Libro completo en tres partes. Imperdible: Utopías en la era de la supervivencia (2)

Continuación



El vivir mejor y las ideologías del capital

Establecer un diálogo con el pasado desde la contemporaneidad permi-
tirá encontrar los sistemas simbólicos centrales que nos han arrastrado
a la era de la supervivencia. Señalé al final del capítulo anterior que las
utopías que la crisis demanda deben gestarse a raíz de la crítica y la
negación de la modernidad, y a partir de ella, re-elaborar sus simbolis-
mos y sus correspondientes significados. Como quiera que estoy seguro
de que la crisis civilizatoria es provocada por el pensamiento humano
moderno y la intrínseca racionalidad capitalista, quiero ahora des-hil-
vanar algunas ideologías medulares que hacen posible el actual orden
dominante.
Habíamos llegado a la conclusión de que el sujeto europeo se insti-
tuyó a sí mismo mediante su separación de la naturaleza y, tras la con-
quista de América, creó en su periferia un universo adecuado para la
manutención de su hegemonía. Se estructuró en un ente diferente de
todo lo demás, por medio de la experiencia que le significó su relación
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asimétrica con el otro durante la invasión americana. Sin embargo, para
crear su propia identidad y alzarse finalmente como “individuo”, inven-
tó la categoría “raza”: “una supuesta diferencia estructura biológica que
ubicaba a los unos en situación natural de inferioridad respecto a los
otros” (Quijano, 2000a:202).
Se debe anotar que la línea fenotípica del color de la piel fue un modo
de otorgar legitimidad a las relaciones de dominación impuestas por
la conquista, y que a diferencia del patriarcado o la estructura de clase,
ideologías que acompañan milenariamente a la humanidad, el racis-
mo fue una invención moderna del siglo xviii (Hinkelammert, 2002).
Efectivamente, se sabe que los europeos conocían a los africanos desde
la época del Imperio Romano, pero nunca se pensó en ellos en térmi-
nos raciales antes de la aparición de América. Por tanto, la calidad de
la “raza” se aplicó a los “indios” primero que a los “negros” (Quijano,
2000a), a quienes se les discriminó hasta antes del siglo xviii no en
función de sus rasgos físicos, sino por una supuesta condición de bar-
baridad.
Lo interesante es que por medio de la raza los europeos crearon una
identidad autónoma en torno a la blancura de su piel, al establecer lí-
mites y fronteras para auto-concebirse como seres superiores; al distin-
guirse de los otros salvajes, incivilizados e inferiores en todo sentido,
“incluso en la estatura” de acuerdo con la infame expresión hegeliana
(1985:172). Gracias a la ideología racial, la cual aparece muchos años
después del inicio de la conquista americana, los europeos pudieron de-
finitivamente individualizar su sociedad; esto es, apreciarse como entes
separados no solo de la naturaleza, sino del resto de los seres humanos.
El punto anterior es particularmente interesante, pues la lucha de fuer-
zas de la conquista y la producción simbólica del imaginario “raza”, fun-
da el momento histórico en el que los “blancos” europeos terminan de
individualizarse con la división racial del trabajo, y concluirá de abrir
paso a la conformación del concepto “individuo”.
Recordemos que en la Edad Media europea dicha noción no existía
aún. Durante el periodo histórico medieval, cada persona desde su na-
cimiento se identificaba con un papel dentro de la sociedad. Se era cam-
pesino, artesano o caballero, pero nunca un “individuo”. Los hombres y
mujeres se concebían a sí mismos como miembros de un pueblo, de una
familia o de una corporación, pero en todo caso, lo hacían mediante
una categoría general (Fromm, 2006). Hubo dos hechos históricos del
siglo xvi que coadyuvaron al nacimiento del “individuo”. El primero
ocurrió cuando el europeo conquistador pudo confrontarse con la alte-
ridad y logró vencerla y autoconstituirse como sujeto superior, ego que
luego legitimó por medio de la ideología racial. El segundo, acaecido
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en el seno de la sociedad europea, cuando las antiguas corporaciones
medievales terminaron de monopolizarse, y la empresa individualista
rompió con los valores cooperativistas del sistema económico feudal.16
En la Edad Media europea la economía se sustentaba en el princi-
pio de la solidaridad, dado que las corporaciones constituían una em-
presa cooperativa para bienestar de toda la comunidad. De hecho, las
riquezas materiales revestían una importancia secundaria, pues toda
actividad económica que no tuviera un fin moral carecía de sentido.
