Brasil: El fin del consenso lulista

En Brasil se abrieron las compuertas de la protesta social, con tal amplitud que no podrán ser cerradas en poco tiempo



El periodista uruguayo analiza las causas de las protestas de las últimas semanas en Brasil. Ante el retroceso del movimiento reivindicativo, especialmente a partir de los gobiernos de Lula y debido a sus políticas sociales, surgió gran cantidad de organizaciones urbanas de la mano de jóvenes que comenzaron su activismo bajo esos gobiernos y que «no se sienten atados a su historia» y vienen padeciendo las reformas urbanas privatizadoras.

En Brasil se abrieron las compuertas de la protesta social, con tal amplitud que no podrán ser cerradas en poco tiempo. El mes de junio pasará a la historia como el período de las más amplias movilizaciones en la historia del país, con jornadas que registraron dos millones de manifestantes en un proceso que arrancó el 6 de junio y está lejos de haber concluido. La masividad de las protestas se fue desflecando y la modalidad fue mutando en multitud de acciones medianas y pequeñas en los más diversos lugares, pero ya no en el centro de las grandes ciudades.

Muchos se preguntan por qué, si las cosas estaban tan mal, las protestas no surgieron antes. La respuesta es que los dos gobiernos de Luiz Inacio Lula da Silva (2003-2010) articularon políticas sociales amplias con la neutralización de los mayores movimientos del país, en un escenario signado por una consistente bonanza económica asentada en los buenos precios de las commodities de exportación. Dos hechos a tener en cuenta: el programa Bolsa Familia alcanzó a 50 millones de brasileños, un 25% de la población total, mejorando los ingresos de las capas más sumergidas de la población. La segunda es que el salario mínimo se multiplicó por tres en diez años (de 240 reales en 2003 a casi 700 en 2013, unos 250 euros). En consecuencia, entre 30 y 40 millones salieron de la pobreza e ingresaron al mercado de consumo.

Lo más significativo, sin embargo, es lo sucedido en relación a las luchas sociales. Brasil tuvo al final de la dictadura la mayor cantidad de huelgas del mundo: 4.000 en 1989. De ahí en más, el movimiento sindical declinó con un promedio de 500 huelgas anuales en la década de 1990 y entre 300 y 400 bajo el Gobierno Lula. Más importante aún es la institucionalización de las centrales, con ribetes desconocidos en Europa. Un buen ejemplo son los actos del 1 de Mayo, donde las dos principales centrales (CUT y Força Sindical, ambas aliadas del gobierno) no realizan actos de contenido ideológico sino fiestas que ensalzan el consumismo, financiadas por las empresas.

Los actos del 1 de Mayo de 2011 en São Paulo fueron el paradigma de esa cultura sindical que reserva zonas VIP en sus actos para las «personalidades». Las dos fiestas tuvieron un costo de dos millones de euros. La estatal Petrobras aportó 250.000 euros, mientras Banco do Brasil y otras estatales aportaron alrededor de 70.000 cada una. Las empresas privadas también se retrataron: los bancos Itaú y Bradesco, las multinacionales Brahma, Carrefour y BMG, los grandes almacenes Casas Bahia y Pão de Açúcar, aportaron entre 50 y 80.000 euros cada uno. Entre las dos fiestas sortearon 20 coches.

El Movimiento Sin Tierra (MST) también sufrió un importante retroceso en su caudal de luchas, aunque mantuvo en lo esencial sus principios por la reforma agraria y contra el modelo desarrollista. En la década de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) los conflictos por la tierra no disminuyeron, pero el primer escalón de la organización, los campamentos, tuvieron un claro retroceso. De 285 campamentos en 2003, año de la llegada de Lula al Gobierno, cayeron hasta un mínimo de 13 campamentos en 2012. Los conflictos crecen por la permanente ofensiva del agronegocio, pero la capacidad de resistencia (que se plasma en los campamentos), decrece constantemente.

