Rafael Landerreche
Parece broma de mal gusto hablar de focos rojos en cierto lugar cuando el conjunto del territorio nacional parece arbolito de Navidad con focos encendiéndose por todos lados. Pero además de que ningún sufrimiento humano deja de tener importancia por razones numéricas, la situación en Chenalhó reviste particular importancia por lo que significa este municipio chiapaneco. Ahí se ubica la comunidad de Acteal que, según expresión ya consagrada, es la herida abierta donde se pone al descubierto toda la brutalidad de la política gubernamental contra las comunidades indígenas; brutalidad derivada directamente de una estrategia de contrainsurgencia avalada por el entonces presidente Ernesto Zedillo, hoy incorporado a un consejo mundial de ancianos abocado –¡oh, globalización de Kafka!– a promover la paz y el respeto a los derechos humanos.
En Chenalhó en las últimas semanas los hechos se han ido desenvolviendo en forma al parecer inexorable, según un guión de sobra conocido y además denunciado paso a paso sin que las autoridades hagan nada para evitar su trágica culminación (esa pasividad cómplice es parte del guión).
Un pretexto absurdo a finales de abril, coincidente con el momento en que era excarcelado el líder paramilitar Jacinto Arias, originario del ejido Puebla, sirvió para que sus compañeros paramilitares desataran un ataque contra los católicos en dicha comunidad (y aunque suene surrealista, es vital aclarar: esto no es un conflicto religioso). El pretexto era una acción casi de rutina: los católicos decidieron reconstruir su templo, que se estaba cayendo. La reacción del líder paramilitar Agustín Cruz Gómez (que además es pastor presbiteriano y comisariado ejidal) fue convocar a su gente para que fueran a apropiarse del terreno donde había sido construida la iglesia católica. La justificación aducida para este descarado despojo era por demás ridícula: que había personas –antes católicas y ahora presbiterianas– que habían sudado mucho (hace 38 años) para construir el templo original. A pesar de las denuncias firmes y repetidas de los católicos, Agustín Cruz Gómez y su grupo, ante los oídos sordos y la mirada impasible de las autoridades, allanaron el predio de los católicos, lo cercaron con alambre de púas; robaron tranquilamente material de construcción y metieron máquinas del ayuntamiento para aparejar el terreno. Esto sucedía y las autoridades no movían un dedo para impedirlo. Pero apenas los católicos empezaron a construir su templo en su terreno, inmediatamente se presentaron a pedirles que detuvieran su trabajo.
Los sobrevivientes de los ataques paramilitares y del desplazamiento masivo que precedió y acompañó la masacre de Acteal veían como en una pesadilla cómo iba repitiéndose la historia de 97: recordaban cómo en aquel entonces denunciaban el tráfico de armas, las extorsiones, la quema de casas, el despojo de pertenencias, ante la mirada pasiva de las autoridades que simplemente dejaban hacer y dejaban pasar. La secuencia de acontecimientos, las respuestas entre disimuladas y cínicas de las autoridades, las pretendidas mesas de diálogo que no llevaban a ningún lado, todo esto que los sobrevivientes de Acteal habían recordado incontables veces en sus declaraciones públicas y judiciales para tratar en vano de obtener justicia, de pronto ya no eran simples recuerdos, sino dolientes y literales actualizaciones de lo que habían vivido.
En los primeros días todavía pudo haber parecido una exageración comparar el pequeño incidente del templo con la gran tragedia de Acteal. Pero de pronto, el 18 de julio, la violencia dio un salto cualitativo. Ese día Agustín Cruz Gómez, el pastor-comisariado-paramilitar, lanzó a sus huestes a invadir nuevamente el predio de los católicos y a destruir a golpe de marro la construcción, ya para entonces avanzada, del templo católico. Bien asesorado de que la mejor defensa es el ataque, antes de permitir que los católicos denunciaran judicialmente su delito, él acusó públicamente a los católicos de haber envenenado el agua de la comunidad. Con esto creó una histeria que casi culmina en el linchamiento de tres personas. La fiscalía del estado, que había estado contemplando los abusos sin mover un dedo, finalmente actuó para rescatar a los casi linchados a cambio de llevárselos en calidad de detenidos (ahora liberados). Luego, con el pretexto del veneno, el comisariado vació el tanque de la comunidad, con lo que dejó sin agua a los católicos (mientras a ellos los surte el ayuntamiento). De modo que la situación ya no está tan lejos de la de 97: familias secuestradas en sus propias casas, sin acceso al agua ni a los alimentos, guardias armadas que no dejan entrar ni salir más que a los que ellos quieren, al menos seis personas que no pueden regresar a su comunidad por las amenazas de muerte y varias familias en la tesitura de tenerse que desplazar para salvar sus vidas. Los más amenazados son Francisco López Santiz y Macario Arias Gómez y las autoridades no podrán escapar su responsabilidad de cualquier cosa que les pase, pues su complacencia ha sido evidente.
Al escribir estas líneas me llega la noticia de que el pastor-comisariado se ha trasladado a la ciudad de México con sus partidarios y que, arropado por varias organizaciones evangélicas (que lo menos que se puede decir es que pecan de ingenuas) se ha puesto en plantón para protestar por las agresiones de que son objeto por los católicos, con lo cual la historia toma de nuevo tintes surrealistas. Pero lo que parece una farsa, en realidad es la continuación de un guión más siniestro. El templo católico de Puebla no es ahora más que lo que el banco de arena de Majomut fue en 1997: una coartada para confundir.
No hay que dejarse engañar. Agustín Cruz y sus evangélicos van a presentarse como víctimas, no por lo sucedido en Puebla, que cae por su propio peso, sino por lo sucedido, según ellos, en Acteal. Ellos serían las víctimas de Acteal, pobres perseguidos por motivos religiosos a los que se les acusó injustamente de la masacre. Esto es la continuación del intento perverso de rescribir la historia de Acteal de modo que se salve la responsabilidad del gobierno, se haga aparecer todo como un problema religioso y se inviertan los papeles de víctima-agresor. La estrategia de contrainsurgencia es integral: mientras en el terreno ideológico trata de imponer su interpretación de los hechos, en el de la vida cotidiana de las comunidades da otra vuelta de tuerca a la represión y a la intimidación de quienes se resisten al proyecto hegemónico.