“Subjetividad radical” para maquillar la dictadura del capital e intentar ampliar sus formas miserables de “democracia”
“Democracia plural radical”, la impostura postmarxista
Claudia Cinatti *
La contrarrevolución estalinista, las derrotas de procesos revolucionarios y el retroceso subjetivo de la clase obrera en las últimas décadas frente a la ofensiva imperialista ha transformado a algunos “intelectuales críticos”, como Ernesto Laclau, en ideólogos de la resignación, descartando a priori la posibilidad de que la clase obrera en sus futuros combates retome esta experiencia histórica.
En el libro de reciente publicación en español Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda (2003), Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Zizek, proponen un intercambio de ideas teórico-políticas que pretende dilucidar las coordenadas de una nueva “subjetividad radical” emergente de las articulaciones políticas en el campo de los movimientos sociales y sus luchas reivindicativas de los últimos años.
A pesar de las diferencias notables en los enfoques teóricos y de las discusiones políticas más encendidas entre Laclau y Zizek, el punto de partida y de llegada del debate no ofrece otro horizonte más que la búsqueda de “formas radicales de la democracia que tratan de comprender los procesos de representación a través de los cuales procede la articulación política, el problema de la identificación -y sus fracasos necesarios- a través del cual tiene lugar la movilización política, la cuestión del futuro tal como surge para los marcos teóricos que insisten en la fuerza productiva de lo negativo”. (1)
En esta perspectiva de “radicalización” de la democracia, las bases económicas de la propia “democracia liberal” no son puestas en cuestión y por lo tanto debemos suponer que son tomadas como un dato dado, un “fantasma imposible de atravesar”. De los tres autores, Ernesto Laclau es quien expresa con más crudeza la “naturalización” de las “relaciones de mercado” y del “poder”, aunque por la vía de lo que parecería ser su opuesto, la “contingencia” y la “historicidad radical” de las formas de organización social. En su concepción política, lo verdaderamente “radical” es asumir la propia imposibilidad de la revolución social, presentando las condiciones actuales de miseria material y subjetiva como la condición de posibilidad misma de la política de las “diferencias” y, por lo tanto, de la participación “pasional” en los campos de batalla por la hegemonía dentro de los marcos de la democracia liberal-representativa.
En sus intervenciones, Slavoj Zizek reprocha a Butler y Laclau toda falta de referencia al modo de producción capitalista, o mejor dicho, al capitalismo “global” como telón de fondo de producción de las subjetividades fragmentarias sobre las que se basaría la posibilidad de una política “democrática plural o agonística”. Como en otras oportunidades, Zizek intenta incorporar a sus elaboraciones esta dimensión económica que la llamada “política de identidad” no haría más que encubrir, y en ese sentido, su esfuerzo teórico tiende a señalar que en la “realidad posmoderna” continúa predominando la “lucha de clases” frente a la proliferación de múltiples identidades. Al igual que su reivindicación de la “lucha de clases”, su elaboración acerca de las perspectivas de la emergencia de una subjetividad radical (revolucionaria) se basa en una combinación ecléctica de categorías marxistas, leídas a través del prisma de la teoría psicoanalítica lacaniana. (2) Su desacuerdo político más fuerte es sin dudas con Ernesto Laclau, de quien dice al final de libro que se acerca demasiado a “radicalizar simplemente este imaginario democrático liberal, permaneciendo dentro de su horizonte”. Sin embargo, su crítica es impotente. Sus presupuestos teóricos eclécticos y la evidente falta de una alternativa estratégica -expresada en su apelación abstracta a no retroceder frente al “momento de terror” que implicaría toda revolución real-, hace imposible para Zizek articular una respuesta al problema central que plantea Laclau como conclusión de su debate: que la alternativa planteada es entre la democracia liberal o el totalitarismo, ya sea fascista o estalinista.
El debate que se desarrolla en Contingencia… abarca un amplio espectro teórico-político que no nos es posible abordar en estas líneas. En otro artículo de esta revista, nos referimos a las posiciones de Judith Butler. Aquí, nos vamos a centrar en algunos aspectos de la elaboración de Ernesto Laclau referidas a su concepción de lo social y la “deconstrucción” del concepto marxista de “clase”. Por último nos referiremos a la discusión clave esbozada hacia el final del libro sobre estrategia política.
Para la mejor comprensión del lector no familiarizado con la obra de E. Laclau, comenzaremos con una breve introducción de algunos elementos del contexto histórico en el que surge el proyecto de la “democracia radical” y las influencias intelectuales que lo nutren.
La “democracia plural radical”
El itinerario político-intelectual de Laclau hacia la glorificación de la “democracia” (liberal) comenzó a sistematizarse hace varios años, y dio un salto en su formulación con la edición en 1985 de Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una política democrática radical, escrito en colaboración con Chantal Mouffe. Este libro se inscribe en el contexto del auge de la ofensiva neoliberal y su impacto ideológico expresado en el ascenso de las teorías postmodernas que se habían gestado durante la década anterior en Francia, tras el desvío del proceso revolucionario de mayo de 1968, y que en los ’80 habían invadido las academias del mundo anglosajón. (3)
En Hegemonía… Laclau y Mouffe plantean que los cambios económicos, políticos y sociales sobrevenidos con el giro a la derecha reaganiano-thatcherista, notablemente la creciente fragmentación y retroceso de la clase obrera frente a la ofensiva capitalista, ponían al “pensamiento de izquierda ante una encrucijada. Las ‘verdades evidentes’ del pasado han sido seriamente cuestionadas por una avalancha de mutaciones históricas que han sacudido las bases sobre las cuales se construyeron esas verdades”. (4) Más precisamente, la teoría y la estrategia marxista, según los autores, estaba en una crisis profunda, producto de que su “esencialismo clasista” no le permitía comprender y adaptarse a la proliferación de las luchas “particulares”, asociadas con los nuevos “movimientos sociales” -feministas, ecologistas, gays, minorías étnicas- que emergían como los nuevos sujetos antagonistas.
De la combinación de los postulados teóricos postmodernos con la redefinición de lo social como formación discursiva, donde a la “exorbitancia del lenguaje” le corresponde una “exorbitancia de lo político” sin ningún fundamento objetivo en las bases económicas de la organización social capitalista, surge la formulación del proyecto de la “democracia plural radical”, que basándose en la evaluación histórica de los “valores” de la teoría liberal –“igualdad” y “libertad”- termina constituyendo como único horizonte estratégico la “profundización y expansión” de la democracia.
