“Sí quiero este camino”: Rosa Icela, de la Brigada Callejera
Cuando el abuelo platicaba de cómo era su vida cuando estaba el hacendado, que no tenían tierra, que les pagaban solo 2 pesos y no los dejaban acercarse a la finca, sentimos todos ese mismo coraje.
Rosa Icela Madrid
Desinformémonos
Llegar al Cideci-Unitierra (Centro Indígena de Capacitación Integral) siempre es una experiencia diferente. Cada vez que llego se respira una ambiente de cordialidad y compañerismo. Los colores y los olores me devuelven la energía que pierdo en el día a día en la ciudad; me transportan a algo que me gusta y donde me cargo la pila.
Llegué a la inscripción y me dio gusto que fuera un rostro conocido haciendo su trabajo. Se ve que le gusta y coordina bien. A la hora que recibo mi paquete de materiales, siento un gusto inmenso que en esos momentos no puedo describir, quería abrirlos de inmediato, pero algo sucede y no los abro. Estoy haciendo otras cosas y volteo a ver a mis compas que, sentados, están atentos revisando el material y en seguida empiezan a comentar. Termino de hacer lo que me impedía revisar el material y lo saco de la bolsa. Mi primer contacto con esos libros fue único, es material que los compas hicieron especialmente para la escuelita, yo incluida.
El domingo llego a Cideci para irme a la comunidad donde me asignaron y me albergarán los compañeros del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), y me encuentro con compañeros de otros estados, de la Red Mexicana de Trabajo Sexual y compas de otras organizaciones y colectivos, así como personajes que me agrada ver en cualquier circunstancia como Zibechi, el Roko pachuco, promotores de salud conocidos, en fin, la mayoría gente bonita de lucha. Se respira otro mundo.
Subida en la camioneta que nos llevará a la Garrucha, Caracol donde compartiré la experiencia de la escuelita, me agrada que me toque con los maestros que imparten clases en la Brigada Callejera para que muchas compañeras trabajadoras sexuales terminen su primaria y su secundaria. Les veo los rostros de felicidad al igual que el mío. La camioneta avanza y durante unos cinco minutos, veo cómo van los compas de Brigada junto a la camioneta diciéndonos, que les vaya bien, cuídense, bueno eso de cuídense se lo oí a mi madre. Ellos se quedaban en Cideci a la escuelita, donde después nos compartiríamos experiencias vividas.
En el trayecto respiro la naturaleza; después de horas de camino llegamos al caracol de noche. La llegada fue única, nos recibieron los compas a esa hora de la noche contentos y con aplausos. Cuando íbamos llegando nos dieron la bienvenida con aplausos y dianas, que decían: ¡vivan los estudiantes de la escuelita!, ¡viva Zapata! La piel se me puso de gallina al escuchar esa euforia y gusto de los compañeros con nuestra llegada y después de ese recibimiento tan de compas y sincero, nos invitaron al baile de festejo del inicio de la escuelita.
Al día siguiente nos dieron una semblanza del contenido de los libros, sobre los temas que veríamos. Todo eso sonaba bien, con los aciertos y desaciertos que han enfrentado al andar lo construido.
Nos formaron para asignarnos a nuestros Votanes. A mí me tocó una persona de mi estatura, como de 34 años de edad, con una niña en brazos. Me dio gusto porque sin mucho preámbulo nos vimos y esa mirada nos hizo clic en ese momento. Nos dijimos solo una vez nuestros nombres pero eso no importó, porque siempre nos llamamos compañera, y creo que sí lo sentíamos, al igual que la niña de tres años: me encantaba cuando me decía compañera, lo sentía de verdad, y así fue nuestro caminar por esas montañas tan hermosas que recorrimos.
Por la tarde partimos los que íbamos a otras localidades, lo cual dio oportunidad de ver cómo están organizados según lo que nos habían explicado. Durante el andar fuimos quedando menos camionetas, lo cual hizo nuestro paso más interesante. Solo éramos unos cuantos en la montaña a esas horas. Yo me preguntaba a dónde llegaríamos, pero el saber que iba con los compas me hacía estar más segura y contenta de lo estaba viviendo en esos momentos.
