Libro completo en tres partes. Imperdible: Utopías en la era de la supervivencia (3)

Final y bibliografía



El paraíso perdido y la nostalgia bucólica

No es posible que una civilización de docientos o tres-
cientos años pueda destruir la vida armónica en que vi-
vieron los pueblos indígenas por más de cinco mil años.
Esa es nuestra profunda diferencia entre el Occidente y
los países del sur, y especialmente, los movimientos socia-
les que viven en armonía con la Madre Tierra.12

El siglo xx se caracterizó por la creciente sospecha frente a la idea del
progreso, la cual había sido en la modernidad una certeza irrefuta-
ble, arraigada en la creencia de que el ser humano podría, por medio
de la dominación racional científico-técnica del mundo, ser libre y
adueñarse de su propio futuro. Sin embargo, los sucesos dramáticos
ocurridos en la centuria pasada eclipsaron el optimismo frente al des-
tino, hasta el punto de que se planteara la pregunta de si el camino
recorrido por la civilización no estaría conduciendo a la especie hu-
mana a una muerte inminente. No es que se haya enterrado de ma-
nera definitiva la idea del progreso. La temporalidad lineal del tiempo
occidental y el accionar hacia el futuro sigue siendo la estructura de
significaciones donde se asienta la sociedad capitalista. De hecho, la
fe en el desarrollo muestra que no se ha superado aún el dogma en el
progreso, y también es señal de la manera en que dicha certidumbre

Discurso pronunciado por Evo Morales en la Conferencia de la Naciones Unidas
sobre Desarrollo Sostenible, en Rio de Janeiro el 21 de junio de 2012.
12
150!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0

sigue estando presente en los imaginarios colectivos y en los discursos
políticos hegemónicos.
De lo que podría hablarse, siguiendo a los posmodernos, es que hoy
estamos en un periodo de inquietud y nerviosismo, en el cual prevalece
la duda sobre un devenir que se prevé seriamente turbulento y proble-
mático. Este punto es en particular importante para la genealogía que se
intenta realizar, porque las predicciones de carácter apocalíptico sirven
de excusa para la negación del camino que se ha emprendido. Es como
si nos dirigiéramos directamente hacia el abismo y reconociéramos que
la única salvación posible es regresarnos para iniciar otro camino. No
puede olvidarse que se está tratando de argumentar cómo las nuevas
utopías se comprenden más fácilmente a la luz del miedo de la desa-
parición de la especie humana sobre el planeta, razón por la cual, la
analogía del abismo sirve para entender la lógica en la que la cultura
occidental voltea a ver lo que ella misma advierte como el “pasado”.
Esta última afirmación tiene unos orígenes profundamente coloniales,
los cuales pueden entenderse con mayor facilidad si nos remitimos a las
fuentes del pensamiento utópico occidental.
Según exponen los autores Frank y Fritzie Manuel (1984a), la utopía
en Occidente se nutre, por un lado, del paraíso descrito en el Génesis
bíblico; y por el otro, del ideal platónico de una ciudad ideal en la Tie-
rra. Estas dos antiguas creencias alimentaron en la imaginación euro-
pea la idea de un cielo en este mundo, que es precisamente el sustento
que subyace tras la fantasía utópica, –y que Popper califica como la con-
cepción que conduce a crear un infierno en la Tierra–.
El primer mito constituye la fuente más conocida de la utopía, el cual
debe comprenderse junto a la profecía bíblica milenarista. El milena-
rismo o quilianismo, fue un dogma respaldado por un comentario de
Juan, en el Libro de las Revelaciones, en el que se profetiza que luego
de un periodo de disturbios, guerra y catástrofes, Cristo descendería
por segunda vez a la tierra, para establecer un reino mesiánico durante
mil años antes del juicio final. Esta creencia, aunada al mito hebreo de
la creación, tuvo influencia sobre la utopía debido a que para muchos
cristianos un paraíso similar al edén regresaría con ellos hasta el fin de
los tiempos.13
La segunda fuente del pensamiento utópico en la cultura occidental
está inspirada en la Edad de Oro de la mitología helénica. De acuerdo

13
Entre los siglos xi y xvi sucedieron con mucha frecuencia movimientos revolucio-
narios en Europa occidental liderados por mesías o santos vivientes, quienes inspirados
por las profecías sibilinas o juaninas, dirigían guerras para acelerar el advenimiento del
reino de Cristo a la Tierra. Para un examen histórico detallado del milenarismo véase
Norman (1983).
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con la narración de Hesíodo, hubo un tiempo en el que los seres hu-
manos gozaron de felicidad plena, vida justa y virtuosa. Se trató de un
estado de perfección absoluta en donde moraban personas gozosas que
“vivían como dioses”. El mito cuenta que luego de aquellos tiempos do-
rados, sobrevinieron épocas abyectas de rápida decadencia, en las que
predominó el vicio, el mal y el infortunio. A tales periodos se les llamó,
conforme con el incremento del declive, las edades de plata, bronce y
hierro. La cuestión es que, paulatinamente, la Edad de Oro en la cultu-
ra griega se transformó en la descripción de una época histórica de la
vida real que podría volver, como lo sugería la sociedad armónica que
Platón detallaba en su obra La República (Manuel y Manuel, 1984a). 14
A lo que quiero llegar es que el origen de la utopía occidental –ya sea
por el lado del edén y el milenarismo, o por el de la Edad de Oro y la
ciudad ideal platónica– está implícita la noción de un pasado primitivo
esplendoroso el cual retornará algún día de nueva cuenta.
Ello tiene relevancia para la historia de la utopía del Buen Vivir, por-
que el supuesto glorioso pasado que existió en tiempos pretéritos fue la
premisa de muchos colonialistas para idealizar las culturas invadidas y
concebirlas imaginariamente como las auténticas representantes del pa-
raíso primitivo. De hecho, la mayoría de las utopías occidentales están
relacionadas con las conquistas e invasiones, y los imaginarios colonia-
les de supuestos “mundos perdidos” en donde sus moradores habitan
en estado de naturaleza y perfección inmutable. Pero no estoy hablando
exclusivamente de las sociedades amerindias, las cuales son especial-
mente importantes en esta discusión. Es una idealización de la mayoría
de las grandes civilizaciones históricas, como se hizo en su momento
con Egipto, Esparta, Atenas, Escitia, Persia, Roma e Israel (Manuel y
Manuel, 1984a). Sin duda, el mito del “buen salvaje” de Rousseau es una
creencia que se remonta a la herencia cultural del Jardín del Edén o la
Edad de Oro. Pero además, la percepción de pueblos rurales que viven
sin la contaminación del “mal”, por estar “afuera” de la civilización, es
un producto de la fantasía colonial inquieta por encontrar por fin el
cielo en la tierra en algún lugar de la geografía.
Como se mencionó en el primer capítulo, el término utopía emerge
en el Renacimiento europeo con la obra de Tomás Moro en 1516, y no
es de extrañar que haya sido publicada en ese año, porque la “aparición”
del “nuevo mundo” para los europeos, es el acontecimiento que hizo
surgir el concepto de la utopía como recurso literario, el cual fue posible
gracias a los relatos de viajeros conquistadores y evangelizadores, quie-
nes describieron las tierras americanas como una región del mundo

14
Platón aseguraba que su ciudad ideal había existido ya en la antigua Atenas.
152!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0

donde sus habitantes vivían en la anhelada Edad de Oro.15 Por tanto, el
concepto originario de la utopía tiene una historia decididamente co-
lonial, en cuanto los pueblos de los territorios invadidos y violentados
fueron vistos a través de los mitos griegos y hebreos. En otros términos:
al otro conquistado no se le reconoció como radicalmente otro, sino
como una proyección de la cultura europea, que buscaba desaforada-
mente un paraíso en algún buen lugar del mundo.
Al escudriñar la historia de la utopía occidental se puede despejar la
sospecha de que a consecuencia de la herencia colonial recibida, a las
culturas otras hoy se les continúa interpretando con los ojos del mun-
do occidental. Por eso creo que la arqueología del discurso del Buen
Vivir se puede comprender más efectivamente si se hace por medio de
las ideas utópicas occidentales, en lugar de examinar etnografías de las
culturas que sirven de inspiración para elaborar la utopía. A lo que se va
es que el renacimiento del imaginario colonial del “buen salvaje” rous-
seauniano ha venido a apoyar el cambio del discurso utópico inspirado
en las racionalidades de los pueblos indígenas. Corresponde a la es-
tructura de significaciones de la cultura occidental que ha favorecido el
posicionamiento de los nuevos enunciados del discurso político.
Hay que recordar que los movimientos indígenas de los setenta ha-
bían surgido muy coligados a los procesos de movilización campesinos
en Latinoamérica. De hecho, los pueblos indígenas eran identificados
como “población campesina diferenciada étnicamente”, “indigenatos
campesinos” o “campesinado indígena”, pero en todo caso como parte
de una categoría inserta dentro de una población rural generalizada.
Sin embargo, en esa misma década comienza el proceso de transforma-
ción hacia lo étnico, es decir, el tránsito de la condición de “campesinos”
a la denominación “indígena”, lo cual reivindicaba los orígenes étnicos
de las comunidades tribales latinoamericanas. En otros términos, y de
acuerdo con Bonfil Batalla (1991:76), se empezó a hablar de ‘nosotros,
los indios’, o ‘nosotros, los integrantes de los pueblos indios’”, lo cual,
constituía un rasgo diferenciador al discurso previo, pues desde esta
década comenzó a afirmarse, con orgullo, el hecho de pertenecer a una
cultura distintiva, y reconocerse como parte de una dimensión común:
el hecho de sentirse todos como indios. Esa transformación es suma-
mente importante para el quiebre en el discurso político que devino en
el Buen Vivir, pues fue el sustento que permitiría al movimiento indíge-

15
Las palabras de Vasco de Quiroga (citado por Ímaz, 1941:15) reflejan esta apre-
hensión con mucha claridad: “Porque no en vano, sino con mucha causa y razón; este
de acá se llama Nuevo Mundo y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló nuevo sino
porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya
por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor…”
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na de los noventa desligarse de los conceptos marxistas de “clase” liga-
dos al movimiento campesino, para construir enunciados alternativos
asociados a las racionalidades de sus propias culturas.
Es conocido por quienes siguieron de cerca al ezln que en un co-
mienzo su retórica estaba fuertemente permeada por los postulados
marxistas, y que pronto sus enunciados fueron cambiando de la tradi-
cional jerga marxiana, relacionada con los grupos revolucionarios,16 a un
discurso cada vez más indianista,17 tematizado con base en las raciona-
lidades comunitarias mayas de los tzeltales, tojolabales, tzotziles, ma-
mes, zoques y choles. La cuestión es que esa mutación ayudó a volver
a despertar en el resto del mundo la imagen colonial de Latinoamérica
como el “nuevo mundo”, esperanza que la izquierda desorientada aco-
gió con entusiasmo, a fin de realimentar con renovados materiales sus
apabullados ideales profundamente heridos con el reciente desmorona-
miento del socialismo “realmente existente”.
El discurso zapatista lograba que la izquierda percibiera a las culturas
indígenas con el colonial perfil de pueblos primitivos en estado de can-
didez y pureza, lo cual servía para mostrar el contraste con los vicios
individualistas, capitalistas y hedonistas del capitalismo altamente in-
dustrializado. La modificación del discurso hacía renacer el imaginario
de la Edad de Oro –en la que supuestamente viven los pueblos indíge-
nas–, en oposición a la decadente Edad de Hierro del mundo occiden-
tal; o bien, la creencia de que de repente surgía un oprimido revestido
de todas las virtudes, con el que emanaría el edén prometido, de acuer-
do con la herencia milenarista cristiana.
La propuesta de este trabajo es que en el cruce de acontecimientos y
enunciados ocurridos en el lapso de 1985 y 1995, el discurso utópico
sufrió un cambio, el cual se les impuso en adelante a los movimientos
sociales emergentes. La variación del discurso consistió en el paso de
un debate concentrado en asuntos netamente económicos y políticos, a