El llamado “postmarxismo” de Laclau es la forma teórica de esta resignación confesa, reafirmada con la caída de los regímenes estalinistas de Europa del este y de la Unión Soviética, con lo que se habría mostrado la “superioridad” de la “democracia liberal” por sobre el totalitarismo estalinista. En su libro Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, publicado en 1990, plantea que “El ciclo de acontecimientos que se abriera con la Revolución Rusa se ha cerrado definitivamente, tanto como fuerza de irradiación en el imaginario colectivo de la izquierda internacional, como en términos de su capacidad de hegemonizar las fuerzas sociales y políticas de aquellas sociedades en las que el leninismo, en cualquiera de sus formas, constituyera una doctrina de Estado. El cuerpo mortal del leninismo, despojado de sus oropeles del poder, nos muestra su realidad deplorable y patética”. (5)
Frente al triunfalismo capitalista de la época y al fracaso del estalinismo, Laclau se propone “salvar al proyecto marxista de la obsolescencia”, al precio de negar sus fundamentos y la posibilidad de una subversión de la sociedad de clases. Es decir, un abandono del marxismo a favor de una reelaboración de los temas del liberalismo político, pretendiendo que éste puede ser separado del liberalismo económico. (6) La “hegemonía” es redefinida en términos de “articulaciones políticas contingentes” de sujetos múltiples particulares cuya identidad es precaria y fragmentaria. La “estrategia socialista” es reemplazada por la “construcción de una democracia radicalizada y plural” en un sistema capitalista en que se combinen la “intervención estatal y los mecanismos de mercado”. Transcurridos casi veinte años de la formulación original de su estrategia, en los que la “democracia” liberal ha sido el instrumento de una ofensiva capitalista sin precedentes, e incluso el justificativo ideológico de guerras imperialistas, Laclau no ha modificado su posición.
En Contingencias… donde sintetiza sus posiciones fundamentales, concluye planteando que la única alternativa frente a la “democracia liberal” es el “totalitarismo burocrático” y en esta dicotomía la opción viable para la izquierda es la “introducción de la regulación estatal y el control democrático de la economía para evitar los peores excesos de la globalización”. (7)
Postestructuralismo y postmarxismo
El “postmarxismo” de Laclau combina las influencias de Foucault, Derrida y en forma indirecta de Lacan, y por lo tanto se inscribe en el contexto de la formulación sistemática de las teorías postestructuralistas. El estructuralismo de las décadas de 1950 y 1960 generalizó los conceptos lingüísticos estructurales a las ciencias humanas, con lo que pretendían darle bases científicas más rigurosas. Lévi-Strauss, por ejemplo, aplicó los análisis lingüísticos a las relaciones de parentesco, Jaques Lacan hizo lo propio con la teoría psicoanalítica y Althusser emprendió la relectura estructuralista de la obra de Marx. Este estructuralismo retomó los conceptos de la teoría semiótica de Ferdinand de Saussure, centrada en el análisis del lenguaje como sistema en términos de sus leyes de operación, aunque dejando de lado la muy pertinente advertencia de Saussure sobre lo inconveniente de aplicar sus categorías lingüísticas a otros ámbitos del conocimiento.
Hay dos definiciones de la teoría saussureana que fueron clave para los desarrollos posteriores: que el signo lingüístico es arbitrario, es decir que la relación entre el significante y el significado es una convención que depende de la cultura, y que su valor es diferencial, es decir que una palabra adquiere significación sólo por referencia a lo que no es. Sin embargo, la crítica postestructuralista que emergió luego del desvío del proceso revolucionario de mayo de 1968, señalaba que Saussure mantenía una relación del signo lingüístico con el referente que pretendía nombrar. La radicalización postestructuralista del modelo lingüístico saussuriano terminó por declarar la naturaleza arbitraria y convencional de todo fenómeno social: el lenguaje, la cultura, la subjetividad y lo social mismo. (8)
El postestructuralismo mantuvo la concepción de la imposibilidad de un sujeto autónomo y su constitución como efecto del lenguaje, reafirmó la contingencia e historicidad, la fragmentación y la política de la vida cotidiana frente a las grandes “abstracciones” estructuralistas. El lenguaje siguió siendo el paradigma pero como un sistema fallido, donde la primacía del significante por sobre el significado hacía imposible cualquier significación, dando lugar a un proceso interminable de interjuego de significantes. Esta producción significante sin significación es lo que Derrida llamó “diseminación”, Lacan “cadena significante”, Deleuze y Guattari, “deseo” y Foucault “discurso de poder”.
La operación ideológica postmoderna suponía la hostilidad a todo intento de totalización, y en ese sentido repudiaba al marxismo como un “gran relato sobre la emancipación”, uno más de los mitos modernos racionalistas con los que se pretendería ocultar la imposibilidad misma de toda totalidad. Pero esta condición es inconsistente consigo misma. El lenguaje se constituyó verdaderamente en una “gran narrativa” que supone la totalidad lingüística y discursiva, extendida al orden social de conjunto, del cual, más allá de la reafirmación de la “particularidad radical”, de la “política de la identidad” y de la “contingencia” no hay forma de salir.
La deconstrucción de un “relato objetivista” sobre el marxismo
La reelaboración “postmarxista” que emprende Laclau tiene como punto de partida la necesidad de superar el supuesto objetivismo de la teoría marxista que la haría uno más en la serie de relatos positivistas del horizonte iluminista, una ilusión ingenua del acceso inmediato y transparente del sujeto a una totalidad social coherente y racional. Como veremos sintéticamente, en realidad Laclau construye una “narrativa” determinista de la obra de Marx para luego proponer una tarea de “deconstrucción” (9) en el sentido derrideano o heideggeriano del término.
En Contingencia… Laclau elige dos pasajes de Marx extraídos de la Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (10) para introducir la discusión en torno al “universal” hegeliano y al “esencialismo” de la filosofía idealista, que hace extensivo a la reelaboración materialista de la dialéctica de Karl Marx, y en general a todo intento de totalización conceptual. Este esencialismo o “metafísica de la presencia”, es decir, la ilusión de encontrar un fundamento objetivo que haga inteligible y transparente la realidad para un sujeto autónomo, es lo que la “condición postmoderna” y la proliferación de múltiples sujetos políticos habrían socavado en las últimas décadas. Aunque formulado en estos términos puede parecer muy abstracto para el lector, constituye la base de la “democracia radical” como única alternativa frente al “totalitarismo” inevitable que acarrearía todo intento de totalización.
