Ecuador. El debate invisible: Los Acuerdos de Libre Comercio y la privatización de la soberanía política

Existe una subterránea disputa que atañe a la transformación del Estado y del concepto de soberanía estatal



La última reunión de la Ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio, OMC, efectuada a fines de julio de los presentes, y cuyo objetivo era el de conseguir un nuevo acuerdo de comercio global pendiente desde 2001, finalmente se estancó por la negativa recurrente de los países más ricos por revisar la estructura arancelaria de su producción agroindustrial, y demuestra que el discurso del libre comercio, en realidad, es más una cobertura para desarticular las políticas de protección y desarrollo industrial que puedan impulsar los países más pobres, que una realidad de la globalización neoliberal. Empero de ello, hay una soterrada disputa que no emerge de manera explícita en las reuniones multilaterales sobre el libre comercio, pero que forma parte de la agenda de los centros de poder que están detrás de la OMC , esta discusión hace referencia al formato político que deben asumir los Estados-nación, en el momento de la globalización neoliberal.

Más allá de los debates sobre los aranceles, la protección a la producción agroindustrial a través de los subsidios que mantienen los EEUU y la Unión Europea , el cronograma para la liberalización comercial, etc., existe una subterránea disputa que atañe a la transformación del Estado y del concepto de soberanía estatal. Los acuerdos de libre comercio, propugnados por la OMC , se están convirtiendo en un formato jurídico de contractualidad trans e inter-nacional. Las cerradas confrontaciones que se suscitan en las negociaciones bilaterales o multilaterales, a propósito de los acuerdos comerciales entre países, dan cuenta de que una vez suscritos estos acuerdos, la legislación interna, incluidos sus marcos Constitucionales, deben transformarse inmediatamente y en función de estos acuerdos de libre comercio.

Es por ello que en las negociaciones de la OMC , se asume que los Estados-nación deben utilizar la capacidad coercitiva que emerge de su soberanía política, para salvaguardar la seguridad jurídica de los inversionistas privados. En ese sentido, se está produciendo una especie de transferencia de la soberanía jurídica y política de los Estados, hacia los actores claves de la globalización: las corporaciones transnacionales y la banca financiera mundial.

De este modo, el neoliberalismo se está constituyendo en un proyecto más vasto que aquel que solo se limitaría a la economía. Sus transformaciones apuntan, en realidad, al conjunto de instituciones políticas, sociales y jurídicas que estructuran al Estado y a la forma política del sistema-mundo capitalista. Estamos, entonces, ante la presencia de una Gran Transformación, en el sentido inverso en el que Karl Polanyi daba a esta frase. En efecto, es el sentido del Estado el que está en disputa en estos momentos. ¿Qué es el Estado y cómo debe asumírselo en esta hora neoliberal? ¿Qué significa la soberanía para las corporaciones transnacionales? ¿Quiénes son los “inversionistas” y porqué ahora poseen derechos que antes eran prerrogativa de los Estados?

Desarmar al Estado como noción del “interés de todos”, y volverlo a rearmar como garante de la propiedad privada, esto es, como “Estado social de derecho”, ha sido una de las tareas fundamentales de la globalización neoliberal. En esta tarea de desarmar para volver a armar al Estado sobre nuevas bases contractuales, se están creando y posicionando figuras de contractualidad relativamente novedosas y que dan cuenta de la magnitud de esa Gran Transformación Neoliberal.

Es por ello que habría que volver sobre la heurística que se desprende de los contenidos jurídicos y políticos que constaban en el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), propuesto por la OCDE , y que fuera realizado entre 1994 y 1998. Allí, se inscribía la utopía del capitalismo: la conversión a un marco de soberanía jurídica estatal al inversionista privado y la inversión.

Para que la figura jurídica del “inversionista” tenga un rango de contractualidad ha sido necesario someter al Estado a transformaciones de fondo. Esos cambios vinieron de la mano de las privatizaciones, la desregulación, la descentralización y profundas reformas estructurales. Sin embargo, hay un proceso que ha permanecido en cierto sentido oculto en este proceso y es la privatización de la inversión y la creación de su correlato: el inversionista como figura con carácter histórico.