16
En particular, es revelador el proyecto del ezln antes del 1 de enero de 1994. Por
ejemplo, la Ley Agraria Revolucionaria estaba escrita en los siguientes términos: “…
Serán objeto de afectación agraria revolucionaria todas las tierras que excedan las 100
hectáreas en condiciones de mala calidad y 50 hectáreas de buena calidad. A los pro-
pietarios cuyas tierras excedan los límites arriba mencionados se les quitarán los exce-
dentes… Las tierras afectadas por esta ley agraria, serán repartidas a los campesinos sin
tierra y jornaleros agrícolas que así lo soliciten, en propiedad colectiva… Las grandes
empresas agrícolas serán expropiadas y pasadas a manos del pueblo mexicano, y serán
administradas en colectivo por los mismos trabajadores… No se permitirá el acapara-
miento individual de tierras y medios de producción” (ezln, 1994:44).
17
Siete años después de la insurrección armada, el discurso del ezln ya contenía un
fuerte contenido étnico: “Comienza la marcha de la dignidad indígena, la marcha del
color de la tierra. Con quienes son el color de la tierra”.
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otro en donde la cultura se volvió el sustento de las nuevas discusiones.
En otros términos: si antes los enunciados se articulaban alrededor de
“la clase” llamada a realizar las transformaciones sociales, en las nue-
vas circunstancias los enunciados se relacionarían en torno a la crítica
hacia los símbolos culturales de la modernidad capitalista y el cuestio-
namiento de los principios reproductores de la crisis civilizatoria.18 En
este fértil terreno, las cosmovisiones de los pueblos indígenas encon-
traron las condiciones apropiadas para emitir un discurso alternativo,
el cual además estaría apoyado por los cambios del paradigma de la
ciencia del siglo xx –como se verá más adelante–, la conciencia ecoló-
gica creciente, y la defensa de la diversidad propuesta por los filósofos
posmodernos.
En suma, se puede decir que el discurso indianista –que había venido
conformándose desde los años setenta y ochenta durante el proceso de
separación de los postulados propiamente campesinistas–, se ligó a las
enunciaciones de la catástrofe ecológica –las cuales a su vez eran una
prolongación del miedo a la autoextinción nuclear del siglo xx–, fusión
que fue posible, gracias al desmoronamiento político del marxismo or-
todoxo y la mediatización de los descubrimientos científicos en torno
a la crisis ambiental.
Además, esa “etnización” del discurso y su relativa independencia re-
tórica del movimiento campesino, produjo el efecto de rescatar el viejo
ideal Europeo de un paraíso perdido en donde se suponía habitaban
culturas en estado de armonía y equilibrio con el medio, lo que eviden-
temente no da cuenta de las heterogeneidades y complejas dinámicas
de las poblaciones originarias en el siglo xxi. Será necesario reflexionar
si alimentar un relato como este, en lugar de contribuir a romper las
exclusiones provocadas por las jerarquías epistémicas y raciales de la
modernidad, no contribuirá por el contrario, a reproducir la visión co-
lonial y peyorativa de “buen salvaje” que tantas distorsiones generan al
abordar los problemas contemporáneos de las comunidades indígenas.
Asimismo, un problema adicional con el que cuenta este nuevo dis-
curso, es la tendencia a distorsionar las cosmovisiones y culturas de las
sociedades indígenas vivas, y hacer una generalización un poco abusiva
de racionalidades particulares que por definición no pueden extrapo-
larse a un relato universal.
Pese a las anteriores advertencias, se debe comprender mejor las ra-
zones de este fenómeno. Como ampliamente se discutió en el apartado
sobre ideología y utopía, el poder es el punto de intersección donde se

18
También la diversidad –“un mundo donde quepan todos los mundos”– hizo parte
de los enunciados del nuevo discurso indianista, que en el Buen Vivir se acuña en la re-
fundación del Estado boliviano y ecuatoriano con el concepto de la plurinacionalidad.
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encuentran los discursos de cada vertiente. Ambos buscan, por sus pro-
pios medios, la legitimación para mantener el poder –en el caso de las
ideologías–, o para intentar conseguirlo –como ocurre con las utopías–.
De cualquier manera, los discursos políticos en ninguna circunstancia
pueden ser neutros, porque implican la conservación o la conquista del
poder.19 Y es precisamente aquí donde está la diferencia entre ambos
conceptos: mientras que las ideologías pretenden la constante repeti-
ción de sus discursos hasta constituirse en verdades inimpugnables, las
utopías deben cuestionar esas ideas, para luego ofrecer alternativas a
ese orden objetado.
En el caso de la utopía del Buen Vivir la lucha por el poder y la crítica
a la ideología dominante es en particular complicada, puesto que debe
enfrentarse a un discurso moderno universalista y englobante. El in-
conveniente está en que las culturas tradicionalmente subordinadas se
conciben a sí mismas particulares y únicas, y de ningún modo quieren
extrapolar a otros pueblos sus racionalidades como verdades absolutas.
Se presenta entonces una tensión por la disputa por el poder, porque el
discurso utópico no solo entra en una abismal desigualdad de condicio-
nes frente al ideológico, el cual cuenta con todos los medios culturales
para ser constantemente entendido, asimilado y reproducido, sino que
además le es muy complicado competirle en su propio terreno con un
discurso en esencia particularista.
Además se debe recordar que, al decir de los posestructuralistas, to-
dos los discursos tienen reglas de formación que determinan lo que
“puede ser dicho”, pero no puede olvidarse, que ellos remiten a autores,
algunas veces con dificultad identificables y públicamente anónimos.
En la utopía que se está tratando de comprender, los enunciados son
elaborados y comunicados gracias a la información suministrada por

Una referencia de la lucha por el poder entre la utopía del Buen Vivir y las ideolo-
gías modernas puede apreciarse en la siguiente declaración del escritor peruano Mario
Vargas Llosa: “El desarrollo y la civilización son incompatibles con ciertos fenómenos
sociales y el principal de ellos es el colectivismo… Ese fenómeno por desgracia está
brotando en América Latina de una manera muy sinuosa y revistiéndose con un ropaje
que no solamente parece muy inofensivo sino incluso prestigioso: el indigenismo por
ejemplo. Tenemos un rebrote del indigenismo de los años veinte que parecía haber que-
dado completamente rezagado es hoy día lo que está detrás de fenómenos como el del
señor Evo Morales en Bolivia, en Ecuador lo hemos visto operando y además creando
un verdadero desorden político y social… Esa actitud es absolutamente incompatible
con la civilización y con el desarrollo, esa actitud irremediablemente nos arrastra a la
barbarie. De tal manera si queremos alcanzar el desarrollo y si queremos elegir la civi-
lización y la modernidad tiene que combatir resueltamente esos brotes de colectivismo.
Podemos derrocarlos desde luego, pero la única manera de hacerlo es con ideas que
terminen por imponerse y vencer” (citado por Pineda, en proceso).
19
156!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0

algunos líderes indígenas, quienes aprovecharon el contexto oportuno
para hacerse voceros de las comunidades de las que hacen parte, y trans-
mitir una imagen –con frecuencia manipulada– de su rica sabiduría.
Muchos de estos líderes son integrantes de una generación que tuvo la
oportunidad de acceder al sistema educativo, con todos sus fundamen-
tos modernos y eurocéntricos. El tema es que en un escenario histórico
de discriminación, ellos encontraron espacios de crecimiento personal,
convirtiéndose en divulgadores positivos de la cultura de sus ancestros.
De modo que con la excepción de los datos etnográficos hechos por
algunos antropólogos –cuyos lectores se circunscriben a un grupo muy
reducido–, el imaginario contemporáneo que el público tiene sobre ta-
les pueblos, se debe, en gran medida, a los relatos contados por ciertos
líderes que hablan en nombre de unas culturas que han idealizado pero
que realmente conocen poco.
El punto es que en vista de la desventaja que el particularismo tenía
frente a la ideología universalizada, muchos de quienes hablan por cul-
turas otras –incluido un círculo académico que también se beneficia al
atribuirse su vocería–, adoptaron la estrategia de construir un discurso
alternativo pero con los mismos vicios de la universalización del pro-
yecto moderno. En otras palabras: el discurso no habla de grupos con-
cretos, con sus aspectos distintivos y características propias, sino que se
remite a enunciaciones demasiado generalizadas, borrando de tajo los
rasgos específicos de las culturas realmente existentes. Como sabemos,
el imaginario occidental moderno está más gustoso de discursos uni-
versalistas que de relatos particularistas y, en tal sentido, la retórica de
la utopía del Buen Vivir se ajusta con habilidad a esas preconcepciones
culturales, para presentar persuasivamente lo que muchos quieren es-
cuchar.
Al igual que toda utopía, con ello pretende posicionar un discurso al-
ternativo, cuyo contenido adquiera la legitimidad simbólica para com-
petir por el poder con la ideología en condiciones menos desfavorables.
En todo caso, se llama la atención una vez más sobre la necesidad de
considerar si esta excesiva generalización en detrimento de la particu-
laridad, no hace poco favor a unas culturas que intentan despojarse de
juicios colonialistas, así como al proyecto mismo, que podría caer en
una idéntica trampa universalista, la cual es ciertamente aquella que se
quiere superar.
***
Señaladas las anteriores inquietudes, regresemos por ahora a la hipóte-
sis sobre la que estamos reflexionando, acerca de la manera en que las
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nuevas utopías se comprenden más fácilmente si las interpretamos a la
luz del miedo a la desaparición de la especie humana sobre el planeta.
Se inició este apartado señalando que la sociedad, durante la era de
la supervivencia, siente cada vez más desconfianza por la ruta que nos
conduce hacia el abismo, y en tal sentido suena razonable no continuar
por esa vía, sino regresarnos y replantear el camino. Evidentemente las
ideologías pretenden que continuemos el rumbo, pero las utopías in-
tentan hoy retornar a otro punto de la historia. Recordemos que el cues-
tionamiento que estamos considerando es ¿por qué las nuevas utopías
quieren hacernos ver el mundo como indígenas y campesinos, cuando
las premisas modernas por antonomasia eran el progreso y el desarro-
llo, que por definición son contradictorias frente a las percepciones tra-
dicionales y no “científicas” del mundo?
La analogía del abismo sirve para entender lo que la cultura occiden-
tal aprehende como el “pasado” en su concepción lineal, irreversible e
infinita del tiempo. En el tren hegeliano de la historia, los países hoy
llamados desarrollados se han considerado “el futuro”, mientras que las
culturas no modernas han sido reducidas al “pasado” de Occidente.20
Sin embargo, si en la “delantera” de la carretera, donde se sienten los
países autodenominados como “Primer Mundo”, no se percibe en el
horizonte la felicidad prometida por la modernidad, sino el abismo, es
sensato para la cultura utópica occidental voltear a ver “el pasado” y
buscar el momento en el que la civilización perdió su norte.
En otras palabras, y parafraseando a Jean Meyer (1999), para la lógica
occidental un relato más o menos así podría ser descrito: si el presente
está cargado de vicios y decadencia –léase Edad de Hierro–, y si la sal-
vación de la especie será completa o no será –como en el milenarismo
cristiano–, entonces la sociedad moderna no puede enmendarse. Hay
que acabar con ella para llegar a otra civilización –entiéndase el “nuevo
mundo”–. ¿Quiénes, si no los pueblos originarios que tienen sus raíces
en América, son los que están llamados en el siglo xxi a redimir al resto
de la humanidad?
Con una mitificación como esta, indudablemente están dadas las
condiciones para que la comunidad indígena renazca para Occidente
como el agente “mesiánico” que salvará a la especie humana y hará flo-
recer un mundo de “equilibrio y armonía”, como de manera astuta lo
pregona el discurso utópico:
No hay que olvidar que por “Occidente” no se hace referencia a una posición
geográficamente delimitada, sino a una racionalidad moderna de origen eurocéntrico,
que pervive en las sociedades herederas de una muy particular forma de conocimiento
procedente de la Europa Occidental.
20
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Nuestra visión de armonía con la naturaleza y entre los seres humanos es
contraria a la visión egoísta, individualista y acumuladora del sistema capi-
talista. Nosotros, los pueblos indígenas del planeta queremos contribuir a la
construcción de un mundo justo, diverso, inclusivo, equilibrado y armónico
con la naturaleza para el vivir bien de todos los pueblos.21
Debido a que el precipicio es el destino a donde se aproxima la civiliza-
ción moderna, el Occidente global necesita encontrar un salvador “no
contaminado” por las ideas capitalistas, consumistas, individualistas
y depredadoras de la naturaleza, y bajo ese contexto, los pueblos que
por siglos han sido humillados, menospreciados y discriminados, por
fin cuentan con el escenario propicio para hacer emerger una potente
imagen de sociedad, que difícilmente puede hallarse en la civilización
occidental:
Para el capitalismo lo más importante es la obtención de la plusvalía, la ga-
nancia, lo más importante es el capital –señala el Canciller boliviano David
Choquehuanca (2010:7)– Por otro lado, para el socialismo lo más importan-
te es el hombre…; el centro es el ser humano. Por el contrario, para nosotros
los indígenas que buscamos y cuidamos el equilibrio, la complementariedad,
el consenso y nuestra identidad, lo más importante es la vida.
De acuerdo con Roger Bartra (1987:33), los pueblos rurales suelen pro-
yectar sobre la sociedad una larga sombra de nostalgia y melancolía,
razón por la cual Occidente inventa un edén mítico; un antiguo lugar
inexistente en donde sus habitantes viven felizmente como si fueran
los sobrevivientes de una época que no ha de volver jamás. Es obvio
que esta imagen no corresponde a la realidad, sino que atañe a un ideal
heredado de la Edad de Oro de Hesíodo, con el que se crea ficticiamen-
te el ensueño de un mundo rural estático, que ha quedado detenido en
el tiempo. Tal imaginario es interesante en especial porque es esta la
ficción que está haciendo al Occidente global voltear a ver a los países
periféricos, y particularmente a sus zonas rurales, como los lugares pri-
vilegiados para la inspiración utópica.
Tenemos que recordar que las utopías rurales no son nuevas duran-
te la modernidad. Si de hacer una historia de las ideas que anteceden
al Buen Vivir se tratara, tendríamos que remitirnos a las utopías euro-
peas del siglo xviii y xix en sus versiones de Babeuf, Morelly, Sain-Juist,
Fourier y Owen, las cuales fueron proyectos políticos que tuvieron en
común el anhelo de volver al antiguo modo de vida rural y la apacible