Veamos brevemente cómo funciona la “deconstrucción”. Mediante la comparación de los dos textos arriba mencionados, Laclau pretende demostrar que para Marx, la transformación de la clase obrera en “clase universal” como negación del sistema capitalista, responde a razones ontológicas, es decir que es el resultado de una operación especulativa, a la manera en que Hegel deducía las instituciones políticas, las clases y el Estado como momentos de la Idea, permitiendo la emergencia de una totalidad social sin contradicciones. Mientras que en uno de los pasajes Marx intenta explicar el rol de la clase obrera en la emancipación social, en el otro fundamenta los límites de la burguesía alemana para presentar sus intereses de clase como intereses nacionales y, a la manera de la dinámica de la Revolución Francesa, erigirse en la negación del orden existente. (11)
Para Marx, estos límites no se debían a razones de lógica especulativa, sino a las determinaciones históricas materiales concretas: la burguesía alemana como clase había llegado tarde a la oleada de revoluciones burguesas -recuérdese que el prefacio a esta obra está referido al atraso de Alemania con respecto a los procesos revolucionarios de su tiempo-. Justamente en esta obra temprana, Marx critica e intenta subvertir la dialéctica idealista especulativa, que hace del sujeto un predicado de la Idea. Esta última operación tiene para Marx un resultado mistificador que transforma las determinaciones históricas concretas -por ejemplo el estado prusiano y la monarquía- en encarnaciones del “universal”, a partir de la necesidad lógica interna del movimiento de los conceptos. En uno de los comentarios a esta obra de Hegel, Marx plantea “es evidente que el verdadero método está puesto de cabeza. Lo más simple es transformado en lo más complejo y viceversa. Lo que debería ser el punto de partida se transforma en el resultado místico, y lo que debería ser el resultado racional se transforma en el punto místico de partida”. (12) ¿Cómo funciona esta inversión hegeliana cuando las deducciones de la lógica especulativa intentan explicar la realidad social y política? Continúa Marx diciendo “”o se debe reprochar a Hegel haber ilustrado la esencia del estado moderno tal cual ella es, sino intentar hacer pasar lo que es por la esencia del estado. Que lo racional sea real se muestra contradictorio con la realidad irracional que en todas partes es lo contrario de lo que expresa y expresa lo contrario de lo que es”. (13) (el subrayado es nuestro).
En otro trabajo Laclau aplica esta “lectura radical” a la comparación entre el Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política y el Manifiesto Comunista. La tensión teórica entre las determinaciones objetivas y la acción de los sujetos, que es una tensión de la propia realidad, lleva a Laclau a confundir objetividad con objetivismo: “El marxismo se constituyó como una concepción esencialmente objetivista, como afirmación de la racionalidad de lo real, en la mejor tradición hegeliana. La historia radicalmente coherente constituida por el desarrollo de las fuerzas productivas y su combinación con los varios tipos de relaciones de producción es una historia sin exterior”. (14) En este esquema automático de cambio social la lucha de clases sería un elemento perturbador que como tal, en su negatividad y antagonismo, no tiene una integración a la teoría de la emancipación social.
Esta crítica bien podría ser válida por ejemplo para el mecanicismo de la Segunda Internacional, para el “Diamat” estalinista o para la lectura estructuralista althusseriana del marxismo, que pretendía una “historia sin sujeto” -tradición esta última en la cual abrevó Laclau-. Pero nada en la dialéctica materialista hace del determinismo mecánico una necesidad teórica. Entre una posibilidad abstracta y su realización como necesidad concreta media la combinación de las determinaciones de las condiciones materiales y la acción subjetiva. Analizando desde esta óptica las revoluciones burguesas, Trotsky hace la siguiente apreciación: “Desde la posibilidad de una victoria burguesa sobre la clases feudales hasta la victoria misma hubo varios lapsos de tiempo, y la victoria frecuentemente se pareció más a una semivictoria. Para que la posibilidad se transformara en necesidad tuvo que haber una fortaleza correspondiente de algunos factores y un debilitamiento de otros, una interrelación definida entre esas debilidades y fortalezas. En otras palabras: fueron necesarios una serie de cambios cuantitativos para preparar el camino para la nueva constelación de fuerzas. La ley de la conversión de la posibilidad en necesidad lleva así -en último análisis- a la ley de la conversión de la cantidad en calidad”. (15) Como vemos, la lectura “deconstructiva” aplicada al marxismo, que como planteaba Trotsky “es sobre todo un método de análisis, no del análisis de los textos, sino de las relaciones sociales”, (16) lleva a resultados arbitrarios y formales.
La dialéctica materialista como método de aprehensión de las leyes más generales del cambio, del movimiento y la transformación, está en las antípodas de la determinación teleológica. Por el contrario, aunque Laclau se propone afirmar contra toda “metafísica”, la “historicidad radical” de la construcción social, esto en realidad resulta en una trampa teórica. La “historicidad” se reduce a los infinitos juegos de lenguaje y a un supuesto metafísico de un “exterior radical” que permitiría la constitución de toda estructura caracterizada por la imposibilidad de su completud. En realidad esta “historicidad radical” termina siendo una negación de las determinaciones históricas concretas, que hacen inteligibles los procesos sociales, en su combinación de necesidad y accidente.
Antagonismos sociales y “políticas de identidad”
Para Laclau, la sociedad capitalista en la que vivimos ha perdido su especificidad, la de ser una sociedad organizada sobre la base de la explotación del trabajo asalariado. La definición marxiana de la sociedad burguesa como una totalidad contradictoria y desgarrada por los antagonismos de clase, que contiene en sí misma su propia negación y por lo tanto la posibilidad de su superación, es rechazada a favor de una construcción discursiva donde, como en la estructura lingüística, la objetividad es imposible. Una vez liquidado todo fundamento objetivo de la sociedad, lo que queda para Laclau es una proliferación de identidades precarias y contingentes, definidas en base a “posiciones de sujetos”, donde en la “serie enumerativa” de grupos sociales, ninguno tiene un rol articulador.
