EN LOS ÚLTIMOS TRES LUSTROS, la demanda de autonomía ha
ocupado un lugar central en el proyecto político planteado por los
pueblos indios de Latinoamérica. La autonomía traza el sendero pluralista que estos pueblos proponen para construir sociedades nacionales que sean a un tiempo democráticas y justas. Los grandes impulsos
provienen principalmente de dos acontecimientos históricos separados por un decenio: del proceso autonómico de la Costa Atlántica
nicaragüense, que arranca en 1984, y del levantamiento zapatista de
enero de 1994, encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN). En medio, no hay que olvidar el levantamiento indí-
gena en Ecuador de 1990 y sus secuelas. En todos los casos, la autonomía se propone como el ejercicio concreto del derecho a la libre determinación. Al mismo tiempo, en el plano político-ideológico, se levanta
un obstáculo formidable para la realización de este derecho. Nos referimos al afianzamiento en la región del pensamiento liberal no pluralista, y su consecuencia inevitable: la negación de la autodeterminación como un atributo de esos pueblos..
Ahora bien, habría que preguntarse si el programa autonomista
sólo se enfrenta a un adversario: el liberalismo doctrinario de viejo
cuño. Pensar así sería un error. En la actualidad, operan como rivales
de la autonomía lo mismo el liberalismo no pluralista que las tendencias que se agrupan en el relativismo absoluto, aunque en las filas de
este se pronuncien loas a la autonomía. Debemos percatarnos de que
el liberalismo duro, que retorna agresivamente a las viejas tesis de la
doctrina, sin concesiones ni correcciones, forma una sólida unidad con
su contrario: el relativismo cultural absoluto, responsable del resurgimiento, a su vez, de esencialismos etnicistas. Liberalismo duro y relativismo absoluto funcionan como las dos caras de la misma medalla.
No es difícil caer en la cuenta de que, en efecto, ambos enfoques se
refuerzan, y cada uno de ellos da pie a las argumentaciones del otro.
La afirmación mutua, al mismo tiempo, hace política y socialmente
creíbles las respectivas aprensiones, temores y prejuicios.
Ciertamente, por ejemplo, carecerían de sentido las advertencias de los liberales latinoamericanos contra los peligros de la nueva
apelación a la comunidad cultural, si no existiesen indicios de planteamientos comunalistas reacios, e incluso adversos, a considerar cualquier posibilidad de relación o diálogo intercultural y, en particular, a
tomar en serio la cuestión de las garantías de las personas y los derechos humanos1
. Puede documentarse la influencia inversa: el crispamiento liberal es un inductor de inclinaciones que prefiguran las propensiones hacia el fundamentalismo étnico. Las ventajas que para
cada una de las posiciones implica el refuerzo recíproco ayudan a
explicar que muchos liberales estén interesados en presentar a su
adversario autonomista como un esencialismo etnicista; y que cierto
autonomismo amarrado a los principios del relativismo absoluto sólo
vea liberalismo homogeneizador en cualquier referencia a los derechos fundamentales que la humanidad debe ir construyendo mediante
el diálogo y el acuerdo. Cabe aclarar que de la parte indígena, al menos
de su sector más representativo, el planteamiento de la cuestión en
tales términos estrechos es insostenible y arranca de una interpretación sesgada de sus argumentaciones.
Lo que importa subrayar ahora es que todo ello dificulta la reflexión racional en torno a la autonomía e induce posiciones inflexibles
que se refuerzan mutuamente a partir de evaluaciones equivocadas.
Del lado liberal, particularmente en países latinoamericanos, se consolidan las tendencias que rechazan la pluralidad como fundamento
del régimen democrático por construir, y se regresa con más fuerza a
los planteamientos integracionistas (a partir del combate al etnicismo,
erróneamente identificado con la propuesta de autonomía regional)2
.
El principal error radica en identificar la propuesta de autonomía con
una versión relativista que parte del “argumento moral” de la “superioridad ética de la civilización india”, formulada en los años ochenta por
autores como Guillermo Bonfil Batalla3
. Del lado autonomista, se
favorecen las inclinaciones a atrincherarse en los valores tradicionales
adversos al diálogo intercultural, al tiempo que se erosiona la sustancia nacional de la propuesta de autonomía y, por consiguiente, se la
reduce a una salida sólo para los indios o los grupos étnicos, que
supuestamente puede lograrse sin transformaciones sustanciales del
Estado-nación. Así, la propuesta de autonomía como puente, diálogo y
búsqueda de acuerdo democrático queda debilitada.
EL CONFLICTO ENTRE “UNIVERSALIDAD” Y “PARTICULARIDAD”
El reconocimiento de derechos socioculturales mediante un régimen
autonómico, para organizar la sociedad sobre una plataforma multicultural, suscita incertidumbres respecto a su compatibilidad con los
derechos y las garantías individuales, constitucionalmente consagrados en la mayoría de las naciones contemporáneas, y que en estas también son parte de una tradición cultural con cierto arraigo en un
importante sector de la población. No existiría la contrariedad que
aquí nos interesa si los grupos étnicos planteasen el ejercicio de sus
derechos como cristalización política propia, al margen del Estadonación en que se encuentran incluidos. El separatismo plantea otro
género de problemas que son irrelevantes para la cuestión que nos
ocupa. El posible conflicto que brota de la diversidad se configura en tanto la autonomía es planteada no fuera, sino en el marco de la nación
que, a su vez, es pluricultural en un sentido amplio.
Ello obliga a encarar lo que se presenta como una contradicción
cultural: la que se da entre la particularidad étnica y la universalidad.
Esto es, la problemática compatibilidad de los derechos étnicos, colocados por la ideología liberal en el ámbito de la particularidad, por una
parte, y los derechos individuales o ciudadanos, planteados en el terreno de la universalidad, por la otra. Esta asignación interesada de lo
universal y lo particular no puede ser aceptada sin más ni más, y debe
ser evaluada severamente. Aunque aquí no disponemos de espacio
para ahondar en el tema, conviene señalar que la asignación de universalidad a los valores liberales, por parte de los teóricos de esta
corriente, es uno de los puntos que hay que someter a crítica. En realidad, el universalismo liberal opera como un particularismo cuya peculiaridad radica precisamente en su pretensión de ser universal.
