Masa y Poder XXXII: perspectiva de la lucha de clases en Argentina

07.Ago.03    Análisis y Noticias

Masa y Poder XXXII

“Entre las 10 empresas que más exportaron durante el 2002 no figura
ninguna manufacturera industrial. El ranking coloca al tope de los exportadores
a la petrolera Repsol-YPF, con 2.098 millones de dólares de ventas al exterior”
(Revista Prensa Económica, julio 2003)

Los resultados de una encuesta revelan que solo el 17,2% espera que el nuevo presidente Kirchner gobierne más a la izquierda que Duhalde. La percepción del 21,6% es que lo hará más a la derecha que el anterior mandatario y el 37% cree que lo hará en el mismo sentido.
(Consultora Julio Aurelio, julio 2003)

“Se nota en el nuevo gobierno de Kirchner, un sesgo “camporista” (por Héctor J. Cámpora, presidente en 1973), con una suerte de retorno al estilo peronista de comienzos de los años ‘70,
pero este tipo de proyecto es hoy inviable, no podrá prosperar
y el gobierno finalmente se tendrá que moderar,
como ha sucedido con otras administraciones de la región”
(Mark Falcoff, experto en Argentina, consultor del Partido Republicano de los EE.UU., julio, 2003)

“Llamo a un gato un gato”
(Boileau)

“Gesto: movimiento del rostro o de otras partes del cuerpo
con que se expresan diversos estados de ánimo”
(Diccionario de la RAE, 2003)

¿Sesenta días que conmovieron al mundo? El régimen Kirchner o capitalismo neokeynesiano más caciquismo administrativo: en 1974 Néstor Kirchner, alias “Lupín”, joven militante de Montoneros, personificó como extra a un anarquista que marchaba a la cabeza de una insurrección con la bandera roja desplegada al viento. Hoy la historia se repite 29 años después como parodia, pues es de nuevo un personaje secundario que encabeza un intento de cooptar un movimiento autónomo constituyente. Kirchner cumple dos meses de gestión, con niveles de popularidad altos que ha generado planificadamente. Sus primeros meses han sido hiperpolíticos, en el peor significado del término. Luego de la renuncia de Menem a participar del ballottage, fue elegido presidente sin la posibilidad de superar en la segunda vuelta el 22 % de los votos obtenidos en la primera. Una primera semana de gobierno hiperactiva fue el puntapié inicial para intentar superar su ilegitimidad de origen. El efecto “K” (no sabemos si por Keynes o por Kaos) inunda titulares y enamora a “progres” reciclados de los Montoneros al Frepaso. Basta escuchar al gurú del Chacho Alvarez repetir elogios y que la tarea que emprende el nuevo régimen es “instituciones fuertes, Estado eficiente, mercados competitivos y fundamentos económicos sólidos”. Es el mismo fenómeno que se registraba al cumplir el primer mes de gobierno de Alfonsín, Menem, De la Rúa o Roosevelt. La diferencia es que ellos surgieron de un triunfo electoral mayoritario y el actual Presidente asumió con sólo el 22% (18% del padrón total). Y la otra gran diferencia es la existencia vital de un movimiento autónomo real, con vida propia, una amplia área de poder constituyente, que incluye ya no oposiciones dentro del sistema sino verdaderos esbozos de comunismo, esferas públicas no-estatales. En estos meses logró demostrar que está dispuesto a ejercer el poder e independizarse de Duhalde, cuyo apoyo electoral organizativo clientelístico fue decisivo. El apoyo de Duhalde implicaba tener detrás, no sólo el núcleo oficialista del PJ y la institución presidencial, sino todo el aparato peronista de la provincia de Buenos Aires, el distrito político y económico más importante del país. El nuevo régimen juega a ser la contra cara de Menem en términos de imagen de corrupción y frivolidad y la antítesis de De la Rúa en lo que hace a fortaleza política y decisión. Intenta recomponer el centro político y al “Capital-Parlamentarismo” en general. La lista electoral de Kirchner, el Frente para la Victoria, presentó el programa Un país en serio, que incidía en un orden lexicográfico del “Capital-Parlamentarismo”: producción, justicia, educación, trabajo, equidad y salud, sintetizadas en el eslogan de Primero Argentina. En esta declaración, de regusto socialdemócrata e intencionadamente contrastada con la experiencia y la herencia del menemismo, Kirchner ha propuesto un modelo de producción y trabajo que exige “articular inteligentemente y con sentido nacional lo público y lo privado”, tal que Estado y mercado (preferentemente, el interno) puedan “asociarse en la construcción de un país distinto” con un reparto de funciones: el primero, “promoviendo, regulando y controlando”; el segundo, “invirtiendo, produciendo