Amenazada constantemente desde afuera y desde adentro, la revolución lucha ante todo por mantener y consolidar su poder, el cual es, dicho con toda concreción, el poder de los revolucionarios. De aquí nace el riesgo del bonapartismo.
Robert Havemann (1964)
El punto de partida
El bonapartismo es una amenaza casi inherente a todo proceso que se autodefine como revolucionario. En algún momento la búsqueda de cambios estructurales deviene en una concentración de poderes. Emerge un caudillo. Y la misma lucha en contra de la opresión abre la puerta a nuevas formas de opresión… Esta parecería ser la suerte inexorable de todo proceso revolucionario, que difiere de un proceso de refundación, como explica Juan Cuvi en este libro1.
Sin embargo, antes de ver si esa es la realidad concreta en Ecuador, habría que preguntarse si la “revolución ciudadana” es realmente revolucionaria2. La pregunta no es de fácil respuesta. Si nos atenemos a los discursos oficiales no cabría la menor duda, viviríamos una revolución. Incluso si se hacen algunas comparaciones con lo sucedido en gobiernos anteriores, con gobernantes de “marcada mediocridad política” (Decio Machado), se podría aceptar que hay cambios importantes; por ejemplo en lo que se refiere a la inversión social y la misma obra pública, que se han incrementado de manera sustantiva. Esta comparación también se podría hacer en relación con algunos procesos a nivel internacional, especialmente en algunos países donde el neoliberalismo goza de buena salud, como es el caso de varios países europeos. Pero de allí a concluir que se está en medio de un proceso revolucionario hay mucho trecho.
Inclusive cabe indagar si en algún momento el proceso sí fue revolucionario, pero que posteriormente fue traicionado, como insinúa de alguna manera Edgar Isch, quien ve dos períodos en estos años correístas.
Con este libro, para empezar, queremos adentrarnos en esta discusión. Y para hacerlo proponemos una aproximación desde varias perspectivas. Aquí no agotamos todos los puntos de vista necesarios para disponer de un análisis que totalice la gestión del gobierno del presidente Rafael Correa, quien apareció en el escenario político como “un producto lógico de la implosión de la sociedad ecuatoriana”, pero que “no se proyectó al futuro impulsado por las presiones de la transformación social, sino que se precipitó hacia el pasado para reestructurar un orden largamente desquiciado” (Juan Cuvi).
Con este libro lo que queremos es recuperar espacios de debate. Sin presentarnos como los guardianes de la revolución o los propietarios de visiones progresistas nos proponemos discutir los campos de acción más relevantes del actual Gobierno. También intentamos romper con el comportamiento casi rutinario del debate en estos últimos años, en tanto este busca aproximaciones “equilibradas” para evitar las andanadas del Régimen. Este libro no va en esa línea. Este libro, elaborado por varias personas que conocen de la materia y que incluso han sido parte del Gobierno, propone una lectura crítica del correísmo, que representa “un nuevo modelo de dominación burguesa”, en palabras de Mario Unda.
Esta discusión es indispensable, más aún si se acepta la tesis de que no habría ningún proceso revolucionario, sino simplemente un discurso que acompaña una modernización capitalista, como pocas veces antes en la historia de la República. Y para enfrentar este reto nada mejor que hacerlo leyendo los sueños planteados hace ya más de seis años, tal como lo hace Fernando Vega, quien expone y discute los aspectos sobresalientes del Plan de Gobierno del Movimiento País, elaborado en 2006, que sirvió de inspiración para la Constitución de Montecristi.
La Constitución de Montecristi:
un proyecto de vida abandonado
Vale la pena insistir, una vez más, que toda Constitución sintetiza un momento histórico. En toda Constitución se cristalizan procesos sociales acumulados. Y en toda Constitución se plasma una determinada forma de entender la vida. Una Constitución, sin embargo, no hace a una sociedad. Es la sociedad la que elabora la Constitución y la adopta casi como una hoja de ruta.
Desde esta perspectiva, la Constitución del año 2008 -redactada en Montecristi, discutida y aprobada mayoritariamente por el pueblo ecuatoriano-, se proyectó como medio e incluso como un fin para dar paso a cambios estructurales. Este fue uno de los grandes objetivos de la “revolución ciudadana”, tema que abordan especialmente Natalia Sierra y Fernando Vega.
La expedición y aprobación de la Constitución de Montecristi de 2008 puede anotarse sin ninguna duda en el lado del haber de la “revolución ciudadana”. Pero su sola expedición no asegura nada, como lo hemos visto en estos años. Como parte de la construcción colectiva de un nuevo pacto de convivencia social y ambiental se propuso la necesidad de construir nuevos espacios de libertad e igualdad, y romper todos los cercos que impiden su vigencia.
En su contenido afloran múltiples propuestas para impulsar transformaciones de fondo, construidas a lo largo de muchas décadas de resistencias y de luchas sociales, que articularon diversas agendas. Justamente en estas luchas de resistencia y de propuesta se fueron construyendo alternativas al desarrollo, como lo es el Buen Vivir o Sumak Kawsay, las tesis del Estado plurinacional, la consolidación y ampliación de los derechos individuales y colectivos, la defensa de la Naturaleza y sus derechos, entre otros puntos medulares. No se trataba simplemente de mejorar el funcionamiento del sistema capitalista en el Ecuador, sino de transformarlo; es decir, crear las condiciones para superar el capitalismo.
Estamos conscientes que estas nuevas corrientes del pensamiento jurídico y político no están exentas de conflictos y que, por lo tanto, son difíciles de aplicar. Pero lo que cuenta es que el correísmo no ha intentado siquiera dar pasos hacia una verdadera transformación estructural.
Al abandonar el tradicional concepto de la ley como fuente del derecho, se consolidó a la Constitución como punto de partida jurídico independientemente de las visiones tradicionales. Lo que interesa, sobre todo, es que esta Constitución, este es quizás uno de sus mayores méritos, abrió la puerta para disputar el sentido histórico del desenvolvimiento nacional. Y por eso, anotemos al margen, bien vale la pena romper lanzas en su defensa, sobre todo si la entendemos como una hoja de ruta para impulsar la gran transformación.
Entonces, la pregunta que nos hacemos, a los más de cuatro años de vigencia de la Constitución, aprobada en referendo el 28 de septiembre del año 2008, es cuánto se ha caminado en la dirección propuesta. Y esto lo hacemos teniendo en consideración que el presidente Correa, en ese entonces, defendía la aprobación plebiscitaria de la Constitución diciendo que va a “durar 300 años”, que es “la mejor del mundo”, que es “un canto a la vida”.
Frente a lo que se ha caminado desde aquella época, parecería que la Asamblea Constituyente de 2007- 2008, boicoteada sistemáticamente por las fuerzas de la derecha, fue simplemente una instancia para conseguir legitimidad y alguna forma de legalidad por parte del correísmo. En su momento el “país imaginado y diseñado” de la Constitución de Montecristi era importante. Hoy estamos en otro momento. Montecristi ya forma parte del pasado. Si para Alianza País al inicio la Constitución de Montecristi aparecía como un punto de llegada y de partida fundamental, ahora no puede ser un obstáculo en el camino. Es decir para consolidar y conservar el poder hay que hacer lo que sea. La Constitución sirvió y servirá para lo que sirve. La Constitución abrió la puerta a algunos cambios, pero no tantos como para provocar una revolución. Así, en la práctica, no se quiere hacer realidad los avances constitucionales propuestos, que serían el soporte para “un proyecto utópico emancipador y radical, que puede ser la base para construir una sociedad poscapitalista”. En realidad se pasó “de la utopía de Montecristi a la distopía de la revolución ciudadana”, al decir de Ramiro Ávila Santamaría en su artículo.