EL ADVERSARIO LIBERAL
En la comunidad liberal, en los últimos tiempos, se desarrollaron
enfoques que reforzaron los planteamientos conservadores, en su
actual formulación neoliberal. Son concepciones morales construidas
como teorías de la justicia. Buscan dar una respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué principios deben aceptarse como los que sirven de base a
una sociedad considerada justa? Lo fuerte de estos enfoques es que
buscan definir los principios, simultáneamente, como universales y
como acorazados por el prestigio de lo ético. Cualquier propuesta distinta, entonces, aparece como contraria a la universalidad de la razón
(como algo anacrónico, irracional, contrario a las tendencias irrefrenables de la historia, etc.) y, también, como ofensiva para la moralidad. Esto les da una fibra ideológica y política nada despreciable. Se
requiere que los sectores pluralistas emprendan la crítica sistemática y
rigurosa de los nuevos enfoques liberales y que, a un tiempo, incorporen a su cuerpo teórico-político una teoría de la justicia propia4
.
Carecemos de esta teoría y, además, nos falta una fundamentación
comprehensiva de lo colectivo y de los derechos conexos que no sea
dependiente, como ocurre hasta ahora, de los fundamentos liberales
de la individualidad y los derechos individuales.
No se debe subestimar el papel que el trabajo teórico ha cumplido en el pasado y, notablemente, en la historia concreta de los últimos
tiempos. Más tarde o más temprano, un grupo político se verá frente a
lo que llamaré situaciones cruciales, en las que la acción política en uno
u otro sentido puede resultar decisiva, y es entonces cuando se advierten las ventajas de un cuerpo teórico-político suficientemente sólido.
Aquí los que son partidarios de otro mundo posible pueden sacar
valiosas enseñanzas de la experiencia reciente de la derecha.
Recordemos, por ejemplo, que el pensamiento liberal atravesó por una
fuerte crisis que se prolongó en la segunda mitad del siglo XX; a ello
correspondió una marcada declinación de las fuerzas y partidos políticos conservadores, espacio que fue ocupado, particularmente en
Europa, por la socialdemocracia. Pero, en lugar de desalentarse y
renunciar a sus principios básicos, la intelectualidad conservadora se
aplicó a una frenética actividad de revisión de sus enfoques, que concluyó en un conjunto notable de ajustes y correcciones a su doctrina o
fundamento común: el liberalismo. Sin complejos por ser minoría o
por la sensación de marginalidad, los intelectuales conservadores trabajaron sin descanso.
Hayek, quien trabajó en uno de los ataques más eficaces contra
el proyecto socialista a principios de los años cuarenta del siglo XX,
admite que, antes que por razones vinculadas a la ciencia o al conocimiento académico, fue motivado por la alarmante penetración de las
ideas socialistas y, en contrapartida, el agudo declive del liberalismo; y
que su objetivo explícito era contribuir a ponerle un freno a ambos
fenómenos. Para ello, los principios liberales sobre libre competencia,
etc., debían ser reposicionados. Las ideas que él contribuyó a convertir en pensamiento político exitoso en el lapso de unas décadas, y que
le valieron el premio Nobel en 1974, las consideraba al momento de
concluir su libro (Hayek, 1943: 8-9) “pasadas de moda”, ya que formaban parte, según su criterio, de “un punto de vista que durante
muchos años ha estado decididamente en desgracia”. Esta situación
lastimosa para la tradición liberal, con la que se identificaba, no amilanó a Hayek ni le hizo abandonar sus convicciones, como ha ocurrido
con tantos intelectuales de izquierda en los últimos tiempos. Vale la
pena llamar la atención sobre este hecho: la principal idea contra la
que entonces luchaba Hayek era la supuesta inevitabilidad del socialismo, que se había convertido en parte del sentido común de amplios
sectores de la población, casi en una convicción fatalista. Lo interesante es que, como veremos, se trata de algo simétrico (aunque invertido) a lo que enfrentan hoy los llamados altermundialistas (y en general los inconformes con el actual modelo dominante): la insistencia
neoliberal en la supuesta inevitabilidad del capitalismo, que también
ha penetrado como un arquetipo en el ánimo de sectores importantes
en todo el mundo (Hayek, 1943: 33 y 289).
Al tiempo que buscaban renovar el liberalismo, desde luego, los
intelectuales atacaban sin piedad los pilares del socialismo. En los
años setenta, ese esfuerzo ya había dado sus frutos: el liberalismo
reformulado entró triunfante a dar respuestas a los problemas del
momento. De tal suerte que, cuando las condiciones sociopolíticas
comenzaron a resultar favorables en la década del ochenta (debido,
entre otras razones, a la crisis que afectó a las tendencias rivales:
socialistas, socialdemócratas, etc.) para un regreso de los modelos
liberales centrados en la competencia, el libre mercado y el Estado no
intervencionista o mínimo, las fuerzas conservadoras (inicialmente llamadas nueva derecha) entraron a la escena y prácticamente se apoderaron de ella. La crisis liberal había terminado. Ahí se vio el valor de la
teoría sociopolítica.
Las concepciones liberales renovadas no sólo orientaron las
prácticas llamadas neoliberales desde entonces, sino que dieron a esas
actuaciones la fuerza argumentativa y el prestigio para asegurarse el
apoyo, o al menos el asentimiento, de vastos sectores de la población
(en primer término, de intelectuales otrora de izquierda, encandilados
con las nuevas ideas). Como consecuencia del trabajo exitoso de la
intelligentsia liberal, el liberalismo, en sus diversas expresiones, se ha
convertido en un fuerte polo de atracción. El atractivo de esta doctrina
se refuerza, a su vez, con el logro de su mayor éxito: la penetración que
ha alcanzado la idea de que el capitalismo es ineludible y no puede ser
superado, lo que ha contribuido al desplazamiento de un sector de la
izquierda hacia los tópicos liberales. Como lo ha resumido Callinicos,
el colapso estalinista “y el fracaso socialdemócrata han conducido a la
creencia casi universal de que el capitalismo no puede ser trascendido.
En Occidente, al menos, las distintas posiciones políticas en competencia tienden todas a referirse a alguna versión de la ideología liberal;
cuando no al neoliberalismo de las décadas de 1980 y 1990, a sus
variantes comunitaristas o igualitarias, representadas respectivamente por el republicanismo civil o por las teorías de la justicia de
Dworkin y Rawls. En esa medida el aserto de Fukuyama de que el
capitalismo liberal ha visto desaparecer a todos sus rivales ideológicos
sistémicos se ha hecho cierto: parafraseando a Sartre, el liberalismo constituye el horizonte del debate intelectual y político hoy en día”
(Callinicos, 2000: 136). Así, pues, romper este círculo, desde la teoría y
la práctica, es una tarea de primera magnitud. El pluralismo tiene
escaso futuro en la órbita liberal en que se mueve hoy el mundo.
