Xochitl Leyva Solano*
Indigenismo, indianismo y “ciudadanía étnica” de cara a las redes neo-zapatistas
INTRODUCCIÓN
Para muchos pro-zapatistas e interesados en el conflicto armado, la
lucha de los pueblos indios por la autonomía en México es sinónimo
de Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). No cabe la
menor duda de que este actor ha jugado un papel central en la historia
de esta lucha, pero para comprenderla cabalmente tenemos que hacer
un poco de historia. Por el momento, en este capítulo sólo me centraré en la revisión de tres aristas de dicha historia. La primera trata de
señalar algunos aspectos de la relación entre las luchas autonómicas,
el indigenismo y el indianismo; la segunda revisa el rol que han jugado
los líderes indianistas en la construcción de redes socio-políticas que
sostuvieron e impulsaron el zapatismo a nivel local, nacional e internacional. Y la tercera señala algunos aspectos de la relación entre las
luchas autonómicas, el indigenismo y la Política de Reconocimiento.
Todo ello con la finalidad de mostrar cómo y por qué las actuales
luchas indígenas por la autonomía y la libre determinación demandadas por zapatistas e indígenas organizados de Chiapas y México tienen
sus antecedentes en viejas redes y demandas de ciudadanía étnica, las
mismas que fueron encabezadas, muy al principio, por viejas organizaciones y líderes indianistas.
La reforma en materia indígena del año 2001 viene a ser un
punto de referencia obligado para entender la situación actual de diálogo y negociación entre el gobierno mexicano y el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional. Diálogo iniciado el 21 de febrero de 1994 y suspendido desde 2001 hasta la fecha (2004). Con la Reforma de 2001 el
gobierno pretendía dar cumplimiento a los Acuerdos de San Andrés firmados el 16 de febrero de 1996 en Chiapas. De hecho, en dichos
Acuerdos, en la sección intitulada “compromisos del gobierno federal
con los pueblos indígenas”, este se comprometía a dar todos los pasos
necesarios para impulsar una “nueva relación [entre] los pueblos indí-
genas y el Estado” (Ce Acatl, 1996: 32). En particular, se comprometía a
impulsar modificaciones constitucionales que respaldaran las reivindicaciones indígenas en el Estado de derecho. En el marco de dichos
Acuerdos, el EZLN y el gobierno convenían sugerir al Legislativo el
reconocimiento de los “pueblos indígenas” como sujetos de derecho, es
decir, señalar la urgente necesidad constitucional de respetar el ejercicio de la “libre determinación” de dichos pueblos en cada uno de los
ámbitos y niveles en que estos los hicieran valer (Ce Acatl, 1996: 33).
Sin embargo, los propios Acuerdos señalaban buscar todo lo anterior
pero “sin menoscabo de la soberanía nacional” (Ce Acatl, 1996: 35).
Después del desconocimiento gubernamental de aspectos
medulares de dichos Acuerdos, el EZLN suspendió el diálogo con el
gobierno federal hasta que intervino la Comisión de Concordia y
Pacificación (COCOPA). Comisión formada por legisladores provenientes de todos los partidos políticos con representación en el
Congreso de la Unión.
La COCOPA elaboró una propuesta de ley que rescataba el espí-
ritu de los Acuerdos de San Andrés, la cual fue vista como legítima por
el EZLN y la sociedad civil zapatizada y fue retomada por el presidente panista Vicente Fox, quien a los pocos días de tomar el cargo de presidente de la república reactivó el diálogo con el EZLN y envió, el 5 de
diciembre de 2000, al Congreso de la Unión, una iniciativa de reforma
constitucional sobre Derechos y Cultura Indígena.
Después de muchos debates y de la excepcional intervención del
EZLN en la tribuna del Congreso, este último emitió, el 25 de abril de
2001, una ley en la que se reafirmaba la naturaleza “pluricultural” de
la nación mexicana y en la que se hablaba de la “autonomía de los pueblos indígenas” como “libre determinación” de estos en el marco de la
“unidad nacional” (Ce Acatl, 1996: 38). Sin embargo, esta autonomía,
en lo político, se limitaba a reconocer la capacidad de los “pueblos
indígenas” para resolver sus “conflictos internos” con base en sus “tradiciones” y a nivel de sus “gobiernos internos” (Ce Acatl, 1996: 40).
Varios líderes, intelectuales y activistas de izquierda coincidieron en
afirmar lo restringido de la Reforma ya que los indígenas1
, bajo esta
nueva ley, serían simplemente “tomados en cuenta” por los municipios, los distritos electorales, los estados de la federación y las leyes
constitucionales (Ce Acatl, 1996: 41).
A pesar de los limitados alcances de la reforma de 2001, uno no
debería considerarla como una dádiva del gobierno sino más bien
como el resultado de las luchas de las organizaciones y movimientos
indígenas mexicanos. Luchas que son un fragmento de lo que Bengoa
llama la historia de “la emergencia indígena en América Latina”
(Bengoa, 2000: 13). Mediante ese resurgimiento, los indígenas latinoamericanos se han “incorporado a los hechos sociales y políticos del
continente” sobre todo a partir de los años noventa del siglo pasado
(Bengoa, 2000: 13).
Podemos decir que en los albores del siglo XXI, las luchas autonó-
micas de los indígenas mexicanos (zapatistas y zapatizados) tienen,
como mostraremos en este texto, sus antecedentes en redes y demandas
de ciudadanía étnica construidas sobre todo a finales de los ochenta.
El circunscribir el presente capítulo en la discusión sobre la ciudadanía étnica nos obliga a preguntarnos desde cuándo los indígenas
organizados construyen una gramática moral centrada en la demanda
de derechos sociales, económicos y políticos para el reclamo de formas alternativas de inclusión en la nación. Hoy nos parece totalmente
normal esta gramática pero sin lugar a dudas es producto de un proceso histórico de resistencias, diálogos y luchas.
La discusión sobre la ciudadanía étnica nos remite automáticamente al debate latinoamericano y latino acerca de la ciudadanía2
. El
concepto de “ciudadanía étnica” fue formulado por Guillermo de la
Peña (1999a) sobre la base del concepto de “ciudadanía cultural”. Este
último fue sugerido por Renato Rosaldo cuando trabajaba en su libro
Culture and Truth (1989) y desde su temprano artículo “Assimilation
Revisited” (1985). Más tarde, en octubre de 1987, el concepto fue trabajado interdisciplinariamente por el Latino Cultural Studies Working
Group of the Inter-University Program for Latino Research (IUP)3
.