Discutiendo contra el argumento de Zizek de que la llamada “política de la identidad” ha abandonado toda referencia a la lucha de clases, Laclau emprende la “deconstrucción” de la definición marxista de clase, que según su visión está impregnada de un objetivismo economicista que la hace obsoleta, ya que pretendería encerrar en una definición estrecha la multiplicidad de sujetos antagónicos. Como en su “deconstrucción” se superponen distintos planos vamos a intentar tomar uno por vez.
El argumento sociológico. Basándose en la fragmentación creciente de la clase obrera -inmigrantes, desocupados entre otros-, aunque sin ofrecer ningún dato empírico, Laclau afirma que actualmente “la clase trabajadora está más reducida que en el siglo XIX”. Laclau comparte con otros intelectuales -postmodernos, postindustriales- la tesis de que la clase obrera ha sido socavada al límite de su existencia, ya sea por la expulsión masiva de fuerza de trabajo del proceso de producción, por la primacía del trabajo inmaterial, o por la reducción de la clase obrera industrial y el crecimiento del sector servicios, entre otros argumentos, con los cuales hemos polemizado en otros números de Estrategia Internacional, a los que remitimos al lector, donde demostramos que empíricamente la situación es bien distinta.
Pero Laclau intenta también responder al argumento que demuestra que ha habido una ampliación de las relaciones salariales. Como consecuencia de las reconfiguraciones en el mundo del trabajo de las últimas décadas, y luego de citar una discusión con un supuesto sociólogo norteamericano que no le habría podido explicar cuál es la diferencia entre un obrero y un gerente, plantea que “el mismo hecho de que la ‘concepción ampliada de la clase obrera’ pone en discusión quiénes son los obreros significa que ya no existe correspondencia entre el nivel intuitivo y el análisis estructural. Peor aún: si la concepción de la ‘clase obrera ampliada’ fuera acertada -que no lo es-, sería imposible derivar de ella ninguna conclusión concerniente a una ‘política de clase’, porque sólo se refiere a una clase trabajadora virtual, que no corresponde a ningún grupo especificable”. (17)
Indudablemente, la extensión de las relaciones salariales -la incorporación masiva de la fuerza de trabajo femenina, la reconcentración del proletariado en países periféricos, por ejemplo- fue acompañada de importantes reconfiguraciones y fragmentación de la clase obrera. Incluso la ofensiva burguesa ha tenido una política activa de segmentación de la clase obrera, por ejemplo en Estados Unidos, transformando a un sector de trabajadores en pequeños accionistas. Sin embargo, las diferencias de clase siguen siendo una definición básica, elemental y evidente. Por un lado están los capitalistas que poseen los medios de producción y las capas acomodadas que sin ser propietarios son parte del “mando del capital”, como los gerentes, y por otro los trabajadores, que más allá de sus reconfiguraciones, siguen siendo aquellos que como planteaba Marx en el Manifiesto Comunista, “no viven sino a condición de encontrar trabajo, y lo encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital”, es decir, la clase que se ve coaccionada a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, y que no tiene ninguna posibilidad de acumulación. Esto no equivale a decir que así se agota la complejidad social, ya que no sólo dentro de las mismas clases fundamentales hay distintos sectores, sino que entre éstas, -y según el grado de complejidad y/o atraso de la sociedad en cuestión-, hay clases intermedias como el campesinado, las clases medias urbanas o capas desclasadas.
Sin embargo, la tendencia a la concentración del capital “ha aumentado la polarización de la sociedad entre cada vez menos propietarios del capital y cada vez más trabajadores manuales e intelectuales obligados a vender su fuerza de trabajo a dichos propietarios”. (18) Esta tendencia no ha hecho más que profundizarse en los últimos años.
Para sostener su posición Laclau debería demostrar que el privilegio de las formaciones discursivas y de las articulaciones hegemónicas contingentes ha “deconstruido” las relaciones sociales de producción, o que el neoliberalismo ha instaurado un modo de producción radicalmente distinto, para el cual la propiedad privada y la explotación del trabajo ya no tiene ninguna centralidad. Más aún, que la enorme concentración de la riqueza social en un polo cada vez más reducido de la sociedad se explicaría por algún elemento “identitario”.
Los argumentos subjetivos. Para Laclau, en la teoría marxista, “capital” y “trabajo” son “categorías económicas” abstractas, (19) por lo tanto “del hecho de que se le quite plusvalor a los trabajadores no se desprende lógicamente que el trabajador resistirá necesariamente a esa extracción”, y que “la actitud del trabajador frente al capitalismo dependerá por entero de cómo esté constituida su identidad, como los socialistas lo descubrieron ya hace mucho tiempo cuando debieron enfrentarse con las tendencias reformistas dentro del movimiento sindical”, ante lo cual concluye que “no hay nada en las demandas de los trabajadores que sea intrínsecamente anticapitalista”. (20)
La definición objetiva de las clases sociales es reemplazada por un criterio cultural de “identificación” que estaría libre de toda fijación “esencialista”. En ese marco, la “identidad de clase” no sólo no tendría ningún rol articulador para una estrategia emancipadora, sino que además se habría debilitado, ya que “las lógicas identitarias diferenciales cruzan las fronteras de clase y tienden a constituir identidades que no se superponen con las posiciones de clase [y por lo tanto] la ubicación en el proceso de producción deja de ser central para definir la identidad global de los agentes sociales”. (21) El trabajador, al participar en una cultura de masas más amplia constituiría distintas identidades -como “cultura de jóvenes”, “mujeres”- que al ser exteriores al proceso productivo son para Laclau verdaderamente “antagónicas”, ya que la condición de todo antagonismo, a diferencia de una contradicción, implicaría esta “exterioridad radical” que hace inconmensurables las fuerzas antagónicas. (22)
Evidentemente el retroceso de la clase obrera en las últimas décadas, en sus organizaciones, en su acción independiente y en su propia percepción como sujeto social autónomo, está en la base de estas nuevas teorizaciones “identitarias”. Pero es necesario separar los aspectos objetivos y subjetivos de estas afirmaciones. La creación de la clase obrera es un producto objetivo del desarrollo capitalista, más allá de la identificación de cada trabajador. La relación antagónica que emerge de las relaciones sociales de producción capitalista tiene un carácter necesario, la burguesía sólo pudo desarrollarse como clase y extender su modo de producción desarrollando a su vez a la clase explotada como su potencial negación o “sepulturero”. Esto no equivale a afirmar que la clase obrera sea ontológicamente revolucionaria. Efectivamente no siempre el movimiento obrero fue revolucionario, y Laclau tiene razón al señalar por ejemplo la emergencia de un movimiento obrero reformista cuyas reivindicaciones en los marcos del estado burgués no son intrínsecamente anticapitalistas. Precisamente porque no hay una relación directa entre clase y revolución, la teoría marxista elaboró la necesidad de una organización política con la estrategia consciente de la revolución social.