República de Bolivia. Ministerio de Relaciones Exteriores y Cultos. “Los diez man-
damientos para salvar el planeta, la humanidad y la vida”, p.23.
21
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felicidad agraria (Manuel y Manuel, 1984b). Asimismo otro tipo de uto-
pismo rural en el siglo xix y principios del xx, fue el anarquismo pacifis-
ta de Élisée Reclus o Piotr Kröpotkin, geógrafos que, a diferencia de los
marxistas embebidos en la noción del desarrollo de las fuerzas producti-
vas industriales, postulaban la idea del “regreso” a una vida sencilla que
sería posible en comunas rurales, entendidas como unidades de produc-
ción y consumo en donde cada integrante tomaría del acervo común lo
que necesitara, sin atender lo que hubiera producido. O también en el
siglo xx, el movimiento de la contracultura retomó el ideal de la vida en
el campo de las comunas anarquistas del siglo xix, para construir una
utopía rural a contracorriente del consumismo de la vida urbana.22
De manera que la nostalgia bucólica como inspiración de la utopía
occidental puede remitirnos al romanticismo europeo del siglo xix e
incluso al xviii, y no debe sorprendernos que, de nuevo, las utopías
estén constituyéndose con base en la idealización de los entornos ru-
rales. Si el desarrollo científico racional nos está arrastrando hacia el
abismo, inconscientemente el deseo colectivo de poder aún evitar la
autoextinción nos lleva a enraizarnos a la naturaleza y desear ver con
ojos paradisiacos un mundo rural del que podemos inspirarnos cuan-
do el pensamiento moderno toca sus límites. No se trata como en la
contracultura, de un aislamiento en el campo para criticar el capitalis-
mo del momento. Corresponde a la imaginación de toda una sociedad
distinta inspirada en la manera de vivir de los habitantes rurales, como
textualmente lo dice la Constitución boliviana: “La economía social y
comunitaria” en la que está basada la nueva Carta Política, “comprende
los sistemas de producción y reproducción de la vida social, fundados
en los principios y visión propios de las naciones y pueblos indígena
originario y campesinos”.
Esta nueva concepción del Estado boliviano es explicada de la si-
guiente manera por el vicepresidente García (2010:14-17): “El socialis-
mo comunitario es la expansión de nuestra comunidad agraria con sus
formas de vida agraria y privada, trabajo en común, usufructo indivi-
dual y asociatividad”, por eso “Los pilares de nuestro Estado y nuestra
economía son las comunidades indígenas campesinas”. Enfáticamente
García afirma que el Buen Vivir, o como él lo llama, el socialismo co-
munitario, “será la comunidad agraria a nivel planetario”.23

22
Chayanov es otro ejemplo del utopismo rural del siglo xx. En 1920 escribió una
obra literaria llamada Viaje de mi hermano Alexis al país de la utopía campesina, en
donde narra la historia de un hombre que después de un profundo sueño despierta en
1984, y para su sorpresa, encuentra que los campesinos han derrocado el comunismo y
abolido las ciudades de más de veinte mil habitantes.
23
Me atrevería a pensar que García Linera, como buen conocedor del marxismo,
160!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0

Sin duda se trata de una reflexión exagerada, pero nos muestra con
claridad como las utopías en la era de la supervivencia, por lo menos en
Latinoamérica, están constituyéndose como utopías fundamentalmen-
te rurales, es decir, construidas con el criterio de una sociedad distinta
–quizá ya no la mejor– pero concebidas a partir de las características de
pueblos que viven en el medio rural.
No debe perderse de vista que las fuentes no se restringen a racio-
nalidades indígenas y campesinas, sino a percepciones occidentales de
las mismas, que tienen una herencia cultural en los mitos del edén o
la Edad de Oro, así como de otras ideas viejas que expondré a conti-
nuación. Lo interesante de este examen es la manera en que las utopías
contemporáneas están organizándose con base en los enunciados de la
autoextinción de la humanidad a consecuencia de los efectos perver-
sos que sobre el ambiente ha ocasionado el capitalismo moderno. En
tal contexto los dogmas sobre el progreso y el desarrollo nos parecen
cada vez menos ciertos, y las racionalidades de las comunidades rurales
aprovechan el momento idóneo para presentarse a sí mismas, como las
voces acalladas por siglos que hoy pueden salvarnos de la destrucción a
la que nos está conduciendo la sociedad contemporánea.
Son discursos que empiezan a ser escuchados porque se ajustan a las
ideas utópicas occidentales del paraíso perdido, pero también –y es lo
que enseguida se intentará mostrar– porque sus enunciados están fin-
cados en añejos problemas aún no resueltos, y que podemos rastrear en
la historia de otros discursos utópicos durante la modernidad. Ello a su
vez, permitirá considerar antiguos debates que esas utopías han tenido
que enfrentar, y de los cuales el Buen Vivir nuevamente debe atender.

La utopía y las necesidades persistentes

En esta parte de la discusión, trataré de argumentar cómo el discurso
utópico tiene concordancia y puntos de encuentro con algunos otros
enunciados planteados en otros momentos de la historia occidental, y
que surgen de nuevo reorganizados en la utopía del Buen Vivir.
La imagen más reiterativa en la historia del pensamiento utópico
occidental es el ideal de la vida en comunidad. De acuerdo con esta
noción que podemos encontrar desde La República de Platón, pasan-
do por las utopías literarias del Renacimiento europeo, los diversos

está pensando en el comentario realizado por Marx en el Proyecto de respuesta a la carta
a Vera Zasulich.

161!”#$%&’()*’%+)$#(,!

proyectos políticos del siglo xviii y xix, el marxismo del siglo xx o el
anarquismo en cada una de sus vertientes, está patente el anhelo del
bien común, es decir, la consecución de una sociedad en donde los re-
cursos no sean privativos de algunos pocos, sino comunes a todo un
grupo de personas. Con seguridad la comunidad es la finalidad en la
que más ha insistido la utopía, con todas sus variantes, diferentes pun-
tos de vista y medios para acceder a dicho sueño. En efecto, siguiendo la
convicción platónica de la vida armoniosa en comunidad, las obras de
Moro o Campanella recrearon islas en donde prevalecía la organización
comunal, precepto que también orientó las plataformas de acción de
las utopías de Babeuf, Deschamps, Saint-Simon, Fourier, Owen, Marx,
Proudhon, entre muchas otras. Es claro que el principio del Buen Vivir
en el que se plantea la imposibilidad de Vivir Bien si los demás viven
mal, es prácticamente una réplica de las antiguas utopías comunales
regidas por el criterio “felicidad para todos, porque de lo contrario no
habrá verdadera felicidad para nadie”.
En el mundo contemporáneo, insistir en este atavismo seguirá sien-
do absolutamente legítimo, mientras el ingreso económico de las 500
personas más adineradas del planeta sea superior al de las 418 millones
más pobres, y en ese sentido, pese a la pérdida de la credibilidad de la
idea de la comunidad por el fracaso tan estrepitoso de los ensayos co-
munistas durante el siglo xx, es necesario y urgente afilar la crítica fren-
te a las ideologías modernas, y continuar imaginando mundos menos
injustos e inicuos. La utopía del Buen Vivir retoma no solo un problema
no resuelto durante la historia humana, sino una patología estructural
del hipercapitalismo contemporáneo manifestado hoy en la abismal in-
equidad en la distribución de los recursos económicos y en la destruc-
ción de la Madre Tierra. Quizá sea evasión, pero el arma más vigorosa
y sugerente sigue siendo el ideal de la comunidad, y lo característico de
nuestra utopía es que para imaginar una sociedad comunitaria no em-
plea el cientificismo positivista –como lo hizo el marxismo ortodoxo–,
sino que se basa en comunidades vivas en donde la vida colectiva no es
una escuálida ecuación, sino una realidad cotidiana.
Es necesario volver a reflexionar sobre viejos debates como la dis-
cusión entre la austeridad y la abundancia, controversia que distintas
propuestas utópicas han llevado a cabo, en su empeño por idear medios
para la consecución de la esquiva meta de la sociedad comunitaria. Se-
gún se ha expuesto, la utopía del Buen Vivir pone el dedo en la llaga al
considerar que lo que hoy debe cambiarse es esa forma de vivir, cuyas
consecuencias socavan las posibilidades de que la vida en su conjunto
siga siendo posible. Por eso el discurso sostiene que debemos reorientar
las bases del ser, lo cual se consigue recobrando la vida interrelacionada
162!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
con la naturaleza logrando que nuestras acciones sean compatibles y
congruentes con las demás maneras de existencia. El Buen Vivir recla-
ma el regreso a una vida modesta en constante relación con la comuni-
dad –que a diferencia de la concepción antropocéntrica de las utopías
predecesoras incluye a otros sujetos naturales– en la que se privilegien
las verdaderas necesidades y no aquellas impuestas por la lógica del
capitalismo.
En el pensamiento utópico, el rechazo a la vida suntuosa y lujosa ya
estaba explícita desde Platón, quien fue el primero en hacer la distin-
ción entre el deseo y la verdadera necesidad de una sociedad ideal. El
filósofo griego estaba convencido de que la vida sencilla era el princi-
pio que había permitido a las mujeres y a los hombres de la Edad de
Oro la consecución de la felicidad y la virtud. Por el contrario, como lo
mostraban las otras edades, el crecimiento del lujo y el exceso acaban
corrompiendo a las sociedades hasta conducirlas a las guerras más bru-
tales y abyectas. Era menester, pues, que las comunidades practicaran
una vida austera pero sin carencias,24 creencia que luego sería reforzada
por la moralidad cristiana (Manuel y Manuel, 1984a). Como se señaló
en el segundo capítulo, en las sociedades medievales y, en general, en las
sociedades precapitalistas, la codicia y la avaricia nunca fueron vistas
con buenos ojos. De hecho, en la Utopía de Moro se advertía rotunda-
mente que la raíz de todos los males que aquejaban a la sociedad residía
en el frenético deseo de posesión, por lo que no era de extrañar que los
habitantes de la isla vivieran felices con estrictamente lo necesario.25
Esta idea de la austeridad permeó las utopías hasta finales del siglo xviii,
dado que, para sus autores, tener más de lo necesario constituía un serio
peligro para la solidaridad de la comunidad, la cual era la base de sus
proyectos políticos.
No obstante fue Marx quien criticó a los pensadores utópicos por no
considerar las condiciones objetivas, y por fantasear ingenuamente con
comunidades armónicas sin tener en cuenta los medios científicos para
la instauración de una sociedad poscapitalista. Para Marx en la Crítica
del programa de Gotha el comunismo solo podría ser posible a partir

24
“Una comunidad que no conozca la pobreza ni la riqueza –escribía Platón en sus
Diálogos– es sin lugar a dudas la única en la que se puedan desarrollar personas nobles;
pues en ella no queda sitio para el crecimiento de la insolencia y la injusticia, ni de las
rivalidades o los celos”.
25
“Mientras en otros países no le bastan a un hombre cuatro o cinco trajes de lana
de diversos colores y otros tantos de seda –y los más refinados ni siquiera diez–, en
Utopía cada cual se contenta con uno solo, y este le dura por lo general años; ningún
motivo tienen para desear más, ya que, caso de conseguirlo, ni se encontrarán mejor
defendido del frío ni su elegancia se vería aumentada por el vestido en lo más mínimo”
(Moro, 1941:85).
163!”#$%&’()*’%+)$#(,!