La búsqueda insaciable de bienes materiales no solo era mal vista, sino
que significaba cometer el pecado mortal de la avaricia. La propiedad,
por lo tanto, no tenía otra finalidad que servir a la felicidad de la co-
munidad. Aprehenderla como fin en sí misma habría sido considerada
una pretensión absolutamente irracional (Fromm, 2006). Al respecto
Tomas de Aquino escribía en su obra Summa theologica: “El hombre
debe poseer cosas externas no como propias sino como comunes, es
decir, debe estar dispuesto a comunicarlas a los demás en caso de que
las necesiten”. Era la lógica de los hombres y las mujeres medievales,
que en contraste con el raciocinio contemporáneo, a algunos puede pa-
recernos tan meritoria.
Sin embargo, cuando las corporaciones se fueron convirtiendo pau-
latinamente en empresas monopolísticas, el loable espíritu de la econo-
mía medieval degeneró en egoísmo. Los demás ya no fueron más sus
aliados en una empresa común; se habían vuelto sus competidores. La
solidaridad se remplazó por una actitud en la que la competencia y la
destrucción del otro para la consecución de fines individuales pasaron
a ser las racionalidades dominantes (Fromm, 2006). Gracias al ego ad-
quirido con la conquista de América, la mundialización del capitalismo
y la abolición de la corporación cooperativa, el nuevo “individuo” blan-
co europeo se estrenó por su egocentrismo apasionado y una voracidad
insaciable de poder y riqueza.17
No merece mayor análisis la aseveración de que con el neoliberalis-
mo mundial se finiquitó el proyecto del individualismo radical europeo
iniciado en el siglo xvi, en la medida en que lo que hoy vivimos es un
hipercapitalismo acompañado por un hiperindividualismo vertiginoso,

16
Otro hecho importante del siglo xvi que nos muestra el nacimiento de la noción
de “individuo” es la protesta luterana y calvinista contra la Iglesia medieval. Si bien,
desde el siglo xii ya existían tendencias de inconformidad hacia la institución, la rup-
tura protestante solo pudo darse en la medida que el concepto de “individuo” daba pie
a que la religión se concibiera como un asunto esencialmente personal desligado de los
ritos sacramentales y sacerdotales del catolicismo.
17
“¡Cosa maravillosa es el oro! –exclamaba Cristóbal Colón, quien es el primer hom-
bre moderno según Dussel (1994)–. Quien tiene oro es el dueño y señor de cuanto ape-
tece. Con oro hasta se hacen entrar las almas en el paraíso” (Hinkelammert, 2009: 108).
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utilizando los términos de Gilles Livopetsky (2006). En el siglo xxi im-
pera la maximización de los intereses individuales sobre los colectivos,
pues vivir en exclusiva para sí mismo significa ser más y no menos. El
valor afirmado es la codicia, ya que la meta final es tener y no ser, como
acertadamente asevera Eric Fromm (1978). De hecho, se es entre más
se tiene. El objetivo supremo es conseguir cada vez más bienes. Prima
el deseo de riqueza económica y el éxito se mide de acuerdo con la
cantidad de bienes materiales acumulados. Para Vivir Mejor hay que
tener más y más, pues la felicidad se define por la capacidad de ostentar
y consumir sin hastío. Adquirir, conservar y aumentar pertenencias son
los derechos por excelencia que deben ser afirmados,18 y los adinerados
son admirados como seres superiores, pues representan el patrón a ser
emulado.
Habría sido imposible que existiera el individualismo sin que antes
se creara el concepto de “individuo”, noción inexistente en la menta-
lidad de los hombres y las mujeres medievales. Al mismo tiempo que
surgió dicha significación, el nuevo individuo quedó solo, aislado y
completamente abandonado a sí mismo, quebrantando por completo
los vínculos que antes lo ataban a su comunidad (Fromm, 2006). Para
individualizarse, fue necesario diferenciarse de su medio, distinguirse
del entorno que lo rodeaba, lo que representaba distanciarse de la co-
lectividad a la cual pertenecía19 con el propósito de generar la creencia
perceptiva de su propia autonomía individual como sujeto autárquico.
