Una historia sobre estar a destiempo
El cambio climático es lento y nosotros somos rápidos. Cuando cruzas un paisaje rural en tren bala, todo parece estático. No lo está, por supuesto. Se están moviendo, pero a una velocidad tan lenta que no lo percibimos. Así pasa con el cambio climático. Nuestra cultura, basada en los combustibles fósiles, es ese tren bala.
Por Naomi Klein*
Una de las formas más inquietantes de los efectos del cambio climático es lo que los ecologistas llaman desfase o destiempo. El calentamiento provoca que los animales se desfasen con sus fuentes de alimentación, sobre todo en tiempos de la reproducción, cuando la falta de alimento puede provocar fuertes disminuciones en la población.
Los patrones de migración de muchas especies de aves cantoras, por ejemplo, han evolucionado a lo largo de milenios para salir del cascarón justo cuando las fuentes de alimentación, como las orugas, están en su punto de mayor abundancia, que ofrece a los padres muchos nutrientes para sus pequeños hambrientos. Pero como ahora la primavera muchas veces llega temprano, las orugas también nacen temprano y en algunas zonas son menos abundantes cuando los polluelos salen del cascarón.
Los científicos están estudiando casos de destiempo relacionados con el clima que se dan entre docenas de especies, desde el caribú hasta el papamoscas cerrojillo. Pero hay una importante especie que les falta: nosotros. Homo sapiens. Nosotros también sufrimos de un terrible caso de destiempo relacionado con el clima, pero en un sentido cultural-histórico, en lugar de biológico. Nuestro problema es que el cambio climático es un desafío colectivo que requiere una acción colectiva, un tipo de acción que la humanidad nunca ha logrado hacer. Sin embargo, ya entró en la conciencia masiva, en medio de una guerra ideológica que se libra acerca de la idea misma de la esfera colectiva.
La buena noticia es que, a diferencia de los renos y las aves cantoras, nosotros, los humanos, estamos bendecidos con la capacidad de adaptarnos deliberadamente, cambiar viejos patrones de conducta a una extraordinaria velocidad. Si las ideas dominantes en nuestra cultura nos frenan de salvarnos, entonces tenemos el poder de cambiar esas ideas. Pero antes de que pueda ocurrir, necesitamos entender la naturaleza de nuestro desfase climático personal.
El cambio climático exige que consumamos menos, pero ser consumidores es todo lo que conocemos. El cambio climático no es un problema que se pueda resolver simplemente cambiando lo que compramos: un híbrido en vez de una camioneta 4×4, compensación de emisiones de carbono cuando nos subimos a un avión. En esencia, es una crisis nacida de un exceso de consumo por los que son relativamente más ricos, lo cual implica que los consumidores más desenfrenados del mundo tendrán que consumir menos.
El capitalismo tardío nos enseña a crearnos a partir de nuestras elecciones de consumo: al comprar formamos nuestras identidades, encontramos una comunidad y nos expresamos. Decir a la gente que no puede ir de compras tanto como quisiera porque los sistemas de soporte del planeta están sobrecargados, puede ser interpretado como una especie de ataque, como si les dijeran que no pueden ser realmente ellos.
El cambio climático es lento y nosotros somos rápidos. Cuando cruzas volando un paisaje rural en un tren bala, parece como si todo lo que pasa estuviera detenido: la gente, los tractores, los coches en los caminos rurales. No lo están, por supuesto. Se están moviendo, pero a una velocidad tan lenta comparada con el tren que parecen estáticos.
Así pasa con el cambio climático. Nuestra cultura, que funciona a base de combustibles fósiles, es el tren bala. Nuestro cambiante clima es como el paisaje afuera de la ventana: desde nuestro lugar privilegiado puede aparecer estático, pero se está moviendo, su lento devenir se mide en capas de hielo que retroceden, aguas que suben y aumentos en la temperatura. El problema no solo es que nos movemos demasiado rápido. También es que el terreno en el cual los cambios tienen lugar es intensamente local: el temprano florecer de una flor, una capa inusualmente delgada de hielo sobre el lago, la demorada llegada de las aves migratorias.
Notar ese tipo de cambios sutiles requiere una íntima conexión con un ecosistema específico. Este tipo de comunión ocurre cuando conocemos a profundidad un lugar; no como escenario, sino también como sustento, y cuando el conocimiento local es transmitido con un sentido sagrado de generación en generación. Pero eso es cada vez más escaso en el mundo urbanizado e industrializado. Solemos abandonar nuestros hogares fácilmente, por un nuevo empleo, una nueva escuela, un nuevo amor. Aun para quienes logramos mantenernos en un mismo lugar, nuestra existencia cotidiana puede estar desconectada de los espacios físicos en que vivimos. Puede que no estemos enterados de que una sequía histórica está destruyendo los cultivos en las granjas que rodean nuestros hogares urbanos, ya que los supermercados todavía ofrecen pequeñas montañas de producción importada y todos los días traen más en camión. Hace falta algo enorme –como un huracán, que rebasa todas las marcas previas de altura máxima del agua o una inundación que destruye miles de hogares– para que notemos que algo está realmente mal.
El otro desfase tiene que ver con nuestra relación con lo que pasa desapercibido. Cuando publiqué No logo, hace una década y media, los lectores se impresionaban al enterarse de las abusivas condiciones bajo las cuales se fabricaba la ropa y los aparatos electrónicos. Pero hemos aprendido a vivir con eso. La nuestra es una economía de fantasmas, de ceguera deliberada. Y el aire es el que pasa más desapercibido, los gases de invernadero que lo calientan son nuestros fantasmas.
Otra cosa que hace muy difícil que captemos el cambio climático es la cultura del eterno presente. Sin embargo, el cambio climático es sobre cómo las acciones de las generaciones pasadas inevitablemente afectarán no solo el presente, sino también las generaciones futuras.
No se trata de hacer un juicio individual, castigarnos por nuestra frivolidad o carencia de raíces. Se trata de reconocer que somos productos de un proyecto industrial íntima e históricamente vinculado a los combustibles fósiles.
Y así como en el pasado hemos cambiado, podemos volver a cambiar. Después de escuchar al gran granjero-poeta Wendell Berry dar una charla sobre el deber de cada uno de nosotros de amar su tierra más que ninguna otra, le pregunté si tenía algún consejo para los que no tienen raíces, como mis amigos y yo, que vivimos en nuestras computadoras y parece que siempre estamos en busca de un hogar. Quédate en algún lugar, respondió. Comienza el proceso de mil años de conocer ese sitio.
Es un buen consejo, a muchos niveles. Porque para poder ganar esta pelea, determinante para nuestras vidas, todos necesitamos un lugar en el cual estar parados.