Para citar apenas un caso conflictivo y que es detenidamente analizado por Mario Melo, el gobierno de Correa no ha regularizado el tema de la consulta previa. Si bien la Constitución establece a la consulta como derecho de todos los ecuatorianos y ecuatorianas, hay que diferenciar la consulta a los pueblos indígenas, que está sujeta al derecho internacional como lo reconoce el propio texto constitucional y el consentimiento libre, previo e informado que está reconocido en la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, en el Convenio 169 de la OIT y en la jurisprudencia de la Corte Interamericana. Por disposición de la misma Constitución estos tratados y documentos internacionales forman parte del bloque constitucional ecuatoriano y por ello el consentimiento previo, libre e informado para las nacionalidades y pueblos indígenas debe ser respetado, tutelado y garantizado por el Estado. Esto no lo acepta y hasta lo rechaza el correísmo. Así, conflictos concretos vinculados a este irrespeto constitucional por parte del Gobierno están presentes en varios lugares del país, por ejemplo en Sarayaku, que cuenta inclusive con la protección de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al que se podría sumar otros como los de Íntag, Victoria del Portete, Río Grande, Bilsa, San Pablo de Amalí, Dayuma, entre otros.
En estas condiciones, en el Ecuador actual son por igual válidas las conclusiones del reconocido intelectual boliviano Luis Tapia (2011), quien escribiendo sobre su país, dice que se ha instaurado el “Estado de derecho como tiranía”, en tanto “el gobierno logra mantener la formalidad de un régimen constitucional, incluso lo desarrolla con la producción de nuevas leyes, y mantiene la vigencia diferenciada de derechos civiles y políticos según conveniencia, pero concentra el poder político en el ejecutivo, en un núcleo reducido del ejecutivo”.
Esta es otra de las características del correísmo. El Ejecutivo -esencialmente el Presidente en tanto jefe del Estado- influye o manda directa o indirectamente en las otras funciones del Estado. La agenda del Poder Legislativo, en sus contenidos y plazos, está determinada por el Ejecutivo, que incluso ha conseguido desterrar el proceso de fiscalización. El presidente Correa ha llegado a manifestar su aspiración de que la Asamblea Nacional funcione como “un reloj suizo” sintonizado con sus demandas y disposiciones, es decir casi sin debate y menos aún discrepancias. El Poder Judicial se encuentra por igual manipulado por el Ejecutivo, tanto como el Poder Electoral, la Participación Ciudadana y lo mismo la Corte Constitucional; manipulación que es tolerada por los miembros de estas diversas funciones del Estado, por cierto.
En estas condiciones, la política misma esta sitiada. Se reducen cada vez más los espacios para el debate público. Se busca limitar el campo de acción a quienes cuestionan al Poder Ejecutivo. Se agrede, se amenaza y se insulta a quienes difieren con las posiciones gubernamentales. En los últimos años, estos ataques son cada vez más agudos en contra de aquellas fuerzas de izquierda que aún no han cedido posiciones frente a la “revolución ciudadana”. Una izquierda que se niega a aceptar el discurso sin práctica del correísmo: “una posición prosoberanía que no quiere enfrentar las causas de la dependencia ni al imperialismo, projusticia social pero que no quiere afectar a los ricos, solo equiparable con la idea de que alguien puede llamarse de izquierda y no ser anticapitalista” (Edgar Isch).
La negación del Estado plurinacional
La ambigüedad fundacional de la nación y sus modelos de Estado y sociedad en el Ecuador, sustentados en la colonialidad del poder, resultaron excluyentes y a su vez limitantes para el desarrollo de las capacidades culturales, sociales y productivas. Nuestro Estado-nación subalterno se explica en la lógica del sistema-mundo, en tanto Estado conformado y existente dentro de la lógica de acumulación del capitalismo. Esto significó que desde sus orígenes este Estado se organizó dentro de la lógica impuesta por el capitalismo metropolitano, cuya evolución provocó varias crisis en ese Estado.
Ahora, en la segunda década del siglo XXI, se vive la crisis del Estado “mínimo”, el Estado neoliberal. Sin embargo, sin negar la crisis del Estado neoliberal, debemos entender que en crisis está también -y ya desde hace mucho tiempo atrás- el Estado colonial sobre el cual se fundó el Estado oligárquico que son, a su vez, la base del Estado neoliberal.
Estas múltiples crisis del Estado nos llevan a comprender de mejor manera los procesos de lucha de los pueblos. En primer lugar, son procesos emancipadores, movidos por la necesidad imperiosa de superar los profundos resabios coloniales, oligárquicos y por último neoliberales.
Vistas así las cosas, la tarea es construir otro Estado, un Estado que asuma, desde la igualdad y la libertad, las múltiples diversidades existentes, nor-malmente marginadas o subyugadas. En concreto la construcción del Estado plurinacional, en tanto mandato constitucional, plantea rupturas profundas de las mencionadas estructuras coloniales, oligárquicas y por supuesto neoliberales. Eso es lo que propuso la Constitución de Montecristi. No se trata simplemente de modernizar el actual Estado incorporando burocráticamente lo indígena y lo afro, o favoreciendo espacios especiales para lo in-dígena y lo afro, como lo hace la educación intercul-tural bilingüe solo para los compatriotas indígenas, o constituyendo unidades burocráticas para el manejo de lo indígena o lo afro. El Estado plurinacional exige asumir y procesar los códigos culturales, las prácticas y las historias de los pueblos y las nacionalidades indígenas, tanto como de los otros pueblos: afroecuatorianos y montubios. Exige sobre todo incorporarlos como actores -conjuntamente con el resto de la sociedad- en el proceso colectivo de toma de decisiones. En los más de seis años de gobierno de la “revolución ciudadana” prácticamente nada se ha caminado en este sentido, como lo demuestran especialmente Pablo Ospina, Mario Unda y Ramiro Ávila. Es decir, falta transitar hacia otro tipo de Estado no atado a las tradiciones eurocéntricas. Y es en este proceso, en donde se deberá repensar las estructuras e instituciones existentes, en donde habrá que cons-truir otra institucionalidad que haga realidad el ejer-cicio horizontal del poder. Esto implica ciudadanizar el Estado, especialmente desde espacios comunitarios como formas activas de organización social colectiva. En definitiva, la democracia misma tiene que ser repensada y profundizada.