Sin embargo, el costo que debió pagar no fue solo la soledad y el ais-
lamiento; la angustia producida fue transferida a la definición de su
propio “yo” en relación con la propiedad y con su capacidad de tener.
Su problema ontológico fundamental, la interrogación sobre el sentido
de su ser (Heidegger, 1971), lo solucionó por medio de la premisa: “soy
lo que tengo”. De manera simultánea, al liberarse de las cadenas que lo
amarraban a un orden dado de antemano desde su nacimiento, se vol-
vió dependiente de lo cósico, y se determinó estrictamente en torno a la
posesión de bienes materiales.

18
Desde John Locke en el siglo xviii el derecho individual fundamental es el de la
propiedad privada: “no es posible que Dios se propusiese que ese mundo permaneciera
siempre como una propiedad común y sin cultivar…” escribía. En consecuencia “… la
finalidad primordial –de la sociedad– es la defensa de la propiedad” (Locke, 1690 citado
por Hinkelammert, 2002).
19
El raciocinio del sentido de la vida en comunidad se aprecia a través de la siguiente
cita de Tomás de Aquino en el Comentario a la Ética nicomaquea: “Por naturaleza el
hombre está llamado a vivir en sociedad, pues necesita de muchas cosas imprescin-
dibles que él mismo no puede procurarse… No sólo no puede vivir, sino vivir bien…
–sin– las oportunidades que le brinda el contacto social” (citado por Randall, 1952).
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No obstante ocurrió una inversión. En cuanto la tenencia de los bie-
nes materiales se transformó en la definición constitutiva del ser mo-
derno, el sistema capitalista empezó a determinar sus actitudes y sus
aspiraciones individuales. El dinero dejó de ser un medio para satisfa-
cer el bienestar comunitario y se volvió un fin en sí mismo que dominó
con prontitud al individuo, y se transfiguró en amo y las personas en sus
esclavas; el dinero en sujeto y lo demás en objeto. El enunciado “dinero
como sujeto” no es una abstracción utilizada como adorno. Literalmente,
en el neoliberalismo contemporáneo y en la economía ortodoxa es un
sujeto con derechos: invulnerable es su libertad a incrementarse, a no
ser distorsionado en los mercados mundiales, o bien, a no ser deva-
luado o revaluado de manera exagerada frente a las divisas internacio-
nales. La política económica –y su máxima aspiración, el crecimiento
con estabilidad– está diseñada como el fin al que deben apuntar todos
los esfuerzos nacionales. Los derechos humanos y los de la Madre Tie-
rra están subordinados a los del capital, y no al contrario. No impor-
ta si un megaproyecto minero contamina las aguas, arrasa un bosque,
se implanta sobre terrenos sagrados de las comunidades o vulnera las
condiciones de salud y dignidad de sus trabajadores; todo eso es se-
cundario, son externalidades: costos necesarios para alcanzar la meta
del crecimiento. Por encima de la naturaleza, y sobre toda persona o
comunidad, priman los derechos de la economía capitalista.
Asimismo, el capital es sujeto porque controla a las personas desde
todas las perspectivas. Tiene poder sobre los que no satisfacen sus nece-
sidades básicas, en cuanto genera ingentes privaciones materiales y por
los efectos sicológicos que acompañan dicha situación, pero también
controla a quienes han superado dicho umbral, en la medida en que los
ha puesto al servicio del lucro como fin último de todas sus acciones.
Los individuos, por su parte, son objeto, debido a que el capital necesita
de su aislamiento, del individualismo, de la sed excesiva de acumulación,
del egoísmo, de la codicia, de la competencia, de la mercantilización de
lo que no es comercializable; en resumen, de la total objetivación y ena-
jenamiento de la humanidad frente a un instrumento que ella misma
inventó.