Conviene subrayar que el vigor político-ideológico que mostró el
neoliberalismo se fundó en buena parte en las teorías y los principios
laboriosamente formulados por un ejército de intelectuales, entre los
cuales hay que agregar a Robert Nozick y John Rawls. El nuevo pensamiento liberal anunciaba la buena nueva de que, por ejemplo, una
sociedad podía contener fuertes desigualdades y, sin embargo, ser
“justa” (el célebre principio de diferencia de Rawls)5
; o que el liberalismo, después de todo, podía sostener moralmente la preeminencia de
la libertad individual, por encima de cualquier pretensión igualitaria
planteada desde intereses colectivos, sociales, culturales o políticos.
No es esta la ocasión para abordar el enfoque de la justicia que ha servido de base moral y política al neoliberalismo durante las últimas
décadas. Tan sólo insistiré en que si queremos cimentar la fuerza
social y política que merecen los planteamientos pluralistas, se requiere combatir la hegemónica perspectiva liberal y plantear una alternativa clara y convincente. Aunado a esto, es obligado realizar un vasto
esfuerzo a fin de lograr que los principios y propuestas para organizar
la sociedad que surjan de las izquierdas pluralistas sean asumidos por
la gente, particularmente por los inmensos grupos identitarios que
sufren los estragos del capitalismo.
¿ES LA IDENTIDAD UNA REIVINDICACIÓN PROGRESISTA?
El programa pluralista debe garantizar el máximo de libertades y la
plena participación de todos los ciudadanos (insistiendo también en
las formas de democracia participativa y directa), así como de las
colectividades integrantes, en tanto tales. Debemos ser, por consiguiente, campeones en la defensa de los derechos individuales y colectivos. Pero hay que trabajar en una elaboración propia de los derechos
individuales que supere la visión liberal de los mismos, planteados
apriorísticamente por esta como universales, cuando a menudo se trata sólo de la voluntad de generalizar sus principios particulares. El
liberalismo, es sabido, se comporta como el demiurgo que controla la
varita mágica de la universalización: es universal el principio, el derecho o la institución que esta doctrina define como tal, mientras niega
esa facultad a cualquier otra visión del mundo, pues sólo el sistema
liberal es depositario de las luces de la razón humana (fuente de lo
universal por antonomasia). Frente a esto, hay que colocar el contexto
y lo cultural en la definición de los mismos. Similares desafíos se
levantan respecto a los llamados derechos colectivos. Hay aquí desacuerdos, en el seno mismo de las filas progresistas, no liberales, que
deben ser analizados.
Conforme la afirmación de las culturas y la militancia por reivindicaciones de grupos se han intensificado en los últimos tiempos,
la cuestión de las identidades deviene un tema polémico en el seno de
los movimientos sociales en casi todo el mundo. Aunque la problemá-
tica no es nueva, lo notable es que ahora constituye una de las principales líneas de quiebre entre tendencias, al igual, por cierto, que ocurre a últimas fechas en las filas del liberalismo (Díaz Polanco, 2001:
12-19). Mientras ciertas corrientes (denominadas nueva izquierda,
neomarxismo o posmarxismo) encarecen el valor de las identidades y
la importancia de que las luchas se desplieguen en este plano de la realidad, otras ponen en duda que se trate de un tipo de reivindicaciones
que deba ser asumido por la izquierda, entre otras razones de peso
porque no creen que las luchas por las diferencias y su reconocimiento supongan una recusación del capitalismo mismo. Dadas las limitaciones de espacio, expondré aquí los que me parecen algunos aspectos
centrales de este debate.
Al menos en los años recientes, una de las voces que más ha
influido en las posiciones que recelan de la llamada política de la identidad es la de Eric Hobsbawm. El prestigioso historiador marxista pronunció una conferencia en mayo de 1996, en la que se encuentran afirmaciones tajantes que de inmediato tuvieron repercusión en círculos
de la izquierda y, para sorpresa de algunos, también de la derecha.
Hobsbawm sostiene que la política de la identidad no puede ser asumida por la izquierda porque el proyecto político de esta “es universalista: se dirige a todos los seres humanos”, esto es, rebasa los objetivos
específicos de cada grupo. En cambio, la política de la identidad (ya
sea que se refiera a las causas nacionales, regionales, étnicas o de
género) está orientada a los intereses particulares de algún grupo. Los
principios universales asumidos por la izquierda –como libertad, igualdad y fraternidad– no se proclaman para sectores determinados,
advierte Hobsbawm, sino “para todo el mundo”, “para todos los seres
humanos”. Su conclusión no deja lugar a dudas: “Por esa razón, la
izquierda no puede basarse en la política de la identidad. Los temas
que la ocupan son más amplios” (Hobsbawm, 2000: 120).
Antes de examinar más de cerca la posición de Hobsbawm, permítanme un breve paréntesis para observar que, en países como
México, el texto de este fue aclamado con entusiasmo por un sector de
la intelectualidad liberal. Precisamente por aquel que ve en la defensa
de la etnicidad, y particularmente en las demandas autonómicas de los
pueblos indígenas, una de las mayores amenazas para el proyecto liberal. De inmediato, el texto fue editado en español y elogiado por connotados liberales (Hobsbawm, 1996). Voceros liberales no sólo saludaron los referidos planteamientos de Hobsbawm como un paso positivo, sino que, basándose en ellos, se permitieron sermonear a la
izquierda local por su proclividad a favorecer demandas particularistas, en lugar de sostenerse en la tradición universalista de la izquierda
que aquel había ponderado. Contemplamos entonces un hecho poco
frecuente: los liberales dando lecciones o aconsejando a la izquierda
sobre la línea teórico-política que a esta le conviene6
. Por un extraño
giro, lo políticamente correcto para el liberalismo sería también lo
políticamente correcto para la izquierda.
Desde luego, no se puede culpar a Hobsbawm por los usos que la
derecha de América Latina, o de cualquier parte, haga de sus escritos.
No obstante, es evidente que si las ideas del historiador deben interpretarse como un radical rechazo de las identidades en tanto tema legítimo de la izquierda, a cambio de secundar un universalismo inmune a
cualquier consideración de las particularidades, las posiciones liberales
se verían favorecidas, dado el histórico universalismo que ha caracterizado a esta última doctrina desde sus orígenes (Díaz Polanco, 2000).