El concepto de ciudadanía étnica finca, pues, sus raíces teóricas
en el de ciudadanía cultural. El primero rescata del segundo el conjugar
dos conceptos que parecen yuxtaponerse, el de ciudadanía universal,
con igualdad de derechos ante la ley, y el de cultura, que alude a alteridades construidas socialmente que pueden ser usadas para el reclamo
de derechos diferenciados. Pero esta yuxtaposición conceptual cobra
sentido político si vemos que son intelectuales latinos de los Estados
Unidos quienes acuñan el término y lo usan para referirse a una variedad de prácticas sociales, las cuales, tomadas en conjunto, reclaman el
establecimiento de un espacio social distintivo. Prácticas que han contribuido en los Estados Unidos al desarrollo social y político de los latinos y a la emergencia de una conciencia latina particular (Flores y
Benmayor, 1997: 1-6). “Es aquí donde encontramos algunos paralelismos entre la situación de los latinos y la de los indígenas mexicanos sin
dejar de estar concientes que también existen diferencias importantes
en el continente, tales como que los reclamos de muchos indígenas, por
ejemplo canadienses, se hacen desde una realidad material satisfecha
que les permite ubicar sus demandas más en el campo de lo moral y lo
ético. Sin embargo en nuestras latitudes latinoamericanas esta base
material por lo general no sólo no existe sino que es el soporte mismo
de los reclamos” (Leyva, Burguete y Speed, 2003: 8).
Pero, al yuxtaponer ciudadanía y cultura, yuxtaponemos universalismos y particularismos, que sólo pueden conjugarse si es que partimos de la premisa de que no hay un terreno indiscutible de verdad
universal ni para la definición de ciudadanía, ni para la de democracia (Gledhill, 1997). Todos ellos son el producto de procesos particulares
definidos histórica y culturalmente. Procesos imperfectos, continuamente en construcción y transformación; procesos que en nuestras
latitudes, muchas veces, no están ligados al desarrollo económico o
cultural de nuestras sociedades sino más bien a la capacidad de organizarse de la gente para abrir nuevos espacios de representación polí-
tica (Harvey, 1998: 229).
Quisiera agregar en esta breve introducción unas cuantas precisiones más. En el presente texto me referiré a las redes neo-zapatistas
como un proceso de convergencias entre las demandas políticas del
EZLN y diversos actores; proceso que va más allá del EZLN pero que
encuentra en este, en un tiempo y espacio determinados, su motivo de
ser y su inspiración política (Leyva, 2001). Desde mi punto de vista, las
redes neo-zapatistas no son un movimiento político ni una organización; son un fluido de convergencias –con altos y bajos, con tensiones
y rupturas– parecido a lo que en la teoría de los movimientos sociales
se ha dado en llamar “social movement networks (or webs)” o “redes de
movimientos sociales” (Álvarez et al., 1998). La metáfora de la red
(network o web) “nos da la posibilidad de imaginar de una manera más
vívida los enredos (entanglements) a muchos niveles de los actores de
los movimientos con los campos natural-ambiental, político-institucional y cultural-discursivo en los cuales están anclados” (Álvarez et
al., 1998: 15-16). En otras palabras, las “redes de movimientos sociales” “transmiten la complejidad y lo precario de las muchas imbricaciones y ligas entre las organizaciones en movimiento, los participantes-individuales, así como con otros actores de la sociedad civil, política y el Estado” (Álvarez et al., 1998: 15).
Aunque en el presente artículo no trataré todas y cada una de las
redes neo-zapatistas que he identificado en mis estudios4
, sí quisiera
señalar que bajo la perspectiva mencionada es posible hablar analíticamente, sobre todo a partir de 1995, de la conformación de redes neozapatistas indianistas autonomistas constituidas por indígenas organizados (en su mayoría fuera del sistema corporativo del partido de
Estado o en los márgenes del mismo) en naciones, pueblos, frentes, tribus, concejos, uniones, municipalidades, comunidades, coordinadoras, comités y foros. Antes de que el EZLN emergiera públicamente en
1994, la mayoría de estas organizaciones ya estaban operando en los
ámbitos sectorial, local y regional, pero entre 1996 y 1998 muchas de
estas establecieron alianzas políticas muy fuertes con el EZLN; alianzas que tenían como sustento la demanda de reconocimiento constitucional de los derechos de los pueblos indígenas. Alianzas que, con el
tiempo, cambiaron, se rompieron o se reconstituyeron.
A nivel nacional dichas convergencias entre los indígenas organizados y el EZLN favorecieron el surgimiento del Congreso Nacional
Indígena (CNI), movimiento que, a decir de sus líderes, operaba como
una “asamblea”, como un “foro para la denuncia”, como una “red”
(Anzaldo, 1998) (ver Red 1, Lista 1 y Cuadro 1). El CNI no fue una red
cibernética sino una red socio-política de líderes y organizaciones
indígenas y campesinas que recibió el apoyo político de organizaciones de trabajadores, de estudiantes y de mujeres así como de antropó-
logos, periodistas y artistas de izquierda (Anzaldo, 1998). Aunque el
CNI alcanzó una dimensión nacional, no incluyó a todas las organizaciones indígenas existentes; pero, a pesar de ello, para las organizaciones de oposición, de izquierda, de centro-izquierda y zapatizadas, el
CNI era considerado como una instancia legítima y representativa de
las demandas de los pueblos indígenas5
.
Quizá lo novedoso de las demandas lanzadas entre 1995 y 1999
es que cubrieron un espectro que abarcaba desde el reclamo de derechos particulares hasta demandas de lucha conjunta con otros pueblos indígenas del mundo en contra de la globalización neoliberal,
pasando por el apoyo directo y abierto a los Acuerdos de San Andrés
que no era más que el apoyo abierto a las reformas constitucionales
que impulsarían una nueva relación entre los indígenas, el Estado y la
sociedad civil en general (ver Cuadro 2). Como dijera Bengoa (2000:
24-25) en relación a los actuales reclamos de los indígenas de América
Latina, estos sin duda “han tenido históricamente demandas frente a
la sociedad y el gobierno […] pero [estas] no siempre ponían por
delante los aspectos étnicos [es decir] la diferencia existente entre la
cultura indígena y la cultura global o criolla. Lo que caracteriza la
demanda indígena [de hoy, mexicana y latinoamericana,] es que combina diversas peticiones de orden económico y material con la exigencia de respeto por la diversidad cultural y con la gestión de la propia
especificidad étnica”.
