Abel Barrera Hernández*
La Jornada
Los derechos humanos llegaron tarde a la agenda progresista en México y fueron incorporados en la gramática de la lucha social con desconfianza. En los paradigmas predominantes de la lucha social, poco se aludía a los derechos, acaso porque se consideraba que las referencias a la emergente normatividad internacional eran inherentes a la construcción de una democracia liberal elitista, adversa a necesidades de las mayorías excluidas.
Pero hablando de derechos humanos, las definiciones esenciales dependen del lugar social en el que uno se coloca. No es lo mismo hablar de los derechos humanos desde el oficialismo que hacerlo desde una posición crítica; tampoco es lo mismo hacerlo desde el centro que desde la periferia.
La malograda alternancia en el Ejecutivo federal desgastó a los derechos humanos. Los magros avances alcanzados con la adopción de reformas legales y la adhesión a tratados internacionales, no han repercutido de forma tangible en una mejor garantía de los derechos civiles, políticos, sociales y culturales de las mayorías excluidas. Por si eso no bastara, la impunidad de facto que los gobiernos de extracción panista prodigaron para quienes diseñaron y ejecutaron la guerra sucia en México, que tanto lastimó a Guerrero, lo mismo que la recurrencia de nuevos casos de graves violaciones a derechos humanos como las violaciones sexuales de las indígenas me’phaa Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega, ocurridas en el 2002, reforzaron la idea de que mientras más se hablaba de derechos humanos más se encubría a sus perpetradores.
El sexenio calderonista ahondó en esta contradicción. Las principales reformas constitucionales en materia de derechos humanos, que sin duda ensanchan la puerta de la justicia al asociarse con las recientes modificaciones al juicio de amparo, fueron aprobadas en medio de una guerra absurda que ha generado miles de muertos y desaparecidos en el país, cuyos familiares recorren oscuras sendas burocráticas buscando la justicia que nunca llega.
En Guerrero, dos gobiernos consecutivos autodefinidos como izquierdistas en el discurso, no han revertido los patrones de violaciones a derechos humanos, como lo evidenciaron los abusos cometidos en el marco de la represión contra los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, el 12 de diciembre de 2011. En este escenario, la lucha por los derechos humanos aparece para el oficialismo como una quimera respaldada por gente inconforme. Pero, paradójicamente, en el contexto de la Montaña de Guerrero, donde los derechos reconocidos en las normas son negados cotidianamente por la oprobiosa realidad, la apropiación y el uso de esos mismos derechos desde la lógica comunitaria sigue siendo un instrumento efectivo para cohesionar las luchas sociales, para crear movimientos emblemáticos que resisten lo violencia caciquil y delincuencial.
El Informe Digna Rebeldía, que el Centro de Derechos Humanos de la Montaña presentará este sábado 20 de julio en Tlapa, Guerrero, en el marco de su XIX aniversario, hace un recuento de las formas inéditas de cómo los pueblos y las organizaciones de Guerrero defienden con ahínco los derechos de la colectividad. Esta Digna Rebeldía es el epicentro de los sismos de las resistencias y revueltas por la democracia, la justicia y seguridad comunitarias.
Los capítulos del informe nos muestran con precisión cómo frente a la inefectividad de los sistemas de procuración de justicia y seguridad en la Región y ante la inútil militarización, surge la reivindicación del derecho de las comunidades organizadas en torno a la Policía Comunitaria para defender sus derechos. De cómo se lucha por la educación intercultural desde la comunidad, pero también desde la fuerza de un magisterio indómito que se rebela contra en modelo educativo homogeneizador, donde las especificidades de los pueblos campesinos e indígenas no tienen cabida.
Se presenta el recuento de la férrea defensa comunitaria del derecho al territorio. Es una lucha histórica del Guerrero profundo que ha levantado su acero ante la pretensión gubernamental de imponer en la Montaña concesiones mineras y reservas de la biosfera no consultadas. Igualmente, en las páginas de Digna Rebeldía se reportan luchas emblemáticas contra el fuero militar, la tortura, la discriminación en el acceso a la educación y contra la explotación laboral a la que son sometidos los jornaleros y las jornaleras en los grandes campos agrícolas.
Inés Fernández Ortega, Valentina Rosendo Cantú, José Rubio Villegas, la Comunidad de San Miguel El Progreso, la Policía Comunitaria, el Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa la Parota, el Comité de Defensa del Territorio, la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación de Guerrero, las familias desplazadas de la Laguna, municipio de Coyuca de Catalán, entre otros, son las y los protagonistas de esta sismicidad social.
Los derechos humanos en la Montaña viven en el corazón de las luchas de las y los defensores comunitarios. Los hombres y mujeres que están en la línea de fuego enfrentando a los poderes fácticos de la delincuencia que han tomado el control de varios ayuntamientos y de sus corporaciones policiales. En la periferia, la construcción de un mundo donde todos los derechos sean para todos y todas no ha perdido fuerza, por el contrario crece a contrapelo de la impunidad y la violencia. Son luchas cuesta arriba contra la militarización y la criminalidad. Ahí, se muestra con toda nitidez que cuando los derechos humanos los enarbolan los olvidados que se organizan y resisten, los poderosos usan al ejército, la marina y la variopinta fuerza policial para atrincherarse en sus privilegios y fueros.
Tlachinollan aprendió a nombrar los derechos humanos trabajando con los hombres y las mujeres de la lluvia y del fuego, caminando en la agreste Montaña con los hijos e hijas del maíz y del rayo, acompañando a los sabios y sabias que protagonizan cotidianamente la lucha más encarnizada: la que se pelea en el tlacolol para sobrevivir. A lo largo de diecinueve años, hemos intentado seguir el ejemplo de los xi’ña del pueblo me’phaa, las y los guías comunitarios que nunca dejan de velar por el bienestar de la colectividad. Su trabajo silente y fiel a las enseñanzas de las abuelas y los abuelos es un ejemplo señero para quienes trabajamos en la Montaña. Ellas y ellos son la sabiduría ardiente y fecunda que nos obligan a respetar las decisiones que toman los pueblos; que nos enseñan a valorar y acatar las formas comunitarias para impartir justicia, y a entender que los derechos colectivos se ejercen también cuando compartimos los dones y los bienes en la mesa del pueblo. Son ellos y ellas quienes día a día resignifican los derechos humanos y los reconstruyen en los filos de la Montaña para defender la esperanza.
*Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña, Tlachinollan