del desarrollo de las mismas fuerzas productivas que habían hecho po-
sible al capitalismo:
En una fase superior de la sociedad comunista… cuando el trabajo no sea
solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el
desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuer-
zas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colecti-
va, sólo entonces…la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual,
según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades! (Marx, 1968:24).
En contra de la austeridad platónica reinante en las utopías anteriores
al siglo xix, Marx planteaba la abundancia material como el concepto
inexorable para cumplir con el anhelado sueño de la comunidad. El ra-
ciocinio consistía en que la alienación sería solo superada a partir de la
industrialización basada en formas de producción socialistas, hasta que
pudiera proporcionarse a cada uno lo necesario de manera indepen-
diente de sus capacidades, pues en el futuro, habría una condición de tal
abundancia que cada recurso podría repartirse equitativamente entre
todos (Riechamann, 2006). El citado pasaje de la Crítica del programa
de Gotha fue uno de los más importantes referentes del socialismo so-
viético, dado que para el proyecto comunista era ineludible asegurar
primero la abundancia por medio de la industrialización a gran escala,
como puede evidenciarse con la siguiente declaración del primer secre-
tario del partido comunista de la urss, Nikita Jrushchov: “Si afirmamos
que estamos introduciendo el comunismo en un momento en el que la
copa no está todavía llena, no nos será posible beber de ella según nues-
tras necesidades” (Gilison, 1975 citado por Manuel y Manuel, 1984b:
368-369).
La abundancia como premisa del marxismo había sido muy cuestio-
nada por el anarquismo desde mediados del siglo xix. En efecto, los
exponentes de esta corriente cuestionaban radicalmente la dictadura
del proletariado, y proponían en cambio la agrupación espontánea en
comunas de vecinos en donde los valores de la reciprocidad y la soli-
daridad reinarían en todas la relaciones, sin que nadie estuviera some-
tido a un dogma previamente formulado (Manuel y Manuel, 1984b).
De hecho, un sector anarquista del populismo ruso tuvo una fuerte
polémica con los bolcheviques ya que, a diferencia de los marxistas, la
corriente proponía la revolución, no para la construcción de un nuevo
Estado centralizado y autocrático, sino para la conducción a un sistema
de comunas asociadas. Es evidente que los mediadores afectivos que
la utopía del Buen Vivir propone para las relaciones económicas, así
como la agrupación libre entre comunas, denominada federaciones
164!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
por el anarquismo, pero que hoy es designado plurinacionalidad, son
parte constitutiva de la arqueología del Buen Vivir. Asimismo, tanto el
anarquismo como la utopía latinoamericana, en diferentes contextos
históricos, pero de manera muy similar, aseguran que no hay necesidad
de asegurar la abundancia y la riqueza a manos llenas, porque en una
red mutualista de intercambios mutuos los verdaderos requerimientos
podrían ser satisfechos favorablemente.
La crítica que hoy pudiera hacerse a la idea de la abundancia, partiría
no de aquella que el anarquismo realizó a los bolcheviques desde antes
de la Revolución rusa, sino que, paradójicamente, puede ser hecha con
los mismos preceptos marxistas relacionados con las contradicciones
internas del capital. Recordemos que el principio común entre el capi-
talismo y el comunismo consiste en la creencia de que para repartir la
riqueza, primero debe crearse, porque si no se generara riqueza alguna,
no habría qué repartir. El problema de esta certidumbre materialista
es que según se expuso en el segundo capítulo, el frenético deseo de
producir siempre más y más, termina “…socavando al mismo tiempo
las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” como el
propio Marx aseguraba en su obra El capital (1946:424).
La realidad del mundo contemporáneo parece estar dándole más la
razón a este último argumento, que a la tesis que el mismo Marx adu-
jera en la Crítica del programa de Gotha. Según se ha dicho, en la ac-
tualidad algunos pocos consumen como si existiera planeta y medio, y
necesitaremos de dos planetas en el 2030, si se continuara el modo de
vida impuesto por la ruta del desarrollo y el progreso moderno. No se
trata de las consecuencias originadas por el modo de vida de una po-
blación enteramente opulenta, ya que, mientras los pobladores de los
países adinerados cuentan con excelentes niveles de vida gracias a la in-
dustrialización inserta en el racional de la abundancia, al mismo tiem-
po la sexta parte de los seres humanos padecen subnutrición y hambre.
Por eso, como fue expuesto por primera vez por el Club de Roma en
los setenta, en un escenario de escasez global, el crecimiento econó-
mico tiene sus límites, y por tanto la abundancia para todos no podrá
ser posible, pues para que corrieran “a chorro lleno los manantiales de
la riqueza colectiva” –como dice el Marx de Gotha–, tendríamos que
destruir por completo la naturaleza, lo cual significa autodestruirnos a
nosotros mismos.
Si consideramos lo anterior, la idea de la austeridad y la vida sencilla
deja de sonar como un capricho insensato. No se trata de volver a las
cavernas, o de convertimos en campesinos, como pretendió el movi-
miento de la contracultura. El objetivo es que sin desentendernos del
mundo que habitamos, podamos Vivir Bien en una comunidad que in-
165!”#$%&’()*’%+)$#(,!
cluya a otros sujetos naturales, para lo cual no hay fórmulas como bien
lo prevenía el anarquismo a finales del siglo xix. De lo que se trata es de
entender que no es posible la abundancia propagada por las ideologías
del Vivir Mejor contemporáneo, y los discursos hegemónicos desarro-
llistas. Creo con Platón, que las necesidades materiales son realmente
pocas y sencillas, pero lo cuestionable de nuestra era es que esas más
elementales necesidades sean un lujo y un sueño imposible de cumplir
para millones de personas, lo que acontece simultáneamente al hecho
de que algunos pocos se vanaglorien con el crecimiento inusitado de
sus fortunas económicas.
La disyuntiva existencial en la cual nuestra sociedad está inmersa, es
que la salida para satisfacer las verdaderas necesidades de esta población
sumida en la más ingentes y humillantes privaciones, no es aquella que
pregona el desarrollo en cualquiera de sus presentaciones, pues la evi-
dencia ambiental nos advierte que la ruta del avance industrial y la con-
comitante abundancia material, inevitablemente conduce a la escasez
global y multidimensional más extrema. De manera que la respuesta de
cualquier alternativa utópica que considere este escenario debe fincar-
se, no en buscar alternativas “de desarrollo”, como bien plantea Arturo
Escobar, sino en imaginar y construir alternativas “al desarrollo”.
El inconveniente es que es un objetivo difícil de cumplir en un mundo
donde han imperado las visiones lineales desarrollistas y la población
en el corto plazo demanda otro tipo de políticas. En efecto, en la prácti-
ca hay profundas contradicciones con el discurso ecologista pregonado.
Así por ejemplo, los derechos de la naturaleza, tanto en Ecuador como
en Bolivia, son vulnerados por la tendencia a la nacionalización del pe-
tróleo, el gas y la minería y, en general, por la propensión de acrecentar
una economía nacional extractivista. La política consiste en que el Es-
tado reasuma la “explotación” de sus riquezas naturales –en contravía a
la receta privatizadora del Consenso de Washington–, a fin de que sus
excedentes sirvan para aumentar la inversión pública en otras necesi-
dades de la población. Sin desconocer la verdad de a puño, que para
Vivir Bien es necesario atender muchas otros requerimientos, como la
salud o la educación que exigen ingentes inversiones económicas es-
tatales, es muy importante que el movimiento logre que la economía
nacional salga del extractivismo y el rentismo, inserto en la lógica de la
abundancia, el progreso y la cosificación de la naturaleza, y en cambio
se privilegie las economías populares comunitarias. La meta es hacer
hincapié en pequeñas economías locales mediadas por los principios
de la reciprocidad, la solidaridad, la complementariedad, la diversidad
y la compatibilidad con la vida, y no en la gran industrialización y la
uniformidad que pretende la modernidad capitalista.

166!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
El otro tema en el que me concentraré es aquel relacionado con las
utopías en torno al trabajo, el cual ha sido, junto a la comunidad, una de
las cuestiones más generalizadas en el pensamiento utópico occidental.
El Buen Vivir sigue en este aspecto la crítica marxista a la explotación
del ser humano por el humano. La idea según su discurso, es “no apro-
vecharse del vecino” sino buscar una economía recíproca “en la que to-
dos nos ayudemos sin que nadie se quede atrás”.
La pretensión de salvar el trabajo de la maldición bíblica y de su des-
precio heredado de las culturas helénica y romana por la cultura occi-
dental, tiene su origen en la obra literaria de Moro y, en general, en la
mayoría de las fantasías utópicas modernas. Entre todos los utopistas,
fue François Fourier quien llegó a la formulación más elaborada del
trabajo, al asociarlo estrechamente con el placer, pues de acuerdo con
su detallada elaboración, en sus falansterios el trabajo sería atractivo en
la medida en que no estaría relacionado en exclusiva con la necesidad
de sobrevivir, sino de manera directa con las pasiones del ser humano.
Si bien “Marx se negó a identificar el trabajo con el placer en los térmi-
nos de Fourier” (Manuel y Manuel, 1984:242b), sí criticó fuertemente
la enajenación y la alienación del proletariado por parte de la burguesía.
El problema para Marx (1968) consistía en que el trabajo se había con-
vertido en algo ajeno al trabajador, es decir, no en un fin para la auto-
afirmación, sino en un simple medio destinado a satisfacer ambiciones
extrañas a él.
No puedo encontrar una contradicción más grande entre esta vigente
reflexión marxista del capitalismo, y la enajenación hacia el pueblo de
los proyectos autocráticos del siglo xx, pues ¿cuál es la diferencia entre
ser un esclavo de un burgués y ser un esclavo del Estado? Corresponde
a una alienación no solo sin resolver en los sistemas económicos ensa-
yados, sino estructuralmente perpetuada bajo las lógicas de la discipli-
narización de los cuerpos y de la naturaleza, fincados en las estructuras
simbólicas del Vivir Mejor que reproducen las ideologías modernas.
Como señala Marcuse (1983) el problema no es el trabajo en sí mis-
mo, sino el trabajo “robado por otros”, la plusvalía del capitalismo y, en
ese sentido, la utopía del Buen Vivir se inspira en la noción del trabajo
de algunas comunidades originarias andinas, en las cuales está profun-
damente vinculado a la noción de “criar la vida del mundo” (Medina,
2008). Así pues, la utopía del Buen Vivir desde una perspectiva autóc-
tona, recupera discusiones mucho antes planteadas como la relación
entre la noción del placer y el trabajo de Fourier, y la crítica marxista al
trabajo enajenado del capitalismo, pero con el nuevo ingrediente de que
las acciones realizadas por las manos humanas no violen las congruen-
cias del mundo natural.
167!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Sin desconocer la imposibilidad de que todos y cada uno de los traba-
jadores puedan contar algún día con una labor enteramente placentera
y realizadora, también es cierto que la lógica del desarrollo y el progreso
conduce a un extremo totalmente contrario al pregonado por la uto-
pía del Buen Vivir. La promesa de acuerdo con las ideologías del Vivir
Mejor es trabajar a doble jornada como esclavos para poder saciar el
enfermizo afán de tener siempre más y más, y adquirir bienes suntuosos
que muy pronto se vuelven obsoletos, y que deben ser remplazados por
otros nuevos, en una cadena infinita de desechos materiales. De modo
que la discusión de hoy no se restringe a que el trabajo de las personas
sea robado por otros, sino al fin mismo del trabajo, el cual contribuye
a perpetuar la alienación y a destruir la naturaleza. Asimismo a que,
como señalamos antes, la crisis contemporánea no es una crisis coyun-
tural de sobreproducción y subconsumo como aquellas crisis que han
aquejado recurrentemente al capitalismo, sino a un fenómeno estructu-
ral de escasez global, que incluye escasez de trabajo para una población
joven que no logra insertarse dentro del engranaje del sistema.
Por supuesto, no es que el Buen Vivir tenga la fórmula mágica que
solucionará de manera milagrosa los históricos problemas no solo sin
disipar, sino dramáticamente profundizados en la civilización contem-
poránea. La meta es que por medio de la crítica a las ideologías del
Vivir Mejor, las políticas se concentren en crear trabajo no para produ-
cir siempre más y postergar la felicidad en un horizonte que nunca se
alcanzará, sino para Vivir Bien en economías del cuidado –de los otros
cuerpos naturales y humanos– y que nos permitan reconocer la felici-
dad en el presente. La idea es que luego de cuestionar radicalmente las
lógicas de los discursos del desarrollo y del progreso, cambiemos los
objetivos, para ir buscando los medios más adecuados a fin de alcanzar
los nuevos fines. No hay que perder de vista que el Buen Vivir no puede
convertirse en un dogma, por lo que debe tener en cuenta que no se
trata de elaborar recetas aplicables para todos, sino de salirnos de los re-
gímenes de producción de verdad modernos en los cuales circularmen-
te nos hallamos encerrados, para que con creatividad cada territorio y
cada cultura encuentre sus propios instrumentos.
De otro lado, y en lo que respecta a la genealogía del Buen Vivir, el
examen del proyecto político refleja que su discurso no es nuevo en sus
enunciados, sino que retoma algunas formulaciones planteadas en di-
ferentes épocas de la historia por la mentalidad utópica occidental. Es
así como reviven los anhelos de la vida en comunidad; los valores de la
reciprocidad y la solidaridad; el papel de los mismos en las relaciones
económicas localizadas; las comunidades autónomas asociadas; la ins-
piración agraria; la vida sencilla, y los imaginarios en torno al trabajo
168!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
no enajenado. Estas antiguas enunciaciones vuelven a ser proyectadas
hoy, luego del quiebre en la retórica presentado en los noventa, duran-
te la confluencia de los discursos ecologistas apocalípticos apoyados
por la autoridad de la ciencia, el hundimiento político del socialismo,
la consolidación de los movimientos indígenas y sociales en América
Latina y la “etnización” de su discurso. Posterior a este entramado de
situaciones, el discurso utópico no solo se nutrió de las culturas ori-
ginarias del subcontinente, sino que también lo hizo de tradicionales
proposiciones del pensamiento utópico occidental. No se trata de un
rencauche de conceptos viejos que emergen disfrazados bajo un len-
guaje indianista; mejor hay que interpretarlos como enunciaciones que
irrumpen redistribuidas de acuerdo con los nuevos campos institucio-
nales, conjunto de acontecimientos, y discursos de finales del siglo xx
y comienzos del xxi.
Otro elemento importante dentro del cual la utopía del Buen Vivir se
sitúa –y que merece tratamiento aparte–, es la correspondencia de su dis-
curso con el comienzo del cambio paradigmático de la ciencia. Se mos-
trará cómo, a pesar de que tal transformación empieza a configurarse
desde el movimiento romántico del siglo xix, solo ahora sus enuncia-
dos empiezan a hacer parte de los discursos políticos alternativos du-
rante la era de la supervivencia.