Las garantías constitucionales amenazadas
Otro de los avances de la Constitución de 2008 fue la concepción de un Estado constitucional de derechos y justicia. Este concepto irradia y marca al conjunto de la carta magna. Por constitucional todos los poderes se someten a la Constitución; por derechos el Estado se pone al servicio de las personas, los pueblos y la Naturaleza; por justicia se busca la transformación de un país excluyente. Para lograr estos objetivos, la Constitución esta-bleció un régimen de garantías. Estas ayudan a acortar la brecha entre la realidad de exclusión y el ideal de los derechos. Las garantías, en otras palabras, son los instrumentos de transformación. De ahí que la califi-cación de la Constitución de Montecristi como garan-tista es adecuada y tiene mucho sentido. ¿Cómo se han respetado estos derechos y estas garantías? Esa pregunta nos llevaría a una larga dis-cusión, indispensable por cierto. Algunos derechos han sido respetados e incorporados en la vida de la sociedad. Otros, en una lista que crece aceleradamente, han sido irrespetados o por decir lo menos mini-mizados o simplemente olvidados. “Adoctrinamiento, disciplina y control social” (Decio Machado) o “régimen disciplinario más meritocracia” (Pablo Ospina), se perfilan como los ejes de la acción gubernamental. Esto implica el no cumplimiento de derechos o abier-tamente su cercenamiento. La criminalización de la protesta social, por ejem-plo, hace caso omiso del derecho a la resistencia esta-blecido en la Constitución. La arremetida en contra de los movimientos sociales y de algunas organizaciones no gubernamentales (incluso de algunos partidos po-líticos) está en el orden del día gubernamental, como lo expresan Fernando Vega, Esperanza Martínez, Fernanda Solíz, Ramiro Ávila Santamaría. Estos grupos han sido debilitados, divididos, cooptados e inclusive, varios de ellos, subsumidos en la lógica de centralización del poder gubernamental. Las demandas de género no han sido asumidas a plenitud, como demuestra Gayne Villagómez, quien expone los avances constitucionales en este ámbito y por cierto los desbalances y contradicciones de la ges-tión de la “revolución ciudadana” en lo que se refiere a las políticas para las mujeres. Las organizaciones y las comunidades indígenas también están en la mira demoledora del correís-mo: son vistas como corporativistas, se las presenta atrapadas en reclamos etnicistas, sus dirigencias son cooptadas de diversas formas, con la falsa garantía de universalidad y neutralidad que ofrece el Estado. Ra-miro Ávila Santamaría nos dice que “descalificando a la dirigencia al denominarles ‘indigenistas infantiles’, no respetando el derecho a la consulta prelegislativa, promoviendo procesos de consulta formal para la extracción minera, propiciando mediante el ‘bono solidario’ la atomización de las comunidades (pudo haber fortalecido las capacidades de las comunidades si se lo hacía con su intermediación), criminalizando a los líderes indígenas que protestan contra la explotación minera y por el agua. ¿Promueve la interculturalidad el gobierno de la revolución ciudadana? La respuesta es categóricamente no. El Gobierno representa parte de los actores políticos que se han encargado de debilitar el movimiento indígena y de invisibilizar sus propuestas emancipatorias”. Hoy más que en otras épocas, a despecho de los derechos colectivos y de los avances constitucionales en el campo de la plurinacionalidad, “el indígena es obligado a la representación cuando viene de la partici-pación, debe establecerse en el egoísmo de la individualidad cuando habita en la solidaridad”. Freddy Javier Álvarez González reclama acertadamente “la negación del sujeto político indígena en tiempos de la Revolución Ciudadana”. Y esta negación, sin lugar a la menor duda, imposibilita el proceso de construcción del Estado plurinacional, pues, como concluye Ramiro Ávila Santamaría, “sin la voz de los indígenas no hacemos sino continuar con el proceso colonizador de lo diverso y fortalecer un sistema económico que oprime, excluye y causa dolor”.
La represión a dirigentes sociales y a grupos de jóvenes y estudiantes -caso de los 10 Luluncoto, del Colegio Central Técnico o los defensores del agua en el Azuay- o a organizaciones no gubernamentales como Acción Ecológica entre muchos otros casos planteados por Esperanza Martínez, siembra temor. Las diversas limitaciones a la libertad de expresión no pasan desapercibidas. Hay, sin duda alguna, un escenario marcado por el miedo y la desinformación -o al menos la manipulación de la información- por parte de muchos medios de comunicación gubernamentales. La criminalización de la disidencia y de la resistencia aparece en el correísmo como una “doctrina” (Decio Machado). Parece que sería cierto que sin miedo no se puede gobernar para empujar a un país hacia su modernización…
A lo anterior cabría añadir las reformas constitucionales en el ámbito de la Justicia. El gobierno del presidente Correa, a través de un referendo en mayo de 2011, planteó tramposas enmiendas constitucionales para meter la mano en la Justicia, tratándose en realidad de reformas que ameritaban otro procedimiento. Con esto, no solo que se negó la posibilidad de poder construir por fin una Justicia autónoma e independiente, sino que, una vez más, se demuestra que la Constitución de Montecristi no fue un traje a la medida del presidente Correa, como con insistencia se ha reclamado desde la derecha.
La crítica no es suficiente mirando lo que ha sucedido. Las potenciales amenazas a la Constitución asoman con mayor fuerza en esta coyuntura. El presidente Correa, ya ha dicho después de su segunda reelección, que está incómodo con la acción de protección de derechos. La constitución para Correa, como sintetiza Fernando Vega, “es hipergarantista, está llena de errores, de sueños ilusos de pajaritos preñados, de novelerías de ecologistas infantiles y de reivindicaciones de indios emplumados y emponchados en compañía de los tirapiedras de mamita pega duro [MPD N. del A.]”.
¿Qué pasaría si se restringe la acción de protección? Sin una garantía de este tipo, nadie se atreverá a cuestionar los actos u omisiones del Ejecutivo en materia de derechos. Sin el ejercicio de este derecho desde la sociedad, sea a través de individuos o comunidades, nunca se revisarán las acciones u omisiones que restrinjan los derechos. En otras palabras, quienes ejercen el poder, no tendrán límites, y quienes están sometidos al poder, no tendrán posibilidad de reclamar judicialmente la violación de sus derechos.
Con la acción de protección, cualquier persona, pueblo o la Naturaleza puede acudir ante cualquier juez y reclamar por la violación a sus derechos. Es decir, los derechos establecidos en la Constitución pueden exigirse, así de simple. El juez, por su parte, si constata la violación del derecho, se encuentra en la obligación de declararla y de ordenar la reparación integral. La noción de reparación que antes quedaba en el nivel doctrinario, ahora tiene toda la eficacia práctica por todos los instrumentos que la ley fundamental le provee al juez, cuya misión termina solo con la reparación total del derecho violado por acción u omisión.
La acción de protección tiene un objetivo claro: proteger derechos y corregir los excesos, omisiones o abusos del poder. En suma, es una herramienta jurídica que tenemos todas las personas, los pueblos y la Naturaleza contra el poder. Los jueces pueden usar inclusive medidas cautelares para hacer realidad esta garantía.
Los tecnócratas no tienen conciencia del grave daño social que provocaría una restricción de las garantías constitucionales. Les preocupa solamente la eficiencia. Y no solo eso, en la actualidad, cuando el presidente Correa ha declarado que ahora sí desatará la megaminería en serio, ampliará la frontera petrolera y alentará los cultivos transgénicos y los biocombustibles, es muy posible que esta decisión de restringir garantías esté enfocada en neutralizar las protestas y la resistencia social, sobre todo en el ámbito indígena/territorial. Y de paso no podemos dejar de anotar la situación de violencia que envuelve a las comunidades waorani (particularmente los pueblos en aislamiento voluntario: tagaeri y taromenane) amenazadas por las presiones petroleras y madereras, especialmente, frente a las cuales el silencio cómplice del Gobierno es innegable.