Desde el otro ángulo, como esperamos dejar claro, rechazar el universalismo liberal y sus variantes (especialmente el racionalismo constructivista y sus versiones igualitarias) no debe implicar que, como única
opción, la izquierda esté condenada a abrazar una política de la identidad fundada en el particularismo relativista, ciega a la existencia de las
clases y a los intereses comunes que tradicionalmente se vinculan con
nociones como libertad, igualdad y justicia.
Si lo que se propone Hobsbawm es refrendar el universalismo
insensible a la diversidad, me parece que la izquierda debe rechazar
esa propuesta sin vacilación. Tal camino no fortalecería a la izquierda
sino que favorecería el programa de la derecha, en especial el del liberalismo no pluralista, individualista y excluyente. Pero hay motivos
para sospechar que el universalismo que los liberales ven en el texto
del intelectual marxista es una interpretación sesgada y oportunista
que busca llevar agua al molino de la derecha. Es cierto que hay en el
texto citado afirmaciones rotundas en contra de la política de la identidad, pero se trata de un rechazo de ciertas formulaciones y prácticas:
aquellas que responden al fundamentalismo etnicista (tan presente en
Latinoamérica al menos desde los años setenta del siglo XX) y a los
peculiares desarrollos del actual multiculturalismo, predominante en
la sociedad anglosajona y con creciente influencia en nuestra región.
Hobsbawm admite que la izquierda siempre ha incluido en sus
luchas a grupos de identidad, sin renunciar a lo que le es propio: el “interés común” por la igualdad, la justicia social y causas por el estilo
(Hobsbawm, 2000: 121). Así las cosas, cuando el autor rechaza la política de la identidad, uno puede entender justificadamente que se está
oponiendo a un tipo de política de la identidad, a una corriente, cada
vez más ardorosa y envolvente, que termina por poner de lado tales
“intereses comunes” –vitales para la izquierda– y ceñirse de modo exclusivo a las particularidades y los fines específicos de determinados grupos. Pero, ¿rechazar esa política supone que la izquierda no deba sostener firmemente su propia política acerca de las identidades? No definir
su propia política al respecto significa para la izquierda, en primer término, atarse de manos y dejar un vasto campo libre a la derecha. En
segundo término, no interesarse por las identidades equivaldría a mantener un grave déficit teórico-político de la izquierda que, hasta ahora,
no ha aquilatado lo suficiente el alto valor social y moral de la diversidad para la construcción de una sociedad cabalmente justa.
El propio Hobsbawm apunta en la dirección apropiada cuando
caracteriza las identidades. Estas, dice, se definen negativamente, por
contraste con “otros”; pero en algún grado son optativas, en tanto son múltiples y en verdad nadie tiene una única identidad. La gente combina y acomoda estas diversas pertenencias (y también las jerarquiza,
agreguemos), por lo que dichas identidades no son estáticas o fijas.
Todo lo cual no es ajeno al hecho de que el fenómeno identitario
“depende del contexto” y, por lo tanto, es tan dinámico y cambiante
como la trama social en la que cobra vida y significado (Hobsbawm,
2000: 116-118). Esta perspectiva de las identidades múltiples es ciertamente uno de los cuadros básicos en el que debemos desarrollar una
política propia acerca de la diversidad. Y, razonando a contrario, de
ella se desprende que de seguro debemos rechazar cualquier política
fundada en las identidades como si fuesen esencias, entes estáticos o
invariables, únicos e irreductibles entre sí, que no admiten la combinación de pertenencias y, en fin, imponen la política de la identidad
exclusiva. Todo ello promueve el aislamiento, la intolerancia y, finalmente, en lugar de fomentar el pluralismo termina estimulando el paisaje de la homogeneidad múltiple constituida por conglomerados
separados y en permanente tirantez. No menos importante es que una
política de la identidad de esta naturaleza hace caso omiso del contexto y, por consiguiente, ignora los cimientos socioeconómicos y el régimen de dominación política que son los nervios articuladores de las
desigualdades nacionales, étnicas o de género; por ello, además, alimenta la ilusión de que pueden encontrarse soluciones al margen de
cambios de fondo en las estructuras socioeconómicas, las relaciones
de clases, y de transformaciones de las prácticas culturales y políticas
enraizadas en aquellas estructuras.
De suerte que rechazar toda política de la identidad no puede
adoptarse como la guía más aconsejable en el umbral del tercer milenio, sin que ello implique un tremendo costo. Lo que se requiere es
definir una política progresista de la identidad que garantice la articulación de los cambios estructurales para alcanzar la igualdad y la justicia, por un lado, con los cambios socioculturales para establecer el
reconocimiento de las diferencias y desterrar las desigualdades que
minoran y faltan el respeto a los grupos identitarios, por otro lado.
Después de una larga etapa en que la izquierda privilegió la redistribución, esto es, la lucha por la igualdad social y contra la explotación que
contrae la existencia de las clases, estamos asistiendo a una fase en
que distintos movimientos dan prioridad a la lucha política contra la
dominación cultural y a favor del reconocimiento de las diferencias
fundadas en la nacionalidad, la etnicidad, el género y la sexualidad. La
reacción casi automática de un sector importante de la izquierda ha sido rechazar el reconocimiento y afirmarse en sus tradicionales formulaciones sobre la redistribución; otras posiciones de la izquierda
simplemente han aceptado sin reservas ni crítica la política de reconocimiento en boga, según los cartabones del etnicismo esencialista o
del multiculturalismo liberal, para los que el problema de la discriminación y la exclusión cultural desplaza el problema de la explotación y
la desigualdad socioeconómica o lo coloca en un segundo plano.
Ambos caminos conducen a callejones sin salida. Trascenderlos
requiere una crítica tanto de las formulaciones que favorecen sólo la
redistribución como de aquellas que se limitan al reconocimiento, al
menos como se han planteado hasta ahora.
MULTICULTURALISMO Y DERECHOS HUMANOS
Un paréntesis. En las últimas décadas se produjo un cambio importante: tiene que ver con el desarrollo de una ideología universalista –de
neto corte liberal– que ha ido penetrando en el pensamiento de
izquierda y progresista en los últimos tiempos. Los cuadros más destacados del pensamiento liberal y sus aparatos de formación de opinión
pública han dedicado un esfuerzo formidable en décadas recientes a
modelar esta visión, especialmente en lo que hace a los derechos
humanos. En este terreno se ha concentrado parte importante de la
batalla ideológica. Los derechos humanos, de ser prerrogativas histó-
ricas, construidas por las sociedades, que responden a necesidades
concretas de justicia de las agrupaciones humanas, pasan a ser esquemas previos, supuestamente fundados en principios ahistóricos, categóricos, absolutos. Supuestamente de ahí les viene la universalidad,
puesto que están determinados de antemano, tanto por lo que hace a
su contenido como a la forma específica de su ejercicio. En suma, la
perspectiva liberal resulta así la depositaria del saber sobre la libertad,
la justicia y otros valores, traducidos al lenguaje de los derechos.