Me sentí única en ese momento. Poder entrar en las entrañas de los compas y que estuvieran compartiendo su geografía, me hizo entrar un tanto en shock, porque pensaba, y si había algún infiltrado, ¿cómo lo dejaban ver todo eso? Bueno, eso de ver es un decir porque era de noche. Cuando llegamos a la localidad no se veía nada, pero se percibían presencias cuando bajamos de la camioneta. Después de un rato empezaron a aplaudir y en esos mementos me volví a sentir muy bien. Con los aplausos a nuestra llegada, se encendieron algunas linternas que nos dejaron ver a los compas encapuchados y solidarios a esa hora de la noche, donde la mayoría de la gente duerme. Eso me recordó que estaban esperando nuestra llegada y que verificaban que hubiéramos llegado bien al poblado.
Al día siguiente nos levantamos y molimos el maíz. El sentir esos olores de la leña me hizo recordar a la abuela, a quien los fines de semana le gustaba poner café en el patio con un bracero y llegaban todos los tíos y tías a tomarlo. Hacía esa unión mágica de la familia.
A la casa donde llegué era una familia de varias mujeres y niños y dos abuelos. Nunca supe los nombres de todos, no hablábamos el mismo idioma, pero sí sentimos muchas cosas, porque cuando el abuelo platicaba de cómo era su vida cuando estaba el hacendado y que no tenían tierra, que les pagaban solo 2 pesos y no los dejaban acercarse a la finca, sentimos ese mismo coraje todos: los que escuchábamos, la que traducía, el que contaba. Todos nos sintonizamos e hicimos trabajar los otros sentidos.
Después de la molida del maíz se prendía el fuego para echar la tortilla. Aprendí cuál es el secreto para hacerlas más delgadas, la manera de cómo se inflan para que sepamos que están bien cocidas, cómo voltearlas para que no se quemen. Se me quemaron los vellitos de mi mano derecha, pero en la comida les di las gracias por comerse mis tortillas mal hechas, y respondieron, está aprendiendo. esto es claro porque cuando uno aprende algo y no lo lleva a la práctica, es como si por tí no pasaran las cosas. Eso me hizo sentirme más comprometida.
Después me invitaron al río a bañarme, lo cual me dio mucho gusto, porque las tres: mi Votana, su hija y yo, lavamos la ropa. El sentir el agua del río me mandó a otras frecuencias, ese contacto con la naturaleza me curó todo el cansancio que traía encima, me dio otra bienvenida como la noche anterior de los aplausos. Empecé a sentir a los peces que rondaban por mis pies, no me dio miedo sino gusto. Veía cómo, sin malicia, mi Votana y su hija se bañaban, lo cual me dio más seguridad de estar con otro tipo de gente, diferente y con mucho conocimiento de la naturaleza. Sin decirles nada les agradecí esos momentos con una sonrisa.
Esa fue mi primera experiencia: cómo convive la familia y la repartición de las tareas en casa, pero al día siguiente fue espectacular, porque nos invitaron a cosechar frijol. Caminaba rumbo al lugar donde teníamos que recogerlo, que son las milpas colectivas de mujeres, y sentí cómo el aire de la montaña besaba mi cara. Ese olor a campo me hizo caminar con las ansias de llegar a recoger el frijol. Mi sorpresa fue que no empezamos sin ton ni son, nos acomodaron junto con nuestras Votanas en hilera de 10 compañeras, y así, formando 10 hileras -cinco de frente al terreno y cinco hasta atrás, quedando frente a frente-, empezamos a cosechar, previa explicación de la Votana de cómo teníamos que hacerlo.
No empezamos sin antes pedir a la madre tierra permiso para cortar el frijol. En esos momentos me sentí muy contenta porque pensé, que chingón detalle. Pero ya en la cosecha pensé, no es ningún detalle, es su forma de vida el agradecer y pedir permiso de lo que da la madre tierra. Los admiré más. Y recordé a los compas que trabajan en el campo, de cómo los explotan, que tienen que cortar una cierta cantidad solo para ganarse unos cuantos pesos, que hacen eso por dinero, donde les ponen una productividad, sin impórtales cómo lo hagan, solo les pagaban por bulto. No hay respeto por la persona ni por la tierra. Eso se da mucho la explotación de las personas que se van a Estados Unidos a trabajar en el campo.
Al día siguiente me llevaron a conocer la casa de salud, la escuela, donde se preparan los bailables para el festejo de noviembre. Ví cómo los niños aprenden en su entorno y en su idioma, verifiqué lo que dicen los libros sobre el contacto y la enseñanza de los promotores de educación. El promotor, muy joven y amable, explicó cómo trabajan. El caminar en ese poblado me cargó la pila que se me descarga en el Distrito Federal.