El mismo trabajo se convirtió definitivamente en un medio, un objeto
para Vivir Mejor y dejó de ser una finalidad en sí. No estoy diciendo
que dicha apreciación instrumental del trabajo fuera un asunto exclusi-
vamente moderno. Ya en el mito judeocristiano del Jardín del Edén se
aprecia la displicencia hacia el trabajo, pues según se sabe, Adán y Eva
vivían antes de cometer el pecado original en ocio perpetuo, y el castigo
que Dios les imputa por comer del fruto prohibido es justamente traba-
jar para “comer el pan con el sudor de su frente”. De la misma manera,
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por el lado griego, el Vivir Bien estaba relacionado con la actividad con-
templativa y el desarrollo del intelecto, mientras que el trabajo manual
era percibido como una actividad que rebajaba la condición humana y,
por ende, estaba destinado a las mujeres y los esclavos20 (Medina, 2008).
Lo que quiero expresar es que en la Edad Media europea el trabajo te-
nía la finalidad de alcanzar la vida eterna, el amor de Dios; pero en el
capitalismo, el trabajo se volvió enajenado, es decir, dejó de ser una ac-
tividad vital y constitutiva de los seres humanos para volverse un simple
medio de subsistencia. Se transformó en una acción ajena, externa a los
trabajadores, en la cual ya no se sienten afirmados o realizados, sino
negados, disgustados y mortificados (Marx, 1968). Un empleado ena-
jenado inconscientemente odia tanto a su jefe como a su trabajo, y solo
se siente en sí cuando sale de sus horas laborales. De hecho, si tuviera
el albedrío de decidir sobre si asiste o no a su empleo, aún recibiendo un
idéntico salario y sin riesgo de perderlo, resolvería no presentarse. La
expresión “tiempo libre” simboliza cómo el resto de su vida transcurre
en un “tiempo esclavo”.
No obstante, en sus horas extralaborales continúa enajenado. Se ale-
gra cuando puede matar el tiempo que ha ahorrado con tanto esfuer-
zo. En realidad, sigue siendo solitario, angustiado y dependiente de la
posesión de objetos físicos. Debido a que se ha definido a sí mismo en
función de la tenencia de lo cósico, la única manera de lograr un alivio
en su estado depresivo, es a partir del consumismo. Así, en las vitrinas
de los centros comerciales, en su automóvil o en su celular encuentra su
alma. Aunque solo ocurre momentáneamente, porque pronto el bien
consumido pierde su carácter satisfactorio, en cuanto no llena ni el
vacío interno, ni la soledad que se supone debería resolver (Fromm,
1978). Igual que en el síndrome de abstinencia, requiere consumir más
y más, para saciar el hecho de no encontrarse consigo mismo más allá
de lo que puede poseer. Sin duda, la expresión de este consumo des-
enfrenado como patrón de la racionalidad del Vivir Mejor en la cual
vive la mayor parte del mundo contemporáneo la encontramos en la
ruina ecológica durante la era de la supervivencia, pues hoy consumi-
mos como si en lugar de que viviéramos en un planeta existiera uno
y medio, y para satisfacer las supuestas necesidades impuestas por la
voracidad del capitalismo, harán falta dos, en el año 2030, y tres en el
2050 (wwf, 2010).
Muy similar a la maldición bíblica del edén, en los mitos helénicos de Prometeo y
Pandora, se esconde la enseñanza de que a los seres humanos no les queda más remedio
que aceptar el decreto de Zeus, en lo referente a que el sustento ya no se ofrecerá como
en la Edad de Oro, sino que en adelante se tendrá que trabajar para sobrevivir.
20
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A consecuencia de que el ser se ha determinado en relación con el
tener, el individuo se dirige hacia al mundo con la aspiración de poseer
y dominar. Es un fin que ya está fijado de antemano. Ha acompañado a
la humanidad capitalista desde la individualización de la sociedad oc-
cidental. En el mismo momento en el que apareció como “individuo”,
se definió ontológicamente por su capacidad de tener. En consecuencia,
la racionalidad concebida a partir del individuo, ha sido desde su mis-
mo nacimiento, una razón instrumentalizada. Con ello pretendo afirmar,
junto a Horkheimmer (2002), que es un tipo de pensamiento en el cual los
fines no son discutidos como tales, y en cambio se orienta a calcular los
medios más adecuados para alcanzarlos. Pero como poseer es el fin,
pues es la respuesta a la pregunta por el ser, el interés egoísta y la lucha
entre codiciosos, orientada a la consecución de bienes materiales, no
está puesta en cuestión. La meta es la acumulación, la rentabilidad y
la competitividad, y todos los medios están en función de lograr tales
objetivos. En cuanto no se reflexiona sobre dichos fines, cualquier ac-
ción que coadyuve a alcanzarlos con eficiencia resulta absolutamente
racional.