El liberalismo predominante (especialmente en sus formulaciones deontológicas más recientes) obtiene un triunfo notable cuando
logra colocar al menos parte del pensamiento pluralista o de izquierda
en la lógica de un falso universalismo que favorece en todo al statu quo
capitalista. Entiéndase: no es, ni mucho menos, que los proyectos
democráticos o pluralistas deban reñir con los derechos de las personas y los grupos (colectividades con identidades propias, por ejemplo),
sino que tales derechos deben concebirse como históricos, situados,
emanando de concepciones del bien que son obra de los hombres y sobre las que van construyendo acuerdos. En este sentido, los derechos son universalizables: se forman mediante el diálogo, la discusión
y el acuerdo entre las comunidades humanas. Esa es su verdadera
fuente, y no ningún principio o imperativo del que los pensadores de
una o más sociedades tienen la clave. Así, por cierto, surgieron los
derechos contenidos en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, no sin fuertes debates que aún están vivos: son universales
en cuanto la generalidad de las sociedades los han adoptado, manifestando su acuerdo.
Esto está lejos de esquemas previos que definen hasta en sus
menores detalles cuáles son esos derechos de una vez y para siempre y,
particularmente, cómo deben ejercerse en la práctica (qué instituciones, qué mecanismos, qué procedimientos, etc.). Que los derechos
humanos tienen un claro soporte histórico se deduce del sencillo
hecho de que estos se han ido construyendo y han ampliado su rango,
proceso que está lejos de haber concluido. Nuevas “generaciones” de
derechos han surgido en los últimos años, y órdenes nuevos están apenas en proceso de consolidación, como es el caso de los llamados derechos colectivos, parte de los cuales se está fraguando en el diálogo que
realiza el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre los derechos de
los pueblos indígenas del mundo.
El procedimiento liberal sigue otro camino: definir principios
universales de justicia, por ejemplo, que excluyen cualquier concepción
particular del bien, para poner el énfasis en una visión de lo justo que
también se pretende universal. Examinada con detalle, esta visión de lo
justo esconde una concepción particular del bien, que es en verdad el
sustento de la primera. Por ello, no es sorprendente que los principios
universales que sustentan la justicia, los derechos humanos, se correspondan perfectamente con el modo de vida de las sociedades llamadas
liberal-democráticas de Occidente (y particularmente de su parte
Noratlántica). Los teóricos liberales advierten tan afortunada coincidencia y razonan que ello se debe a que, en rigor, la forma particular de
ver el mundo de esa parte de Occidente es la consumación de los principios universales que ellos no han formulado, sino que sólo han descubierto en los entresijos del alma humana. Ahora podemos estar tranquilos, pues los principios de la democracia liberal (anglosajona, para
más señas) tienen la consistencia de la razón universal y es por ello que
deben ser adoptados por todas las sociedades sin distinción.
Esta manera de razonar, que causa tanta fascinación en ciertos
círculos intelectuales (se perciban o no sus sutilezas), tiene el doble problema de que oculta el particularismo que está detrás del universalismo y aplasta la diversidad. El primer problema lo advierten los crí-
ticos recientes de este enfoque liberal, tanto internos como externos.
Coinciden en un punto: lo peculiar del liberalismo no es que sus presupuestos y los modelos sociopolíticos que de ellos derivan sean universales (en el sentido de estar fundados en la razón humana, como declaran los liberales), sino que es la doctrina que ha llevado más lejos la
pretensión de convertir todas sus concepciones particulares del bien
en normas generales. El liberalismo en boga, recuerda Taylor, “parece
suponer que hay unos principios universales que son ciegos a la diferencia”. Lo preocupante, agrega, es “que la misma idea de semejante
liberalismo sea una especie de contradicción pragmática, un particularismo que se disfraza de universalidad” (Taylor, 1993: 68). No hay, en
verdad, mejor coartada política que hacer pasar mi propia e interesada visión del mundo como la única que puede sustentar la forma de
organización sociopolítica que es racional y moralmente legítima.
Según este enfoque, la libertad, la democracia, por ejemplo, sólo se
pueden ejercer de acuerdo con ciertos moldes, con lo que los correspondientes derechos pasan a ser, realmente, muy particulares: responden más a los patrones de una tradición cultural y política específica
que a supuestos imperativos universales. Su universalidad, más bien,
proviene de la voluntad poderosa de un tipo de sociedad que decide
que su visión del mundo debe ser reconocida universalmente como la
vida buena: la única forma legítima, democrática, etc., de ordenar la
sociedad y sus instituciones.
Todo el que se aparta de tal universalidad y explora otros caminos, en aras de buscar formas más justas de organizar los grupos
humanos (a fin de acrecentar las libertades reales de todos, la solidaridad, el bienestar de la colectividad), es un violador de los derechos
humanos. Y es así como se puede llegar a la aberración de que sociedades en donde los derechos de las personas y los grupos alcanzan
buenos niveles puedan ser acusadas de infringirlos, mientras otras son
pasadas por alto. Esto lleva también, y ya tenemos inquietantes ejemplos concretos de ello, a justificar la aplicación de la fuerza contra
ciertos países (intervenciones humanitarias, claro) para reponer la
normalidad dictada desde los centros de poder mundial. El derecho a
la intervención humanitaria comienza a configurarse como un nuevo
derecho universal a la medida de los intereses de los mandarines de la
globalización. Para lograr todo ello, adicionalmente el pensamiento
liberal ha realizado una doble operación de cirugía mayor, consistente en reducir prácticamente los derechos a unos cuantos, y estos a su
manera.