La concentración de los medios de producción y la tendencia a la socialización del trabajo crean las bases objetivas sobre las cuales plantear la construcción de una sociedad basada en la cooperación libre de productores asociados. Pero decir que crea las bases no equivale a decir que inevitablemente conducirá a ello. Para los marxistas la revolución no es un resultado inevitable del derrumbe del sistema capitalista, sino que es una probabilidad histórica. Para su realización es indispensable que la existencia objetiva del sujeto antagónico al régimen de explotación capitalista, en términos de Marx, la “clase en sí”, emerja como “clase para sí”, es decir, que exista un movimiento obrero revolucionario que con su acción consciente destruya la propiedad privada de los medios de producción y se niegue a sí mismo como clase explotada.
En esto reside el carácter básico del antagonismo de clases en la sociedad capitalista y el rol privilegiado de la clase obrera. Y es esto lo que la diferencia de los llamados “movimientos sociales”.
El estado burgués -principalmente las “democracias occidentales” imperialistas- puede “reconocer” distintas identidades culturales, puede conceder ciertos derechos democráticos, generalmente como subproducto de luchas importantes -por ejemplo el derecho al aborto, el reconocimiento de las parejas gays- incluso financiar ONG que ayudan a los distintos “otros” excluidos o privados de derechos humanos, pero lo que nunca podrá hacer es democratizar el mando despótico del capital, la propiedad privada de los medios de producción. El régimen capitalista no puede prescindir de la extracción de plusvalía y de la acumulación de capital, porque esta es su esencia, mal que le pese este “esencialismo” a Laclau.
Los distintos movimientos sociales que han surgido sobre todo a partir de fines de la década del ‘60 y que proliferaron en los ‘80 -ambientalistas, feministas, étnicos, pacifistas, gays-lesbianas, entre otros- indudablemente se oponen a aspectos opresivos del régimen democrático burgués capitalista. Pero esta oposición es inescencial, y sus demandas pueden ser reabsorbidas de alguna forma por el sistema, mientras no cuestionen el eje de las relaciones de explotación. (23) Esto no implica que el movimiento obrero no tenga interés en las reivindicaciones democráticas. Por el contrario, para constituirse en una clase verdaderamente revolucionaria, debe abandonar los marcos estrechos de la acción corporativa y transformarse en clase hegemónica, tomando las reivindicaciones progresivas de otros sectores sociales -por ejemplo luchas de minorías raciales oprimidas, de mujeres por el derecho al aborto, de inmigrantes, y de los que resisten la opresión estatal- que son sus aliados potenciales en su lucha contra el estado burgués.
El rol articulador de la clase obrera surge de que es el único sujeto social que cuando se pone en acción, cuando decide poner en cuestión las relaciones de propiedad capitalistas y su propia condición de clase explotada, es decir, cuando interviene como sujeto revolucionario, tiene la capacidad de erigirse como dirección de la emancipación social de conjunto, socializar los medios de producción y comenzar la construcción de un régimen social y político superior.
Política y hegemonía
A diferencia de la (a)política postmoderna, Laclau no acepta sin más la infinita fragmentación de lo social, ya que en el reino de la absoluta diferencia no hay posibilidades de articulaciones políticas. A nivel teórico, esto implica que si bien para Laclau la universalidad como tal es imposible, es un significante vacío, sólo puede tener existencia si es contaminado por algún contenido particular que tenga efectos universalizantes. Mantener la incompletud social sería el resguardo contra todo “totalitarismo”, ya que encierra la posibilidad de una dislocación de la estructura, lo que abre el juego al campo de lo político y a la “democracia radical”. (24)
Pensando la política de identidad en una sociedad concreta, donde las demandas de cualquier grupo social no tienen ninguna cualidad que las haga universales, esta posibilidad depende de que el grupo en cuestión tenga aspiraciones universalizantes. Por eso postula junto con la “lógica de las diferencias” de la multiplicidad de sujetos-agente definidos por sus procesos contingentes de identificación, una “lógica de equivalencias”, que haga que otros grupos se reconozcan también en las demandas de un sujeto social específico. Y en esta articulación es central el uso que hace Laclau del concepto de hegemonía de Antonio Gramsci, al que pretende liberar también de todo “esencialismo”, es decir de toda referencia a las relaciones de clase, transformándolo en un “significante vacío”. (25)
La lógica hegemónica, como modo de funcionamiento del campo de lo político, es para Laclau el corolario de la contingencia radical que permite la formación no necesaria de “bloques históricos” para la pelea por darle un contenido particular a un significante “flotante”, que por su carácter universal necesariamente es un vacío. Plantea que “Cuanto más extensa sea la cadena de equivalencias que un sector particular represente y cuanto más se transformen sus objetivos en un nombre para la emancipación global, más indefinidos serán los vínculos entre ese nombre y su significado original específico y más se aproximará al estatus de significante vacío (…) El proceso de nominación, como no está constreñido por ningún límite conceptual a priori, es el que determinará en forma retroactiva -dependiendo de las articulaciones hegemónicas contingentes- lo que precisamente se está nombrando. Esto quiere decir que la transición de la emancipación política de Marx a la emancipación total nunca puede llegar”. (26) Esta equivalencia, como se comprende, da lugar a una ilusión “ideológica”, un efecto de “sutura” que en realidad vendría a cubrir el vacío y la imposibilidad de la totalidad social.