y ganando”. Pero su gestión hasta ahora se ha definido más por lo negativo, que por lo positivo. Además, la prioridad ha estado hasta ahora en el campo político y en lo que él llama la “construcción de poder” y no en la gestión de gobierno propiamente dicha. Es el gobierno de los “gestos”, del espectáculo, de la construcción de consenso con la encuesta en la mano. Si los gestos expresan el estado de ánimo del capital, también estos gestos de la Nueva Clase política pueden ser indicios de enfermedad, de debilidad o de potencia del movimiento. La gobernabilidad interburguesa de la nueva administración, dependerá de la resolución de tres cuestiones claves: la capacidad de Kirchner para realizar un giro hacia el pragmatismo y la ortodoxia postfordista al estilo de Lula, la aptitud para reunificar el PJ, transformándolo en el partido único de estado y la habilidad para manejar la relación con Duhalde. Las relaciones con Duhalde y el PJ, constituyen el frente político más importante que tiene por delante. El Congreso no será un escollo, dado que los legisladores no quieren confrontar con un Presidente con altos niveles de popularidad, aunque Kirchner se mueve para tener su bloque mayoritario leal. Por el lado burgués la cosa está clara. La gobernabilidad interburguesa de la nueva administración, dependerá de la resolución de tres cuestiones claves: la capacidad de Kirchner de combatir la futura lucha por el salario que se avecina, controlar el bloque burgués herido y encorsetar definitivamente al movimiento autónomo nacido en las calles en diciembre del 2001 a un neosindicato o un Soweto proletario.

Camporismo, Keynes y la vieja lucha de clases: la pregunta del millón es: ¿será posible en una sociedad posfordista como la Argentina replantear una alianza de clases y una forma-estado neokeynesiana? La respuesta clara y contundente es: no. Veamos un caso concreto: el cacareado aumento de salarios y jubilaciones para el segundo semestre del 2003. El segmento beneficiado es estrecho y minoritario, sólo incluye a los trabajadores con contrato indefinido del sector privado (menos del 20% de la fuerza de trabajo). Todos los empleados estatales, los precarios, los en negro, los contratados parciales y, obviamente los desempleados, están fuera del juego estatal keynesiano. Es decir: la mayoría de la actual composición de la clase obrera. La forma revolucionaria de la iniciativa capitalista (el “efecto K”) para tener éxito no sólo debe tener el apoyo de los medios de comunicación sino además tener un contenido obrero, ya que su forma la adquiere en virtud de ese contenido. El “New Deal” en los EE.UU. (como el peronismo clásico) fue una puesta al día institucional preventiva frente al crecimiento de la insurgencia y la subversión proletaria y a la contrapartida de bloqueo y estancamiento. Consistió en adaptar la máquina estatal a las necesidades de desarrollo de una sociedad fordista en crisis. El estado populista se autodefinía como generador de producción de mercancías por medio de la planificación y la regulación económica, la equivalencia de la oferta y la demanda, de los salarios y la inversión, así como de la relación reformista-represora entre el estado burgués y la fuerza de trabajo organizada o columna vertebral de la alianza. El capitalismo argentino no puede desbloquear el engranaje del sistema con esas herramientas simplemente porque los instrumentos políticos que pretende usar están diseñados para una subjetividad que no existe más o es minoritaria en el movimiento. Si el peronismo clásico significó, con su keynesianismo genéticamente mutado, que una gran iniciativa del capital sin el apoyo del capital era, o podía ser, una gran victoria obrera, hoy las premisas materiales de tal operación han dejado de existir. El “New Deal” del Señor Lupín fallará simplemente porque ha desaparecido el componente institucional clave: un interlocutor obrero único para maniobrar en el interior del capital. La nueva figura obrera, el trabajador posfordista, en su misma composición de clase es irrepresentable por las viejas instituciones del fordismo (incluido el sistema de partidos burgueses). El “New Deal” o sus variantes populistas transformaban al sindicato obrero en la principal fuerza externa del estado legalmente autorizada para usar la violencia. Hoy, con el paso vertiginoso del taylorismo al fordismo y del fordismo al posfordismo, la subjetividad obrera y la cooperación productiva se sitúan como condiciones y no como resultados de los procesos de trabajo. La relación fordista entre