La primera operación consiste en distinguir arbitrariamente
entre derechos civiles y políticos, por una parte, y derechos económicos,
sociales y culturales, por otra. Al tiempo que el tema de los derechos
humanos adquiere una relevancia cada vez mayor en el mundo, el
debate crítico en torno a lo que estos realmente significan y, sobre
todo, a las prerrogativas individuales y colectivas que abarcan debería
intensificarse. Lo que creo observar en algunos intelectuales, en cambio, es una mansa aceptación de los tópicos que pregona el liberalismo. Aquella separación entre órdenes de derechos es un ejemplo pertinente. No existe ni el más mínimo fundamento para ello. Pero la disociación tiene el efecto de apuntalar el sesgo individualista de los derechos y, como veremos, de deshacer el eje social que cruza transversalmente los mismos. Al final, los únicos verdaderos derechos terminan
siendo los civiles y políticos, mientras los demás son sólo deseos poco
realistas, moralmente no exigibles, aspiraciones que se dejan para las
calendas griegas. Es un asunto crucial, pues resulta evidente que
desde los países ricos, conforme aumenta su poder económico y polí-
tico merced a la llamada globalización, se impone una visión sesgada,
desequilibrada y egoísta de los derechos humanos, minimizando o
dejando de lado sus contenidos económicos, sociales y culturales. En
el fondo de esto, está la vieja distinción que hace la doctrina liberal
entre la libertad (sobre todo la llamada libertad negativa) y la igualdad,
ahora convertida por los estados centrales –incluso en el seno de las
Naciones Unidas y contra el espíritu de su Declaración– en imperativo
ideológico a escala mundial y en la única y universal verdad moral.
La verdad es que los derechos humanos son integrales (civiles y
políticos/sociales, económicos y culturales/individuales y colectivos) o
no son más que un arma de combate político. Si no se insiste en cada
caso y a cada paso en la integralidad, se favorece un falso universalismo interesado (en realidad, nada universal sino muy particular y propio de una manera de ver el mundo, de organizar la dominación de la
sociedad). La organización Amnistía Internacional ha reparado recientemente en este hecho. Paul Hoffman, presidente de esta organización,
lo reconoció en su discurso ante el III Foro Social Mundial de Porto
Alegre: “El derecho internacional de derechos humanos es mucho más
que los derechos civiles y políticos. Va mucho más allá del limitado
concepto que se circunscribe a la protección del ciudadano de las injerencias del Estado en sus libertades fundamentales. La perspectiva de los derechos humanos hace igual énfasis en la idea de la dignidad
humana y en lo que se requiere que hagan los Estados (en términos
positivos) para garantizar que la vida se vive con dignidad”. Y agregó:
“Durante demasiado tiempo se ha prestado demasiada poca atención a
los derechos económicos y sociales y, en este respecto, Amnistía
Internacional comparte algo de la culpa. Hasta hace bien poco nuestra
organización no se había comprometido a trabajar por toda la variedad
existente de derechos humanos” (Hoffman, 2002: 23-24).
Veamos la segunda operación: una vez que han sido separados,
los derechos son jerarquizados por el liberalismo. Ilustres liberales,
desde J. Locke a I. Kant, desde I. Berlin a J. Rawls, han insistido en
que la libertad tiene prioridad (más o menos absoluta) sobre la igualdad, y que ninguna restricción de la primera es admisible para alcanzar mejorías prácticas en materia de justicia y fraternidad humanas.
La jerarquía liberal establece que existen derechos sustantivos (que
son inalienables), y adjetivos (que pueden pasarse por alto, al menos
hasta que se realicen plenamente los primeros). En ese marco, previsiblemente los derechos civiles y políticos se afirman como los fundamentales, mientras los económicos, sociales y culturales ocupan una
posición secundaria, aunque el ejercicio pleno de estos sea una evidente condición para construir sociedades justas e igualitarias. En los
hechos, esta arbitraria jerarquía, asumida acríticamente por ciertos
círculos intelectuales, ha operado como el más formidable obstáculo
para que la mayoría de la humanidad disfrute del elemental derecho a
una vida plena. En Teoría de la justicia, considerada una de las últimas
obras maestras del liberalismo, Rawls buscó conciliar la libertad con
la igualdad, incorporando en la doctrina el célebre “principio de diferencia” (regulador de las desigualdades). Pero no tardó en recaer en la
prioridad del “principio de libertad”, de modo que ningún principio
regulador de las desigualdades socioeconómicas puede intervenir
hasta que aquel haya sido plenamente satisfecho (el “orden lexicográ-
fico”). En estas condiciones las cuestiones relativas a la igualdad pueden quedar permanentemente aplazadas, dando lugar a la paradójica
“justicia” de la desigualdad y la explotación, que no es más que un
retrato de las actuales democracias capitalistas (Rawls, 1979: 52-53).
Los derechos humanos así jerarquizados no responden a ningún
imperativo universal; constituyen el punto de vista particular de una
doctrina, asumido por grupos de intereses también muy determinados. Se entiende que busquen hacer pasar esta visión como la racional
y universal. El motivo es sencillo: si todos los derechos fuesen considerados en el mismo plano de importancia y como interdependientes,
gobiernos que hoy se proclaman como campeones de los derechos
humanos quedarían situados como los mayores violadores, pues con
sus políticas han extendido la sombra de la desigualdad y la miseria
sobre la mayoría de los pueblos. Es un enfoque que se opone a la construcción de sociedades tan igualitarias y justas como libres y solidarias, que es la generalizada aspiración de la humanidad. La reducción
de los derechos humanos es una de las formas ideológicas que adopta
la oposición neoliberal a cualquier cambio del mundo en un sentido
democrático y pluralista. En su marco, otro mundo jamás será posible. Los grupos identitarios (particularmente los pueblos indios del
mundo) ven limitados drásticamente, e incluso negados, sus derechos
socioculturales, siempre relegados a un segundo plano respecto de los
considerados por el liberalismo como fundamentales. En los hechos,
esta visión se ha concretado como una defensa abstracta, formal y unilateral de la libertad (en realidad de ciertos derechos civiles, entendidos según los valores de los poderosos), en detrimento u olvido de la
justicia entendida como igualdad que constituye, sin duda, la médula
de los derechos humanos proclamados por las naciones en 1948.
En resumidas cuentas, el liberalismo, que nació como una perspectiva filosófica y una ideología política entre otras, amenaza con
convertirse en un pensamiento único. Pero no sólo eso. Además, se
está traduciendo en una intolerante política internacional, dogmáticamente impuesta sobre todo el orbe, que permite repartir condenas o
reconocimientos a conveniencia. En esa atmósfera, la noble defensa
de los derechos humanos corre cada vez más el peligro de trocarse en
mero instrumento de manipulación política y en el manto que cubre la
hipocresía de los poderosos (particularmente del gobierno norteamericano y sus aliados), en perjuicio de los países más débiles.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos indica en su
primer párrafo que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos”. No es difícil llegar al acuerdo de que esta debe
ser una idea inspiradora, un presupuesto internacionalmente aceptado. Pero lo que necesitamos no es que se nos repita que es un principio
universal, sino que a la luz de este principio se extraigan las consecuencias y se explique por qué muchos millones de seres humanos,
que según esa máxima nacieron libres e iguales en dignidad y derecho,
viven en la opresión y la pobreza; y qué sería necesario hacer para que
esto no siguiera ocurriendo. Si todos nacemos libres e iguales, ningún
principio sobre la libertad que pueda esgrimirse para imposibilitar que los seres humanos alcancen la igualdad en dignidad y derechos puede
proponerse como una norma moralmente válida. La única norma que
puede pretender universalidad es la que procura la justicia para todos.