Laclau rechaza por economicista que las clases tengan intereses materiales objetivos, por lo tanto, su teoría de la hegemonía tiene un cierto vicio autoreferencial que no permite explicar más que por motivaciones “morales” o “éticas” las elecciones políticas de los agentes sociales. T. Eagleton en su crítica a Laclau plantea esta cuestión gráficamente, dice “¿Qué lleva a un radical político a hegemonizar a un grupo social antes que otro? (…) Si el capitalista monopolista no tiene intereses al margen de la manera en que se expresan políticamente, no parecería haber razón alguna por la que la izquierda política no deba aplicar una enorme energía con objeto de ganarle para su causa. El hecho de que no lo hagamos es porque consideramos que los intereses sociales dados de los miembros de esta clase le dan muchas menos posibilidades de volverse socialistas que, por ejemplo, a los parados”. (27)
Pero este no es el único inconveniente. La operación de vaciamiento del “poder”, la “democracia” o la “hegemonía” de todo contenido concreto, transforma en elemento teórico los efectos ilusorios que hacen del “estado” un terreno neutro para la lucha política. Este estado “idealizado”, que por estar vacío de contenido social, ha perdido incluso su “razón instrumental” para el dominio de clase, supone Laclau que podría ser hegemonizado en alguna contingencia histórica por algún grupo social antagónico. De ahí que la infinita metonimia que plantea la “guerra por la interpretación” sólo puede prever como desarrollo el terreno de la “guerra de posiciones”, que traducido al lenguaje de la política cotidiana, significa lisa y llanamente que la única posibilidad de lucha es en el terreno del estado burgués, su régimen democrático y sus relaciones de producción capitalista. Esta percepción encierra indudablemente una creencia en la capacidad ilimitada de “transformismo” del estado burgués a través del juego democrático.
Esto tiene que ver con que para el “postmarxismo”, en su peculiar definición de la “democracia” como régimen neutro frente al dominio de clase, ya no existen “enemigos” sino sólo “adversarios”. Como plantea en un artículo Chantal Mouffe, “En el reino de la política, el ‘otro’ ya no es visto como un enemigo a ser destruido, sino como un ‘adversario’, es decir, alguien con cuyas ideas vamos a pelear pero cuyo derecho a defender esas ideas no será puesto en cuestión. Un adversario es un enemigo legítimo, un enemigo con quien tenemos en común una adhesión compartida con los principios ético-políticos de la democracia”. (28) De esta definición nos queda claro que por ejemplo Hitler o Videla no son “enemigos legítimos”. ¿Pero sí lo sería por ejemplo Tony Blair? Esto nos lleva al último aspecto que queremos discutir aquí y que tiene que ver ya con la estrategia política.
La alternativa estratégica a la “democracia liberal”
En su último ensayo de Contingencia…, Laclau increpa duramente a Zizek por su falta de estrategia política, o mejor dicho, por no hacer explícita su estrategia “totalitaria” frente a la democracia liberal. Dice Laclau “En su ensayo anterior, Zizek nos decía que quería derrocar al capitalismo; ahora nos comunica que también quiere deshacerse de los regímenes democrático-liberales -para reemplazarlos, es verdad por un régimen totalmente diferente del cual no tiene la cortesía de hacernos saber nada. Sólo podemos hacer conjeturas. Ahora bien, aparte de la sociedad capitalista y de los paralelogramos del señor Owen, Zizek realmente conoce un tercer tipo de organización sociopolítica: los regímenes burócratas comunistas de la Europa Oriental bajo los cuales vivió. ¿Es eso lo que tiene en mente? ¿Quiere reemplazar la democracia liberal por un sistema político unipartidario, debilitar la división de poderes, imponer la censura de prensa?” Y más adelante ironiza planteando que “Hitler y Mussolini también abolieron regímenes políticos democráticos liberales y los reemplazaron por regímenes ‘totalmente diferentes’”. (29)
Respondiendo a estas críticas, Zizek reafirma sus posiciones con respecto a la lucha de clases y a la necesidad de superar las estrategias parciales que surgiría de las políticas del reconocimiento -las emancipacion(es) como diría Laclau-, planteando que “los defensores de los cambios y las resignificaciones dentro del horizonte democrático liberal son los verdaderos utópicos en su creencia de que sus esfuerzos redundarán en algo más que la cirugía estética que nos dará un capitalismo con rostro humano” (30) y apelando a su ya conocido apego al “terror revolucionario” como momento de “locura” y acercamiento a lo Real, reivindica frente a los “liberales de gran corazón” ser considerado como un “fascista de izquierda” por su opción radical. Evidentemente esto último no permite salir del falso “esencialismo” que plantea Laclau de que hay una relación necesaria entre revolución social y totalitarismo.
Laclau parece hacer propio el mismo determinismo que critica y sin mediar explicación histórica alguna admite que el destino inevitable de la revolución de octubre era degenerar en una dictadura burocrática. (31) La solución que propone Laclau es que la forma de evitar el totalitarismo burocrático es limitarse a maquillar la dictadura del capital y tratar de ampliar sus formas miserables de “democracia”, partiendo del valor que todavía retendrían los “ideales” de la Revolución Francesa. (32)
Pero esto sólo puede sostenerse al precio de sustituir la historia de la lucha de clases por un formalismo de “valores abstractos” y vacíos de contenido. La Comuna de París de 1871 ya había dado la clave de que el proletariado no puede simplemente apropiarse de la maquinaria estatal burguesa y ponerla a su servicio, sino que debe destruir su ejército y su policía, y sustituirla por una democracia directa con revocabilidad, basada en el armamento de la población. Las revoluciones rusas de 1905 y 1917 vieron el surgimiento de estos órganos de poder obrero y popular, los soviets o consejos obreros, que como bien comprendió Trotsky, eran los “embriones del nuevo estado”. Más aún, “El consejo, en la historia rusa moderna, es la primera forma de poder democrático (…) Se trata de la verdadera democracia sin trapicheos, sin dos cámaras, sin burocracia profesional, con el derecho de los electores para revocar a su representante cuando lo deseen”. (33) Esta “verdadera democracia” es incompatible con la esclavización económica y sólo puede realizarse subvirtiendo el orden capitalista, incluido su estado y sus formas republicanas-democráticas por medio de las cuales la burguesía ejerce su dominación social. El desarrollo de formas de organización de democracia directa no fue un patrimonio de la revolución rusa sino que ha acompañado prácticamente toda experiencia revolucionaria del siglo XX. (34)
La contrarrevolución estalinista, las derrotas de procesos revolucionarios y el retroceso subjetivo de la clase obrera en las últimas décadas frente a la ofensiva imperialista, ha transformado a algunos “intelectuales críticos” como Laclau en ideólogos de la resignación, descartando a priori la posibilidad de que la clase obrera en sus futuros combates retome esta experiencia histórica.
