenencias y conflictos en las comunidades. Son los ancianos de respeto quienes mediante consejos orientan, convocan a la reflexión y reeducan a los pobladores; es una labor pedagógica. Es en la vida cotidiana de los pueblos de la Montaña donde descansa mucho de la filosofía de los policías comunitarios, quienes son, apelando a como se les nombra en la lengua materna, los que cuidan al pueblo: na ndaa ñuu.

Los procesos económicos y políticos actuales tienen impactos al interior de los pueblos de la Montaña y su organización social. Se debe reconocer que una estrategia actual es elegir a profesores bilingües o individuos con capacidad de leer y escribir como autoridades. Esto les permite mayor interlocución y negociación con los representantes gubernamentales o externos. Un fenómeno constante es la cooptación por parte de los partidos políticos, autoridades u organizaciones que por vía de prebendas, otorgamiento de recursos económicos o apoyos, entre otros, ha provocado la ruptura del tejido social comunitario y permeado la estructura social. De esta manera se provoca la existencia de comisarías paralelas, confrontaciones y, en algunos casos, la violencia comunitaria.

En el anterior contexto y pese a las adversidades, todavía continúan vigentes prácticas que apelan al honor, al profundo respeto y el servicio. Y en este sentido, los que “cuidan el pueblo” son protagonistas en la historia contemporánea mostrando una manera de autogobernarse, de ser pueblo y revitalizando su organización social, un ejercicio autónomo del poder para y por el bien del pueblo, un mandar y obedecer a la gente en las Montañas del sur de México, y un logro precisamente en que en este caminar han logrado ganar batallas jurídicas para ser reconocidos. Por tanto, los intentos de división que provengan de fuera no solo atentan contra un modelo de seguridad, sino contra el eje y la estructura organizativa social de los pueblos y su cohesión interna. El camino de resistencias y lucha será amplio, pero ahora también los esfuerzos de muchos por querer caminar un nuevo sendero, que está abierto, y son los pueblos quienes están escribiendo la historia.

Kahua Sikiki

Centro de Estudios y Autogestión de la Montaña A.C.

Publicado el 4 de marzo de 2013
————————————————————————-

El racialismo del poder judicial contra los sistemas autónomos de justicia

México. Casi todos los gobiernos del mundo niegan o banalizan el racismo. Los más desfachatados sostienen que sus legislaciones proclaman la igualdad y prohíben la discriminación, luego entonces, no tiene porque existir la supremacía racial. Otros, que son los más, aceptan que en sus países existen “incidentes” de odio racial o discriminación, pero aislados, no sistemáticos, atendibles y bajo control.

Una postura similar asume México. En sus informes a organismos internacionales reconoce que persisten prácticas discriminatorias, pero las atenúa afirmando que son remanentes de un pasado colonial. De hecho, este argumento le sirve para justificar lo difícil de mitigar la desigualdad económica entre los indígenas y el resto de la nación. Pese a todo, concluye, hoy cuenta con disposiciones legales e instituciones que protegen y aseguran los derechos de las minorías.

Con estos argumentos lo que se demuestra es que los Estados no entienden o no tienen intenciones de resolver las evidencias del racismo. En efecto, como los gobiernos reducen la xenofobia y la etnofobia a hechos cotidianos protagonizados por personas, sólo visualizan las consecuencias, mas no las causas por las que se reproduce y perpetúa el racismo.

Y es que donde existen prácticas racistas, hay detrás un sistema ideológico y socioeconómico que jerarquiza a la sociedad en grupos superiores e inferiores. De ahí que, como propone Tzvetan Todorov, una cosa son las conductas y eventos de odio, que llama racismo, y otra las doctrinas, los valores, las normas y las instituciones que sostienen las estructuras de dominación basadas en clasificaciones étnicas, que llama racialismo. Los estados se limitan a “condenar” el racismo (o sea, las prácticas), en tanto que las representaciones e instituciones racialistas se reproducen sin control en el aula, los medios de comunicación, las cámaras legislativas y el propio aparato de Estado.