Sin embargo, desde la perspectiva de la supervivencia como especie,
dichas acciones resultan irracionales. Si el juicio se hace ya no en fun-
ción del tener, sino sobre la vida, encontraremos que la racionalidad
moderna a partir del individuo nos tiene en inminente riesgo de desa-
parición. Consumir sin cansancio, como si se viviera en más de un pla-
neta, desde el enfoque del tener acomete el fin mismo del ser. Pero si se
juzga con la lupa de la racionalidad en torno a la continuidad de la vida
humana sobre la Tierra deduciremos que es definitivamente irracio-
nal. Según el criterio neoliberal, las acciones que contribuyan a la libre
autorregulación del mercado son las deseables y racionales, aunque en
términos de supervivencia estén negando la posibilidad de la vida mis-
ma. La depredación de la Madre Tierra ha sido el resultado de la razón
instrumental, porque el fin más importante, el de la vida, nunca ha sido
considerado con seriedad (Hinkelammert, 2002).
***
Para llegar a tal irracionalidad ha sido necesaria la construcción de di-
versas ideologías que legitiman las bondades de la razón instrumenta-
lizada. Según reinterpreto a partir de las conclusiones de Weber (1981),
el capitalismo se sustentó en la estructura simbólica de la ética puritana
burguesa como marco de significación para justificar las acciones in-
dividualistas en el capitalismo del siglo xvi. Efectivamente, luego de
la Reforma calvinista y luterana, se empezó a afirmar que a Dios se le
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servía mejor en las actividades comerciales y en la búsqueda de bienes
propios, que en los dogmas de fe enseñados por la religión católica me-
dieval. En otros términos, se generó la creencia perceptiva de “hacer
ver” los negocios y la codicia como instancias de salvación humana.
Para los puritanos, el mayor deber cristiano consistía en sacar el mayor
partido posible a las capacidades que Dios les había dado a hombres y
mujeres. Aspirar a conseguir cosas ya no se consideraría más peligroso
para la convivencia humana al igual que en la Edad Media; antes bien,
la prosperidad material ahora sería un signo de favor divino y la codicia
sería un acto aplaudido en el cielo.
La legitimación final de tal ideología encontró descanso en la doc-
trina del libre mercado de Adam Smith, quien sostenía que el egoísmo
y la avaricia no son ambiciones nocivas, por el contrario, el conjunto
de las acciones individuales, en las cuales cada persona está motiva-
da por su propio interés, producen bienestar y felicidad para toda la
comunidad.21 Según tal ideología, en el mercado hay una especie de
automatismo, una “mano invisible”, que conlleva al bien público. Con
Smith pretender Vivir Mejor que otros ya no será nunca más una ambi-
ción egoísta; por el contrario, será una aspiración portadora del interés
general. El mercado, con la ideología protestante y luego con la escuela
de la economía liberal se “hace ver” como un medio para amar al pró-
jimo. Incluso: “amor al dinero y amor al prójimo llegan a ser lo mismo”
(Hinkelammert, 2009:111). El empresario no tendrá más problemas de
conciencia por explotar al otro, ha encontrado la excusa para pensar
que es servidor, da trabajo, impulsa el crecimiento nacional y sirve al
interés general.
Una segunda ideología que inventó la modernidad durante los si-
glos xvii y xviii para legitimar la razón instrumental fue la libertad,
con el fin de hacer el costo del ejercicio de poder lo más bajo posible.