La ausencia de transformaciones estructurales
Más allá de los discursos grandilocuentes y de los ofrecimientos de cambios radicales, se mantiene la esencia extractivista y no se quiere afectar la concentración de la riqueza. No hay una transformación de la matriz productiva, mucho menos de la modalidad de acumulación tema que es pormenorizadamente analizado por Francisco Muñoz y Pablo Dávalos, en sus textos y que abre la puerta a un debate urgente sobre el extractivismo y su futuro. Dávalos concluye acertadamente su artículo señalando que “el discurso del mendigo sentado en el saco de oro es la farsa ideológica de la violencia extractiva que pretende clausurar la historia con una pueril propuesta de Revolución Ciudadana para evitar, precisamente, transformarla”.
El propio presidente Correa reconoce esta realidad. Al cumplir cinco años de su gestión, en entrevista al diario gobiernista El Telégrafo, el 15 de enero de 2011, Correa dijo que “básicamente estamos haciendo mejor las cosas con el mismo modelo de acumulación, antes que cambiarlo, porque no es nuestro deseo perjudicar a los ricos, pero sí es nuestra intención tener una sociedad más justa y equitativa”. Al año siguiente, en octubre, en una entrevista televisiva en el Perú afirmó algo similar: “Nos ha ido recontra bien haciendo lo mismo de siempre, somos una de las tres economías que más han crecido en América Latina, casi 8%, el desempleo es el más bajo de la región, ha disminuido grandemente pobreza e inequidad. Sin embargo, tenemos un problema -entre otros- estamos haciendo mejor, mucho mejor pero lo mismo de siempre”.
Lo que está en juego a nivel mundial es la reconstrucción o readecuación de la división del trabajo, esta vez más alineada -sobre todo para algunos países como Ecuador- al eje de China, en medio de un proceso de disputa hegemónica mundial. Del Consenso de Washington, en un tira y afloja de varios polos de poder internacional, se transita al Consenso de Beijing o Consenso de los Commodities, al decir de Maristella Svampa (2013), que cobra fuerza en el marco de su creciente demanda de materias primas. China, utilizando sus cuantiosas reservas financieras, no cabe duda alguna, se encuentra de compras en medio de la crisis global.
Si China está de compras, Ecuador no se resiste a vender… sus recursos naturales e inclusive a conseguir financiamiento de quienes quieren comprar. El presidente Correa ha sido muy claro al respecto: “Somos complementarios con China, ellos tienen exceso de liquidez y escases de hidrocarburos, nosotros tenemos exceso de hidrocarburos y escases en liquidez. China financia a Estados Unidos, y pudieran sacar del subdesarrollo a Ecuador”. Además, según él, “No hay límite endeudamiento con China mientras más nos puedan prestar, mejor. Lo que necesitamos para el desarrollo es financiamiento y lo que más tenemos son proyectos rentables. Lo importante son las tasas y el plazo, si me prestan a largo plazo el límite es inexistente, a corto plazo es otra cosa” (Padilla, 2012).
El tránsito en las relaciones de poder a nivel internacional no está exento de problemas para Ecuador, ya sea por la renegociación forzada de la deuda externa (que no recogió todas las recomendaciones de la comisión de auditoría del crédito público) o por los efectos de la crisis internacional, que son abordados por Monika Meireles y Mateo Martínez.
A partir de esa readecuación se articula la financiarización transnacional del país, permitiendo la configuración de un nuevo esquema de dominación en el que participan viejos y nuevos “pelucones”, muchos de ellos vinculados con los grandes proyectos estratégicos que impulsa el correísmo. A más de China habría que incluir los intereses brasileros y coreanos, que se disputan fracciones del pastel. Y en este escenario el Estado emerge, una vez más, como palanca de esta lógica de acumulación extractivista.
Pablo Ospina nos aclara esta coyuntura: “Es en este sentido que puede considerarse el proyecto de Estado del gobierno de Rafael Correa como un proyecto ‘modernizador del Estado’, que pretende adecuarlo a las nuevas condiciones, riesgos y potencialidades del capitalismo contemporáneo”. Este esfuerzo representa, en realidad, una modernización periférica del capitalismo ecuatoriano, en los términos concebidos por el gran pensador ecuatoriano Agustín Cueva (2013). Este proyecto correísta, de facto, engloba muchas de las clases sociales existentes en el país, repartiendo beneficios de la renta petrolera para cada una de ellas, sin afectar la inequitativa distribución de la riqueza. Esto atenúa el conflicto social.
En su viaje a Alemania, en abril de 2013, cuando fue a forzar la negociación de un acuerdo comercial con Europa (¿TLC?), una vez más, puntualizó los alcances de su propuesta: “somos un proyecto de izquierda, pero una izquierda moderna, que entiende el papel de la empresa privada en el desarrollo y que también entiende que el Estado tiene que tener un papel”.
Se trata de un Estado que alienta la modernización capitalista en ciernes. No está en marcha una transición que redistribuya estructuralmente las riquezas. Menos aún que afecte las estructuras estatales coloniales y oligárquicas, como punto de partida para una gran transformación (en palabras de Carlos Marx diríamos revolución, concepto ahora muy devaluado por el marketing del correísmo…). Como ya observó Agustín Cueva en otras épocas, el desarrollo del extractivismo y la reestructuración del Estado obedecen hoy más que nunca a las demandas del sistema capitalista en su conjunto. Y quizás en esta línea de reflexión se inscriben los intentos del Gobierno por llevar adelante las negociaciones de un tratado comercial (¿TLC?) con la Unión Europea, como parte de un “extractivismo sumado a programas sociales” (Monika Meireles y Mateo Martínez).
En resumen, Ecuador ha empezado a transitar por una senda posneoliberal, mas no poscapitalista. “Al enfrentarse al neoliberalismo, el Gobierno se enfrenta a actores con los que también se enfrentó la resistencia popular. Pero su proyecto no es únicamente ‘salir de la larga y triste noche neoliberal’, sino afirmar un nuevo proyecto de modernización capitalista, y ambas cosas no pueden separarse” (Mario Unda).
Este accionar modernizador del capitalismo en Ecuador no ha dado paso a una transformación de la matriz productiva. En más de seis años de gobierno se han profundizado las tendencias reprimarizadoras de la economía, se mantiene la concentración de las exportaciones en pocos productos, subsiste un bajo nivel de valor agregado en las exportaciones, sigue constante la baja participación de la industria en la estructura económica, no cambia la elevada concentración de la estructura productiva y la elevada tasa de control del sistema financiero por parte de la banca privada: esto lo reconoció documentadamente, en agosto de 2012, la Secretaría de Planificación y Desarrollo (Senplades). Esta importante instancia gubernamental aceptó explícitamente que no ha habido transformación de la matriz productiva. Y no lo habrá en el futuro inmediato.
El camino está trazado para los próximos años, a más de forzar la explotación de petróleo y la megaminería, se pretende impulsar la acuacultura, los biocombustibles, los transgénicos…También hay planes para desarrollar la petroquímica, tanto en la fase de procesamiento de petróleo como en productos derivados sobre todo fertilizantes, así como la siderurgia. Se siguiría por la tradicional senda industrializante, que no necesariamente conduce a superar el capitalismo y menos aún a construir el Buen Vivir o Sumak Kawsay, que lleva en ciernes la matriz de una nueva civilización. De lo anterior se puede concluir con Ramiro Ávila Santamaría, que “el gobierno de la revolución ciudadana ha perdido el horizonte utópico andino y más bien ha fortalecido un estado desarrollista e insertado en el capitalismo global”.