El análisis anterior no es una postura teórica o académica. Se trata de un tema añejo, discutido en infinidad de foros mundiales y que incluso está enunciado en los tratados internacionales sobre la eliminación de la discriminación racial. En efecto, de acuerdo con estas convenciones, existe una amplia responsabilidad de los estados en la perpetuación del racismo y la dominación basada en la supremacía de raza, étnica o nacional.

Justamente por eso, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (1965), suscrita por México, no trata de los derechos de las personas, pues consiste en un instrumento que dispone las estrategias políticas contra el racismo que deben implementar y acatar los estados. No haremos aquí una revisión de esta Convención; basta citar un par de incisos del artículo 2:

a) Cada Estado parte se compromete a no incurrir en ningún acto o práctica de discriminación racial contra personas, grupos de personas o instituciones y velar para que todas las autoridades públicas, nacionales y locales, actúen de conformidad con esta obligación;

c) Cada estado parte tomará medidas efectivas para revisar las políticas gubernamentales nacionales y locales, y para enmendar, derogar o anular las leyes y disposiciones reglamentarias que tengan como consecuencia crear la discriminación racial o perpetuarla donde ya exista;

¿Por qué esto debe ser así? Simplemente porque la memoria y la experiencia nos dicen que el apartheid, el nazismo, el colonialismo y el nacionalismo monocultural que exterminó, segregó o asimiló a cientos de pueblos, fueron promovidos, diseñados y dirigidos por los propios Estados. Ésta, y no otra, es la fábrica que maquila el racialismo.

Toda esta digresión es importante a resueltas de la reforma constitucional que garantiza, desde hace más de una década, la libre determinación de los pueblos indígenas y la autonomía para ejercer sus sistemas normativos. Mandata también que en los juicios se respetarán sus prácticas colectivas e individuales. Adicionalmente, los códigos penales obligan a los jueces a tomar en cuenta la diferencia cultural de los inculpados.

Ante lo anterior, parece pertinente preguntarse: ¿Cómo han contribuido estas reformas a fomentar las relaciones de igualdad y reconocer las instituciones colectivas de los pueblos indígenas? ¿Sus autoridades gozan de mayores garantías y facultades? O, por el contrario, ¿continúa la estigmatización y minorización de sus formas de gobierno y de impartir justicia? ¿Siguen siendo criminalizadas y descalificadas las actividades de sus representantes? ¿Vivimos en un Estado pluricultural de derecho o persisten visos de superioridad racial?

Trataremos de responder a estas preguntas revisando algunas resoluciones emitidas por el poder judicial de 2000 a 2006, en casos abiertos contra el sistema de seguridad e impartición de justicia creado por las comunidades nahua y mepha de la Costa y Montaña de Guerrero, mejor conocida como Policía Comunitaria. Sucede que sus integrantes (comisarios y policías), son procesados por portar armas y someter a reeducación a los maleantes.

No cuestionaremos aquí el hecho de que sean detenidos, pues la autoridad competente actúa por denuncia; ni el contenido jurídico de los veredictos, facultad soberana del juzgador. Lo que interesa conocer es ¿cómo valora el poder judicial el sistema normativo que apela ser reconocido? ¿Qué validez alcanzan sus autoridades? ¿Cómo narran o entienden los jueces eso que llaman diferencia cultural, prácticas colectivas, autonomía y jurisdicción? ¿Hay un tratamiento de semejantes o los somete a inferiorización?

1.- De institución a campo de concentración

En los tres expedientes revisados, un auto de formal prisión, un auto de libertad y una sentencia, el dato más relevante consiste en que las partes involucradas (ministerio público, defensa, testigos y peritajes antropológicos en los cuales he colaborado) dan cuenta de la forma en que se constituye y opera el sistema normativo de la Policía Comunitaria de Guerrero. Por ejemplo, en un caso de abigeato, el Ministerio Público (MP) describe la cárcel en donde retienen a los presos y el trabajo en favor de la comunidad que realizaban dichas personas.