Consistió en sustituir las antiguas tácticas feudales de servicio mutuo
por nuevos dispositivos de sometimiento como las disciplinas, según
se señaló en el capítulo anterior. Así, la libertad fue concebida para ser
una novedosa estrategia de dominación, pues todos nacemos libres, de
acuerdo con la democracia liberal, pero desde muy temprano en las
instituciones, se somete a los cuerpos mediante el control de las ideas,
para fabricar individuos dóciles y útiles dentro de la lógica del sistema
capitalista (Foucault, 2009). Por otro lado, la libertad no existió tampo-
co, por cuanto el individuo emergió dependiente y autodefinido por su

Así lo afirma Smith (1979:612): “Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la
justicia, debe quedar en perfecta libertad para perseguir su propio interés como le plaz-
ca, dirigiendo su actividad e invirtiendo sus capitales en concurrencia con cualquier
otro individuo o categoría de personas”.
21
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capacidad de tener. Encadenado desde el principio, su aparente libertad
hoy se restringe a elegir entre marcas en una tienda, a escoger entre un
amo u otro, y a decidir entre un trabajo enajenado –si se tiene la suerte
de encontrarlo– o morir de hambre. Sin embargo, al decir de Marcu-
se (1986), la libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los
esclavos, y seleccionar libremente entre una amplia variedad de bienes
y servicios no significa libertad, si en la orientación hacia ellos se per-
petúa la alienación. De forma clara en el neoliberalismo la libertad es
disfrutada por el mercado y el dinero como sujetos dignos de derechos,
mientras que la humanidad está domesticada para que acepte vivir con-
trolada por las fuerzas de las relaciones económicas capitalistas.
La sujeción del ser humano consiste en existir como un instrumento,
como un objeto, un simple medio para servir a fines económicos. Su vida
entera la dedica al cumplimiento de la función acumulativa en cuanto
las disciplinas e ideologías han aumentado la docilidad y utilidad de las
personas para ser vulgares elementos del sistema. Pese a ello, la repre-
sentación simbólica de la realidad consigue que las personas se auto-
perciban como sujetos libres, consideren a sus acciones motivadas por
intereses personales, crean que su destino está a merced de la diligencia
de sus propios esfuerzos, méritos y trabajo, y que sus existencias trans-
curren insertas en sociedades democráticas. Por el contrario, sus vidas
lejos de ser libres, están dedicadas a intereses que no son suyos; son tan
solo instrumentos sentenciados a servir a los propósitos del engranaje
capitalista. Por supuesto, no hay obligaciones o prohibiciones. Debido a
que la cultura occidental ha definido la individualidad del ser en torno
al tener, la mejor manera de sometimiento es facilitar la adquisición
de bienes suntuarios, tecnológicos, lujos y comodidades. A cambio, los
individuos no sólo venden su trabajo –cuando pueden conseguirlo–,
sino también su “tiempo libre”, sus valores, su conciencia. Por aspirar a
Vivir Mejor, el individuo ofrece en compensación el control total sobre
su propia vida (Marcuse, 1983).
Sin duda, el dispositivo más fuerte de dominación es lograr que la
servidumbre sea agradable e incluso imperceptible. Que el sometimien-
to no se aplique a los individuos, sino que los invada, pase por ellos, y se
apoye sobre ellos (Foucault, 2009). En el capitalismo esto se consigue al
lograr que las necesidades de consumo para la vida parezcan genuinas
y autónomas. El adoctrinamiento se logra con el uso de la publicidad y
mediante la creación de valores y requerimientos, los cuales finalmente
alcanzan su cometido con la coacción social y la promesa suprema de
Vivir Mejor, lo que significa una vida mejor a la de hoy, pero también
mejor a la de los demás. La razón instrumental se apoya en la instau-
ración de necesidades y valores, sin los cuales sería imposible sostener
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el sistema de dominio. Me refiero a la necesidad de competencia, del
éxito económico, del derroche, del hiperconsumismo, de la negación de
la necesidad de conformidad. Gracias a los mecanismos mencionados
las personas se esclavizan no solo en el trabajo, sino que en su “tiempo
libre” de manera inconsciente buscan continuar enajenadas a las lógicas
del orden capitalista.