producción y consumo ha sido ya interiorizada con el fin de optimizar la lógica de la producción capitalista, la de la circulación y la realización del valor. Por primera vez el trabajo vivo se organiza independientemente de la organización capitalista del trabajo. La autonomía, contra todas las tonterías que escriben intelectuales de la Nueva Clase, periodistas y aprendices de brujos, es para nosotros una hipótesis materialista, por eso es método. La nueva época de la organización de la producción capitalista y de la reproducción de la sociedad aparece dominada por un figura que elimina las premisas materialistas del neokeynesianismo, de una subjetividad obrera que reclama su autonomía de masas, su propia capacidad de autovalorización colectiva independiente, es decir: su autovalorización frente al capital y, por lo tanto, su total irrepresentabilidad en los parámetros del “Capital-Parlamentarismo”. Es aquí donde paradójicamente el enfoque de la vieja izquierda se confunde con la macromiopía del capital en cuanto al movimiento obrero. Ambos ignoran, con valencias opuestas, la irreversible transformación materialista de la sociedad, el nacimiento del posfordismo y la irrupción de una nueva figura obrera. La salida de la sociedad de trabajo bajo la creciente reducción del tiempo de trabajo sometido a un mando, una de las características del capitalismo posmoderno, anula toda posibilidad de un neocamporismo (ni hablar de la ridícula versión de un capitalismo nacional). Las bases materialistas de la constitución de Argentina a partir de los años noventa se desprenden del hecho trascendental de que el capital ya no tiene nada que ver con la producción social. El estado del “Capital-Parlamentarismo” formula sus intereses en la producción social como un antropólogo externo, preocupado que la producción social autónoma reproduzca natural o forzadamente las condiciones del poder de comando del capital. O para ser más precisos: las condiciones de reproducción del estado y del capital como poderes de disposición puramente autónomos sobre la sociedad. La subsunción real del trabajo al capital repercute en todo el sistema de relaciones sociales, pero especialmente en la quiebra entre trabajo productivo, ciudadanía y soberanía. El fracaso del sueño de K. de una alianza de clases keynesiano-camporista no será más que la constatación de la absoluta separación entre el trabajo productivo que define constantemente la creatividad de la sociedad y el poder de mando (soberanía) del “Capital-Parlamentarismo”, aislado como figura improductiva y vacia. El sujeto posfordista, su forma de vida, es el que plantea como subjetividad obrera una crítica total al estado jurídico en el mismo terreno de su estructura y su consolidación como fuerza.

Autonomía y plan: del movimiento como árbol: a nuestro entender el movimiento se enfrenta hoy con el problema de la planificación estratégica de estabilidad o supervivencia, lo que significa: 1) diferenciar organizativamente la estrategia de la táctica planificación operativa); 2) planificación colectiva del crecimiento a largo plazo, más allá del día a día, más allá de la densidad ciega de lo cotidiano (de pasar de el “hacer las cosas correctamente” a “hacer las cosas correctas”); 3) sistematización y organización del crecimiento y la diversificación del movimiento entendido como cerebro colectivo; 4) necesidad revolucionaria acuciante de una planificación estratégica generada desde y por el área de la autonomía. ¿Por qué de estabilidad? La coyuntura actual con el gobierno de Kirchner debe tener como objetivo para el movimiento la reconducción de la organización hacia nuevas sendas de crecimiento, de saneamiento, de cosecha, de descarga y autocrítica. La estrategia es simplemente detenernos a pensar cooperativamente cómo alcanzar los objetivos fijados por el movimiento en su propia práctica, empleando lo mejor posible los medios disponibles. No debemos temer a la planificación como el retorno del fetiche stalinista de la vieja izquierda. El plan estratégico, puede y debe ser entendido como una ocasión única para dotar de mayor coherencia la propia vida del movimiento, transformarlo en un árbol de competencias y virtudes, comunicar entre los diferentes frentes modelos de militancia, experiencias y creatividades, gestionar adecuadamente los recursos y conseguir una dinámica de movilización cualitativamente cada vez más superior. De esto trata la construcción de un contrapoder fáctico, material, constituyente, que pueda erigirse como democracia absoluta, de abatir al “Capital-Parlamentarismo”. Por consiguiente el movimiento debería discutir en el corto plazo las seis características básicas: a) anticipativo: debería permitir identificar y evaluar las oportunidades y amenazas que presenta el desarrollo del capital, en especial en la actual coyuntura de intento keynesiano; b) retroactivo: las decisiones y objetivos fijados anteriormente se contrastan permanentemente con la evolución real, el método de la tendencia antagonista, y se modifican en su contacto con la lucha de clases (contrastar las hipótesis en y con la práctica); c) informativo (esfera pública no-estatal): el diagnóstico estratégico revolucionario se entiende como un inventario, tan completo como al movimiento le sea posible, de las fortalezas y debilidades internas y de las amenazas y oportunidades externas, tarea que incluye la más amplia divulgación y comunicación en el movimiento; d) indicativo: se proponen vías de actuación posibles para conseguir los objetivos fijados mediante la corrección de las debilidades, el mantenimiento de las fortalezas, enfrentándose a las amenazas y aprovechando las oportunidades (la táctica como organización); e) directivo: el plan refleja, emana de, es inherente a la propia acción colectiva constituyente, por lo que el movimiento se mueve en torno al plan, la multitud “es” el plan; f) participativo: el plan estratégico debe entenderse como un proceso participativo, de abajo a arriba, y no una Minerva que surge con su armadura dorada de las oficinas del Comité Central. El comunismo, que no es un dogma, ni un juego retórico de intelectuales con ponencias, sino un método para la acción (condiciones de emancipación del proletariado, Engels), rechaza las fórmulas de alquimista para actuar sobre la realidad material viva y mutable. Lo fundamental es la estrategia revolucionaria (en el fin coincidimos todos, desde Bernstein hasta Altamira); en cuanto a la táctica, hay que adaptarla a la realidad. Esto es más difícil que repetir mecánicamente una fórmula en todo tiempo y lugar, repetición en la cual la historia sólo es ilustración de la sabiduría bíblica del C.C.. Nosotros también estamos expuestos a este lastre demasiado humano: hacer del autonomismo otra vaca sagrada, aplicable sin distinción a cualquier coyuntura histórica de la lucha de clases. El antidogma como nuevo dogma, una trampa que se hace a sí misma la teoría. Siempre valoramos la ausencia de memoria de las nuevas generaciones: allí donde el miedo de la tradición, la hipoteca de los dogmas inconscientes, el peso muerto de lo pasado no existe. La única brújula es el movimiento, sus latidos, sus “tempos”, sus necesidades y exigencias, sus avances y retrocesos, eso que llamamos instinto constituyente es lo que debemos auscultar trabajando en él, disolviéndonos en él, viviendo a lo zen, sin “yo” partidario o sectario. Allí nace el par X e Y de la táctica revolucionaria. La premisa, en todo caso, es ontológica: es la autonomía como medio y como fin. A esto debe subordinarse el resto: este es nuestro axioma revolucionario, bandera, premisa y estilo.

Argentina, ¿entre Argelia y Perú?, o de cómo el eslabón más débil es el del movimiento autónomo más fuerte: nos parece importante seguir diferenciándonos de la vieja izquierda y de autocriticarnos sin piedad por la falta o no-coordinación de una campaña activa contra las elecciones, en especial las pasadas. El movimiento está maduro para transformar a Argentina en Argelia. La insurrección argelina, que estallara tras el asesinato premeditado de un joven estudiante en el interior de una comisaría de la gendarmería ante la víspera de la primavera bereber de 2001, continúa imparable hasta la fecha, extendida por todos los rincones del estado argelino, y con especial arraigo en la Cabilia. Ignorada por la mayoría, falseada por el resto, su radicalidad y ejemplaridad se basan en su articulación constituyente en “aarchs” o consejos de aldea y barrio, estructura asamblearia retomada de la tradición social aun vigente, que no ha podido ser destruida tras muchas décadas de un régimen que heredó del terror colonial francés un arte que perfeccionó con el stalinismo técnico a la Baath. De este modo, la exigencia de la disolución de los cuerpos represivos argelinos por parte de los aarchs argelinos, (un “¡QSVT!” muy específico) es tanto como imponer la disolución del Estado, cuestión evidente que ha movilizado en su defensa tanto a la infame izquierda partidista (jugando un papel muy parecido), como a la prensa mundial, silenciando el significado radical del boicot masivo