En efecto, detrás de esas figuras jurídicas del “inversionista y la “inversión”, a las que hacía referencia el AMI, y que posteriormente serán parte de todos los acuerdos y tratados de libre comercio, bilaterales o multilaterales, hay un recorrido de tipo conceptual y también histórico, que da cuenta, entre otros procesos, de la privatización de la inversión como proceso histórico-social, y de la construcción de un Estado que la garantice, proteja y defienda transfiriendo sus capacidades de inversión hacia actores privados.

En efecto, cabría recordar que tanto en el Estado de Bienestar y de su correlato en América Latina, el Estado industrializante, la inversión siempre era considerada desde un punto de vista histórico y correspondía a una necesidad social, en la cual el rol del Estado era determinante. Es por ello, que en los discursos del desarrollo y del crecimiento económico se justificaba y legitimaba la intervención del Estado a través de la denominada “inversión pública”, como un factor importante del crecimiento económico y la redistribución del ingreso.

Los efectos de la inversión pública sobre la economía, fueron objeto de largos debates cuando se trató de explicar y comprender, por ejemplo, el “milagro de los tigres asiáticos”, en referencia a los procesos de desarrollo y crecimiento económico de Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong. Había un cierto consenso en la idea de que las altas tasas de crecimiento económico de esas regiones se debían a una combinación de políticas públicas con una fuerte inversión del Estado, sobre todo en áreas consideradas estratégicas, en especial la tecnología, amén de una participación importante del sector privado.

Los programas de estabilización macroeconómica del FMI, y los proyectos de reforma estructural del Banco Mundial, cambiaron el énfasis y el sentido de la inversión pública, y determinaron a las políticas de inversión pública más bien como una amenaza a las decisiones que pueda adoptar el sector privado y el mercado global. No es casual que el primer punto del Consenso de Washington haga referencia, precisamente, a la austeridad y la disciplina fiscal. En efecto, la disciplina fiscal debilitó y vulneró cualquier capacidad que tendría el Estado de llevar adelante una política de inversión pública. Los programas de ajuste del FMI devastaron la posibilidad de que el Estado se convierta en un agente importante de la inversión económica. La inversión, como proceso histórico y social, por tanto, fue transferida íntegramente al sector privado.

Sin embargo, cuando se habla de la inversión, también se hace referencia al empleo y, por consiguiente, a los niveles de ingresos del conjunto de la población. Lo que se transfirió al sector privado no fue solamente la capacidad discrecional de crear o destruir empleos, sino también la facultad de disponer de los ingresos (y, por tanto, del consumo) de toda la población, en otras palabras, la posibilidad de controlar y administrar la escasez. Los inversionistas privados tienen ahora la capacidad de crear escasez y distribuir la abundancia, y utilizarlas como un recurso de poder.

De esta manera, el Estado deja de ser un actor importante del desarrollo económico y se convierte en un garante y complemento de estas decisiones sobre inversión y empleo que asume el sector privado. Concomitante a este proceso, el sector privado, que en lo fundamental estaba conformado por grandes corporaciones multinacionales, reclama al Estado “seguridad jurídica” y un estatuto político propio para el inversionista privado.

En el discurso del neoliberalismo, la inversión privada se convierte en el eje explica el crecimiento y, por consiguiente, la capacidad de consumo de la población. Ya no se hacía referencia a los “tigres asiáticos” que aún tenían un tufo a Estado, sino de los nuevos mercados emergentes, como Malasia o Filipinas, que expresaban las virtudes del crecimiento económico por la vía de los mercados y los empresarios privados. Sin embargo, para que la inversión privada tenga un entorno “amigable” era necesario que el Estado restringa de manera radical sus opciones de intervención sobre la economía y que garantice la “seguridad jurídica” de los inversionistas privados.

En virtud de que la parte de león de la inversión privada en realidad era inversión pública que había sido privatizada, los inversionistas privados querían curarse en sano y evitar futuras nacionalizaciones, estatizaciones, controles y regulaciones. Por ello, al sector privado no le bastaba la declaración de seguridad jurídica que el Estado podía realizar, sino que buscaron (y buscan) la transferencia del poder político del Estado hacia el sector privado, vale decir, hacia las corporaciones, de tal manera que el proceso de privatización y desregulación sea irreversible.