Por la tarde me enseñaron a hacer tamales de azúcar. Agradecí por compartir sus modos y costumbres, su estilo de vida, el fuego de la casa, la elaboración de su comida, el entorno, por permitirme acostarme en su cama sin conocerme. Eso me hizo reflexionar que no tengo que ser tan desconfiada con mi entorno; si ellos admiten a los compas que llegaron, sí se pueden ir enlazando más relaciones de confianza.
Al día siguiente nos llevaron a conocer el ganado colectivo de mujeres, el gallinero colectivo, el chiquero colectivo. Fue una experiencia donde dije, sí se puede seguir trabajando en comunidad, a pesar que en el día a día nos meten el proceso de la individualidad, de competencia.
Me vengo con el sabor de boca de decir sí es posible otro mundo, sí es posible la construcción de mundo de igualdad y confianza, y con eso me quedo.
Mil gracias a los compañeros de EZLN por darme la oportunidad de aprender otros senderos de la vida de igualdad, gratitud y respeto, y por todo lo que nos permitieron compartir con ellos, su vivienda, su ideología, su andar, su montaña, su vida, pero sobre todo su corazón.
Aprendí que el paliacate no es un mero accesorio de moda que sólo sirve para cubrirse el rostro: un paliacate sirve para limpiarte el sudor cuando estás trabajando en el campo, para ponerlo en el piso cuando te sientas, para taparte el sol cuando estas esperando , para secarte cuando vas a bañarte al río, para limpiar algunas cosas el campo. El paliacate es un instrumento valioso.
Gracias por compartirme esas anécdotas del tata, que al verlo en la iglesia de la localidad me dio gusto. Poco a poco fui descubriendo los quehaceres y compromisos de esos compañeros de esa casa, de que las mujeres se paran a las 4 de la mañana para prender el fuego y echar la tortilla para desayunar o poner el itacate que se llevará a la milpa. De cómo la mujer no sólo se dedica al hogar, y cómo se asemeja a la ciudad: tiene que cumplir diferentes roles de vida, mujer, madre, cuidar a los hijos, echar tortilla, y salir a trabajar para la comunidad según el cargo, la tienda, la milpa, la casa de salud, la escuela, la tiendita, y solo por un mismo fin, el bienestar de los demás y de ella misma. Así su compañero, el tata, la abuela, todos encajan en trabajos comunitarios. Es donde digo, sí quiero de eso y voy a tratar de hacerlo. Sí quiero…
Nos invitaron a una misa donde pidieron por nosotros, para que regresáramos bien a nuestros destinos.
La despedida fue cruda. En la mesa cuando me despedía, le decía a mi Votana que tradujera. No importó el lenguaje con la boca, nuestro lenguaje lo hicieron los sentidos y nos entendimos muy bien: que los llevaré en mi corazón, que fue una experiencia única, que donde quiera que me pare seguiré diciendo, ese es el camino que quiero seguir, y entendí porque siempre se dice, abajo y a la izquierda, porque siempre hablan con el corazón.
Cuando nos despedimos de la comunidad fue muy grato, porque el contacto con todos, de mano, fue energéticamente muy saludable y de mucho compañerismo solidario, donde ambos decíamos, cuídense compañero y gracias.
Sigo reconociendo esos pasos de justicia e igualdad, y quiero seguir esa huella y poder caminar juntos, sí quiero….
Me quedo con los cuatro puntos que practican: seguridad, disciplina, compañerismo, respeto, de eso quiero seguir aprendiendo.
Y reconozco en su trabajo los siete principios: Proponer y no imponer. Convencer y no vencer. Construir y no destruir. Mandar obedeciendo. Representar y no suplantar. Servir y no servirse. Bajar y no subir.
Todo esto que vi se respira con un respeto a la madre tierra, que ha permitido la convivencia por más de 500 años, la armonía con ella, y entiendo la desesperación de las personas que quieren quitarlos de esos lugares porque son únicos sus Caracoles.
Sí quiero de eso, sí quiero seguir esas huellas y gracias por todo lo que nos compartieron, gracias por su tiempo, y donde quiera que esté defenderé su lucha, que es mía, de él, de ella, de todos, juntos y diversos.