Ante este panorama de institucionalización y retroceso, nacieron multitud de organizaciones urbanas: radios libres, Indymedia, que funciona como Centro de Medios Independientes (CMI), el movimiento de trabajadores desocupados, el movimiento sin techo y los más conocidos en las últimas semanas: el Movimiento Passe Livre y los Comités Populares de la Copa. Se trata de una nueva generación de militantes que comenzaron su activismo bajo los gobiernos del PT, no se sienten atados a su historia y, por el contrario, sufren las reformas urbanas privatizadoras de sus gobiernos.

El MPL (que textualmente significa Movimiento por el Billete Gratuito) nació en el Foro Social Mundial en Porto Alegre, en 2005, recogiendo dos experiencias notables: la «revuelta de los autobuses» (Revolta do Buzu) de 2003 en Salvador (Bahia), que movilizó a 40 mil personas contra el aumento de las tarifas, y la «revuelta de los molinetes» (Revolta das Catracas) en Florianópolis en 2004. Son pequeños núcleos de algunas decenas de activistas que funcionan en muchas grandes ciudades, estudian y difunden la realidad del transporte urbano, hacen denuncias y practican la acción directa con la que presionan a las autoridades.

Los Comités Populares de la Copa nacieron hacia 2008 en las doce ciudades que albergarán la Copa del Mundo de 2014 y se articulan a nivel nacional. En sus informes estiman que serán removidas unas 170.000 personas para ampliar aeropuertos, estadios de fútbol y autopistas. Afirman que en 21 villas y favelas de siete ciudades que serán sedes del Mundial, el Estado está aplicando estrategias de guerra y persecución, la invasión de domicilios sin mandatos judiciales, apropiación indebida y destrucción de inmuebles, además de amenazas y corte de los servicios para forzar a los pobladores a abandonar sus barrios. Las obras para el Mundial facilitan una suerte de «limpieza social» impulsada por la especulación y desplaza familias que habitan predios desde hace cuatro y cinco décadas.

Según la experiencia dejada por anteriores megaeventos deportivos, no sólo en países emergentes sino también en el mundo desarrollado, el costo de vida se encarece, se dispara la especulación inmobiliaria, ya que las obras de infraestructura desplazan a unos y atraen a los que pueden pagar viviendas más caras, y los más pobres son transferidos a la periferia desarticulando sus estrategias de sobrevivencia.

Paíque Duques Lima, militante del MPL, antropólogo de 27 años, nacido en una favela de una de las ciudades satélite de Brasilia, me explicaba estos días que tanto el MPL como los Comités de la Copa comenzaron a trabajar con fuerza en las periferias urbanas desde 2008, donde se relacionaron con la cultura de la juventud negra y precarizada que ha hecho del hip hop el modo de afirmar su identidad. En las periferias se mezclaron estas dos culturas: la de los jóvenes militantes de organizaciones que practican la horizontalidad y la autonomía y la de los jóvenes negros criminalizados por la represión. «Ambas culturas se fueron aproximando con el crecimiento de las ciudades y de la especulación inmobiliaria que potenciaron la segregación urbana, ya que ambos sectores tienen problemas comunes como el transporte», señala Paíque.

Esa juventud, que los medios se empeñan en calificar como «clase media», ha destripado el «consenso lulista» en apenas tres semanas, forzando al Gobierno de Dilma Rousseff a reconocer, tardíamente, la justicia de las protestas. Una encuesta reveló que en São Paulo más de un millón de personas van a trabajar caminando durante más de tres horas, porque no pueden pagar el transporte o porque les insume más tiempo que la caminata.

2014 será un año decisivo. Se realizará el Mundial y habrá protestas. Se celebrarán elecciones y Dilma puede no ser reelecta, aunque marcha al frente en las encuestas. Sin paz social, el PT y las elites políticas deberán contemplar como mínimo una parte de las demandas de la calle: el fin de la corrupción y una sustancial mejora en los transportes, la salud y la educación.