Adicionalmente, los alegatos de la defensa y las conclusiones de los jueces invocan e interpretan los derechos indígenas, con lo cual se integra un procedimiento que describe y discute una posible justicia pluricultural. Pese a ello, en ninguno de los casos el juzgador otorga validez al sistema de seguridad indígena ni a las autoridades que la representan. Reconoce su facticidad pero no su legalidad, concluyendo que la corporación no tiene las facultades para privar de la libertad o aplicar sanciones ya que se niegan a entregar a los detenidos ante autoridad competente y no cuentan con permisos para portar armas. Es decir, no le interesa el problema de la eficacia o legitimidad del sistema normativo como tal, sino analizar si cuenta con autorización o acreditación para actuar.

Papelito habla. Tal es el eslabón perdido que exige la justicia mexicana para poder reconocer la pertinencia del derecho y jurisdicción indígena. La incógnita que persiste es ¿quién es el responsable de otorgar dicho papel legitimador? ¿No es suficiente lo consagrado por la Constitución en su artículo segundo.

Ahora bien, si el juzgador se limitara a este puro aspecto legal y sentenciara conforme a derecho declarándolos culpables por ser indocumentados, cuasi extranjeros, lo entenderíamos. Ese es su trabajo. Pero no conformándose con declarar su ilegalidad, se dan a la tarea de descaracterizar y tergiversar el sentido y naturaleza del sistema de justicia comunitario sin existir motivo fundado para ello.

En el auto de formal prisión revisado, lo que el MP describe con pelos y señales como una cárcel municipal, con sus paredes y rejas, para el juez resultan ser “lugares parecidos a los de una cárcel”. Asimismo, lo que el MP describe como trabajos en favor de la comunidad que realizaban las personas sujetas a rehabilitación, el juez las termina calificando como “trabajos forzosos en contra de la voluntad del detenido; actividades que resultan degradantes para los pasivos”. Y cuando el peritaje antropológico habla de “sistemas normativos” o “instituciones de justicia”, el juez lo reduce a un simple “comité de policías comunitarios”, sin argumentar o razonar por qué pone en duda dicha institucionalidad.

En este sentido, haciendo uso de su facultad discrecional para determinar los hechos, el juzgador más bien termina desacreditando y estigmatizando este sistema de seguridad para invertir su naturaleza a la de un grupo de delincuentes que, sin autorización, denigran a las personas encerrándolas en seudocárceles y explotándolas como en un campo de concentración.

2.- De autoridades a particulares

Una transfiguración semejante, pero más grave, ocurre con los comisarios y policías procesados. Aún presentándose pruebas fehacientes del nombramiento en asamblea, rango y función de las autoridades, de su ratificación ante el municipio respectivo e incluso de la presentación de oficios en donde se asienta que están realizando operativos, en ningún momento son tratados por las autoridades judiciales bajo esta envestidura. No aceptan ni el cargo legal que detentan ni mucho menos la representación moral concedida por los ciudadanos, pese a que, otra vez, los denunciantes, testigos, peritos, etcétera, se refieren a la existencia de un cuerpo de policías, una comisaría con domicilio público en donde opera, normas y procedimientos mediante los cuales sancionan delitos, etcétera; un sistema instituido, pues.

Comprendemos que en la jerga jurídica se les denomine indiciados, inculpados, sujetos activos u otros semejantes, pero al referirse expresamente a ellos y sus funciones, los jueces omiten llamarlos bajo cualquier título que indique un rol sociopolítico. Por el contrario, lo que hacen es invisibilizar y degradar su investidura teniéndolos por simples mortales.