de la población a las farsas electorales repetidas en estos dos últimos años. Sepultados internacionalmente tras la cortina de humo autonomista (más afecta a la emigración bereber en la metrópoli que real en el conflicto cotidiano) la población insurrecta traza una coordinación asamblearia, refrendada por una participación masiva, que ha puesto contra las cuerdas a un poder policial, acostumbrado al cambalache político del clientelismo y la corrupción (muy al estilo PJ). El “voto bloqueo” (esta bien llamarlo así) es una forma participativa-perversa del voto “bronca”, y creo que el detonante ha sido Menem. Las encuestas siguen señalando un gran consenso con el “¡QSVT!” y la crítica a lo político. Se podría hablar de una diversión (en el sentido técnico del arte militar) que una defección o derrota. De esto también se trata: debemos cambiar nuestra forma clásica de ver y analizar el movimiento. La insurrección es un tema muy serio, no debemos achatarla en consignismo de ninguna manera. Es puro arte virtuoso de masas. Para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en una conjuración o en un “putsch”, no en un partido (o en una parte importante), sino en la clase más avanzada: debe estar anclada firmemente en el movimiento. Esto en primer lugar. La insurrección debe apoyarse en el auge revolucionario de movimiento. Después especificaremos qué es este “apogeo revolucionario”. Esto en segundo lugar. La insurrección debe apoyarse en aquel momento de viraje, ese “crash” kairológico, que debemos imaginarnos similar a los alucinantes días de 19 y 20 de diciembre del 2001. Se deben notar signos claros, “ascensionales” (el efecto zeppelín de Lenin), en que la actividad cotidiana del movimiento sea radical y profunda (con fuertes innovaciones institucionales), en que mayores sean las vacilaciones en las filas del “Capital-Parlamentarismo” y también en las filas de los amigos débiles, aliados tácticos, a medias, indecisos, de la revolución (ej.: el centro político se evapora). Esto en tercer lugar. En cuarto lugar apoyarse en órganos de poder constituyente. La insurrección sólo podrá ser pensada como el último acto, emanación natural desde el cerebro colectivo del movimiento, desde instituciones revolucionarias. No tanto el fetiche del dualismo de poder con sus etapas espacio-temporales calcadas de 1917 (en Hungría en el ’56 el movimiento actuó tan rápido y de manera fulminante que en los primeros días no podía hablarse de doble poder porque simplemente no existía contraparte de la burocracia stalinista) sino subversión institucional, creación de espacios no-estatales, poder constituyente en instituciones nuevas y con composición social inédita. Un paso podría ser (aquí también dependemos de la creatividad material de las masas) de plantear Comités de Defensa (en realidad en los primeros meses del 2002 en el colectivo NPH los llamamos de Base o CUB). Se trata de organismos principalmente de tipo técnico-militar, permanentes: formados primero por los lugares de producción y temporales: “ad-hoc” en las marchas, movilizaciones y actividades militantes o de acción directa. Estos comités podrían transformarse en el centro de atracción y organización de la multitud (y de los jóvenes más ansiosos, etc.). Una segunda fase podría ser la ampliación de estos organismos para su transformación en Órganos de Defensa de la Revolución (o de las conquistas básicas del movimiento: zonas libres, fábricas y servicios autogestionados, etc.) formados por los representantes de todas las organizaciones revolucionarias (sociales y políticas). Hay que superar el fetichismo del poder obrero versus poder burgués: una de las acciones más importantes de la experiencia real y material de diciembre del 2001 ha sido negar a otorgar la cualidad de dogma de fe a esta tesis más de Joaquín de Fiore que de Marx. La creación de comités, soviets, u otros organismos e instituciones revolucionarios de masas, y la dualidad de poderes resultante, constituye un instrumento poderoso y muy eficaz en manos de los trabajadores; pero como vimos es posible sin que existan previamente los órganos del poder pre-definidos, sin que las plantillas esquemáticas de la vieja izquierda aparezcan tal como rezan en los manuales. ¿Puede negarse, quizás, la posibilidad de que en un momento determinado el movimiento, después de una insurrección posfordista victoriosa (o semi-insurrección), posea simplemente el poder y se constituya un “gobierno” de democracia absoluta compuesto por las instituciones creadas en el mismo acto de la insurrección? ¿Y si