En concreto, no hay cambio alguno de la matriz productiva o patrón de acumulación, ni mayor variación en la misma estructura del poder. Esta “permanente deriva conservadora” (Mario Unda), que caracteriza al correísmo, va construyendo una nueva hegemonía dominante, que subordina a los sectores populares y a la misma izquierda a la lógica de un capitalismo remozado. Sus rasgos, siguiendo a Mario Unda, son inocultables: “el desprecio de la organización social independiente, el rechazo de la movilización y de la protesta, la negación del componente decisorio de la participación, las concesiones al discurso derechista sobre la inseguridad y la violencia, el ensalzamiento del espionaje y la represión para tratar tanto la delincuencia como el control sobre el trabajo y la protesta social, […] En fin, ya hace rato que el correísmo solo puede generar una afirmación conservadora”.
El saldo nos dice que en Ecuador el capitalismo goza de buena salud, el rentismo se expande y ni siquiera se han reducido los mecanismos de explotación de los seres humanos y menos aún de la Naturaleza.
Redistribución de la renta petrolera, no de la riqueza
Es necesario entender esta modernización del Estado como resultado del cambio histórico regional determinado por la crisis de hegemonía mundial, que lleva en esta nueva etapa histórica al retorno del Estado y al posneoliberalismo. El Estado hoy, a diferencia de épocas anteriores, está más presente en varios ámbitos. El Estado llega a muchas comunidades y a muchos barrios, resuelve problemas y genera un imaginario de cambio e inclusive de modernización en marcha; en esa línea se inserta el minisatélite ecuatoriano colocado -con bombos y platillos- en órbita en el mes de abril de 2013, que alienta la ilusión de una modernización acelerada.
Al mismo tiempo ese Estado, vía políticas sociales ampliadas, construye un tejido clientelar -tema analizado a profundidad por Francisco Muñoz- que le asegura la base de sostén del correísmo. Y el sostenimiento de esas políticas sociales apuntala la lógica extractivista, pues de lo contrario, de acuerdo al mensaje oficial, de dónde van a venir los recursos para financiar dichas políticas.
En este contexto, los segmentos tradicionalmente marginados de la población han experimentado una relativa mejoría, especialmente gracias a la mejor distribución de los crecientes ingresos petroleros y también por efecto del incremento importante de la obra pública.
Aquí cabría destacar los efectos desmovilizadores que provocan el consumismo y el clientelismo, las dádivas gubernamentales (como son los incrementos salariales para la burocracia o el bono de desarrollo humano) que dan paso a una suerte de conservadurismo en una sociedad que está aceptando liderazgos autoritarios a cambio de los (pocos) logros obtenidos y de la idea de que estamos marchando hacia la modernidad a través del desarrollismo…En palabras de Natalia Sierra sabemos que “cuando la población es atrapada en la ficción desarrollista necesariamente sufre un retroceso de su conciencia política crítica. Se siente cómoda con la situación dada y no apuesta a un futuro que trascienda el orden existente, se vuelve una población afirmativa del statu quo”.
A lo anterior se suma la relativa estabilidad política que vive el país, que alienta un marcado conformismo luego de un período de enormes sobresaltos: de 1996 al 2007 el país tuvo siete presidentes. Una estabilidad que se la apuntala también con controles ideológicos y autoritarios: “quien no está conmigo, está en mi contra”, parece ser la lógica. Igualmente influyen acciones que reprimen la crítica o la simple investigación de lo sucedido, como acontece con los dolorosos y no suficientemente explicados hechos vinculados al 30-S. De allí se deriva un discurso presidencial cargado de amenazas e insultos, que tiene en su mira a periodistas y en general a quien critica al gobernante.
Así las cosas, lo que interesa es constatar que no ha habido una redistribución de los ingresos no petroleros y menos aún de los activos. Esta situación es explicable por lo relativamente fácil que resulta obtener ventaja de la generosa Naturaleza, sin adentrarse en complejos procesos sociales y políticos de redistribución, como lo señala Francisco Muñoz. Más aún cuando se ha tenido enormes ingresos fiscales provenientes en particular de las exportaciones petroleras. Y no porque no haya habido tiempo para intentarlo, sino porque el líder del proceso no cree en esas redistribuciones…
Recordemos que el presidente Correa, sin considerar el potencial revolucionario y productivo de una profunda reforma agraria, declaró el 1 de octubre del año 2011, que “la pequeña propiedad rural va en contra de la eficiencia productiva y de la reducción de la pobreza… repartir una propiedad grande en muchas pequeñas es repartir pobreza”. El objetivo según él, como lo manifestó dos días más tarde, es “que los grandes terratenientes vendan sus tierras y de esta forma se democratice la tenencia, eso es lo que se busca, esto se ha hecho en muchas partes del mundo, es más eficiente que la reforma agraria”. Y conste que Correa es consciente del problema de la concentración de la tierra; en entrevista a Le Monde Diplomatique, publicada el 3 de enero del año 2010, afirmó que la “tenencia de la tierra en Ecuador no ha cambiado sustancialmente y es una de las distribuciones más inequitativas del mundo; el coeficiente de Gini supera el 0,9 en cuanto a tenencia de tierra”.
De paso anotamos que estas cuestiones agrarias son analizadas en este libro por Francisco Hidalgo, quien aborda la discusión de las políticas de redistribución de tierras, el debate sobre nueva legislación sobre la tierra, así como la estrategia estatal seguida y las respuestas de la economía campesina. Debemos anotar que el rubro para la agricultura en el Presupuesto General del Estado es marginal, a modo de ejemplo, en el año 2012 bordeaba el 1%, lo que no impidió que los grandes grupos insertos en los agronegocios hayan obtenido cuantiosas ganancias.
En estas condiciones, con un Gobierno que ha recibido los mayores ingresos fiscales de toda la historia republicana, los grupos más acomodados, muchos de ellos vinculados al capital transnacional, no han visto afectados sus mayores privilegios. Es más estos grupos no dejan de obtener jugosas ganancias.
En un Gobierno que se autodefine como socialista, los grandes grupos económicos obtienen más utilidades que en los años neoliberales. La lista de ganadores es larga: la banca, las empresas de construcción, los importadores, los agronegocios, los centros comerciales, algunos industriales y exportadores, los diversos intermediarios de los intereses transnacionales, los consultores del capital o del Gobierno… El creciente gasto público ha permitido incrementar el consumo, situación que beneficia al sector privado intermediador de bienes y servicios, mucho más que al productor.
Esta realidad de enormes beneficios para el gran capital es inocultable. Basta ver dos ejemplos. Las utilidades de los cien grupos económicos más grandes en el período 2007-2011 crecieron en un 50% más que en los cinco años anteriores, es decir durante el período neoliberal. En esta economía dolarizada, las utilidades de la banca en relación a su patrimonio neto llegaron a superar el 17% en 2011 y habrían bordeado el 13% en 2012; mientras que las empresas de comunicación (sobre todo las telefónicas) obtuvieron beneficios superiores al 38% en relación con su patrimonio neto. En este contexto se entiende por qué las grandes empresas han asumido sin mayor conflicto la creciente presión tributaria.
A más de seis años del inicio de un Gobierno que se vende como revolucionario, el decil de empresas más grandes controla el 96% de ventas en el país. La concentración de las ventas es tal que el 1% de las empresas controlan el 90% de las ventas. El 5% de propietarios sigue concentrando el 52% de tierras agrícolas, mientras el 60% de pequeños propietarios acceden tan solo al 6,4% de estas. No se democratiza el acceso a la tierra, tampoco al agua, en donde se registran niveles de concentración mucho más elevados que en la tierra.