Veamos cómo se expresan los jueces penales respecto de un comisariado municipal: “El arma afecta calibre 380 no son de las permitidas para portar la población civil, ni mucho menos la agrupación a la que pertenece”. Y en el caso de varios policías consignados por el mismo motivo: “La portación o posesión indiscriminada de particulares de armamento de una mayor potencia lesiva, es innecesaria para su defensa personal”.

En otras palabras, curándose en salud, el juzgador justifica la sanción por aplicar la ley, dirigiéndola no a una autoridad, sino contra un particular, menuda población civil, que por lo tanto no busca proteger a la ciudadanía sino únicamente para su ¡defensa personal! Pese a ello, el fantasma de que existe una policía organizada se le escurre cuando menciona que pertenecen a una agrupación, colectiva por cierto, ya que hacen uso indiscriminado de armas.

3.- De policías a polizontes

Parece evidente que la mutación de autoridades en particulares, es la condición necesaria para proceder a la negación de derechos colectivos. Por un lado, siendo particulares pierden todo razón para portar armas, pero por el otro, en lugar de sancionarlos como autoridades que se extralimitan de sus facultades, el poder judicial resuelve algo más de fondo anulando esa jerarquía. En efecto, reconocer que son autoridades sería como reconocer que existe un sistema normativo y reconocer esta institución abre la puerta a controversias jurídicas en la Corte, instancias internacionales o, siendo ilusos, que no procedan contra ellos por declinación de competencia, como ya ha sucedido en países como Colombia o Perú.

Pero degradados a civiles, sin fuero alguno, son colocados de manera permanente en la ominosa categoría de transgresores de la ley. Cierto, pueden jugar a mantener el orden y resolver conflictos internos, siempre y cuando no invadan otras jurisdicciones o sean denunciados por inconformes. Mientras permanezcan subordinados y serviles al resguardo de vehículos oficiales como los del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (Procede) y de maestros, escoltando camiones de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) y Coca Cola, o dando parte de incidentes al ejército y a la policía motorizada, pueden permanecer como polizontes de la ley, pero no como policías comunitarios.

4.- De civilizados a atrasados

En el desahogo de pruebas vimos que para la autoridad judicial el sistema normativo indígena se transmuta en un gulag étnico. Posteriormente, al analizar si las conductas son antijurídicas, concluye que sí porque los acusados no cuentan con atribuciones, ya que son particulares y no autoridades. Falta saber ahora cómo individualiza las penas, o sea, que sanción impone según las características de la personalidad.

En el auto de libertad por portación de arma, los exonera al considerar que los consignados no sólo desconocen la ley, sino que también pensaban que su conducta era correcta, condiciones que se precisan para aplicar una excluyente de responsabilidad o error de tipo penal. ¿Cómo sabe el juez que ignoraban que su conducta era delito? Pues porque de acuerdo con las pruebas, “al momento de ser detenidos tenían plena conciencia de que su proceder era correcto, ya que fueron nombrados por los miembros de su comunidad acorde a sus usos y costumbres, y por desconocer el marco jurídico que regula la posesión y portación de arma de fuego, así como la obligatoriedad de su observancia y cumplimiento, básicamente por pertenecer a una cultura diferente a la mestiza”.

He aquí lo que el juez entiende por diferencia cultural. No afirma que los indígenas tengan una cultura diferente, sino que pertenecen a una cultura diferente a la mestiza, la cual se antepone como modelo y referente. Con este silogismo, primero connota el estereotipo de que los usos y costumbres a los cuales obedecen son la causa de la ignorancia y el error, para enseguida dejar implícito que la cultura mestiza contiene el conocimiento de la ley y de la verdad. La conclusión obvia es un argumento de superioridad de una cultura sobre otra, basada en las viejas tesis de la incapacidad e ignorancia de la cultura del otro.