Pero más allá de señalar esto, vale aquí entrar en la historia de
las demandas y liderazgos de muchas de las organizaciones que participaron en el CNI para comprender mejor el alcance de los diálogos,
rupturas y continuidades entre el indigenismo, el indianismo, el EZLN
y las redes neo-zapatistas indianistas. Diálogos y rupturas acaecidos
en su camino para la construcción de demandas de ciudadanía étnica,
es decir, de reclamos de reconocimiento de derechos específicos basados en la diferencia étnico-cultural.
INDIGENISMO, INDIANISMO Y AUTONOMÍA
El peso que tuvo la discusión en torno a la autonomía indígena en el
diálogo sostenido entre el EZLN y el gobierno federal no es artificial,
ni impuesto, ni casual. Tiene que ver, desde mi punto de vista, con dos
asuntos estrechamente interrelacionados: primero, con la evolución
de las demandas y las gramáticas morales de las luchas de los movimientos indígenas post-setentas en México (y Latinoamérica); y,
segundo, con los debates y acciones indigenistas que se han dado en el
México post-revolucionario.
Los Acuerdos de San Andrés, al demandar un nuevo tipo de relación entre los pueblos indígenas y el Estado, tocaban directamente el
corazón de las políticas indigenistas. El indigenismo ha sido en
México (y Latinoamérica) una política de estado, una serie de políticas
lanzadas por los gobiernos y sus agencias, que buscaban integrar (biológica y culturalmente) a los habitantes originales del continente dentro de los estados y las culturas hegemónicas nacionales. La estrecha
ligazón en México entre indigenismo y movimiento indígena ha sido
ampliamente documentada por varios autores6
pero lo que aquí me
interesa resaltar es la línea de continuidad/ruptura entre el movimiento indígena y el EZLN, entre este y el indianismo. Para ello tenemos
que partir de señalar que el movimiento indígena mexicano tiene su
origen en un proceso evolutivo que resulta básicamente de la interacción del indianismo como conjunto de ideas y el movimiento mismo
centrado en la etnicidad (Velasco, 2003: 121).
Por indianismo nos referiremos al “movimiento ideológico y
político que proclamaría como su objetivo central la liberación del
indio, pero no para liberar al indio en particular sino para liberar al
indio en tanto miembro de la civilización indígena, de esa civilización que pervive en la memoria colectiva de los grupos indígenas y
no ha sido aniquilada, pues al contrario, espera pacientemente el
momento de su liberación” (Velasco, 2003: 122). La idea indianista
de civilización india fue creada en confrontación con el proyecto
civilizatorio occidental, de cara al indigenismo de 1940-1970, en las
entrañas de este mismo, en diálogo con los antropólogos de la época
y en los márgenes del pensamiento de la izquierda latinoamericana
(Velasco, 2003: 121-143).
La civilización india para los indianistas tenía un proyecto histórico de futuro que contrastaba con la propuesta de civilización occidental y exigía una liberación del avasallamiento de los estadosnación latinoamericanos. Para ello se tenía toda una estrategia de
lucha en donde “la recuperación”, “la revalorización”, “la re-indianización”, iban de la mano del reconocimiento de los “grupos étnicos”
como “unidades políticas” y de la lucha por la diferencia, la cultura,
la lengua y las instituciones de cada pueblo (Velasco, 2003: 123-124).
Para Velasco, es claro que con estas ideas el indianismo desde su
génesis orientó la práctica política de las organizaciones miembros
del movimiento indígena mexicano al afirmar “que los indígenas
debían luchar simplemente por el derecho a la diferencia con respecto al resto de las llamadas sociedades nacionales” (Velasco, 2003: 123-
124). Este es un antecedente fundamental de lo que años más tarde
vino a construirse como la gramática central de las luchas por la
autonomía de los pueblos indígenas. Demanda que será puesta en la
agenda mexicana como una prioridad nacional de los debates políticos dados entre 1995 y 2001.
Varios autores definen al indianismo como aquellas ideas orgá-
nicas que, en cierto sentido, desbordaron el corporativismo oficial y el
partido de Estado7
. Esta evolución obligó al gobierno a cambiar de
política e implementar el llamado “indigenismo de participación” a la
par que se daba un impulso organizativo que dio pie a que grupos de
izquierda, como la Línea de Masas (Bizberg, 2003: 222), pudieran
entrar en contacto con algunas organizaciones indígenas e influir en sus proyectos como de hecho sucedió en Chiapas8
. Pero además, a
finales de los ochenta, el discurso indianista “comenzó a mimetizarse
con el discurso de la izquierda latinoamericana a raíz de que el gobierno sandinista apoyó, en 1987, la formación de un sistema de autonomía regional” en Nicaragua (Velasco, 2003: 136).
En este artículo nos parece importante hacer énfasis en la definición político-ideológica creada por algunos indios organizados para
quienes el indigenismo era una “ideología paternalista del Estado
autoritario”, en contraposición al “indianismo” al cual planteaban
como “una ideología de los movimientos indios democráticos e independientes” (De la Peña, 1999a: 19). Pero sin duda que la definición de
indianismo no era unívoca, ni universal; por ejemplo, en la arena
internacional, el documento del “Concejo Mundial de Pueblos Indios”
publicado hacia principios de los años noventa usó el término indigenismo como un sinónimo de “organización étnico-cultural”, mientras
que indianismo lo refería a la “agrupación socio-cultural” (Sarmiento
Silva, 1998: 288). En términos muy esquemáticos uno podría caer en
la tentación de referirse al indigenismo oficial versus la resistencia
indianista, pero tal formulación dicotómica sería muy limitada analíticamente porque indigenismo, indianismo y movimiento indígena
tuvieron desarrollos paralelos, superpuestos y cruzados, por lo cual
considero que el asunto clave reside en entender su naturaleza dialógica9
de la cual surgen, poco a poco, las demandas de ciudadanía étnica.