Una tercera ideología cuyo contenido permitió legitimar la razón
instrumentalizada fue la noción de igualdad, premisa que desde John
Locke predicaba el hecho que la naturaleza humana era en sus fun-
damentos siempre y en todos lugares la misma, y en consecuencia, lo
bueno en Europa del mismo modo lo sería en cada rincón del plane-
ta (Randall, 1952). Efectivamente, en la medida que el varón blanco y
europeo se había encumbrado a sí mismo como el único sujeto sobre
la faz de la Tierra, eso también significaba que se erigiría en mode-
lo y paradigma de lo humano. Dicho de otra manera: el parámetro de
comparación para establecer la humanidad de alguien se fijaría, a partir
de la modernidad, de acuerdo con la semejanza fenotípica y cultural
europea. El raciocinio por tanto consistía en predicar la igualdad de to-
das las personas siempre y cuando fueran semejantes al paradigma del
“hombre blanco”. Bajo tal perspectiva, las mujeres, los “indios”, “negros”
o “amarillos”, no serían completamente humanos en cuanto no cumpli-
rían con el estereotipo fijado de antemano. Resulta “coincidente” que el
siglo xviii inventor de la igualdad, creara al mismo tiempo la ideología
del racismo, representación simbólica de la realidad con la cual se logró
“hacer ver” que el criterio de la “humanidad completa” se determinaba
entre más claro fuera el color de la piel. Con ella, se trató de generar una
división racial en la geopolítica del planeta, para legitimar las relaciones
de dominación del centro hacia su periferia durante la mundialización
del capitalismo como evento fundador de la modernidad (Maldonado,
2007).
En cuanto a las mujeres, la modernidad culminó de efectuar la divi-
sión genérica del trabajo, en la medida en que las labores productivas
y asalariadas se convirtieron en tareas destinadas para el varón adulto,
mientras que los trabajos domésticos y reproductivos, llamados por el
patriarcado “improductivos”, fueron trasladados de modo definitivo a las
mujeres (Wallerstein, 1988). No estoy diciendo que la división del trabajo
por géneros fuera un invento del capitalismo; lo nuevo en la Edad Mo-
derna es su valoración en torno a su capacidad del tener, del conseguir
y acumular. El trabajo históricamente relegado al género femenino con
el capitalismo fue en definitiva devaluado al máximo, y en contraste, el
ejecutado por los hombres fue realzado como el trabajo en verdad au-
téntico. Si con la modernidad el ser se relacionó de manera estrecha con
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su capacidad del tener, el mayor mecanismo de dominación intergené-
rico consistió en despreciar las actividades cotidianas ejecutadas por las
mujeres, y así legitimar el discurso masculinista según el cual ellos re-
presentan el único sujeto que en realidad es, en cuanto encarna la figura
del proveedor, y en consecuencia solo los varones pueden distinguirse
como iguales entre sí.
Toda vez que el criterio moderno para definir al ser se basó exclusi-
vamente en el tener, resultaba por completo previsible que la sociedad
fuera clasificada alrededor de las características diferenciales de riqueza
y pobreza, y así surgiera la noción de la “clase social”. El enfoque de la
“clasificación” fue fundado por Saint-Simon y después fue apropiado y
desarrollado por Marx y el ulterior materialismo histórico. Tal ideolo-
gía perpetuó la racionalidad en virtud de la cual la gente es “portadora”
de una determinada estructura de clase, por lo que debería actuar en
consecuencia con ella; todos sus comportamientos, preferencias, inten-
ciones y acciones, y en definitiva “su conciencia”, se obligarían respon-
der a la clase social a la cual se pertenecía (Quijano, 2000b). Como su
nombre lo indica, el materialismo es un sistema teórico sustentado en
el análisis de poder de acuerdo con el enfoque de las diferencias socia-
les en torno a lo material. El problema de dicha apreciación radica en
el hecho de aprehender la igualdad en relación con la posesión de las
objetos; es decir, el presupuesto de que para ser iguales cada cosa debe
ser repartida exactamente igual entre todos los individuos de una co-
lectividad, lo que en definitiva demuestra que su propia definición del
ser sigue enraizada a la orientación del tener (Fromm, 1978). Ellos mis-
mos equiparan la felicidad a la acumulación de bienes físicos y riqueza
económica. No quiero negar con ello las carencias de una parte signi-
ficativa de la población mundial, es solo que en la misma definición
del Vivir Mejor, reafirmada por la idea de la “clase social”, la miseria es
concebida de manera exclusiva como un asunto de distribución de lo
cósico. Tácitamente el fetiche economicista acepta que la única manera
como se logra vivir bien y en igualdad, es por medio de la consecución
y la posesión de bienes materiales.