Hay que notar como positivo, y como resultado de la mejor distribución de los ingresos fiscales, petroleros particularmente, antes que de la distribución de la riqueza, que la pobreza, con diferente impacto entre los diversos grupos étnicos, se ha reducido, según datos oficiales, del 37,6% en diciembre de 2006 a 27,31% en diciembre de 2012, es decir, un 10,29% en seis años (cálculo realizado sobre la línea base de quienes reciben menos de 2,54 dólares diarios). El incremento de las inversiones sociales en educación y salud también ha repercutido favorablemente en amplios segmentos de la población, así como algunas disposiciones que han servido para mejorar la situación de grupos sociales tradionalmente marginados o sobreexplotados, como son -para citar un par de ejemplos- aquellas personas con alguna discapacidad o las empleadas domésticas3.
Esta situación contradictoria -aparentemente-, en la que los ricos sacan una gran tajada y también algo los grupos empobrecidos, es percibida por el Gobierno de la siguiente manera: “en síntesis, nunca antes los grupos económicos poderosos estuvieron mejor, nunca antes los más excluidos de la Patria estuvieron menos peor”. Tengamos, además, presente que, en varias oportunidades, se ha demostrado la posibilidad de que mejore la distribución personal del ingreso nacional y que, paralelamente, no mejore la distribu-ción personal de la riqueza nacional en un país (in-clusive podría darse el caso de que la distribución de la riqueza se deteriore). Esto podría estar sucedien-do en nuestro caso, gracias a los cuantiosos ingresos petroleros que son distribuidos de mejor manera que en los años neoliberales, al tiempo que los gru-pos más grandes obtienen mayores beneficios de la bonanza económica.
Los Derechos de la Naturaleza, un hito marginalizado
En la Constitución de Montecristi, al reconocer los Derechos de la Naturaleza e incluir en estos el derecho a que la Naturaleza sea restaurada cuando haya sido destruida, se dio un paso de transcendencia mundial. Sin embargo, al profundizar el extractivismo se tergi-versa y niega este avance constitucional, tema que lo analiza Edgar Isch y también Pablo Dávalos. Dotarle de derechos a la Naturaleza significó, entonces, alentar políticamente su paso de objeto a sujeto, como parte de un proceso centenario de am-pliación de los sujetos de derecho. Lo central de los Derechos de la Naturaleza es rescatar el “derecho a la existencia” de los propios seres humanos (y por cierto de todos los seres vivos). El ser humano no puede vivir al margen de la Naturaleza. Por lo tanto, garantizar la sustentabilidad ambiental es indispensable para ase-gurar la vida del ser humano en el planeta. La liberación de la Naturaleza de esta condición de sujeto sin derechos o de simple objeto de propiedad debe englobar a todos los seres vivos (y a la Tierra misma), independientemente de si tienen o no utili-dad para los seres humanos. Este aspecto es fundamental si aceptamos que todos los seres vivos tienen el mismo valor ontológico, lo que no implica que todos sean idénticos. Estos son puntos medulares de los Derechos de la Na-turaleza, que implican necesariamente una relación es-tructural y complementaria con los Derechos Humanos. De estos planteamientos queda muy poco, salvo un discurso carente de contenido, como demuestran Esperanza Martínez y Fernanda Solíz, al analizar de forma detenida y profunda la tormentosa evolución de las políticas minera y petrolera de la “revolución ciu-dadana”. Es notorio el discurso confuso para defender internacionalmente la Naturaleza, presentando a la Iniciativa Yasuní-ITT como un avance revolucionario, que se contradice con la apertura a la megaminería o con la ampliación de la frontera petrolera en el sur de la Amazonia: zona que se había prometido respetar, al inicio de la “revolución ciudadana”.
El Buen Vivir, ninguna alternativa al desarrollo El Buen Vivir es algo diferente al desarrollo. No se trata de aplicar un conjunto de políticas, instrumentos e indicadores para salir del “subdesarrollo” y llegar a aquella deseada condición del “desarrollo”. Una tarea por lo demás inútil. ¿Cuántos países han logrado el desarrollo? Muy pocos, asumiendo que la meta busca-da puede ser considerada como desarrollo. Los caminos hacia el desarrollo no han sido el pro-blema mayor. La dificultad radica en el concepto mis-mo del desarrollo. El mundo vive un “mal desarrollo” generalizado, incluyendo los considerados como paí-ses industrializados, es decir los países cuyo estilo de vida debía servir como faro referencial para los países “atrasados”. Eso no es todo. El funcionamiento del sis-tema mundial es “maldesarrollador”. En suma, es urgente disolver el tradicional con-cepto del progreso en su deriva productivista y del desarrollo en tanto dirección única, sobre todo en su visión mecanicista de crecimiento económico, así como sus múltiples sinónimos. Pero no solo se trata de superarlos, se requiere una visión diferente, mucho más rica en contenidos y en dificultades. El Buen Vivir no sintetiza una propuesta monocultural, es un concepto plural (mejor sería hablar de “buenos vivires” o “buenos convivires”). Con su postulación de armonía con la Naturaleza, con su oposición al concepto de acumulación perpe-tua, con su regreso a valores de uso, el Buen Vivir, en tanto propuesta en construcción, abre la puerta para formular visiones alternativas de vida. El Buen Vivir propone un cambio civilizatorio. Constituye un punto de partida, no de llegada para construir alternativas al desarrollo y para superar las aberraciones del antro-pocentrismo, que pone en grave riesgo la existencia del ser humano sobre la tierra. ¿Se ha caminado en esa dirección constitucional-mente planteada en estos años de “revolución ciudadana”? No, lamentablemente. La lista de incongruen-cias advierte intenciones distintas entre los mandatos constitucionales y la realpolitik marcada por formas continuistas de extractivismo, consumismo y produc-tivismo, reflejando también el uso propagandístico del término Buen Vivir. Este apenas asoma como un sistema que asegura el mayor suministro de servicios básicos a la sociedad y el aumento de su capacidad de compra de bienes y servicios en el mercado. Para desnudar esta falacia basta ver la cantidad de documentos y programas oficiales que anuncian el término del Buen Vivir como pauta publicitaria. A modo de ejemplo, proyectos municipales para mejorar las calles son presentados como si de eso se tratara el Buen Vivir, en ciudades construidas alrededor de la cultura del automóvil y no de los seres humanos.
Igualmente, mientras se profundiza el extractivismo con la megaminería o ampliando la frontera petrolera, se levantan otros programas gubernamentales membretados como de “Buen Vivir”. Incluso se levanta la tesis de un socialismo del Buen Vivir, que cuenta con el respaldo de algunos ilusos en el exterior. Todo esto representa un Sumak Kawsay propagandístico y burocratizado, carente de contenido, reducido a la condición de término-producto. Resulta, entonces, amenazante la reduccionista y simplona visión del Buen Vivir como producto de marketing publicitario de determinada política oficial.
Para entender lo que implica el Buen Vivir, que como hemos visto no puede ser simplistamente asociado al “bienestar occidental”, hay que empezar por recuperar los saberes y culturas de los pueblos y nacionalidades; tarea que deberán liderar las propias comunidades indígenas. Como escribe en estas páginas Atawallpa Oviedo Freire, el Buen Vivir “no es un simple hecho formal sino de contenido y fundacional, pero principalmente es cuestión de respeto, de dignidad, de honor para con los pueblos originarios de estas tierras”. Eso no significa negar los logros y mutaciones proporcionadas por los avances tecnológicos de la Humanidad, presentes en la vida. Se trata de acudir a otra invención de nuestros modos de vida. Y eso exige “una revolución de integralidad y totalidad, para una vida plena y armónica (sumakawsay)”. Por esta senda no trajina el gobierno del presidente Correa.