Paralelismos, superposiciones y cruzamientos que implicaron
tensiones y rupturas. Por ejemplo, a finales de los noventa, en pleno
auge zapatista, el líder mixe Adolfo Regino reclamaba que la reforma
de 1992 “no reflejaba el sentir de los pueblos indígenas y de ninguna
manera podría ser vista como un paso para resolver los serios problemas que ellos [estaban] enfrentando” (Regino, 1998: 237). Sin
embargo, a principios de los noventa no todos los líderes indianistas
habían sido excluidos del debate constitucional. Por ejemplo, un
líder tojolab’al de Chiapas, en su calidad de representante del Partido de la Revolución Democrática (PRD), había promovido e
impulsado la iniciativa de ley de 1992 entre los partidos políticos, en
el Congreso de la Unión y entre las organizaciones indígenas e indianistas. En todas estas esferas, el líder tojolab’al encontró serias resistencias pero, desde su perspectiva, la reforma era importante porque
permitía “fortalecer la estrategia de lucha indígena” a través de la
creación de un nuevo instrumento legal de alcance internacional
(Ruiz Hernández, 1999: 21-26).
Entre 1989 y 1993 surgieron en México nuevas organizaciones
indianistas que se aglutinaron en torno al debate político-ideológico
acerca de la celebración de los 500 Años del Descubrimiento de
América. Fue entonces cuando se creó el Concejo Mexicano 500 Años
de Resistencia Indígena y Popular, el cual fue parte de la Campaña
Continental de 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular
(Sarmiento, 1998). Ex miembros del Concejo Mexicano 500 Años se
encontraban en 1994 aún discutiendo las reformas al artículo 4°
constitucional y las consecuentes leyes reglamentarias, cuando el
EZLN se alzó en armas y le declaró la guerra al gobierno priísta de
Carlos Salinas de Gortari. Esto llevó a las organizaciones y líderes
indígenas y campesinos a repensar sus estrategias de lucha, sus
demandas y sus alianzas.
Al calor del diálogo entre el EZLN y el gobierno mexicano,
periodistas de izquierda llegaron a afirmar que los Acuerdos de San
Andrés representaban una clara ruptura con el indigenismo oficial
mientras que zapatizantes desconocían la historia del movimiento
indígena; y si por casualidad caían en la cuenta de la existencia del
Concejo Nacional Indígena (CNI), llegaban a concebirlo como algo
paralelo, separado, que sólo apoyaba al EZLN, pero nunca llegaron a
verlo como parte orgánica de las redes neo-zapatistas; redes que fueron las que realmente dimensionaron nacional e internacionalmente
al zapatismo (Leyva, 2001). En este sentido, el indigenismo es quizá el
antecedente más remoto de las gramáticas de las luchas autonómicas
zapatistas y neo-zapatistas, no tanto por ser estas continuidad de
aquel sino más bien por ser punto de ruptura. Será pues el indigenismo la contraparte dialógica del indianismo y del movimiento indígena
de los años ochenta y noventa. Y todos ellos debieran ser vistos como
antecedentes fundamentales de las gramáticas que permearon los diá-
logos internos que se dieron en las redes neo-zapatistas indianistas y
en los diálogos entre el EZLN y el gobierno federal.
LÍDERES INDIANISTAS Y CIUDADANÍA ÉTNICA
De la Peña apunta que la “ciudadanía étnica” remite a un “proceso”
que conlleva como requisito fundamental la formación de intelectuales indígenas. Estos son concebidos como intermediarios culturales y
políticos quienes en el México de finales del siglo XX contribuyeron a
“problematiza[r] la cultura y la identidad indígena –incluida la suya
propia– como un componente negativo o positivo en la arena de la
participación pública” (De la Peña, 1999a: 6). Veamos brevemente
cómo se da esto en México y Chiapas.
En el México post-revolucionario las primeras exigencias de
representación indígena vinieron de los intelectuales indígenas que
eran parte de las estructuras clientelares del partido oficial y del aparato de Estado. Más tarde, en los años ochenta, los intermediarios
políticos de las organizaciones étnicas independientes “construyeron
su indianidad como un elemento de resistencia [cultural] en contraste con los intermediarios anteriores que habían aceptado los valores
del discurso indigenista” (De la Peña, 1999a: 5 y 14). Los nuevos
reclamos rebasaban la “simple revitalización de aspectos culturales
fragmentarios y desvinculados de una identidad grupal que es básicamente política”; por el contrario, las demandas de los ochenta (a las
que De la Peña llama de “ciudadanía étnica”) fueron básicas en la
lucha por los “derechos sociales, cívicos y políticos” de los indios (De
la Peña, 1999a: 18 y 26).
Chiapas, como veremos en esta sección, no difiere mucho del
patrón nacional identificado por De la Peña. Es bien conocido que en
una región de Chiapas llamada Los Altos, los primeros intermediarios
culturales o brokers10 del siglo XX fueron líderes agraristas y jóvenes
que dominaban el español, quienes estaban liderados por el cardenista Erasto Urbina. Ellos fueron las primeras piezas clave del recién formado Partido Nacional Revolucionario (PNR), que más tarde se convirtió en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) (Rus, 1998: 259-
261). Más adelante, en la segunda mitad del siglo XX, como resultado
del desarrollo de programas de educación bilingüe de la Secretaría de
Educación Pública (SEP) y del desarrollo del Instituto Nacional
Indigenista (INI), surgieron maestros y promotores indígenas que
reemplazaron a los secretarios municipales mestizos que había en los
ayuntamientos alteños. Para 1962, muchos maestros bilingües empezaron a ocupar cargos públicos en las presidencias municipales gobernadas por priístas en Los Altos. Estos brokers fueron los primeros en
dar un uso político a su indianidad (Pineda, 1998: 279; 290-293) así
como también fueron los primeros en participar desde las localidades
en las redes creadas por el sistema de partido de Estado. Sin embargo
aún en 1999 cuatro de las nueve municipalidades que formaban el distrito federal electoral de Los Altos estaban todavía gobernadas por
maestros; la diferencia es que para entonces dichos brokers no sólo
estaban afiliados al PRI sino que también los había afiliados al Partido
de la Revolución Democrática (PRD), al Partido Acción Nacional
(PAN), al Partido del Trabajo (PT) y al Partido Democrático
Chiapaneco (PDCh) (Rubin Bamaca, 2000).