La transformación del paradigma científico y la utopía del buen vivir

Los procesos políticos no son sino fenómenos biológi-
cos, ¿pero qué político sabe eso?
Gregory Bateson

Pasos hacia una ecología de la mente

El estudio de la historia del utopismo moderno, enseña que los prin-
cipios de los discursos han venido siempre de la mano del destino de
la ciencia y de las rupturas en sus enunciados teóricos. Si en la Edad
Media las plataformas de acción revolucionaria se basaban necesaria-
mente en las profecías bíblicas, en la modernidad, en cambio, ha exis-
tido la tendencia a asociar los programas sociales con los fundamentos
científicos aceptados. Así, y de acuerdo con Foucault (2010), no existen
enunciados libres e independientes; lo que ocurre es que los enunciados
169!”#$%&’()*’%+)$#(,!
se incorporan a juegos discursivos de un orden mucho más extenso.
En el caso de la utopía moderna, el campo adyacente dentro del cual el
discurso se suele inscribir es el paradigma dominante de la ciencia de
su respectivo momento histórico.
Por ejemplo, los contemporáneos Saint-Simon, Fourier y Owen estu-
vieron por completo influidos por el mecanicismo newtoniano. Todos
ellos querían lograr para el mundo social lo que Newton había hecho
en el campo de la física. De hecho la prueba de que sus proyectos no
eran una fantasía consistía en que sus hallazgos estaban regidos por
unas sencillas leyes que podrían ser demostrables científicamente. Gra-
cias a sus modelos, la sociedad funcionaría como un aparato mecánico,
lo cual es sustentado por Fourier, quien se consideraba a sí mismo el
inventor del “mecanismo social”: “Mi teoría es la continuación de la
teoría de Newton sobre la atracción –aseguraba–…él explotó solamen-
te la veta material; yo exploto la industrial” (citado por Manuel y Ma-
nuel, 1984b: 157). Ciertamente, la mentalidad europea del siglo xviii y
principios del xix, estuvo por entero acoplada a la máquina física de
movimientos lentos ideada por Newton, pues era el referente obligado
al que debía remitirse todo proyecto social.
En la segunda mitad del siglo xix, la publicación del Origen de las es-
pecies de Darwin le dio casi el mismo prestigio a la biología, en compara-
ción a la forma en que la mecánica newtoniana se lo había dado a la física
en el siglo xviii (Randall, 1952). No es que la idea relativa a la evolución
hubiera nacido con Darwin –el primero en formularla fue Lamarck a
principios del siglo xix–, más bien simbolizaba la firme creencia en el
progreso y el optimismo frente al futuro característicos de esa centuria.
Aunque ya Saint-Simon se había inspirado en el taxónomo Linneo para
hacer su sistema de clasificación social, con Darwin la biología se con-
vierte en la fuente de significaciones para los discursos políticos y eco-
nómicos, y para la naciente sociología positiva. De hecho, fue Augusto
Comte el primero en sostener, de manera explícita, que la ciencia de la
sociedad debía fundarse en dicha disciplina. De modo que ya no era el
universo newtoniano la base a la que se debía remontar todo proyecto
social; era la biología la ciencia que daría cimiento seguro a la evolución
del “espíritu humano”, en su tránsito por la etapa teológica, metafísica y
científica de la humanidad.
Desde una posición distinta a la de Comte, también Marx creía que
la sociedad evolucionaba, no hacia el positivismo de Comte o el indi-
vidualismo de Spencer, sino hacia el colectivismo y el socialismo. En
concreto, Marx trataba de probar que la lucha económica de las clases
sociales antagónicas conduciría de manera inevitable a la sociedad a
asumir nuevas formas en los modos de producción, debido a que el pro-
170!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
letariado asumiría el poder para servir a sus propios intereses. También
el anarquismo de Kröpotkin (1989) pretendía darle bases científicas a
su doctrina por el lado biológico, pues de acuerdo con sus observacio-
nes, la ayuda mutua era un factor determinante en la evolución natural,
con lo cual pretendía refutar las tesis competitivas de los darwinistas
sociales. El caso es que en el siglo xix y, en general, durante casi todo
el siglo xx, los enunciados de los discursos utópicos estuvieron fuerte-
mente influidos por las teorías científicas de la biología positiva.
No obstante, es importante tener en cuenta que el positivismo deci-
monónico no estuvo libre de detractores. Desde finales de siglo xviii,
había comenzado a gestarse la primera gran oposición al mecanicismo
cartesiano con el movimiento romántico. En términos generales, el re-
clamo del romanticismo frente al cientificismo mecanicista, consistía
en la apelación según la cual la naturaleza no era una máquina muerta
que podía entenderse por la separación de sus partes. Mucho más que
eso: la naturaleza era una totalidad viva intrínsecamente interrelacio-
nada. Así, Goethe hablaba de “conocer lo que en lo más íntimo man-
tiene unido el universo” (1952:54) y de manera tácita rechazaba la idea
del reduccionismo al decir que “cada figura no es sino una gradación
pautada de un gran y armonioso todo” (citado por Capra, 1998:41). En
la misma dirección el poeta alemán Hölderlin (1998:25) escribía: “¡Ser
uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo
de la naturaleza… y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen
del mundo eternamente uno…!”. En realidad se trataba de una visión
compartida por los artistas del romanticismo, por la cual la naturaleza
era aprehendida como un todo integrado, en franca oposición a la frag-
mentación imperante en la ciencia moderna.26
Con seguridad el movimiento romántico, junto a sus nociones de na-
turaleza viva e integrada, tuvo una importante ascendencia en algunos
científicos del siglo xix. Especial atención merece el biólogo evolucio-
nista Ernst Haeckel, discípulo de Darwin y lector de Goethe, quien en
1886 introdujo el término “ecología”, como palabra derivada del griego
oikos –casa–, y definida por él mismo como “la ciencia de las relaciones
entre el organismo y el mundo exterior que le rodea” (citado por Ca-

26
De hecho los artistas románticos –tanto en literatura, música y pintura– profeti-
zaron la crisis ambiental que padecería una cultura basada en la explotación y no en
el cuidado (Noguera, 2004). Un buen ejemplo de ello lo podemos encontrar en una
descripción que hizo Edvar Munch del origen de su famosa obra El grito: “Caminaba
yo con dos amigos por la carretera, entonces se puso el sol; de repente el cielo se volvió
rojo como la sangre. Me detuve, me apoyé en la valla, indeciblemente cansado. Lenguas
de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado. Mis amigos siguieron ca-
minando, mientras yo me quedaba atrás temblando de miedo, y sentí el grito enorme,
infinito, de la naturaleza”.
171!”#$%&’()*’%+)$#(,!

pra, 1998: 52). La ecología, a diferencia de la escisión y fragmentación
del método de Descartes (2008), nació como una ciencia relacional, es
decir, no fincada en el axioma “dividir para conocer”, sino concentrada
en las relaciones que vinculan a todos los miembros de la naturaleza.
En el mismo sentido, a principios del siglo xx, los biólogos organicistas
acuñaron el concepto de “sistema”, para referirse al hecho de que las
propiedades esenciales de un organismo vivo “son propiedades del todo
que ninguna de las partes posee” (Capra, 1998: 48), con lo cual se estaba
gestando una nueva manera de comprender la biología, en la que más
allá de las comunes explicaciones físico-químicas, la complejidad de la
vida se debería entender en términos de conexiones, interacciones y
relaciones entre las partes.
También la física de los primeros años del siglo xx concibió que los
componentes de la materia y sus fenómenos no tienen sentido si se ex-
plican aisladamente, y que por el contrario, los mismos deben pensarse
en complejas interacciones. En palabras del físico cuántico Niels Bohr
(1934): “las partículas materiales aisladas son abstracciones, y sus pro-
piedades son definibles y observables solo a través de su interacción con
otros sistemas”. Werner Heisenberg, por su parte, así explicaba la visión
que había traído la nueva física: “el mundo aparece… como un compli-
cado tejido de acontecimientos, en el cual las relaciones de diferentes
especies se alternan, o se superponen y se combinan, determinando de
este modo la textura de la totalidad” (citado por Capra, 2007:187 y 190).
En todo caso, el cambio paradigmático que se había empezado a con-
formar en la ciencia consistía en la transformación del antiguo análisis
de partes aisladas, a la interpretación de lazos, conexiones y contextos
dentro de un todo integrado.
Para los propósitos de esta genealogía, es claro que los enunciados en
torno al pensamiento de la totalidad, y las interrelaciones complejas,
no habían tenido la influencia en los discursos utópicos de la primera
mitad del siglo xx, de la misma forma que las rupturas en los enuncia-
dos teóricos de la ciencia natural, habían afectado a los utopistas de los
siglos xviii y xix. A ese respecto, es necesario recordar que el enfoque
holístico no fue una revolución paradigmática que haya permeado el
conjunto de la ciencia. Según subraya Thomas Kuhn (2006), si bien un
cambio de este tipo resulta revolucionario para los miembros de una
especialidad particular, no necesariamente deberá extenderse al resto
de las disciplinas –o por lo menos no en ese momento histórico–. Por
eso, aunque la ecología, el pensamiento de sistemas o la física cuántica
transformaran la disyunción y la compartimentación cartesiana, por
un enfoque de entidades ligadas a un todo funcional, el paradigma
dominante de las ciencias naturales continuó siendo el reduccionismo
172!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
cartesiano y la separación, como lo demuestra el auge que tuvo la bio-
química y, en general, la hiperespecialización de los saberes durante
todo el siglo anterior.
Sin embargo, es necesario tener en cuenta que, pese a la hegemonía
que aún sigue teniendo la ciencia moderna reduccionista, en la segunda
mitad del siglo xx, el paradigma científico de las redes de relaciones
empezó abarcar campos cada vez más amplios. Ejemplo de ello es la
cibernética de primer y segundo orden, la neurobiología, la autoorga-
nización de los seres vivos, las estructuras disipativas o las matemáti-
cas de la complejidad.27 Pero tal vez uno de los acontecimientos más
importantes de la ciencia, que influiría en los enunciados de los dis-
cursos utópicos contemporáneos, fue la famosa foto tomada a la esfera
terrestre durante el último viaje a la luna en 1972, la cual incidió en el
imaginario de la población mundial cuando se pudo percibir, por vez
primera, el planeta Tierra “como un todo integrado” (Capra, 1998:118).
En efecto, la fotografía que mostraba una “solitaria mota de polvo en
la gran envoltura de la oscuridad cósmica”, según la bella expresión de
Carl Sagan (2003:15), rápidamente se convirtió en el símbolo más po-
deroso para los nacientes movimientos ecologistas, y en el pretexto más
importante para que, en adelante, no resultara descabellado hablar de la
Tierra como un sistema vivo, autorregulado e interrelacionado, según
la aceptada teoría de Gaia propuesta por Lovelock y Margulis.
El hecho que se destaca es que el cruce de esos enunciados y acon-
tecimientos científicos con las evidencias en torno a la creciente crisis
ambiental, fue determinante para la posterior emergencia de discursos
como los del Buen Vivir. En efecto, desde los años setenta, e incluso desde
finales de los sesenta, la disciplina de la ecología comenzó a transcender
las discusiones biológicas para convertirse en referente de los discursos
políticos. Esto quiere decir que en divergencia con el fraccionamiento del
mecanicismo, poco a poco se fue proponiendo una interpretación holís-
tica de la sociedad, pues, en correspondencia con el nuevo paradigma
que estaba adquiriendo importancia en las ciencias naturales y exactas,
las ciencias sociales optaron por entender su campo de estudio en térmi-
nos de interrelaciones, interdependencias y retroalimentaciones. Ejem-
plos de ello son la ecología profunda de Arne Naess, el ecosocialismo de
James O’Connor y Michael Löwy, el ecoanarquismo de Murray Bookchin
o el pensamiento complejo de Edgar Morin. En palabras de Enrique Leff
(2003:6): “la ecología se fue haciendo política y la política se fue ecolo-
gizando” en la medida en que aumentaba la evidencia científica de los
impactos sobre la naturaleza de origen antropogénico.