el movimiento constituyente creara en una concentración inaudita de poder en acto un vacío revolucionario? Y si esta hipótesis, perfectamente factible y contrastable con la abstracción determinada llamada Argentina, se realizara, la creación de órganos adecuados de poder se plantearía como un problema posterior o paralelo. Es muy importante observar cómo los propios sistemas electorales conforman las opciones del “Capital-Parlamentarismo”: es decir en Inglaterra el voto no es obligatorio, las divisiones geográficas, los candidatos pueden no vivir en el distrito, etc. España cuenta con un bipartidismo fuerte, sin voto obligatorio, con diferencias regionales importantes, etc. No es lo mismo la abstención en el sistema argentino que en el inglés o en el español. ¡Cuidado! El asedio lento al sistema, la lógica eremita de ignorar las reglas de juego, el éxodo constituyente, la hipervalencia de lo social sobre la falsa autonomía de lo político, una abstención activa acompañada de construcción creativa de órganos locales y regionales de poder, no es evolucionista o comprar en el mercado el último libro de Negri. ¡Es la muerte súbita del “Capital-Parlamentarismo”¡

Izquierda, Estado, la ilusión estatal y otras fantasías sociológicas: un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de Lord Keynes. Pero no vive en las viejas mansiones del pensamiento populista o en los ideólogos neocepalinos sino que asienta sus reales en la misma izquierda. Existe una neoizquierda diríamos “lasalleana” posmoderna. Se ubica tanto en organizaciones vetustas como en intelectuales “progres” con prensa. Es producto de varios factores. Una de las constantes de los últimos movimientos sociales (y no sólo: basta ver los sindicatos fordistas o el neokeynesianismo de último minuto de Kirchner) ha sido volverse hacia el Estado como solución a los problemas planteados o como palanca de Arquímedes. Nada podemos pensar sin tener al Estado como horizonte último. Más allá de los limites que expresan las reivindicaciones que se dirigen a un Estado que está, por otra parte, en el corazón del dispositivo denunciado (explotación, privatizaciones, flexibilidad, desreglamentación, violencia monetaria, precarización, “Capital-Parlamentarismo”, etc.), lo que más nos interesa aquí es la postura de la izquierda autoproclamada radical. Dejemos por un momento al reformismo de centro-izquierda (los restos del naufragio del FREPASO). Esa izquierda no se contenta ya con apoyar un Estado capitalista moribundo, sino que procede a una verdadera rehabilitación de su papel (en nuestro caso con la participación fervorosa en candidaturas presidenciales). Ya se trate de fuerzas sindicales (CTA, etc.) o de sus teóricos y periodistas (Naomi Klein et altri), asistimos a la emergencia y normalización de una teoría del Estado que intenta buscarle un nuevo espacio en el seno del capitalismo agónico argentino. Se trata de defender una visión del Estado contra la anarquía de las masas, una civilización contra la barbarie. En suma, volver a un buen Estado social-populista (la ilusión de una primavera a lo Cámpora de 1973, de un nuevo Bandung latino con Lula, Chávez, Kirchner y el abuelo Fidel en el fondo) frente al Estado liberal “mínimo” y elitista, la civilización del trabajo asalariado digno contra la del paro y la exclusión. La relación de fuerza permanente no tendría que ejercerse contra el capital con el fin de abolir el Estado y el trabajo asalariado. Se trata más bien de situarse en el interior de la relación capital/trabajo con el fin de modificarla en favor del poder estatal (que tendría un componente técnico neutro, hegeliano). La confianza ciega en ese poder, que niega toda autonomía y toda subjetividad propia al movimiento colectivo de los explotados (trabajadores flexibilizados, asalariados intermitentes y precarios de todos los géneros, con o sin papeles, mujeres, jubilados y pensionados, etc.), es uno de los fundamentos: no se trata de atacar al enemigo en el corazón (y destruirlo), sino de mejorar la situación presente mediante la intervención de un mediador universal y teóricamente neutro (¿qué es sino un mediador?): el Estado. No hay que acabar con esa civilización del trabajo (asalariado, por supuesto), ni con ese Estado protector de derechos “universales” del hombre (mortalmente criticado por Marx), horizonte insuperable de las luchas contemporáneas, sino más bien controlarlos y defenderlos. Pues el Estado no sólo es visto como el mediador indispensable (nada de democracia directa o de antagonismo de clases en su interior), sino