Otro tipo de liderazgo político indígena apareció en Chiapas
desde finales de los años setenta y sobre todo en los ochenta; me refiero a los líderes de las organizaciones indígenas que no eran parte del
sistema corporativo priísta. Dichos líderes tenían ligas directas con la
lucha agraria que enfrentó tanto a latifundistas chiapanecos como a
los propios agentes de la reforma agraria gubernamental. Muchos de
estos líderes eran indígenas aculturados, algunos se habían politizado
vía la pastoral samuelista11
, otros habían sido resocializados por líderes mestizos con ideologías de corte maoísta o guevarista. Otros habí-
an emergido como líderes naturales de sus comunidades y habían sido
resocializados por otros líderes indígenas politizados a través de su
participación en partidos políticos de oposición (comunistas o trotskistas por ejemplo).
Pero no fue sino hasta 1988 que en Chiapas se empezaron a conformar las primeras demandas de ciudadanía étnica entendidas estas
como reclamos de derechos diferenciados de base cultural. Estas fueron poco a poco estructuradas al interior del Frente Independiente de
Pueblos Indios (FIPI). El FIPI tenía sus raíces en la Unión de Pueblos
Tojolab’ales (la cual estaba afiliada a la Central Independiente de
Obreros Agrícolas y Campesinos, CIOAC) y en el Consejo Supremo
Tojolab’al (Ruiz Hernández, 1994 y 1999; Chirino y Flores, s/f;
Burguete, 1989). La gramática del reclamo de derechos no apareció
desde el principio en esas organizaciones. Por el contrario, las primeras demandas de la Unión de Pueblos Tojolab’ales se centraron en
obtener el control de franquicias de transporte (Burguete, 1989: 63),
hasta que se empezó a hablar, poco a poco, de la construcción del
“poder indio” y de la “unidad regional india”. Todo ello en el marco de
la civilización india frente a la occidental.
Ya para 1988 el FIPI afirmaba en sus estatutos que sus objetivos
eran “luchar por el reconocimiento y el pleno ejercicio de los derechos
étnicos de los pueblos indios”, lo cual suponía cambios en la
Constitución para reconocer legalmente la existencia de esos pueblos.
El FIPI exigía el reconocimiento “del estatuto jurídico legal de etnias
diferenciadas”. Esto pasaba por “la recuperación de nuestros territorios étnicos, el derecho a la autonomía, la oficialización de las lenguas
indias, el derecho a la educación indígena, el fortalecimiento de la cultura e identidad india, la representatividad política y la libertad de
organización de los pueblos indios” (Estatutos FIPI, 1988).
En la Municipalidad de Las Margaritas muchos indígenas tojolab’ales creaban sus demandas dentro de las formas asociativas sisté-
micas: las uniones de ejidos, los concejos indios, las centrales y los
partidos (Chirino y Flores, s/f; Burguete, 1989). En el ámbito regional,
los tojolab’ales miembros de la CIOAC encabezaban una fuerte lucha
contra los finqueros y sus descendientes, quienes eran parte de la clase
gobernante-dominante (Burguete, 1998). Sin embargo, hasta antes de
1994 las organizaciones indianistas fueron una corriente minoritaria
entre los movimientos independientes de Chiapas. No fue sino hasta
1991 que el FIPI gradualmente empezó a ganar apoyo y aliados en Los
Altos, gracias al impacto local que tuvo el movimiento continental llamado Concejo 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular
(Sarmiento, 1998; Burguete, 1998; Ruiz Hernández, 1999).
Bajo el aliento de ese movimiento, el discurso de la “ciudadanía
étnica” prendió entre los “indígenas expulsados” (Gómez Núñez, 1999:
192-193). Estos estaban dando una doble lucha de resistencia: contra
aquellos indígenas que los habían expulsado de sus localidades y contra los ladinos12 de la ciudad de San Cristóbal; ciudad a la cual habían
emigrado. Pero el avance de las demandas de ciudadanía étnica estaba
también ligado a la emergencia, desde mediados de los años noventa,
de un puñado de grupos y ONGs indígenas que impulsaban proyectos
artísticos de resistencia cultural. Me refiero a ONGs cuyos miembros eran indígenas y trabajaban para impulsar el rescate de la literatura
indígena, o bien a grupos de mujeres y hombres indígenas artistas
plásticos, teatreros y fotógrafos que exploraban su identidad étnica
como instrumento de reivindicación cultural. Y para finales del año
2001, teníamos ya jóvenes (urbanos) videoastas indígenas que reclamaban autonomía y libre determinación mediante rebeldías y resistencias (Leyva y Koehler, 2004).
En Chiapas curiosamente las iniciales demandas de derechos
basadas en la especificidad cultural fueron enarboladas por indígenas
que aparentemente estaban más integrados a la cultura nacional.
Desde cierto punto de vista, los tojolab’ales y los zoques han sido clasificados como menos tradicionalistas ante los chamulas, los zinacantecos y los lacandones, indios que se distinguen por su apego a su traje
tradicional, su lengua y un sistema religioso particular. En cambio, a
los tojolab’ales se los percibe como bastante integrados a la nación al
haber reelaborado su identidad étnica en las fincas (Gómez y Ruz,
1992) o en los ejidos (Hernández Cruz, 1999: 71-172). En este marco
resulta importante resaltar que fueron los tojolab’ales ex peones de las
fincas de la Municipalidad de Las Margaritas quienes levantaron sus
voces en defensa de los derechos sociales, civiles y políticos de los pueblos indios; es decir, usaron por vez primera esa gramática específica y
no otra. Estas voces se diseminaron a otras regiones de Chiapas y
México y se fusionaron con otras de naturaleza similar que ya recorrí-
an el país y el continente desde finales de los años ochenta pero sobre
todo en los noventa (Bengoa, 2000: 86-117).
No fue sólo coincidencia que en Chiapas el primer indígena
representante de un partido de oposición que ocupó un escaño en el
Congreso de la Unión proviniera de los pueblos tojolab’ales de Las
Margaritas. No fue tampoco casualidad que los tojolab’ales introdujeran la noción de defensoría de los derechos indígenas a la agenda de las
organizaciones independientes chiapanecas. De hecho, ellos fueron los
primeros en trabajar para construir el poder indio dentro de una organización comunista partidista de corte sindical (la CIOAC) al tiempo
que las Fuerzas de Liberación Nacional trabajaban clandestinamente
como organización guerrillera de corte guevarista (Cfr. Sub-comandante Marcos en Le Bot, 1997: 68-78, 239-262) y los dirigentes de la
Unión de Uniones buscaban el apoyo gubernamental para la producción y comercialización agropecuaria (Leyva y Ascencio, 1996). Cabe
agregar también que uno de los comandantes zapatistas más populares es también tojolab’al del municipio de Las Margaritas.