Cual jaculatoria mágica se esgrime un socialismo del Buen Vivir, carente de contenidos transformadores. Y no sorprende que el presidente Correa interprete a su antojo lo que significa el socialismo (del siglo XXI), cuando considera que este ya no tiene nada que ver con la lucha de clases… En la mencionada entrevista del 15 de enero de 2012, Correa fue categórico, se definió de forma meridiana: “no somos anticapitalistas, no somos antiyanquis, no somos antiimperialistas”. Correa, y solo él, define qué es el socialismo, su socialismo, en definitiva; define la verdad, su verdad.
De la matriz tecnocrática al manicomio del autoritarismo
El discurso oficial se ha ido decantando. “Del alto grado de recepción que el discurso fundador de Alianza País tuvo entre la población de los sectores medios y de los populares, articulados a los movimientos sociales y a las organizaciones de izquierda que se adhirieron al mismo” (Natalia Sierra), el discurso se concentra en pocos elementos medulares. La ampliación de los cinco ejes iniciales de la “revolución ciudadana” en el año 2006 a diez en 2013 no altera esta apreciación.
Junto a la igualdad y la libertad, en interpretaciones propias de lo que cada uno de estos conceptos significa para el caudillo, aflora con fuerza la eficiencia, encarnada en un tecnócrata, que es una de las facetas para entender la “imagen sacralizada del líder” (Juan Cuvi). Y de ella se deriva todo un paquete de decisiones de política en el ámbito de la educación, de la cultura, de la investigación, en donde emerge una suerte de “neocolonialismo académico”, en palabras de Arturo Villavicencio o “neocolonialismo cultural”, al decir de Carlos Castro Riera. Ellos abordan en este libro el proyecto de reforma de la universidad ecuatoriana impulsado por la “revolución ciudadana”.
En palabras de Arturo Villavicencio, esta reforma significaría una aproximación “arcaica”: “Una universidad fragmentada en tipologías absurdas y con espacios académicos limitados y jerarquizados empieza a aflorar. Un inusitado entusiasmo por la investigación al borde del conocimiento científico como solución a los problemas del país y la clave para alcanzar el Buen Vivir está configurando mecanismos burocráticos en la definición y control de la agenda de investigación para las universidades; condiciones que atentan a un quehacer abierto, transparente y democrático de la ciencia y el conocimiento. En el mismo sentido, el salto milagroso hacia un biosocialismo republicano, alrededor de un megaproyecto, la ciudad del conocimiento, de muy dudosos e inciertos resultados, compromete enormes recursos humanos y materiales que necesariamente conducen al debilitamiento y hasta aniquilación de la incipiente investigación del sistema universitario”.
Castro Riera analiza los cambios universitarios desde un enfoque de la vida universitaria misma, destacando los aspectos legales de las reformas propuestas dentro de la lógica de apoyo a la acumulación de capital, para concluir, como lo hace también Atawallpa Oviedo Freire, que la propuesta de reforma universitaria del correísmo está lejos de conducir al Buen Vivir. Y por cierto Arturo Villavicencio y Atawallpa Oviedo Freire no pierden la oportunidad para desnudar las limitaciones conceptuales y concretas del ambicioso proyecto Yachay, o “ciudad del conocimiento”, con el que el Gobierno ansía empezar el viaje hacia el futuro.
Lo que nos interesa aquí es valorar lo que representa la lógica tecnocrática dominante para toda la sociedad, empezando por tener una universidad controlada, sumisa y disciplinada. Esta lógica lleva implícito un cuadrado referencial: obediencia y disciplina, estabilidad y presión (o en palabras de Decio Machado: “autoridad, disciplina, Patria y orden”). Dentro de este esquema se busca construir un sistema meritocrático dentro y fuera de la universidad, en donde los rendimientos priman inclusive sobre la forma en que se los consigue. La confianza en la tecnocracia parece ilimitada. Y su vigencia se traduce en una visión unilineal, que de plano contradice la esencia del Buen Vivir y por cierto la plurinacionalidad.
Aquí es apropiado rescatar el valioso aporte de Carlos de la Torre, cuando en su texto sobre el tecnopopulismo de Correa, discute las tensiones que se producen entre un presidente que dice “estar liderando un ciclo de cambios profundos, de encarnar los intereses de toda la sociedad y no de sectores particulares, y la misión de llevar a cabo la refundación de la nación”. De la Torre sintetiza su tesis así: “el carisma y la tecnocracia pueden convivir en el discurso, el carisma es inestable y subvierte los intentos de gobernar a través del conocimiento de los expertos”. Una situación que se ha visto ya en varios episodios del correísmo, como fue el golpe al Estado de derecho del S-30.
Lo que cuenta es que el retorno del Estado en la “revolución” del correísmo no cuestiona la modalidad de acumulación capitalista, lo que pretende construir, según Arturo Villavicencio, es una suerte de “capitalismo académico”. Para modernizar el Estado se busca mejorar los niveles de eficiencia estatal. Correa y su Gobierno se sienten realizados cuando a Ecuador se le presenta como un “jaguar latinoamericano”, en tanto se le compara con la gestión de los “tigres” y “dragones” asiáticos (de la que al parecer Correa copia lo que le conviene, cabría puntualizar). Y bien se podría coincidir con Francisco Hidalgo, que lo que se construye es una suerte de “jaguar desdentado”.
En concreto se busca modernizar el aparato estatal, no construir otro Estado. El servicio público -tal como lo entendía Lee Kuan Yew, líder de Singapur debe transformarse en una máquina eficiente y efectiva para que cristalice los planes oficiales. Hay que lograr que los funcionarios públicos se sintonicen con los planes gubernamentales. Para hacerlo se recurre al entusiasmo o a la amenaza permanente. Hay que generar un ambiente de presión, no necesariamente de convicción. En este empeño se mimetiza a los servidores públicos con la militancia del movimiento oficialista, y viceversa. Hay señales inclusive de que se estaría trabajando en la construcción de un partido único… y todo dentro de la legitimidad que le dan las elecciones ganadas, con las que Correa consolida su “consenso electoral”.
En la práctica, “se exagera la ‘autonomía relativa’ del Estado y de la política institucional como herramienta de cambio social. La ilusión de que el Estado puede impulsar por sí mismo un cambio radical en la sociedad conlleva el olvido respecto a que el Estado no es más que una forma de relación social enraizada en las relaciones sociales capitalistas separando a las personas del control de sus propias condiciones de producción y, por último, de sus propias vidas” (Decio Machado). Pero no deja de pesar el grupo de los “intelectuales tecnócratas autónomos”, como anotó hace un par de años Pablo Ospina (2011), quien reflexiona sobre el tema sintonizándose con el pensamiento de Antonio Gramsci.