que también es presentado como el posible representante de los intereses de los ciudadanos genéricos, incluidos trabajadores y precarios. O, en la visión más extrema, como un medio instrumental para propaganda y agitación de masas, un lugar que merece la pena disputar. Todo esto significa olvidar demasiado deprisa el papel lógico-histórico del Estado tanto en el desarrollo del capitalismo (orientación de la producción) y de su reforzamiento, como en la represión de los movimientos sociales, como en la coronación del “Capital-Parlamentarismo”. Como cada vez más personas escapan al control directo del capital debido la restricción del trabajo asalariado (posfordismo), el Estado se encarga a la vez de calmar a esa masa de precarios por un sistema de subsidios limitados (en el Tercer Mundo los planes de Jefes de Familia; en el Primer Mundo el subsidio por desempleo) y de reprimirlos preventivamente: video-vigilancia, multiplicación de policías paralelas (agentes municipales, vigilantes, grandes hermanos, controladores, trabajadores sociales… a menudo antiguos desocupados, ingeniería social, etc.), fichaje sin contemplaciones (informatización del DNI, fichaje de los sin-papeles, de los desempleados, interconexión de ficheros de las fuerzas de seguridad y los impuestos, base de datos financieros, etc.). Creer que el Estado es neutro y puede servir indirectamente o coyunturalmente a los dominados es uno de los mitos sostenido por la vieja izquierda y el progresismo intelectual. Esta es la pregunta cuando hablamos “desde adentro”. En esa lógica de un Estado árbitro hegeliano de conflictos y garante de los derechos sociales que lógicamente se origina antes de la guerra civil entre clases), los animadores del movimiento social de las huelgas de noviembre-diciembre de 1995, y ahora con los precarios en huelga, en Francia se encontraron ante la siguiente alternativa parecida a la nuestra: constituirse en sujeto autónomo para reivindicar y construir por la fuerza del movimiento colectivo nuevos proyectos e instituciones de poder por fuera, o mendigar una vez más al Estado las migajas del pastel del capital, amenazando con no trabajar si los magros derechos ligados a ese trabajo (como la jubilación) iban a la baja. El interés del análisis de ese movimiento reside en que siendo el Estado mismo el patrón (el capitalista colectivo ideal, Engels), las contradicciones aparecen más claramente. La mayor parte del tiempo, la justificación política de los huelguistas franceses fue: el “derecho a…”. Acantonarse en reivindicaciones expresadas en términos de derechos (al trabajo digno, a la sanidad, a la educación, a la jubilación según la escala móvil, etc…), significa protegerse ilusamente bajo la capa del Estado “Capital-Parlamentario”, que consiente en firmar hoy algo que no tendrá dudas en violar mañana con la arrogancia y el cinismo que le caracterizan. Frente a esta lógica de los derechos mendigados y garantizados por el enemigo y su instrumento central, ¿no podría a la inversa oponerse la lógica constituyente de la apropiación directa y colectiva de las condiciones de vida (alimento, techo, transporte, etc.) y, sobre todo, de la producción y de la vida social comunitaria? ¿no es esto la autonomía, la liberación de los trabajadores por los trabajadores mismos? Frente a esta tentativa inconsciente de embellecer o emparchar al Estado “Capital-Parlamentario” y de suplicarle que sea lo que no puede ser, ¿no hay lugar para otros horizontes? Tomemos un caso paradigmático: la cuestión de las concesiones ferroviarias cuestionadas a fin del 2002 en Argentina. La reivindicación principal era la defensa del servicio público tal y como éste debía ser. Ahora bien, el problema es que limitarse de golpe a pensar el servicio público en el cepo estatal, significa de hecho autoprohibirse la posibilidad de pensar verdaderamente la noción de servicio público democrático desde la autonomía. Porque, ¿qué significa un medio de transporte en el que la forma dinero selecciona a los individuos que pueden desplazarse y los separa en clases, donde el tiempo y la rápida ganancia se convierte en el criterio principal de organización de la red ferroviaria? La izquierda clásica repitió la fórmula: “Es preciso recordar que el transporte debe ser un servicio público, que no puede estar regido por las reglas del beneficio privado. Por eso, frente a la situación actual, creemos que se impone exigir que el Estado se haga cargo de toda empresa que despida, suspenda o afecte el servicio. Y actuar en consecuencia, en todos los órdenes, para