El hecho de que algunos líderes tojolab’ales (miembros de organizaciones y partidos de izquierda) hicieran reclamos de autonomía y
autodeterminación en un sinfín de foros, no los hacía superiores o
inferiores a otros sino sólo diferentes por la gramática que usaban en
sus luchas y por la estrategia que empleaban, que consistía en tejer
alianzas internacionales. A través de ellas abrían nuevos campos de
acción y redes de relaciones sociales fuera de Chiapas con organizaciones y líderes que muchas veces eran más indianistas en sus perspectivas que los propios indígenas mexicanos (pienso, por ejemplo, en
líderes bolivianos o peruanos). Otro factor que favoreció la formación
de nuevas redes socio-políticas indianistas fue la formación, en diferentes partes del país, de uniones, comités, concejos, campañas,
encuentros y asambleas. Aún en los noventa estas alianzas no se basaban en redes cibernéticas aunque, en años más recientes, las organizaciones y líderes indígenas han empezado a usar Internet como un
medio de comunicación y enlace político.
MÁS ALLÁ DE INDIANISMOS E INDIGENISMOS: LA POLÍTICA
DE RECONOCIMIENTO
José Bengoa señala que a pesar de que los movimientos indígenas de
América Latina son muy diferentes entre sí y están ubicados en distintos procesos políticos a veces incomparables, es posible afirmar que la
emergencia indígena de los años noventa tiene como cuestión fundamental el tema del reconocimiento. Este implica un nuevo discurso
identitario, una cultura indígena reinventada, un discurso híbrido
producto de realidades globalizadas en las que los indígenas se mueven hoy (Bengoa, 2000: 126-134) y a las cuales respondió y en las cuales se incubaron el EZLN y las redes neo-zapatistas indianistas.
Basta sólo echar un vistazo a Chiapas para mirar la trascendencia y la popularidad de los reclamos indígenas basados en el reconocimiento. Lo que salta a la vista en ciertos fragmentos narrativos es
cómo la gramática moral de estos discursos políticos está fundada en
la autenticidad y en la tradición. En ellos, los habitantes originales son
por antonomasia los auténticos guardianes de la tradición. Pero esta
gramática también tiene sus raíces en los sentimientos de ultraje e
indignación provocados por la marginación y la discriminación social,
étnica y económica. Esto es lo que da sostén a los reclamos por el reconocimiento y nos lleva a una revisión normativa de la legalidad y de
los arreglos sociales (Honneth, 1996: xii). Cuando los líderes indígenas mexicanos (o latinoamericanos) lanzan estos discursos, no están solamente invitándonos a considerar hechos históricos a secas o frías estadísticas. Por el contrario, creo yo que sus narrativas están articuladas
alrededor de un locus moral y ético: es decir, al autodefinirse como
víctimas, nos llevan a la esfera de la exclusión y la degradación; con
ello, dichos líderes nos depositan en el campo de lo emocional en
donde la exclusión, el desprecio y la degradación, de las que son y se
sienten víctimas los indígenas, violan la autoestima, el auto-respeto y
la reafirmación (Honneth, 1996: xix).
Hoy en México una dimensión de las luchas indígenas está ligada a la búsqueda de reconocimiento de un status positivo, el cual,
como dijera Taylor, “no es sólo una cortesía” sino más bien “una necesidad humana vital” (Taylor, 1994: 26). A mi modo de ver, lo que se está
debatiendo hoy en los círculos académicos y políticos son las condiciones inter-subjetivas necesarias para la realización no sólo del individuo sino también del grupo (o los grupos). Realización que sólo
puede obtenerse y mantenerse con el reconocimiento de los “otros”
(Honneth, 1996: viii-xii).
Baste agregar que el caso mexicano ilustra lo que Taylor (1994)
llama las dos direcciones que las Políticas de Reconocimiento pueden
tomar en el contexto de las democracias constitucionales. Una dirección se basa en la visión universalista y la otra en la particularista. Por
ejemplo, las reformas al artículo 4° de la Constitución mexicana,
publicadas por el gobierno mexicano en el Diario Oficial de la
Federación el 28 de enero de 1992, apoyaban la continuidad de los
principios universalistas de igualdad ciudadana. Por el contrario, las
demandas presentadas por los frentes ex indianistas, como la ANIPA,
se mueven cada vez más en la posición contraria, es decir, reclaman el
reconocimiento de las necesidades particulares de los individuos
como miembros de grupos culturales específicos, es decir, como parte
de colectividades.
Dentro de la política de la diferencia hay una demanda de reconocimiento de la unicidad del grupo y de su identidad distintiva, la
cual ha sido generalmente ignorada o asimilada dentro de una identidad mayoritaria dominante (Taylor, 1994: 38). Para los particularistas
o comunitaristas, los actuales reclamos universalistas deben dar paso
al reconocimiento de especificidades, de ciudadanías étnicas, por
ejemplo. Pero, como veremos, en el México de 1996 las tensiones entre
estas dos visiones se volvieron a manifestar en los Acuerdos de San
Andrés ya que mientras en un párrafo se afirmaba que se “deben hacer efectivos los derechos y garantías que les corresponden a los pueblos
indígenas”13, en el siguiente se declaraba que los Acuerdos impulsarían
reformas legales que partirían del “principio jurídico fundamental de
la igualdad de todos los mexicanos ante la ley y los órganos jurisdiccionales”, y se agregaba que no se impulsaría “la creación de fueros
especiales en privilegio de persona alguna” (Acuerdos de San Andrés
citados en Ce Acatl, 1996: 36-39). Esto nos muestra claramente cómo
la visión universalista y la particularista no se han reconciliado en el
ámbito constitucional mexicano ni han satisfecho las demandas político-culturales de los pueblos indígenas ni la necesidad de legitimidad
del gobierno mexicano.
Más que el indigenismo o el indianismo, han sido el reclamo
autonómico y el del reconocimiento los que en verdad han permitido a
los indígenas zapatistas y organizados de Chiapas y México articularse
a redes transnacionales de defensoría y a redes altermundistas.