Contingencia… fue publicado originalmente en el año 2000, cuando Clinton todavía cubría con “rostro humanitario” la política del imperialismo mundial, y el movimiento anticapitalista recién comenzaba a mostrar en las calles la explosión de “estilos de vida alternativos” y la confluencia de movimientos sociales contra los símbolos del poder económico. En los tres años transcurridos desde entonces, Bush reemplazó a Clinton y desplegó una política imperialista agresiva acompañado por la Tercera Vía de Blair que dejó sin sustento muchos de los mitos ideológicos generados en los ’90, como por ejemplo el de la “superioridad de la democracia occidental”. En esta nueva situación política, signada por la ofensiva y el guerrerismo imperialista, la estrategia de “radicalizar la democracia liberal” como único horizonte, dando por muerto todo “imaginario revolucionario”, se muestra doblemente utópica como alternativa ante la barbarie capitalista.
Notas:
1 Contingencia, hegemonía y universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda. FCE 2003.
2 Para una crítica más profunda a las elaboraciones de Slavoj Zizek, ver Estrategia Internacional N° 19.
3 En Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Laclau asume claramente esta resignación, bajo la justificación ideológica de una toma de “conciencia de los límites”. Plantea que “el clima intelectual de las últimas décadas, es una nueva, creciente y generalizada conciencia de los límites. Límites de la razón en primer término (…) Límites, en segundo término -o más bien lenta erosión- de los valores e ideales de transformación radical que habían dado sentido a la experiencia política de sucesivas generaciones. Es como si después de décadas -¿quizás centurias?- de anunciar el ’advenimiento de lo nuevo’, hubiéramos llegado al momento de un cierto agotamiento y desconfianza en los resultados de toda experimentación”, pág. 19.
4 E. Laclau, C. Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic Politics, Verso, Londres, 1985.
5 Nuevas Reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Ed. Nueva Visión, 2da edición, Buenos Aires, 2000, pág.11.
6 “Tenemos por un lado el liberalismo político -es decir, el campo de las libertades públicas, de la división de poderes, del sufragio universal. Desde este punto de vista los principios liberales son parte integrante y constitutiva de un socialismo democrático. Por otro lado tenemos el liberalismo económico, la creencia de que el libre juego de los mecanismos de mercado es suficiente para asegurar la reproducción social. Que este liberalismo económico no es el complemento necesario del liberalismo político lo muestra toda la experiencia contemporánea de los países del sudeste asiático, que son un paraíso del neoliberalismo y que son, sin embargo, altamente autoritarios y represivos. Es aquí que se establece la diferencia entre socialismo democrático y neoliberalismo (…) La única perspectiva realista es una mezcla pragmática de control social y de mecanismos de mercado”. E. Laclau en Octubre hoy. Conversaciones sobre la idea comunista a 150 años del Manifiesto y 80 de la Revolución Rusa, Ediciones El Cielo por Asalto, pág. 37.
7 Contingencia…, pág 208.
8 La operación lingüística en el terreno social dio lugar a dos posiciones que aunque se oponen en sus fundamentos, terminan ubicando el campo de toda acción política posible en los marcos de la democracia representativa. Por un lado, la tradición racionalista de J. Habermas incorpora la acción comunicativa como fundamento de la democracia deliberativa. El “sujeto democrático” ya está constituido por ser miembro de una comunidad lungüística, la autonomía que supone la participación democrática surgiría de las interrelaciones sociales y el reconocimiento de sí mismo y los otros. A través del diálogo racional y el proceso argumentativo se podrían resolver los problemas y los conflictos sociales. El régimen que encarna esta posibilidad es la “democracia deliberativa”. Por el otro, teorías como la de Laclau que repudian el racionalismo y cognitivismo de la acción comunicativa e incorporan la imposibilidad de una totalidad lingüística transparente. En un sentido más radical, el filósofo autonomista Paolo Virno hace de la gramática uno de los conceptos clave de su teoría subjetiva. Sintéticamente lo que le da unidad inmanente a la multitud como pluralidad de singulares es su pertenencia a una comunidad lingüística que permiten la construcción de los “lugares comunes”, es decir los fundamentos lógico-lingüísticos generales compartidos, esta competencia lingüística que llama “vida de la mente” es lo que constituye el “general intellect” de la multitud. Para una profundización del tema ver por ejemplo: Paolo Virno, Gramática de la multitud, Ed. Colihue.
9 La “deconstrucción” es en realidad una herramienta del análisis literario, en ocasiones usada para determinados temas filosóficos dentro de los “textos”, es decir constituye una forma “radical de lectura” que no tiene un valor político o de interpretación de la realidad, salvo que ésta sea tratada como narración o construcción discursiva.
10 Contingencia…, pág 49-50.
11 “Para que una clase determinada sea la clase liberadora por excelencia, otra clase debe, por lo tanto, ser la clase evidentemente opresora. El valor general negativo de la nobleza y del clero franceses determinaba el general valor positivo de la burguesía que era una realidad y se contraponía a aquéllos. Pero, en Alemania falta a cada clase particular no sólo el espíritu de consecuencia, la severidad, el coraje, la irreflexión que podría imprimirle el carácter de representante negativo de la sociedad (…) La ocasión de una gran obra ha pasado siempre, antes de haberse presentado, y cada clase, apenas inicia la lucha contra la clase que está sobre ella, se encuentra envuelta en una lucha con el que está debajo. Por eso, el príncipe se halla en lucha con el poder real, el burócrata con la nobleza, el burgués con todos éstos, mientras el proletariado ya comienza a encontrarse en lucha con el burgués”. Karl Marx, Introducción a la crítica de la “Filosofía del derecho” de Hegel, Ed. Claridad, 1987, pág. 19.
12 Comentario al parágrafo 279 de la “Filosofía del Derecho de Hegel”, en Karl Marx, Critique of Hegel’s Philosophy of Right, (1843), Oxford University Press, 1970.
13 Punto 2 del comentario al parágrafo 301; Idem 13. Está fuera del alcance de estos apuntes el desarrollo profundo de la inversión del método dialéctico que hace Marx tomando la Filosofía del Derecho de Hegel, pero el elemento destacado que le permite rescatar el núcleo racional de la dialéctica del misticismo idealista es comprender que en el seno de la formación precedente se desarrolla el elemento negativo con efectos disolventes que abre el espacio para la superación en otra figura, es decir el elemento que comparte con lo superado algunos rasgos pero que agudiza a tal punto sus contradicciones que cambia su calidad.