que los colectivos circulen, los compañeros trabajen, no se rebajen los salarios y el boleto no aumente”. Esto es del PO, no del FREPASO, pero vale para cualquiera de las orgas clásicas o los intelectuales herbívoros. Una postura autónoma sería la de la gratuidad total, que pone en cuestión la mercantilización del transporte (pero no su organización, ni su funcionamiento). A condición de que sea total -y no reservada simplemente a los pobres, jubilados o desempleados-, la gratuidad podría poner en cuestión esencialmente a las concesiones y sobre todo superar la cuestión del estatuto de los ferroviarios y la supuesta neutralidad del Estado. Hasta la valorización de un sector del capital. Sin embargo, mientras que no se cuestione el conjunto de la función burguesa de la red ferroviaria, esa reivindicación no podrá turbar el orden capitalista en la materia (una ciudad plenamente capitalista francesa como Compiégne ha declarado gratuito el transporte de autobús para conseguir más asistencia de consumidores al centro de la ciudad). El otro punto que podría conducir a una ruptura concierne a la organización misma de los transportes colectivos desde sus propios trabajadores. Nunca se les ocurre a los asalariados la posibilidad de apoderarse de la empresa en la que trabajan prohibiendo el acceso a los cuadros (Nueva Clase) y los pequeños jefes para ponerla en autogestión. Y experiencias de ese tipo ya ha habido; sin remontarse a los consejos obreros o a la España revolucionaria: en Francia en 1944 en la fábrica Renault, por ejemplo. También en barrios del Gran Buenos Aires existieron experimentos autónomos de transporte popular (cooperativo). Esa falta de audacia se explica, por una parte, por el papel de los sindicatos fordistas, y, por otra, por decenios de derrotas que permiten considerar el mantenimiento de lo adquirido como una victoria en detrimento de la imaginación revolucionaria sobre otras formas de actuar (la acción directa, el sabotaje) y de funcionar en la empresa. Y aquí sigue siendo clave la responsabilidad de la vieja izquierda. Rara vez se interroga la noción de servicio público desde lo autónomo y se deja espacio a la idea de que el servicio público puede ser una empresa autogestionada por los trabajadores y los usuarios mismos con el fin de ligar producción y uso de esa producción, apropiarse desde el valor de uso de la multitud. Del mismo modo, la gratuidad, al tratarse teóricamente como un “derecho a” (derecho a desplazarse libremente), se pone menos en práctica… En la práctica, los trabajadores delegan en los sindicatos reconocidos y mimados desde el mando del capital (incluso si la asamblea general se impone como modo de organización de la huelga…) que negocian con una dirección escogida por el Estado, en el marco fijado por un Estado sometido él mismo a las leyes del mercado posfordista. Ya se trate de la cuestión del poder en la empresa o de la cuestión del uso real de los bienes y los servicios producidos por la empresa, el desarrollo de un movimiento social que se acantona en el marco estatal sin superarlo, corre pues el riesgo de desembocar en el impasse del 2003: hacer abandonar al Estado algunos proyectos, pero sin cuestionar esencialmente su papel en el proceso de reproducción ampliada, ni su terreno por excelencia (que es el del capital). Insertándose en una lógica de reivindicaciones y luego de negociaciones con el Estado, los trabajadores llegan a obtener entonces lo que planteaban al principio como objetivos máximos: el abandono de algunas medidas ciertamente nefastas, pero decididas en un contexto general sobre el cual se niegan a tener conciencia alguna. Aquí ya no interesan las condiciones del trabajo asalariado, ni tampoco sus fines, ni el trabajo como mercancía, ni el valor de cambio, el productivismo posfordista (y su corolario natural, el consumo posmoderno), ni el dinero como mediador de las relaciones sociales, ni las condiciones de producción de la riqueza a escala internacional. Y todo esto a un precio muy alto: el reforzamiento de la ilusión estatal sobre cada uno. Esa es una manera muy hábil de rehabilitar al Estado confiriéndole un papel de redistribuidor de riqueza y de locus neutro, de mediador entre la sociedad civil y el interés general. Ausencia de cuestionamiento radical (hasta la raíz) de las bases del sistema capitalista (trabajo-mercancía, dinero, Estado), uso retórico de fraseología vagamente marxista, kautskismo gris en la concepción entre sujeto y organización: tal podría ser una definición de la izquierda argentina modelo 2003.