INDIANISTAS FRENTE A NEO-ZAPATISTAS
Uno podría preguntarse a estas alturas: ¿de qué diálogos emergieron
los reclamos de ciudadanía étnica adoptados por los líderes indianistas
de Chiapas? y ¿por qué esos líderes y organizaciones indianistas no
tuvieron el impacto que ha tenido mundialmente el EZLN desde 1994,
si fueron ellos los pioneros en los reclamos de ciudadanía étnica?
En relación a la primera pregunta podemos decir que los diálogos con antropólogos críticos, abogados comprometidos y activistas
internacionalistas favorecieron la creación de esas gramáticas basadas
en la resistencia-negociación y en los derechos. Baste citar textualmente las palabras de uno de los líderes del FIPI quien afirmaba que “la
Academia Mexicana de Derechos Humanos (AMDH) tuvo un papel
relevante en el proceso de formación de dirigentes indígenas con una
perspectiva del conocimiento y defensa de sus derechos. Desde 1987, la
Academia Mexicana de Derechos Humanos, presidida por Rodolfo
Stavenhagen y Mariclaire Acosta, implementó un programa de formación en derecho internacional y derecho indígena [orientado] a dirigentes indígenas de México y Centroamérica que coordinaba la abogada
Teresa Jardí. En este espacio tuve la oportunidad de escuchar las primeras palabras sobre la defensa de nuestros derechos a través de los instrumentos jurídicos. Allí también conocí a compañeros y hoy amigos entrañables, miembros de organizaciones indígenas de México y
Centroamérica. Incluso, a partir de este espacio comenzaron a tejerse
diversas alianzas que, hoy día, han fructificado” (Ruiz Hernández,
1999: 24). La vigencia y solidez de esas viejas redes la pude constatar
personalmente en 1999, cuando parlamentaristas indígenas de
Colombia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua y Perú asistieron al
Encuentro Internacional de Pueblos Indígenas y Partidos Políticos
organizado en Oaxaca por líderes indígenas de la ANIPA (Leyva, 2002).
Hacia principios de los noventa, los líderes tojolab’ales indianistas
y sus contrapartes ya estaban reclamando la defensa de sus territorios y
el respeto a sus derechos humanos, cuando otros indígenas de Chiapas
estaban embarcados en las luchas campesinas por la tierra o se estaban
preparando clandestinamente para la revolución armada. Mientras
algunas organizaciones hacían grandes marchas o bien ocupaban tierras, algunos miembros de organizaciones indianistas también asistían
a foros internacionales, construían alianzas a escala nacional (por ejemplo, con los zapotecos de la COCEI y con los nahuas de la Montaña de
Guerrero), e intentaban abrir espacios dentro del Partido Mexicano
Socialista (PMS) para hacer avanzar sus demandas de reformas constitucionales (Ruiz Hernández, 1999) o para ganar electoralmente el municipio (Hernández Cruz, 1999). En 1995, este temprano desempeño en la
defensoría de los derechos hizo de las organizaciones indianistas pilares
de las redes neo-zapatistas indianistas autonomistas articuladas en torno
al Congreso Nacional Indígena (Leyva, 2001).
Ahora trataré de centrarme en dar respuesta a la segunda pregunta: ¿por qué las organizaciones indianistas de los ochenta y noventa
no tuvieron el impacto que tuvo el EZLN, a pesar de que ellas habían
emergido antes que el EZLN y habían alcanzado presencia nacional e
internacional? Primero que nada creo yo que el EZLN emergió en una
época en que las redes transnacionales de defensa de los derechos estaban ya muy consolidadas (Keck y Sikkink, 1998; Leyva, 2001). Pero
además, en segundo lugar, el EZLN basó parte de su éxito en una polí-
tica de alianzas en la que ocuparon un lugar privilegiado las viejas
organizaciones indianistas que le precedieron. Tercero, después de
1994, el EZLN transformó su estrategia armada en una política que era
altamente inclusiva. Estrategia de la que carecieron muchas organizaciones indianistas. Estas organizaciones tenían, al momento de su surgimiento, el énfasis puesto en la exclusión y en la dominación de que
habían sido objeto los indígenas. Una gramática moral de tal naturaleza hacía imposible construir alianzas ampliamente incluyentes inter-étnicas con la población no india. Por ejemplo, frentes como el FIPI tenían
como objetivo central consolidar la “unidad india” en los ámbitos
regional, nacional y continental (Estatutos del FIPI, 1988). De alguna
manera, estos objetivos iban de la mano con la idea de que los mestizos
eran uno de los “enemigos” políticos a combatir y derrotar, y debían ser
excluidos, a causa de su poder hegemónico y subordinante. Pero la
exclusión del FIPI era relativa pues tenían una base “étnico-clasista”
que a la vez que excluía a los mestizos también fomentaba la alianza
con “hermanos explotados no indios” (Estatutos del FIPI, 1988). Bajo
esta perspectiva la emancipación india no era tan diferente de la proletaria (Pozas y Pozas, 1971).
Los aspectos excluyentes y negativos del indianismo han sido
resaltados por indígenas y mestizos. Así, cuando presenté por vez primera parte de este artículo como ponencia en la Universidad de Austin
(Texas), se acercó a mí un dirigente mapuche, antropólogo chileno,
para decirme al oído que él mismo, como indígena urbano, había sido
víctima de la intolerancia de sus compañeros indianistas. Por su parte,
uno de los pioneros de los estudios de la democracia en México, y más
tarde académico zapatizado, señalaba en el año 2000 que el indianismo no había progresado pues confundió la lucha política de los indí-
genas con una lucha entre razas, con una lucha “de indios contra blancos” (González Casanova, 2000: 375). En Chiapas, las críticas al indianismo tampoco faltaron, sobre todo de parte de aquellos líderes de
movimientos autodenominados campesinos y/o de productores, a quienes les parecía excesivo el énfasis dado por los indianistas al rescate de
las culturas, las tradiciones y las costumbres, cuando para ellos las
demandas prioritarias eran la tierra, el apoyo a la producción o el control de los ayuntamientos.