Esa transferencia de poder político está en la necesidad de que el sector privado sea reconocido no solo en el ámbito del derecho privado y comercial, sino incluso en el ámbito de la contractualidad social. En otras palabras, lo que los empresarios pedían (y piden) es que el Estado les resigne su soberanía política.

Es en virtud de ello que cobra importancia el AMI, porque en este acuerdo, cuya pretensión era proteger a las inversiones privadas, se le otorgaba al inversionista y a la inversión una textura jurídica novedosa: aquella de ser figuras de contractualidad. De esta manera, se buscó la privatización, si vale la expresión, de la soberanía del Estado. Quizá el ejemplo más relevante de esta deriva jurídica de privatización de la soberanía de los Estados, sea el Centro de Arbitrajes del Banco Mundial, el CIADI. Hace algunos años habría sido impensable siquiera suponer que una corporación pueda sentar en el banquillo de los acusados a un Estado y tratarlo de igual a igual. El CIADI ha hecho posible que empresas y Estados tengan, a nivel jurídico, una misma consistencia contractual. En ese juego de espejos, quien realmente tiene soberanía política no es el Estado, sino la corporación.

El discurso de la globalización es ejemplificativo a ese tenor. El AMI como heurística de este proceso, permitió que las demandas de las grandes corporaciones multinacionales se trasladen hacia los acuerdos de libre comercio, tanto bilaterales como multilaterales, y de éstos hacia los tribunales de arbitraje. En todos estos tratados y tribunales de arbitraje, el inversionista y la inversión gozan de derechos contractuales que los equipara con aquellos que antes eran de potestad de los Estados.

Para que los tratados de libre comercio que permiten el nacimiento y conformación de esta nueva contractualidad, tengan peso político es fundamental debilitar al Estado-nación, en su sentido más fundamental: aquel que hace referencia a su soberanía política.

En el juego de casino de la globalización del capital financiero internacional, la soberanía política de los Estados-nación se convierte en un obstáculo. En efecto, si se mantiene la soberanía política del Estado-nación, ésta puede dar paso a la estatización y nacionalización de recursos estratégicos, al establecimiento de controles y regulaciones, a la búsqueda de un rol más proactivo del Estado en la economía, a impuestos y regulaciones ambientales o laborales; en fin, la soberanía política de los Estados-nación, puede revelarse anacrónica con la gran transformación neoliberal.

De ahí que uno de los logros más importantes de esa gran transformación neoliberal, haya sido el consenso que se logró sobre la figura del Estado como Estado de derecho. Es decir, un Estado que se limita a garantizar el cumplimiento de los derechos fundamentales, y, entre ellos, aquel de la propiedad de los inversionistas. El Estado de derecho no interviene en la economía, ni en el desarrollo sino a condición de garantizar la “seguridad jurídica” de los agentes privados. El Estado de derecho, respeta y hace respetar las reglas de juego del sistema. Esas reglas de juego, que las determinan los inversionistas y sus inversiones, se convierten en rule of law. El Estado de derecho neoliberal expresa, justamente, esa demanda del imperio de la ley. Los Centros Internacionales de Arbitraje están hechos, precisamente, para regular, controlar y sancionar el incumplimiento del imperio de la ley. El Estado nada puede hacer en contra de estos centros de Arbitraje, salvo enviar a su delegado si no quiere que en el concierto internacional sea considerado como un Estado paria, y que a ese tenor los inversionistas decidan no invertir y, en consecuencia, generar escasez, pobreza, desempleo.

Es un dato curioso que de todos los eventos que configuraron a la globalización durante la década de los noventa, y entendiéndose a la globalización como una fase particular de predominio del capital financiero en el sistema-mundo capitalista, hayan sido la guerra de Kosovo, y la masacre de hutus y tutsies en Ruanda, los que definen los límites y posibilidades del Estado neoliberal: o la balcanización y fragmentación total del Estado-nación, o el grado cero de contractualidad en la que el hombre, literalmente, se convierte en lobo del hombre. Ante esa posibilidad, a los Estados no les queda otra opción que integrarse a la globalización neoliberal resignando su soberanía.