Las autodefensas como síntoma
La Jornada
La detención de 45 integrantes de la guardia comunitaria de Aquila, en Michoacán –41 de los cuales fueron trasladados e interrogados por la Procuraduría General de la República en espera de que se defina su situación jurídica–, constituye, más allá de los elementos judiciales particulares del caso, un mensaje ineludible del Estado mexicano a las distintas expresiones de autodefensa armada que han salido a la luz pública en semanas y meses recientes, particularmente en entidades como Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Chiapas y Morelos, pero cuya existencia es de larga data en distintas comunidades del país.
Sin pretensión de justificar acciones como la ocurrida en la localidad michoacana el pasado miércoles –la retención de varias decenas de militares por parte del grupo de autodefensa–, debe reiterarse que expresiones como la surgida en esa entidad y en muchos otros puntos del territorio, más que ser una causa del quebranto generalizado del estado de derecho que padece el país, son un síntoma, y en su mayoría son motivadas no por un afán de profundizar el clima de descontrol y desprotección, sino de corregirlo.
En el caso de Michoacán, el escenario está atizado por factores particulares, como la pérdida de control del territorio de las autoridades ante el crimen organizado –fenómeno reconocido por el propio Enrique Peña Nieto–, el recrudecimiento de la violencia ejercida en esa entidad por el grupo delictivo de Los caballeros templarios, e incluso la inocultable debilidad política que acusa el gobierno de la entidad, mermado por la ausencia prolongada de su titular, Fausto Vallejo. Todo ello genera un caldo de cultivo para la exasperación ciudadana ante los embates de la criminalidad, para la pérdida de confianza en las autoridades y las instituciones políticas formales y para el surgimiento de grupos que deciden tomar las armas para asegurar su protección.
La operación de grupos de autodefensa no es, por mucho, el principal obstáculo para restablecer la legalidad en los puntos del territorio con presencia de ese tipo de organizaciones, como parece sugerir la decisión gubernamental de desarmar a la guardia comunitaria de Aquila y detener a sus integrantes. Mucho más grave es la pérdida de capacidad del Estado para contener a los grupos criminales en esas regiones y para cumplir con el mandato constitucional de garantizar la seguridad pública, prevenir los delitos, investigarlos, capturar a los responsables y ponerlos a disposición de las autoridades judiciales correspondientes.
La desesperante falta de cumplimiento de dichos preceptos constituye un factor mucho más subversivo del orden legal que la existencia misma de las autodefensas, por cuanto alienta a una ciudadanía desamparada a hacerse justicia por su propia mano, pone en tela de juicio el imperio de la legalidad y propicia que el país caiga en la ley de la jungla.
Sería ciertamente indeseable que expresiones de autoprotección comunitaria como las comentadas se convirtieran en en regla ante el retroceso generalizado del estado de derecho, no sólo porque ello contravendría la legalidad y las nociones más elementales del pacto social, sino porque albergaría el riesgo de que el vacío de autoridad fuera llenado no por grupos emanados de las comunidades, sino por las propias bandas delictivas o por poderes fácticos de otro tipo. Pero sería también inadmisible la perspectiva de un Estado que, ante el azote de inseguridad, violencia y criminalidad que padece el territorio, se limitara a combatir expresiones que son un síntoma, más que una causa, de ese escenario.