Para un examen detallado e integral de todas estas perspectivas científicas véase
Capra (1998).
27
173!”#$%&’()*’%+)$#(,!

Paulatinamente la ecología se fue convirtiendo en el paradigma al
cual remitirse, y en tal sentido las palabras “equilibrio o armonía” –tan
recurrentes en el discurso utópico del Buen Vivir–, fueron situándose
en un campo enunciativo que había surgido décadas atrás, en el seno de
las discusiones académicas, cuando una corriente de las ciencias socia-
les empezó a nutrir su discurso del enfoque sistémico de la biología. Los
juegos del lenguaje de la utopía del Buen Vivir están necesariamente
inscritos en la vanguardia de una revolución paradigmática de la cien-
cia –como asegura Capra (1998)–, la cual consiste en el paso de una
concepción mecanicista del mundo a una ecológica, con profundas im-
plicaciones para los enunciados de los nuevos movimientos sociopolíti-
cos. Lo anterior no ocurre porque subordinadamente el discurso asuma
los postulados de la ciencia para hacer sus elaboraciones retóricas, sino
más bien porque las sabidurías de muchos pueblos empiezan a ser con-
gruentes con las teorías científicas aceptadas.
Hay que recordar que la modernidad se ha caracterizado por el impe-
rio de la razón y el rechazo a cualquier autoridad metafísica, por lo que
cualquier forma de saber que no pueda ser validada por criterios cientí-
ficos, es excluida de los enunciados del régimen de verdad. Por eso uno
de los objetivos de la modernización en Latinoamérica, África y Asia,
a partir de la posguerra, consistió en acabar las “creencias y supersti-
ciones acientíficas” de las culturas no occidentales, puesto que, según
el criterio dominante, constituían un obstáculo para las teleologías del
desarrollo al que deberían dirigirse irremediablemente todas las nacio-
nes del orbe.28 Pero si el paradigma de la ciencia, poco a poco se va
aproximando a las ideas de que la “Tierra se comporta como un sistema
único y autorregulado” –como fue escrito en una declaración firmada
por mil de los más importantes científicos que estudian el calentamien-
to global–; que el planeta es un organismo vivo e “integral formado
por partes animadas e inanimadas” (Lovelock, 2007:38); que la Tierra
tanto química como térmicamente se ha mantenido por un tercio de la
existencia del universo en equilibrio dinámico, y que la reciprocidad
cooperativa entre microorganismos ha sido el factor más importante de
la evolución de los organismos superiores (Margulis y Sagan, 1997), no
resulta extraño que los conocimientos de muchos pueblos del mundo
no sean, al fin y al cabo, tan “acientíficos” como anteriormente el dis-
curso moderno creía.
28
La siguiente cita de Fukuyama (2011) es un buen ejemplo del raciocinio de este
tipo de discurso: “La universalidad es igualmente posible… porque la fuerza primordial
en la historia humana y la política mundial no es la pluralidad de culturas, sino el avan-
ce general de la modernización, cuyas expresiones institucionales son la democracia
liberal y la economía de mercado”.
174!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
En tal escenario, las racionalidades de algunas culturas que tradi-
cionalmente habían sido despreciadas por el Occidente hegemónico,
comienzan a emerger con un estatuto dado por el inicio de una trans-
formación paradigmática de la ciencia que incluye campos del saber
cada vez más disimiles. El punto en este apartado es que el discurso
utópico del Buen Vivir obedece a unas reglas de formación de ciertos
enunciados, los cuales han adquirido toda la autoridad para ser pro-
nunciados en el campo político, gracias al giro epistémico de la ciencia
no mecanicista. No podemos olvidar que los símbolos culturales de la
modernidad están totalmente acoplados a la escisión platónica y car-
tesiana, y no a la relacionalidad de todas las cosas, como sí ocurre con
los símbolos de algunas culturas orientales, africanas y amerindias. Por
eso resulta coherente que los discursos utópicos contemporáneos sean
abanderados por los movimientos sociales que reclaman su condición
étnica, en cuanto sus culturas entran en correspondencia con el cambio
de percepción de la realidad que ha venido creciendo en el discurso
científico.
Con seguridad esta es una de las razones que podrían explicar porqué
ha venido disminuyendo su habitual menosprecio, hasta el punto de
convertirse en fuente de autoridad para respaldar utopías políticas. No
cabe duda de que el cambio de percepción en ocasiones resulta despro-
porcionado, pero quizá ello deba entenderse como una respuesta frente
a la imposibilidad de encontrar muchas de las significaciones necesa-
rias para comprender el mundo contemporáneo en la cultura occiden-
tal moderna.
Por supuesto que lo anterior es un asunto que no se restringe a nues-
tro tiempo. El agotamiento de la cultura occidental para encontrar los
conceptos necesarios para entender un mundo alejado del mecanicis-
mo, se remonta a la física de comienzos del siglo xx. Por citar solo un
ejemplo, Albert Einstein (1984:46) en su autobiografía describía así la
ausencia de categorías para explicar los nuevos saberes aportados por
sus descubrimientos:
Todos los intentos que hice para adaptar el fundamento teórico de la física a
este conocimiento fracasaron rotundamente. Fue como si el suelo desapare-
ciese bajo los pies, sin que pareciera haber por ningún lado unos cimientos
firmes sobre los que se pudiera edificar.
En realidad, esta experiencia sentida por Einstein con respecto a la
ciencia positiva, correspondía a la expresión de una crisis cultural mu-
cho más amplia, como fue claramente dilucidado por Edmund Hus-
serl (1984:18), en un ciclo de conferencias escritas entre 1934 y 1937:
175!”#$%&’()*’%+)$#(,!
“… la crisis de la filosofía significa la crisis de todas las ciencias moder-
nas como miembros de la universalidad filosófica…” aseguraba Husserl
al referirse a las ciencias dependientes de la filosofía de Descartes. “Una
crisis primero latente pero luego cada vez más manifiesta como crisis
de la humanidad europea… en toda la significación de su vida cultural”.
De modo que el interés por las culturas otras nos remite a esta crisis
cultural de Occidente, manifestada en las dificultades que el reduccio-
nismo moderno estaba afrontando, para explicar los nuevos problemas
y descubrimientos que la ciencia había traído en la primera parte del
siglo xx. De hecho, muchos filósofos y científicos occidentales bus-
caron en el misticismo oriental la fuente de conceptos que no podían
encontrar en su propia cultura,29 lo cual, como ya había argumentado
Husserl (1948:9), evidenciaba “la crisis de las ciencias como expresión
de la radical crisis vital de la humanidad europea”.
En tal escenario, las sabidurías y religiones de culturas no occiden-
tales gradualmente empezaron a ser campo de un particular interés,
como lo muestra la influencia que las filosofías de Oriente, y las racio-
nalidades de los indígenas norteamericanos, tuvieron en los discursos
y prácticas del movimiento de la contracultura de la generación del 68.
Asimismo, en una línea muy similar, a mediados de los ochenta, los
filósofos de la corriente posmoderna cuestionaron las interpretaciones
englobantes del mundo y abogaron por la necesidad de hacer un en-
cuentro intercultural.
Se mencionan estos acontecimientos solo para indicar que el cansan-
cio de la cultura occidental moderna había estado expresándose duran-
te más de un siglo en diversas áreas, incluida la ciencia, y que durante
muchos años se había estado abonando el terreno para que otras cul-
turas empezaran a ser reconocidas de manera diferente. Por supuesto
que el racismo y el etnocentrismo están muy lejos de acabarse, pero no
hay duda de que el reconocimiento de racionalidades no occidentales
es un fenómeno que ha venido incrementándose durante un largo pe-
riodo. En cualquier circunstancia, discursos utópicos como el del Buen
Vivir están incorporados a un régimen de verdad alternativo que no ha
surgido esporádicamente, sino que ha estado conformándose durante
un extenso lapso, y creo que es comprensible, que la transformación
paradigmática de la ciencia ha tenido sobre ese régimen un papel fun-
damental.
En la filosofía un buen ejemplo del acercamiento de los pensadores europeos a la
sabiduría oriental es el de Martin Heidegger. Para una descripción detallada al respecto
véase Saviani (2004). En lo concerniente a los científicos y el paralelismo de la física
cuántica y oriente revísese Capra (2007).
29
176!”#”$%&!’$()”(%$(*+&,’$()”%(-*”#(././0
La genealogía presentada en este capítulo ha sido un ejercicio para
mostrar cómo la elaboración del conjunto de enunciados de la utopía
del Buen Vivir no es un hecho coyuntural que responda a un discurso
enumerado por unos sujetos particulares ubicados en una posición de
poder privilegiada. Es, en cambio, parte de una formación enunciativa
que ha venido imponiéndose a los discursos de esos sujetos. El Buen
Vivir se circunscribe a un agregado de acontecimientos históricos, ra-
zón por la cual la utopía no debe entenderse exclusivamente al interior
ni de sí misma, ni de los lugares específicos en donde irrumpe, sino
como parte integrante de unas formaciones discursivas de un orden
mucho más grande.
La ineludible dificultad que se experimenta al formular esta genea-
logía es la escasa distancia histórica con respecto a su surgimiento. No
obstante, considero que la información que hoy tenemos a mano nos
permite pensar que el lenguaje de los nuevos discursos utópicos se
está conformando con unos enunciados muy similares a los del Buen
Vivir. En otros términos: el hecho de que este trabajo pueda hablar de
lo que está hablando no puede explicarse por la voluntad de las perso-
nas que pusieron unas palabras de origen indígena en las constitucio-
nes de dos países, y de la libre elección de quien escribe estas líneas;
es, por el contrario, un lenguaje de época que a los contemporáneos
de comienzos de siglo xxi se nos impone. Si bien es siempre riesgoso
hacer augurios sobre el futuro, la arqueología presentada da algunas
bases para creer que, por lo menos en un tiempo cercano, las utopías
se acercarán cada vez más a discursos como los del Buen Vivir.
Justamente, y como continuación de la genealogía presentada, en el
próximo capítulo se profundizará esta última hipótesis y se abordarán
algunas otras discusiones relacionadas con la emergencia de la nuevas
utopías en el contexto de la globalización contemporánea.
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Solo cuando una cosa llega a su límite,
puede conocer el retorno.
Lie Zi

El libro de la perfecta vacuidad

El interés de este trabajo no es apologizar la utopía, como si se tratara
de la gran receta englobante que solucionará de tajo los graves pro-
blemas de la sociedad contemporánea. Por el contrario, hay que tener
siempre presente la posibilidad de que el Buen Vivir pueda fracasar.
Si algo enseña la historia, es que las propuestas novedosas suelen ser
coaptadas por aquellas ideologías de las cuales se quieren diferenciar.
De hecho, no resultaría extraño que, en algunos años, ciertas organiza-
ciones multilaterales, como el Banco Mundial, incorporen el Buen Vivir
en su agenda, con toda la batería de indicadores necesarios para medir
su implantación y sus avances prácticos. Indudablemente el Buen Vivir
podría subsumirse dentro de las ideologías moderno-capitalistas, y ter-
minar reducido a un sinónimo más del concepto del “desarrollo”.
Es necesario considerar la posibilidad de que el surgimiento entu-
siasta de estas iniciativas, pueda finalizar en decepciones y desengaños.
Incluso no sería raro que estos procesos esperanzadores desaparezcan
burocratizados y petrificados. Sin embargo, más allá de las discusiones
sobre la viabilidad del proyecto político, considero que el estudio de
caso del Buen Vivir resulta útil para ejemplificar los relatos, aspiracio-
nes, y configuraciones discursivas de las utopías en la era de la super-
vivencia. Finalmente, el objetivo no consiste en esclarecer el futuro, ni
hacer premoniciones sobre su éxito o su fracaso, sino interpretar en
términos sociológicos las formulaciones de las utopías de nuestra épo-
ca, mediante el estudio de una propuesta política concreta.
Justamente, el propósito de este capítulo es explicar cómo opera el
orden de un discurso como este en el contexto de la globalización con-
temporánea. La idea es describir la forma en que dicha utopía se ubica
en los debates de hoy y mostrar las combinaciones enunciativas que se!”#$%&’()*’%+)$#(,!
han enclavado en los discursos que defienden este tipo de iniciativas.
Como se sugirió al culminar el anterior capítulo, la utopía del Buen
Vivir no es el resultado de una supraconsciencia omnisapiente que por
un acto de iluminación haya introducido al debate social un concepto
novedoso. Es, en cambio, el producto de una época que responde a un
sinnúmero de sucesos que le preceden, y que se sitúa, de alguna ma-
nera, en un contexto específico cuyas características generales se están
intentando elucidar.
Esta última parte del trabajo se divide en tres secciones: la primera,
versa sobre las transformaciones en la temporalidad y la espacialidad
durante la globalización contemporánea y sus incidencias en las for-
maciones enunciativas de los nuevos discursos utópicos; la segunda,
sobre la manera en la que se ubican las utopías en el contexto de la crisis
del capitalismo y la crisis del discurso del “desarrollo”, y la tercera, está
dedicada a los debates que el Buen Vivir enfrenta, debido a las interpe-
laciones que recientemente se han hecho por parte de algunos de sus
críticos, y también al campo global de poder dentro del cual tiene que
emerger.