Estimo que el análisis de estos problemas, que apenas he esbozado, debería ser materia del trabajo de los intelectuales que adoptan
un talante crítico, en sus variadas modalidades. Parece haber cierto
acuerdo acerca de que la principal tarea de estos intelectuales es abordar la sociedad que les tocó vivir, mediante la evaluación atenta de las
evidencias, contrastando los enfoques con las pruebas que brotan de
la diversidad del mundo… Pero esto no puede lograrse a partir de vaporosas nociones que ahorran el análisis concreto e ignoran los contextos. Por el contrario, el pensamiento crítico no se lleva bien con los
pretendidos principios universales o inmutables. En este sentido, la
reflexión sobre los temas apuntados debe remontar los tópicos que
están configurando un pensamiento políticamente correcto: por ejemplo, la defensa abstracta de ciertos derechos civiles y políticos, mientras cotidianamente, y en parte merced a esos tópicos, se violan los
derechos a la vida digna y plena de millones de personas. La crítica
debería enfocar sus baterías hacia un orden sustentado en la impostura, en el que unas libertades se oponen a la justicia y modelan un planeta atestado de menesterosos y desesperados: la inmensa multitud de
los condenados de la tierra. Está visto que esa crítica no puede realizarse con los instrumentos de un universalismo hueco que hace caso
omiso de la variedad del mundo; que en su intolerancia y soberbia no
es capaz, como añoraba Borges, de apreciar “las excelencias ajenas”
porque está enceguecido por sus propios valores y verdades inalterables (Díaz Polanco, 2004: 9-14); que exonera a los culpables y condena
a las víctimas que no aceptan las reglas del juego, sin ni siquiera escuchar sus razones (pues ya se impuso el canon: las razones son universales o no son razones).
IGUALDAD VERSUS RECONOCIMIENTO
Por lo demás, lo que está en juego es una vieja cuestión: la supuesta
disyuntiva entre redistribución (que promueve la igualdad) y reconocimiento (que reivindica la diferencia). Poniendo la vista en México,
observamos una curiosa paradoja: en la actual coyuntura, el Ejecutivo
federal se presenta como un partidario de supuestas medidas redistributivas (envueltas en el desarrollo social), mientras se desentiende del
reconocimiento de derechos (y en esto cuenta con el respaldo de los demás poderes). Se explica este afán gubernamental de presentarse
como interesado en el desarrollo de los pueblos indios si se toma en
cuenta que incumplió totalmente su promesa de reconocer los derechos indígenas mediante la inclusión de los Acuerdos de San Andrés,
firmados con el EZLN, en la Constitución. En efecto, con la complicidad del Ejecutivo, el Congreso General hizo reformas en abril de 2001
que dejaron fuera lo sustancial de dichos Acuerdos (Díaz Polanco y
Sánchez, 2002: 162-167). Se trata, pues, de una especie de “compensación” que ofrece desarrollo para suplir la falta de reconocimiento. Al
margen de que, como es fácil de demostrar, las acciones del gobierno
foxista no son en verdad redistributivas en sentido autonómico, la
perspectiva que queremos defender aquí es que aquella disyuntiva es
falsa. No necesitamos escoger. El punto es, y siempre ha sido, cómo
lograr reconocimiento e impulsar la igualdad simultáneamente, como
partes del mismo proceso.
Hay que recordar los planteamientos básicos ya mencionados:
las identidades que el régimen de autonomía busca sustentar y valorar
son múltiples; los grupos identitarios combinan y jerarquizan diversas
pertenencias. Las identidades no son estáticas porque no son ajenas a
determinados contextos. Cualquier visión esencialista es inconveniente, entre otras razones porque resulta contraria al pluralismo y termina por ignorar los cimientos socioeconómicos y el régimen de dominación política que están en la base de todas las desigualdades (nacionales, étnicas o de género).
De lo que resulta que desvincular la vertiente socioeconómica de
una política de la identidad es tan incorrecto como dejar de lado el
reconocimiento. La autonomía es una política de la identidad que
busca articular los cambios estructurales para perseguir la igualdad y
la justicia con los cambios socioculturales para establecer el reconocimiento de las diferencias y cancelar todo género de subordinación,
exclusión o discriminación de los grupos identitarios. Durante una
larga etapa, la izquierda privilegió la redistribución, esto es, la lucha
por la igualdad social y contra la explotación, prescindiendo más o
menos radicalmente del reconocimiento de las identidades7
. Últimamente, movimientos muy diversos dan exclusividad (o casi) a la lucha
contra la dominación cultural y a la reivindicación de las diferencias fundadas en la nacionalidad, la etnicidad, el género y la sexualidad. Su
fuerza y extensión es una novedad. Lo peculiar de esta corriente en
ascenso es que regularmente acepta sin reservas ni crítica la política
de reconocimiento en boga. Me refiero al reconocimiento que se funda
en los cartabones del etnicismo esencialista o del multiculturalismo
liberal, para los que el problema de la discriminación y la exclusión
desplaza el problema de la explotación y la desigualdad socioeconómica o lo coloca en un plano muy secundario. Como indicamos antes,
ambas propuestas me parecen equivocadas. Trascenderlas es el reto.
Hace varios lustros, insistimos en la necesidad de considerar
simultáneamente dos géneros de transformaciones: a) las dirigidas a
las relaciones socioeconómicas y b) las que debían enfocarse a la
dimensión sociocultural, ya que sólo las primeras no bastaban para
construir sistemas democráticos y pluralistas. Y yo subrayaba que
suprimir las desigualdades socioculturales no implicaba eliminar la
diversidad. Construir lo que entonces llamé “democracia nacional”
(pues implicaba “el replanteo del conjunto de la nación en tanto
comunidad humana”) suponía que las dos dimensiones señaladas
eran parte del mismo proyecto (Díaz Polanco, 1987: 15-17).