Más allá de esta disquisición sobre la autonomía del Estado, lo que cuenta en el correísmo es poner en marcha una máquina burocrática legalizada y eficiente, dócil y activa. Hay que normalizar, disciplinar y ordenar la sociedad, para eso sirve inclusive la prohibición de vender cerveza los domingos y más aún el cercamiento de los lugares públicos -plazas y calles- para impedir cualquier manifestación de rechazo al régimen y para eso serviría el nuevo código penal con claros rasgos represivos. Y este “régimen disciplinario” (Pablo Ospina) se sostiene también con un masivo ejercicio de relaciones públicas: el marketing político con el que el correísmo, en ocasiones, consigue montar hasta un mundo ficticio, acomodado a los intereses del poder. Conceptos clave, como izquierda, revolución, Sumak Kawsay o Derechos de la Naturaleza, forman parte de un nuevo glosario, que se ajusta a las conveniencias del momento. Engaño y autoengaño apuntalarían el masivo respaldo popular del que goza el correísmo. Todo en función de un espectáculo continuado, con un protagonista principal: Rafael Correa (y solo él), quien se asume como el portador de la voluntad política colectiva. En suma, no hay un proyecto partidista, ni grupal, menos aún comunitario.
La pregunta que surge, al concluir estas líneas es cuán acertada resulta la afirmación de Juan Cuvi cuando considera que Correa “no estaba para alternativas, mucho menos para revoluciones, y peor aún para utopías. Esto explicaría la adhesión que al final produjo un discurso en esencia tan convencional. El desarrollismo, la eficacia tecnocrática, la provisión de infraestructura y el incremento del consumo no son más que emulaciones de modelos anclados en viejos patrones colonialistas; la recuperación del Estado en desmedro del fortalecimiento de la sociedad es un carpado hacia el cepalismo cincuentero…”
El presidente ecuatoriano, en concreto, parece un fiel seguidor de Lee Kuan Yew, quien también resaltaba el sentido de la urgencia. Los dos pretenden acelerar el proceso y de ser necesario quemar etapas en la modernización del capitalismo en sus respectivos países. Inclusive se asemejan en su estilo de criticar públicamente a sus ministros o instancias gubernamentales que no hayan cumplido la tarea, tal como el líder la ordenó. Y por consiguiente los dos también se identifican en su forma de entender la democracia, como ejercicios electorales que son los que determinan quien debe tomar las decisiones.
De allí se derivan prácticas autoritarias, que son las que se emplean para continuar con la modernización del capitalismo y para profundizar el extractivismo. A modo de botón de muestra, leamos lo que dijo el presidente Correa en su sabatina del 10 de diciembre de 2011: “Hemos perdido demasiado tiempo para el desarrollo, no tenemos más ni un segundo que perder, […] los que nos hacen perder tiempo también son esos demagogos, no a la minería, no al petróleo, nos pasamos discutiendo tonterías. Oigan en Estados Unidos, que vayan con esa tontería; en Japón, los meten al manicomio”.
Adicionalmente, pensado más en quienes sostienen el correísmo, especialmente en quienes creían que con la “revolución ciudadana” se impulsaba una verdadera transformación, todo se justifica por “el proceso revolucionario”. A nadie dentro de “el proceso” le importa si se traicionó los principios originales, plasmados inicialmente en el Plan de Gobierno del Movimiento País, elaborados colectivamente en el año 2006, y luego ratificados en la Constitución de Montecristi. Para cumplir las órdenes, es decir para ejecutar “el proceso”, no importa si hay que subirse a un cerro de verdades o de mentiras, pero hay que cumplirlas. Tampoco preocupa que una estructura de dominación vertical y autoritaria (piedras angulares del correísmo, Juan Cuvi dixit) se siga expandiendo por el aparato estatal. Todo o casi todo se justifica por “el proceso”, aunque este no sea para nada revolucionario.
A modo de conclusión
Enfrentar esta realidad, a partir de una adecuada lectura de la misma, es la tarea que tienen por delante las izquierdas. Es urgente dar respuesta a una estructura de poder apuntalado en los siguientes vectores, como ha sintetizado con lucidez Juan Cuvi:
- clientelismo efectivo;
- retórica antiimperialista avalada por un entramado regional e internacional favorable;
- tutelaje estatal y sometimiento de la sociedad civil;
- desmantelamiento de toda forma de organización social autónoma;
- patrones de eficacia y rendimiento abiertamente capitalistas, mediante la modernización tecnológica de la administración pública;
- monopolización y transnacionalización del proceso de acumulación.
Y simultáneamente, o mejor aún como requisito para asumir el compromiso transformador, es indispensable la construcción de un proyecto contrahegemónico, en donde la Unidad de la Izquierdas asoma como un imperativo histórico, reconociéndolos tal como son hoy y no como queremos que sean mañana.
Esto implica ir gestando, desde lo local, sobre todo desde la resistencia al extractivismo y a toda forma de autoritarismo del correísmo, espacios de poder real, verdaderos contrapoderes de acción democrática en lo político, en lo económico y en lo cultural. A partir de ellos se podrán forjar los embriones de una nueva institucionalidad estatal, que tendrá que ser plurinacional necesariamente, de una renovada lógica de mercado y de una nueva convivencia societal. Contrapoderes que servirán de base para la estrategia colectiva que debe construir un proyecto de vida en común: el Buen Vivir, que no podrá ser una visión abstracta que descuide a los actores y a las relaciones presentes.
Hay que ampliar y radicalizar la democracia, para lograr estos objetivos. Hay que aprender de las experiencias de democracia directa y participativa, potenciándolas donde sea posible. Hay que consolidar la resistencia e inclusive la desobediencia civil para frenar los efectos destructivos del extractivismo. Requerimos formas de democracia más emancipadoras y participativas.
Por cierto, habiendo formado parte de la ahora mal llamada “revolución ciudadana”, y a pesar de estar consciente de lo difícil que es hacer realidad los sueños, estoy convencido que sí se pudo impulsar profundas y estructurales transformaciones. Y que se puede hacerlo siempre con más democracia, nunca con menos.
Referencias bibliográficas
Cueva, A. (2013) Autoritarismo y fascismo en América Latina. Quito: Serie Cuadernos Políticos, Centro de Pensamiento Crítico.
Ospina, P. (2011) Ecuador: la participación ciudadana en el proyecto de Estado de Rafael Correa. En Observatorio Latinoamericano 7. Buenos Aires: Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
Padilla, L. (2012, febrero 17) Correa: El endeudamiento con China responde a la necesidad del país. Agencia pública de Noticias del Ecuador y Suramérica-Andes. http://andes.info.ec/2009-2011.php/?p=141559
Svampa, M. (2013) “El Consenso de las commodities” y lenguajes de valoración en América Latina. Revista Nueva Sociedad, (244), marzo-abril http://www.nuso. org/upload/articulos/3926_1.pdf
Tapia, L. (2011) El estado de derecho como tiranía. La Paz: CIDES-UMSA.
Notas
1 Los nombres que se mencionan en este prólogo, salvo que se diga lo contrario, corresponden a los autores y autoras de los artículos de este libro.
2 Incluso el concepto de ciudadanía en este proceso no está claramente definido. Prima la visión de la ciudadanía individual, mientras se marginan otras concepciones establecidas implícitamente en la Constitución de Montecristi, como son la ciudadanía colectiva y la ciudanía ecológica, sobre las que se asientan los derechos colectivos y los derechos de la Naturaleza, respectivamente.
3 Igualmente ha impactado positivamente el mejor funcionamiento de algunos servicios públicos, en donde la ciudadanía recibe un trato más eficiente.
A modo de prólogo
El correísmo - Un nuevo modelo de dominación burguesa
Quito, 17 de junio de 2013
Alberto Acosta
Economista ecuatoriano. Profesor e investigador de la FLACSO-Ecuador.
Exministro de Energía y Minas. Expresidente de la Asamblea Constituyente.
Excandidato a la Presidencia de la República.