14 Nuevas Reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, pág. 190.
15 Trotsky’s Notebooks, 1933-1935. Writings on Lenin, Dialectics and Evolutionism, New York, Columbia University Press, 1986, pág. 90.
16 León Trotsky, “Resultados y perspectivas”, en La teoría de la revolución permanente, Compilación, CEIP, Buenos Aires, 2000, pág. 87.
17 Contingencia…, pág. 298.
18 Ernest Mandel, Cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx, Siglo XXI, México 1985, pág. 9.
19 No vamos a desarrollar aquí esta discusión. Simplemente mencionaremos que para Marx las relaciones de producción son relaciones sociales, históricamente determinadas. Como explica E. Mandel “El capital es, desde el punto de vista marxista, una relación social entre los hombres que aparece como una relación entre las cosas o entre los hombres y las cosas”, Idem 19, pág. 52.
20 Contingencia…, pág 204. La relación entre relaciones de producción y antagonismo está más desarrollada por Laclau en Nuevas reflexiones… Aquí simplemente reafirma lo formulado en ese libro.
21 Contingencia…, pág. 300.
22 Por ejemplo en su libro Nuevas reflexiones…, plantea la cuestión de la siguiente manera: “En la medida en que se da un antagonismo entre el obrero y el capitalista, dicho antagonismo no es inherente a la relación de producción en cuanto tal sino que se da entre la relación de producción y algo que el agente es fuera de ella -por ejemplo una baja de salarios niega la identidad del obrero en tanto que consumidor. Hay por lo tanto una “objetividad social” -la lógica de la ganancia- que niega otra objetividad social -la identidad del consumidor. Pero si una identidad es negada, esto significa que su plena constitución como objetividad es imposible”. Pág. 33.
23 Este es el punto fuerte de la crítica que viene haciendo Zizek a la “política de la identidad”. Otros intelectuales no precisamente marxistas han llegado a esta conclusión después de militar en movimientos identitarios. Por ejemplo Naomi Klein plantea que “La reacción que inspiró la política de la identidad hizo un buen trabajo de enmascarar para nosotros el hecho de que rápidamente el mercado se acomodaba a nuestras demandas de una mejor representación (…) las políticas de identidad no combatían al sistema ni lo subvertían (…) La necesidad de una mayor diversidad -el grito de guerra de mis años universitarios- no sólo es ampliamente aceptada por las industrias culturales, sino que es el mantra del capital global. Y la política de identidad, como se practicó en los ’90, no era una amaneza sino una mina de oro”. Naomi Klein, Patriarchy gets Funky, 2001.
24 Laclau y Mouffe se apoyan en la filosofía (post) analítica de Ludwing Wittgenstein -sobre todo enlos llamados “juegos del lenguaje”- para desarrollar su teoría política sobre la “democracia radical” y rebatir los argumentos racionalistas de Habermas y Rawls. Según Wittgenstein para tener acuerdo en las opiniones primero hay que tener acuerdo sobre el lenguaje usado, y esto según su teoría filosófica, implica tener acuerdo en formas de vida. Los procedimientos sólo existen como un ensamblaje de prácticas, que en sí mismas constituyen formas de individualidad e identidad. La gramática, entendida como la reglas para el uso de las palabra, es lo que establece los límites del sentido y los “juegos de lenguaje” permitirían el uso de las reglas gramaticales, abriendo un abanico de posibles combinaciones.
25 Antonio Gramsci fue quien más desarrolló el concepto de hegemonía, primero en el sentido que había tenido en los debates previos a la revolución rusa, es decir, de las alianzas del proletariado con las clases subalternas, y luego lo extendió para dar cuenta del dominio burgués en las sociedades occidentales democráticas avanzadas, destacando la combinación en el poder burgués de la fuerza (la violencia organizada del estado) y el consentimiento (que hacía posible la hegemonía cultural burguesa). Parafraseando a Perry Anderson, el pensamiento de Gramsci presenta antinomias -no sólo en lo que respecta a la hegemonía, sino también en cuanto a la separación de la sociedad civil y el estado, a la guerra de posición, entre otras- lo que permitió las mil y una “lecturas” de Gramsci y su incorporación al corpus teórico del reformismo. Pero en las ambigüedades del revolucionario italiano no es posible encontrar nada similar a un significante vacío como definición del poder en una sociedad en la que las clases han perdido todo fundamento objetivo.
26 Contingencia…, pág. 62.
27 T. Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, Buenos Aires, 1997, pág. 271.
28 Chantal Mouffe, “Deliberative Democracy or Agonistic Pluralism?”, Social Research 66 N°3, otoño 1999.
29 Contingencia…, pág. 289.
30 Contingencia…, pág. 327.
31 En la entrevista publicada en el libro Octubre hoy, Laclau evalúa del siguiente modo la revolución rusa: “Como hecho revolucionario, octubre de 1917 fue un fracaso. Fracaso desde el punto de vista del socialismo europeo, puesto que no fue el preludio de la revolución en Europa y consolidó por el contrario una nefasta división del movimiento obrero que condujo, entre otras cosas, al surgimiento del fascismo (…) Fracaso desde el punto de vista de la transformación interna de la ex URSS con la instalación de un régimen burocrático-totalitario”, pág. 35.
32 La necesidad de “completar” la Revolución Francesa de 1789 ha sido teorizada desde múltiples ámbitos y se ha transformado en una suerte de programa político para muchos intelectuales, sobre todo luego de la caída de la URSS. Este tema fue desarrollado centralmente por François Furet, uno de los principales historiadores de la Revolución Francesa, retomando la tesis ya planteada antes en la obra de H. Arendt de que el nazismo y el comunismo (stalinismo) eran las dos caras del mismo monstruo totalitario, y que la alternativa era revalorizar los ideales de libertad e igualdad de la teoría liberal.
33 León Trotsky, “Conclusiones de 1905″, en La teoría de la revolución permanente, compilación, CEIP, Buenos Aires, 2000.
34 Este fenómeno atrajo la atención de teóricos liberales como H. Arendt que plantea por ejemplo que incluso historiadores que simpatizaban con la revolución “no acertaban en comprender que el sistema de consejos les ponía en contacto con una forma de gobierno enteramente nueva, con un espacio público nuevo para la libertad, constituido y organizado durante el curso de la propia revolución”, Sobre la revolución, Alianza Editorial, pág. 258.
* Fuente: Estrategia Internacional N° 20 http://www.ceipleontrotsky.org/La-impostura-postmarxista