Tuvieron que pasar muchos años y el alzamiento zapatista de
1994 antes de que frentes y organizaciones ex indianistas construyeran
redes socio-políticas teórica y prácticamente incluyentes14. De hecho,
en 1995, bajo el aliento del neo-zapatismo, la ANIPA (que de alguna manera era la continuación del Concejo Mexicano 500 Años, del FIPI
y del Consejo Guerrerense 500 Años) puso mucho énfasis en la necesidad de incluir “a todas la etnias”15 en el cuarto piso que proponía crear,
para darle cuerpo a las “regiones autónomas” (Ruiz Hernández, 1999:
37). Un año más tarde, el propio Congreso Nacional Indígena, el FIPI
y la ANIPA suscribían una declaración que afirmaba la necesidad de
“avanzar hacia una nueva constitución con la efectiva participación de
todos y todas [Constitución que recogería] un proyecto incluyente y plural” (Anzaldo, 1998: 11; cursivas de la autora).
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Como he mostrado, el antecedente más remoto de los reclamos de ciudadanía étnica lo encontramos en los diálogos y rupturas entre indianistas e indigenistas. Más adelante, los reclamos autonomistas de las
organizaciones y movimientos indígenas mexicanos emergieron de
esos diálogos pero sobre todo ligados a los reclamos de reconocimiento
y a la política de la identidad. Serán estas nuevas gramáticas las que
permitirán al EZLN alcanzar una dimensión transnacional y la formación de redes de defensoría en donde la gramática de la ciudadanía
étnica ejerció un gran poder de convergencia política al remitirnos a
escenarios de resistencia cultural y ciudadanía diferenciada. En esos
escenarios, los líderes (ex) indianistas, muchos de ellos más tarde zapatizados, serán los intermediarios culturales por excelencia, quienes servirán de bisagra para armar las redes neo-zapatistas. Redes que fueron
alianzas políticas con altos y bajos y que son casi inexistentes en 2004.
Como hemos dicho, el término ciudadanía étnica es correlativo
a aquel de ciudadanía cultural, pero este último es mucho más amplio
al tener como referente empírico a los latinos quienes son después de
todo “una fusión histórica o mezcla de grupos étnicos y raciales que
van desde grupos nativos indígenas hasta africanos, europeos y asiáticos” (Flores y Benmayor, 1997: 1). Sin embargo, cuando los mexicanos
adecuamos este concepto a nuestras realidades, reducimos su campo
a lo étnico siguiendo de alguna manera nuestra tradición popular e
intelectual de hacer sinónimo lo étnico con lo indígena. Así, hablamos
de la ciudadanía étnica como una resistencia o como un reclamo salido de los movimientos, organizaciones y líderes indígenas (De la Peña,
1999a; Zárate, 2001) sin dejar espacio a reclamos o resistencias culturales de mestizos o mexicanos de ascendencia china o alemana, por
citar un ejemplo. Nuestro término no los comprende, y podría decirse
que no los comprende porque no existen; pero, si existieran y quisiéramos abarcarlos, tendríamos que partir de rellenar nuestro concepto de
nuevo contenido. El hacer sinónimos lo étnico con lo indígena no es
casual sino que está ligado a nuestra historia colonial y a la naturaleza
de la estructura de dominación y hegemonía característica del Estadonación mexicano.
Vale la pena también señalar que los propios estudiosos de la
ciudadanía cultural se dieron cuenta a lo largo de sus investigaciones
de que era necesario incluir en dicho enfoque no sólo el estudio de los
movimientos populares o sociales, sino también las manifestaciones
de resistencia y reclamo de esa diferencia en la propia vida cotidiana.
Por desgracia, todos los análisis de la realidad mexicana que han
usado el concepto de ciudadanía étnica (incluido el presente) sólo han
prestado atención a organizaciones, líderes, movimientos y movilizaciones en sus acciones colectivas públicas, dejando de lado su vida
cotidiana y a otros grupos étnicos y raciales.
Como vimos en este texto, las luchas indígenas de resistencia
cultural por la autonomía no comenzaron con el EZLN ni con el zapatismo; por lo tanto, podemos augurar (por desgracia) que no concluirán con ellos. De hecho, los Acuerdos de San Andrés se quedaron cortos frente a las autonomías de facto (Burguete, 1998) que ya existían en
Chiapas desde antes y después del zapatismo. Sin embargo, no cabe la
menor duda de que con el zapatismo y el neo-zapatismo las organizaciones indianistas florecieron como lo habían hecho durante la movilización político-ideológica continental en contra de la celebración del
quinto centenario del descubrimiento de América. A partir de 1996,
como vimos, las organizaciones y líderes ex indianistas encontraron su
expresión nacional en el movimiento llamado Congreso Nacional
Indígena (CNI). Este, más que un todo homogéneo, mostró en su interior las diferencias de perspectivas entre las diversas organizaciones
que lo componían. Diferencias en el ejercicio del poder, en el establecimiento de alianzas y en la definición misma de la autonomía. Por
ejemplo, organizaciones (ex) indianistas de Oaxaca estaban interesadas en la promoción de la autonomía comunitaria, mientras que la
ANIPA centraba sus propuestas en la autonomía regional. Por otra
parte, la ANIPA estaba abierta a hacer alianzas con las bases priístas
mientras que el EZLN rechazaba tajantemente cualquier tipo de alianza con estos grupos. Varias de las organizaciones miembros del CNI no querían subordinarse a los ritmos de las negociaciones entre el
EZLN y el gobierno a pesar de que apoyaban abiertamente los
Acuerdos de San Andrés16
.
Todo esto hizo de las redes neo-zapatistas indianistas autonomistas un constante fluido de alianzas, rupturas, encuentros y desencuentros, verdaderos social movement networks que desde cierto ángulo, se
puede afirmar, contribuyeron al avance del cambio político y cultural
democrático mexicano y latinoamericano. Pero, a pesar de esa evaluación positiva, tenemos que señalar que, para desgracia de todo el país,
los indígenas y sus organizaciones no encontraron, ni con la reforma
salinista de 1992, ni con la foxista de 2001, el esperado reconocimiento constitucional a sus derechos colectivos y a su libre determinación.
*Doctora en Antropología Social por la Universidad de Manchester (Inglaterra).
Actualmente es profesora-investigadora de CIESAS y ha trabajado temas de política,
poder y movimientos sociales en México. Su obra se ha publicado en México, Ecuador,
Brasil, EE.UU., Francia, Inglaterra, España e Italia.