Pero eso no es todo. En el otro caso, una sentencia condenatoria, los criterios sobre personalidad fueron totalmente opuestos, pero las conclusiones más contundentes. Trátese ahora de un comisario y no de unos policías, con lo cual: “Entiéndase que no ignoraba lo ilícito de su proceder, por su edad (70 años) e instrucción, así como por los cargos que detentó en su comunidad” (nótese que sólo toma en cuenta su rango social cuando la representación es negativa). Luego remata con toda lucidez: “Además, en su comunidad existe luz eléctrica, lo que le permite enterarse a través de los medios de comunicación, de la existencia de leyes federales y por lo tanto no se encuentra aislado su entorno de la civilización”.

Como el juez seguramente se preparó y estudió por medio de internet o televisión, no discutiremos aquí el argumento decimonónico de que hay gente que vive en la civilización y otra en estado salvajismo (como los policías que si pudieron ser liberados por esa razón), pues existen miles de libros sobre el tema. Lo único que queda por resolver es simplemente cuál era entonces el móvil que condujo a que el acusado portara un arma. ¿Qué motivó a esta persona sabia y preparada a violar la ley? Si no podemos reconocer que es un comisario cumpliendo funciones de seguridad, ¿padece de alzhéimer, es un terrorista o le sembraron el arma? El mismo juzgador admite este misterio cuando reflexiona: “No existe demostrada ninguna razón especial que lo haya impulsado a delinquir, a no ser la mera diversión y el ocio”.

Vaya justicia, pues la conclusión del juez no es un descubrimiento sino un encubrimiento. Se encubre, además del estatus de autoridad de comisario, su identidad y su dignidad como persona, pues no sólo pertenece a un pueblo indígena, sino que reduce su comportamiento, ganado a fuerza de años de colaborar con su comunidad, a un juego de niños, a un motivo infantil, pueril. Ridiculiza, estigmatiza e invisibiliza el aprendizaje histórico forjado en una institución de autogobierno y autoregulación para minimizarla a la conducta de un sujeto inmaduro y atrasado. Oculta por tanto un derecho colectivo para dejarlo en un propósito primitivo.

5.- Conclusiones: de iguales a igualados

No encontramos en estos casos ninguna intención, por parte del poder judicial, de querer interpretar la legislación internacional, constitucional y penal reconocida a los pueblos indígenas. Por el contrario, claudicando a toda hermeneútica de la norma, optan por una aplicación técnica y dogmática de la ley, cual codigueros que siguen un instructivo.

A la petición de la defensa de que se tome en consideración el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el juez deshecha de un plumazo este instrumento legal afirmando: “Debe decirse que la Constitución local, ni el Convenio citado, están por encima de la ley fundamental del país”. Ni hablar. Esto se llama economía procesal.

Y cuando se le invoca el artículo 2 de la Constitución que da validez a los sistemas normativos, el juez invierte el alegato que pide un derecho para exigirles una obligación contemplada en el artículo 16, pues si los procesados quisieran hacer válida la ley suprema, entonces la Policía Comunitaria “debió otorgarles a los detenidos las garantías que consagra nuestra Carta Magna entregándolos a la autoridad competente”. Dicho en otras palabras, si los indígenas quieren ser iguales a nosotros frente a la Constitución, entonces sujétense a los órganos jurídicos establecidos y no quieran andar haciendo cosas semejantes a las nuestras. Esa es la norma y ser normal. Pueden ser iguales a nuestra justicia si usan nuestra justicia, pero no pueden igualarse a nuestra justicia.

En síntesis, en las tres resoluciones judiciales revisadas, los derechos colectivos de los pueblos indígenas no son tomados en cuenta. Si bien es cierto que en el ámbito penal lo que se persigue son conductas individuales, en este sentido las prácticas culturales o la diferencia cultural que el mismo código estipula devienen en usos y costumbres que son causa de la ignorancia y el error, en conductas infantiles y niñerías. En su forma tradicional de despachar los casos, el poder judicial evidencia un racialismo craso que estigmatiza y criminaliza los sistemas normativos indígenas y a sus autoridades, anteponiendo como modelo superior de justicia a la cultura mestiza.

Publicado el 4 de marzo de 2013