El recorte del futuro y la revalorización del “lugar”

En el capítulo anterior se argumentó la manera en que los aconteci-
mientos ocurridos entre finales de los ochenta y principios de los no-
venta, fueron determinantes para que, posteriormente, fuera posible el
nacimiento de la utopía del Buen Vivir. Haciendo uso de la arqueología
foucaultiana, se defendió la idea de que ese lapso constituía el punto de
quiebre, el periodo crucial, durante el cual comenzaron a entrecruzarse
algunos sucesos y enunciaciones. Asimismo, se aseguró que la forma-
ción de ese haz complejo de relaciones había sido el evento definitivo
para el surgimiento del discurso algún tiempo después.
Para comenzar esta sección se retomará esa hipótesis, afirmando que
una de esas enunciaciones clave fue el concepto de la “sostenibilidad”,
cuya aparición se remonta a 1987, cuando la Organización de las Nacio-
nes Unidas, en cabeza de la noruega Gro Harlem Brundtland, publicó el
famoso informe titulado Nuestro destino común. El concepto se convir-
tió con rapidez en parte constitutiva del régimen de verdad del discur-
so del desarrollo; en especial a partir de 1992, cuando fue plenamente
institucionalizado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el
180!”#$%”&’%(&)*+,+-.#/0%1+23″+”-!%4
Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en Rio de Janeiro. Después
de esa reunión, la “sostenibilidad” no solo se convirtió en una noción
vinculante, y una realidad indiscutible en la retórica política, sino que
también empezó a ser parte de las certezas del imaginario social.
El punto a resaltar está relacionado con la temporalidad implícita en
dicho concepto. La “sostenibilidad” revela el temor por el carácter fini-
to del desarrollo, a consecuencia de la degradación ambiental. Por su-
puesto, su interés no es tanto permitir la sostenibilidad de la vida, sino
hacer sostenible el crecimiento económico. En términos muy generales,
la ideología pretende conciliar los objetivos del capitalismo y la conser-
vación ambiental, pues considera que la destrucción de la naturaleza
es el mayor obstáculo para el crecimiento de las economías mundiales.
Palabras más, palabras menos, la meta de la “sostenibilidad” no es otra
que la de tornar infinito el desarrollo.
Más allá de los legítimos cuestionamientos que puedan hacérsele al
conjunto de discursos y prácticas en torno a dicha concepción, resuma. Según Lambert, este tipo de iniciativas favorecieron el desarrollo
de conceptos como la “armonía ancestral”, la “pureza primitiva” o la
“autenticidad cultural”, ficciones que, tanto afuera como adentro de las
comunidades, terminaron asumiéndose como una realidad histórica
incuestionable.
Es evidente la manera en que Evo Morales se ha servido de esta ima-
gen para hablar de la “salvación de la Madre Tierra” y obtener réditos
en los escenarios internacionales, aunque en la realidad de la práctica
política, contradiga sus propias enunciaciones mesiánicas. No puede
dudarse que los pueblos indígenas, tanto en la práctica como en sus
lenguas, conservan los principios de la comunalidad, el servicio gratui-
to, la reciprocidad con la naturaleza y formas de gobierno basados en la
democracia directa (Kraemer, 2013), según fue explicado en el aparta-
do sobre la epistemología del Buen Vivir. No obstante, es también inne-
gable que, en medio de la crisis civilizatoria, estos pueblos están siendo
utilizados en forma oportunista para justificar utopías ajenas, lo cual
podría estar creando el perjudicial efecto de esencializar las culturas
realmente existentes, sus sistemas jurídicos y sus prácticas (Cuelenaere,
2012), lo cual, en definitiva, terminaría por contradecir la auténtica co-
municación intercultural defendida por la utopía.
Para culminar, hay un aspecto que proviene del mismo fenómeno y
que interesa subrayar. Es el desacuerdo en el mundo académico sobre
la aceptación del sumak kawsay y el suma qamaña en la población in-
dígena andina. Mientras que para el pensador aymara Simón Yampara
y muchos otros, el concepto es parte constitutiva del Ayllu de los pue-
blos originarios de los Andes, para investigadores como José Núñez del
Prado (2011:292-293) y algunos más15, la noción es de reciente data, y

Véase al respecto el Dossier de la revista Íconos número 48, en particular la presen-
tación de Bretón et al. (2014).
15
201!”#$%&’()*’%+)$#(,!