El proyecto (político y analítico) de Fraser explícitamente da
por sentado que “la justicia hoy en día precisa de dos dimensiones:
redistribución y reconocimiento”, y la tarea pendiente consiste en
desentrañar su relación. “En parte –explica la autora– esto significa
resolver la cuestión de cómo conceptualizar el reconocimiento cultural y la igualdad social de forma que éstas se conjuguen, en lugar de
enfrentarse entre sí […] También significa teorizar las formas en las
que la desigualdad económica y la falta de respeto cultural se encuentran en estos momentos entrelazadas respaldándose mutuamente.
Posteriormente, significa clarificar, además, los dilemas políticos que
emergen cuando tratamos de luchar en contra de ambas injusticias
simultáneamente” (Fraser, 2000a: 127).
Un supuesto implícito en todo lo indicado es que una política
autonomista no debe suponer que los pares diferencia-reconocimiento, de una parte, e igualdad-redistribución, de la otra, sean
necesariamente incompatibles. Son las respectivas formulaciones
actualmente en pugna las que los convierten efectivamente en antité-
ticos, teórica y políticamente. La revisión crítica referida –de la que,
por cierto, no partimos de cero– supone entender que igualdad y diferencia no sólo no son nociones contrapuestas sino que se refieren a
dos metas estratégicas de la autonomía, que requieren una necesaria armonización en la teoría y la práctica. La diferencia no es un sinó-
nimo de desigualdad ni la igualdad es un fin contrapuesto a la diversidad. La sociedad de las autonomías es aquella en que la igualdad y
la diferencia van de la mano8
.
Una de las debilidades de nuestro multiculturalismo radica en la
oscilación arbitraria entre igualdad y reconocimiento. En coyunturas
distintas se pone el énfasis en una u otro, sin que se alcance una integración óptima. En el pasado, lo frecuente fue abordar la llamada problemática étnica como si involucrara sólo a grupos socioeconómicos
(campesinos, etc.); en los últimos tiempos tiende a predominar la tendencia que reduce la cuestión a entidades culturales que no marcan
serias demandas de redistribución. En cada caso, la pregunta que
queda sin responder es: ¿qué redistribución implica el reconocimiento
de la diversidad y, en su turno, qué política cultural de la diferencia es
una condición o un prerrequisito para cualquier proyecto social que
propugne por la igualdad?
La indefinición tiene un efecto deformante en las políticas
públicas. Como hemos visto al referirnos a la política foxista, las
acciones de desarrollo social –cualquier cosa que eso signifique en realidad–, por una parte, y el reconocimiento, por otra, se encuentran
fuertemente enfrentados, como polos que se excluyen mutuamente.
Pero la contradicción o la ambigüedad también pueden invadir a proyectos (progresistas) concebidos para construir una política de la
identidad que sea favorable a los pueblos. La tensión entre reconocimiento y redistribución se advierte, por ejemplo, en los Acuerdos de
San Andrés. Un aspecto ilustrativo de ello lo constituye el reconocimiento del derecho de los pueblos y comunidades al uso colectivo de
los recursos naturales en sus territorios. Este es un tema pertinente
aquí porque se trata de un derecho que precisamente articula el reconocimiento de los pueblos como entes autónomos (o entidad de derecho público, como se indica en los Acuerdos) con la asignación de bienes a dichos pueblos para procurarles un piso de sustentabilidad. Esa
asignación operaría como un mecanismo redistributivo que tendría
como efecto promover la igualdad, en la medida en que beneficiaría a
un sector actualmente muy desfavorecido.
En un escrito publicado después de la decisión de la Suprema
Corte mexicana sobre la legalidad de las reformas realizadas por el
Congreso de la Unión en 2001, J. Fernández Souza aconseja examinar
qué es lo que proponen sobre el punto de los recursos los Acuerdos de
San Andrés, la propuesta COCOPA y el texto constitucional reformado.
En los Acuerdos se asume que las comunidades indígenas tengan preferencia en las concesiones para la explotación y aprovechamiento de los
recursos naturales. En el texto COCOPA, aunque se marca el acceso
colectivo a dichos recursos, no se señala preferencia alguna. Finalmente,
en la reforma constitucional de 2001, pese a las limitaciones ya señaladas, se establece el uso y disfrute preferente de los recursos naturales.
Como se sabe, el actual marco constitucional establece que los
recursos naturales son propiedad de la nación. De estos, se reservan
unos que sólo pueden ser explotados por la misma nación, mediante
sus organismos públicos, como es el caso de los hidrocarburos. En
cambio, otros recursos del suelo y el subsuelo, así como de las aguas,
pueden ser concesionados a particulares o entidades sociales para su
explotación, sin que la nación transfiera su propiedad. Es a estos
recursos a los que podrían acceder los pueblos indios y, también, las
empresas privadas. Si los pueblos o comunidades tuvieran que competir en cada caso con las empresas privadas para la obtención de la concesión correspondiente, es evidente que estas tendrían una enorme
ventaja y, como norma, resultarían las beneficiadas. La única forma de
garantizar que los indígenas accedan al aprovechamiento de los recursos de sus territorios consistiría en establecer un criterio constitucional claro y contundente en su favor, que excluyera la competencia
desigual de las empresas; este criterio sería, dice el autor, instituir el
derecho exclusivo de los pueblos y comunidades a la concesión sobre
esos recursos9
. Pero, arguye Fernández Souza, dado que ninguna de las formulaciones en pugna lo hace (los Acuerdos y la actual carta
magna se refieren a la preferencia, pero no a la exclusividad, mientras
la propuesta COCOPA no alude ni a una ni a otra), estamos ante un
serio vacío que no podría superarse oponiendo “un proyecto a otro”,
sino reabriendo “el debate parlamentario” con el propósito de “afinar
los puntos constitucionales” (2003: 6-8).
Lo que se desprende del examen de este punto tan importante
de los Acuerdos de San Andrés (y no se diga de la propuesta COCOPA)
es que la formulación para garantizar la redistribución a favor de los
pueblos indios en materia de recursos, congruente con el reconocimiento de derechos, adolece de serias insuficiencias. ¿Cómo superar
desequilibrios de este tipo, que seguramente se podrán advertir en
relación con otros rubros de derechos, para que el reconocimiento
vaya asegurado por la redistribución que le dé sustento? Esta deberá
ser una cuestión crucial en adelante. Pero para que se reabra el debate
parlamentario y eventualmente se realice la demandada reforma de la
reforma, no bastarán las buenas razones; se requerirá de la fuerza polí-
tica que lo haga posible. Lo “definitorio” –coincido con el autor– será
la organización y la acción “de los mismos pueblos y de quienes están
con ellos”. En la respuesta del movimiento indígena se encuentra, en
efecto, el quid del asunto (Fernández Souza, 2003: 8).