nada asegura hasta ahora que no corresponda a una concepción an-
cestral:
Siempre es posible equivocarse y hay que estar atentos a hallazgos esclare-
cedores, pero por nuestra parte, la revisión cuidadosa del pensamiento e
interpretaciones sobre la ancestralidad e indigenidad andina no nos per-
mitió identificar, en términos particulares, con la especificidad y relevancia
que merece el asunto, alusiones claras o desarrollos completos sobre el “vi-
vir bien”. No se encontró ninguno que se inscribiera en reflexiones escritas
que provengan desde hace muchos años, ni siquiera desde hace una década,
peor aún con los contornos, alcances y profundidad tan clara con la que hoy
circula y se maneja el concepto por parte de varios autores e instituciones,
como si se tratara de premisas acabadas. Esto es especialmente curioso si
se tiene en cuenta que se puede constatar muchísima cantidad y calidad de
aportes sobre el mundo andino en los últimos 50 años… llama enormemen-
te la atención, en un ámbito prolijo en detalles y reiteraciones por parte de
una intelectualidad indígena, especialmente aymara, que desde hace décadas
moldea una marcada emisión ideológica y que habría estado sacrificando
una parte esencial de dicho cuerpo cosmogónico.
Si las observaciones de Núñez son ciertas, aun manteniendo la reserva
de su hallazgo, a mi juicio resultaría todavía más creíble la hipótesis
según la cual, la noción como un todo, es un constructo conformado
por el mundo occidental en los últimos años. Haciendo una interpre-
tación muy foucaultiana, el discurso del Buen Vivir correspondería a
una serie de contenidos, cuyas enunciaciones han surgido indepen-
dientemente de la intencionalidad de los sujetos que las han formu-
lado. Se trataría, pues, de un discurso anónimo, que responde a un
conjunto de reglas que han venido conformándose durante los últi-
mos 25 años, las cuales no pueden ser controladas por los intelectuales
aymaras, quechuas, ni por autor alguno, sino que irrumpen inmersas
en los complejos entrecruzamientos que en estos dos últimos capítulos
se han tratado de encontrar.
De manera muy poco esquemática –porque los entrelazamientos no
lo son–, se intentó mostrar cómo las utopías en la era de la supervivencia
tienen unas características muy específicas que permiten reflejar el ta-
lante y los anhelos de nuestra época. Asimismo, se quiso explicar cómo
todos los debates desarrollados responden a un cambio en el discurso,
el cual está en absoluta interdependencia con un periodo histórico y un
espacio específico, para que, al final, se pueda hablar de lo que hoy se
está hablando. El mismo hecho de que yo haya escogido esta investiga-
ción, y que la haya afrontado como la he afrontado, se explica no por
202!”#$%”&’%(&)*+,+-.#/0%1+23″+”-!%4
mi voluntad, sino porque mi propio cuerpo está sumido en lenguajes,
prácticas, creencias y maneras de ver, oír y sentir el mundo, plenamente
enraizados al tiempo vivido y al lugar habitado, que en interrelación,
determinan la forma como he urdido las anteriores reflexiones.
203%2″%187$0″@:#&1:#$7%8/72:4:14:4%%$0″
Desde el inicio de la discusión, se quiso hacer énfasis en la aseveración,
según la cual la relación entre nuestro cuerpo y el mundo está media-
tizada por una compleja red de símbolos culturales que condicionan
nuestras ideas, creencias, valores, acciones y sentimientos. Esto quie-
re decir que permanentemente construimos la realidad a través de la
intermediación de entramados simbólicos, los cuales hemos heredado
del pasado, gracias a la pertenencia a una cultura específica. Tomando
como base lo anterior, y siguiendo a distintos autores –en especial Paul
Ricoeur–, se hizo una construcción teórica sobre la utopía, a partir del
examen de la ideología, en la medida en que se aceptó que la ideolo-
gía es el medio más útil para la manutención del poder y, por tanto, el
opuesto dialéctico por excelencia para cualquier elaboración utópica.
En concreto, se argumentó que la ideología es mejor si la entendemos
como un arquetipo que opera sobre los símbolos que median entre
nosotros y el mundo, y no sobre la realidad –según pensaba el joven
Marx–, corrección teórica que nos ayuda a comprender que el proble-
ma de toda utopía no estaría tanto en transformar directamente las ins-
tituciones políticas y económicas, como en cambiar los imaginarios y
significaciones culturales que sustentan nuestra conducta.
Si entendemos el problema de esta manera, la tarea utópica priorita-
ria consistiría en re-simbolizar las creencias perceptivas recibidas por
parte de la ideología, para re-construir sus respectivas significaciones,
lo cual, en términos de la problemática abordada en el presente traba-
jo, quiere decir que no es posible plantear soluciones estructurales a
la crisis civilizatoria contemporánea, sin profundas modificaciones en
los símbolos culturales de la misma civilización. Si bien el difícil reto
consiste en una revolución total de las bases de la sociedad construida,
la buena noticia es que el significado no es renuente al cambio. Según se
sabe, en muchos otros periodos de la historia, las sociedades se han vis-
to sometidas a cambios culturales profundos como resultado de diver-
sos ambientes en tensión y crisis, escenarios en los cuales, las antiguas
creencias se transformaron para adaptarse a las nuevas circunstancias.
De una manera similar, la disyuntiva vivida en nuestra era nos está in-!”#$%&’()*’%+)$#(,!
dicando, a gritos, que el desafío consiste en compatibilizar los símbolos
de la cultura con la ciclicidad de la naturaleza, y reformar los significan-
tes asociados a la manera como convivimos en comunidad.
No obstante, esta ardua labor no está libre de conflictos y aporías.
Como se argumentó, las nuevas utopías deben formarse inmersas en los
mismos simbolismos criticados, lo cual implica que a la vez que luchan
contra ciertas ideologías, tienen que hacer uso de los materiales cultura-
les cuestionados. No es un problema que pueda saldarse con facilidad,
pues es necesario recordar que las ideologías terminan por habitar las
mentes, cuerpos y lenguajes de las agrupaciones que intentan imaginar
sociedades alternativas. Para huir de este embrollo, recientemente las
utopías han optado por recurrir a un diálogo intercultural para buscar
en otras racionalidades –especialmente indígenas–, los símbolos que
difícilmente podrían hallarse en la cultura occidental. Sin embargo, el
obstáculo sigue sin superarse, porque al interpretar esos otros símbo-
los con base en los propios criterios culturales occidentales, no solo se
distorsionan e idealizan las racionalidades de estas culturas, sino que
se continúa haciendo violencia a los pueblos que tradicionalmente han
sido humillados, oprimidos y menospreciados.
Pese a esta advertencia, y a las comprensibles dificultades antes ex-
puestas, el examen del Buen Vivir ha servido para ejemplificar cómo los
nuevos discursos utópicos están tratando de deshacerse de los símbo-
los modernos para apostarle a transformar los problemas fundadores,
constitutivos y reproductores de la crisis civilizatoria. A mi juicio, las
utopías en la era de la supervivencia están queriendo superar las tradi-
cionales fragmentaciones occidentales para pensar “lo político” en tér-
minos de relaciones y conexiones. No quiero afirmar que estemos en un
periodo de transición en el que se avizoren transformaciones culturales
de hondo calado –aseveración que resultaría a todas luces aventurada–,
pero sí podría sostener que los contenidos de las utopías contemporá-
neas están sugiriendo un reconocimiento, tímido y muchas veces con-
tradictorio, de que el problema estructural de la crisis de nuestra era
reside en los supuestos dicotómicos que hemos recibido de la moderni-
dad. Es un fenómeno en ciernes que, como se argumentó, forma parte
del nuevo régimen de verdad de los discursos utópicos, en el cual se está
criticando no solo un modelo económico, sino la crisis del pensamiento
como una totalidad sistémica.
Aun sabiendo que se ha dejado de lado, quizá por descuido o igno-
rancia, muchos otros acontecimientos importantes que podrían haber
contribuido a desandar y desanudar aún más la genealogía del Buen
Vivir, espero haber podido ayudar a entender que el hecho de que esta
utopía exprese los enunciados que está emitiendo, no responde a un
206!”#!$%&’(#)*+,$*+’&!%-&”*.*$.*.!!’(#
hecho coyuntural o fortuito. Por el contrario, es parte de un sinnúmero
de acontecimientos históricos de un orden mucho más amplio, y apa-
rentemente ajenos, lo cual ha hecho que, pieza a pieza, se haya ido cons-
truyendo un discurso de tales características.
Gracias a esa genealogía podría pensarse que el lenguaje de otras uto-
pías en el futuro podría ir conformándose con enunciados cercanos a
los del Buen Vivir. Más allá de hacer adivinaciones de cualquier tipo,
lo que podría asegurarse es que esta utopía es un buen reflejo de la
crisis civilizatoria contemporánea y de las soluciones que frente a ella
empiezan a pincelarse en los inicios del siglo xxi. En particular se hace
referencia a las propuestas enfocadas a superar la lógica de la acumula-
ción, el utilitarismo, el individualismo, la concepción del tiempo lineal,
la noción de universalización y el antropocentrismo; y en general, el
interés por transformar las representaciones simbólicas heredadas de
la modernidad, por medio del diálogo con otras culturas de las cuales
podamos aprender otras manera de relacionarnos y habitar la Tierra.
Aun así, el desafío más grande de estas utopías no está enfocado en
cambiar un discurso y muchas de sus enunciaciones –aunque este paso
sea fundamental–, sino en lograr que su contenido produzca un cambio
real en las creencias perceptivas y las significaciones culturales, para
lograr así una profunda transformación en las acciones rutinarias de la
colectividad. Es un asunto innegablemente complicado, si se tiene en
cuenta la brecha existente entre lo que se “dice” y aquello que realmente
se “hace”. Con seguridad para los lectores que han seguido atentamente
la discusión hasta este punto, el contenido de la utopía puede llegar
a sonar muy bien, incluso considerarla de manera absoluta legítima y
necesaria, aunque en la práctica muchos terminen obrando de manera
por completo diferente. Lo anterior ocurre porque, subrepticiamente,
los símbolos de la cultura criticada terminan por guiar ciertas acciones,
las cuales están en total incompatibilidad con los presupuestos que en el
discurso se señalan como aquellos que deberían cambiarse en la praxis
cotidiana.
A lo que aspira el Buen Vivir es a construir una ontología relacional,
por la cual nos aprehendamos a nosotros mismos, como miembros de
una gran comunidad ligada en redes de interdependencia mutua y que
actuemos en consecuencia. Que reconozcamos que vivimos en un mundo
de simbiosis, en donde cada quien es incompleto y requiere de “lo otro”
para complementarse. Pero ¿cómo lograr esta radical transformación?
Parte de la respuesta comienza por la comprensión de que el cambio
no se logra con prédicas coherentes pronunciadas desde un púlpito, ni
evangelizando como misioneros el dogma de la relacionalidad, la reci-
procidad, y la complementariedad de todas las cosas. La cuestión va por
207!”#$%&’()*’%+)$#(,!
otro lado. Como sugiere el misticismo oriental, para que cierta enseñanza
internalice nuestros cuerpos, y se vuelva principio simbólico de nuestros
pensamientos, creencias, percepciones, valores, acciones y sentimientos,
hay que estar sumidos en situaciones en las cuales la vivencia personal y
continua nos permita afirmar ese nuevo aprendizaje.
De manera que la transformación de la red simbólica no puede redu-
cirse a un discurso desprendido de la experiencia personal, es decir, de
la manera como individualmente se vive el surgimiento de los fenóme-
nos. Estoy pensando en una revolución radical de los sistemas educati-
vos, para que el aprendizaje gire en torno a la revalorización de la expe-
riencia; a la capacidad de descubrir por cuenta propia el aparecimiento
de los fenómenos. Insisto, la idea no es repetir de memoria el credo de
la relacionalidad, sino escuchar como esa hiperrelación está patente en
cada uno de los acontecimientos simbióticos de la vida natural y social.
El objetivo no consiste en memorizar los enunciados de un discurso
y repetirlos como autómatas, sino en adquirir la habilidad de descu-
brirlos personalmente, alcanzar la capacidad de explorar y reflexionar
sobre la experiencia individual en toda su radical profundidad.
La finalidad es que por medio de la experiencia continua nos demos
cuenta de las bondades del trabajo en equipo, de la reciprocidad, y la
complementariedad. Que en la práctica descubramos por nosotros
mismos, y no porque nadie nos lo diga, que para vivir bien precisa-
mos que todo lo demás también viva bien. Que experimentemos que
la competencia destruye, y que cuando nos complementamos armóni-
camente podemos hacer las cosas mejor. Si en la escuela nos enseñan a
luchar por una calificación y disputar entre compañeros para ganarles
los unos a los otros, el resultado final será el individualismo, la envidia,
el egoísmo y la competencia. Pero si aprendemos en cambio que al ir
juntos sin que nadie se quede atrás, en realidad nadie pierde, sino que
todos ganamos (Huanacuni, 2010), no nos costará mucho trabajo ir de-
sarrollando esas capacidades empáticas tan olvidadas durante la crisis
de nuestra civilización.
Mediante el contacto directo con la naturaleza, el arte, el juego, el de-
porte o el trabajo en conjunto, podemos ir adquiriendo el conocimiento
de que “existir” y “depender” son solo una y la misma cosa. Por medio
de la convergencia de múltiples experiencias se puede descubrir la in-
terdependencia de los acontecimientos y fenómenos; encontrar que no
hay posibilidad de ver lo uno sin “lo otro”, y que no tiene sentido conce-
birnos al margen de nuestras relaciones con los demás. Desde pequeños
podemos ir descubriendo que somos seres incompletos, y que ahí re-
side la necesidad de que nos complementemos, que nos hermanemos,
que nos coordinemos recíprocamente.
208!”#!$%&’(#)*+,$*+’&!%-&”*.*$.*.!!’(#
Si en la modernidad el conocimiento más valorado fue la capacidad
de razonar, de pensar matemáticamente, en esta sociedad alternativa
que tenemos que imaginar, la capacidad más importante a desarrollar
ha de ser la emocional. Tener la habilidad de trascender los propios
límites del cuerpo, para ponerse en el lugar de los otros, y poder así
sentir; vivenciar no solo la posición personal, sino también la posición
de los demás (Varela, 2001). Si desarrollamos esa capacidad empática,
en términos de Naess (2002), seremos capaces de sentir alegría cuando
otras formas de vida sientan alegría, y tristeza cuando otras formas de
vida sientan tristeza, lo que en la práctica significa sufrir cuando una
montaña sea mutilada para que el oro sea extraído de sus entrañas, y
sentirse tocado en la emoción cuando a nombre del progreso se cercene
un bosque o se contamine un río. Pero además, desarrollar la capacidad
empática representa sentir en el propio cuerpo la extrañeza de querer
tener más de lo que se necesita, o de apropiarse del trabajo del otro para
poder Vivir Mejor.
Cambiar los símbolos significa que la misma realidad signifique algo
diferente. Si la deformación de las ideologías consigue que veamos la
naturaleza como un recurso, y al otro humano como una máquina,
la transformación de las tramas semióticas implica que veamos en esa
misma naturaleza la fuente incuestionable de la que depende la vida
en su conjunto; y en el otro humano, el hermano del que deseo que,
al igual que yo, también Viva Bien. Esto implica ser afectados, adqui-
rir la sensibilidad para captar nuestro parentesco universal con el resto
de los seres y sentir la alegría profunda por el bienestar de los demás.
Se trata de una transformación en la manera de habitar junto a lo otro,
con todo aquello que no somos nosotros mismos (Pardo, 1991), que
requiere una completa innovación tanto en los contenidos, como en la
forma misma del aprendizaje, para que al final se genere una relación
de continuidad entre la acción cotidiana y el discurso. Empero, esa
educación de la que hablo no se restringe a las aulas de las escuelas, sino
a toda una educación no institucionalizada, que sea capaz de ir transfi-
gurando, paulatinamente, los símbolos relacionados con la separación
entre sociedad y cultura; la disyunción entre individuo y comunidad, y
los valores del utilitarismo, la codicia y el consumismo.
Se podrán introducir cambios legislativos, adoptarse reformas eco-
nómicas a contrapelo de la lógica del capitalismo o muchísimas otras
cosas, pero mientras no cambiemos radicalmente los símbolos hereda-
dos de la modernidad, no podremos llegar a estar a la estatura de una
transformación como la que exige la crisis civilizatoria. En efecto, la
solución de los problemas contemporáneos no depende ni de la ciencia
y la técnica, la economía, la política o las legislaciones –aunque todo
209!”#$%&’()*’%+)$#(,!
ello sea importante–, sino de un profundo cambio ontológico, por el
cual encontremos otras maneras de situarnos en el mundo, de sentirlo,
de habitarlo, de relacionarnos entre nosotros mismos. La crisis deman-
da una conversión de un ser humano individualizado y separado de la
naturaleza a otro que, retornando a las raíces de la tierra, revalorice el
fenómeno de la vida, de modo que impulse el cuidado –de los demás
seres humanos y los ecosistemas– no por altruismo, ni por un “deber
ser” moral, sino porque el hacerlo sea parte del interés de su propia
existencia (Naess, 2006). Apelar a una transformación de tal tipo es in-
eludible y debe partir de un proyecto educativo de largo aliento como
debería hacerlo desde ahora la utopía del Buen Vivir (Giraldo, 2012a).
Es claro que en vista de los urgentes problemas causados por nuestra
propia obra no es posible esperar un cambio ontológico de este tipo,
y las acciones concretas en torno a problemas inaplazables necesitan
de paliativos a corto plazo. Pero debe siempre tenerse en la cuenta que
mientras no iniciemos estos profundos cambios en nuestro ser, no po-
dremos virar la dirección del timonel y, en consecuencia, los remedios
a los serios agobios de hoy serán los mismos de siempre, mientras la
creatividad estará sepultada por la incapacidad de inquirir sobre los
orígenes estructurales que aquejan nuestra era.
La buena nueva es que en los márgenes del sistema la cordura ha
comenzado a brotar. Así como cada veneno trae su propio antídoto,
la crisis de la civilización ha traído consigo sus propias utopías. Habrá
errores, desatinos, desilusiones y desencantos. Se irán madurando las
propuestas, mutarán, se recrearán. Sin embargo la crisis a la que esta-
mos emplazados, no es una crisis más; es una crisis en la que está en
juego la supervivencia de la misma humanidad, un desafío existencial
que nos está llamando a cambiar drásticamente el rumbo suicida en
el que estamos encauzados. Algunos ya lo han comprendido. Por lo
menos las utopías han empezado a reaccionar.
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220Utopías en la era de la supervivencia. Una interpretación
del Buen Vivir, de Omar Felipe Giraldo, se terminó de
imprimir en mayo de 2014, en los talleres de 1200+, An-
dorra No. 29 col. Del Carmen Zacahuitzco, C.P. 03540,
México, D.F. Se utilizaron caracteres Minion Pro de la
casa Adobe sobre papel cultural de 75 g. y los forros en
cartulina sulfatada de 236 g. El cuidado de la edición
estuvo a cargo de Graciela Reynoso Rivas.El Buen Vivir es un proyecto político alternativo que ha
surgido durante los últimos años en Latinoamérica, el cual
ha despertado un interés creciente en espacios académicos
de distintas latitudes. En pocas palabras, el proyecto puede
resumirse como la constante búsqueda de vivir en equili-
brio y armonía con lo existente, por medio de la compren-
sión y experiencia plena de que todo está interrelacionado
con lo demás.
En este libro se toma el Buen Vivir como ejemplo para
ilustrar cómo las utopías contemporáneas se están
configurando en disputa con los símbolos culturales de la
modernidad capitalista, y la manera en que se comienzan a
pensar las distintas vías en que podrían superarse las
fragmentaciones ideológicas entre naturaleza y cultura,
individuo y comunidad, y las nociones ligadas al progreso y
al desarrollo. Asimismo, se muestra la forma en que los
contenidos discursivos asociados a la revalorización del
lugar, la empatía en las relaciones sociales, la ciclicidad de la
temporalidad y la atención de las experiencias vivas, revelan
el talante de una época, en la que, poco a poco, se empieza
a reconocer la necesidad de transformaciones estructurales
de hondo calado, para sortear una crisis de cuyas soluciones
dependerá la supervivencia de la humanidad en el planeta