Como en el racismo, en donde la superioridad se evaluó de acuerdo
con el paradigma “blancura de la piel”, la supremacía en el discurso
del clasismo se conceptuó con el patrón “clase social”. Hoy por hoy, la
comparación de las personas se hace en estricta correspondencia con
la propiedad de lo monetario. En la pirámide social se “hace ver” que
“arriba” se encuentran los adinerados, mientras que “abajo” coexisten
los inferiores: “la clase baja”, según se le denomina. Con tal representa-
ción simbólica de la realidad, hay unos en la cima que son admirados
y representan el camino a transitar, pues son quienes tienen, ostentan y
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consumen; mientras en el otro extremo, se encuentran los descamisa-
dos, pauperizados y oprimidos. Por su parte, en el “medio” se halla una
clase que desprecia a los de “abajo”, pues pretende romper finalmente
las cadenas que los ata a sus orígenes, pero al mismo tiempo permanece
en constante genuflexión y en reverencia frente a sus ídolos adinerados.
Lo anterior no implica desconocer las vergonzosas asimetrías econó-
micas entre los distintos grupos poblacionales o las brechas entre las
diferentes naciones del mundo. Lo que se pretende subrayar es que al
delimitar a las sociedades exclusivamente por la distribución de su “ri-
queza” económica, se está reproduciendo la ideología del Vivir Mejor,
con la cual se hace percibir que la esencia del ser no encuentra otro
resquicio de existencia más allá del tener. Tampoco se preconiza el es-
toicismo o una vida monástica como salida a los atolladeros en los que
nos tiene sumidos el capitalismo, pues el problema no es la propiedad
privada, sino nuestra autodefinición ontológica en torno a lo material;
el hecho de que las cosas determinen todas nuestras relaciones, inten-
ciones, acciones y valores. Alrededor de tal percepción se construyen
instrumentos poderosos de dominación, enmascarados bajo la igualdad
legal promulgada en las constituciones de las democracias liberales, pero
que necesariamente se acompañan de las ideologías del racismo, el pa-
triarcado, o el clasismo, como mecanismos para legitimar la razón ins-
trumental.
Asimismo, desde su origen, tras la ideología de la igualdad se escondía
la pretensión de legitimar la dominación de Europa sobre sus colonias
durante la Edad Moderna. Si lo bueno en Inglaterra, Portugal, España
o cualquier país del continente europeo, era lo deseable en cualquier
otra latitud, según pensaban los hombres modernos, entonces la do-
minación sobre sus colonias ya no sería más una acción inicua; por
el contrario, sería una ayuda para que otras culturas salgan de su bar-
barie, una acción pedagógica para que ya no sean más “infantiles”, se
“desarrollen”, alcancen la adultez propia de acuerdo al paradigma de la
civilización europea, y se eleven a la categoría de lo humano (Dussel,
1994). Luego de la segunda posguerra en el siglo xx, una idéntica ra-
cionalidad fue aplicada con el discurso del “Tercer Mundo”, cuando los
países occidentales pretendieron reproducir los rasgos característicos
de las “sociedades avanzadas” en el resto del mundo y generar las su-
puestas condiciones indispensables para la prosperidad y el progreso
económico mundial. Tal discurso universalista, como en la conquis-
ta de América, facilitó el dominio hegemónico de Occidente por medio
de una construcción ideológica en la que nadie podía poner en duda
el hecho mismo del desarrollo y su necesidad. Asimismo, produjo un
modo permisible de ser, al mismo tiempo que descalificaba, e incluso
88!”#$%#&’!”()*!%!#%#$%#”(%#!”#$%#+,-”(.*.”)/*%
imposibilitaba otras formas de autodeterminación (Escobar, 1998). La
razón instrumentalizada mediante la ideología de la igualdad pretendió
que todas las naciones tuvieran el prototipo de sociedad de los países
adinerados, pues es el único modelo a ser imitado. Las culturas que
no lo hacen son inferiores, viven en un mundo de tercera, atrasado y
espurio en comparación con los niveles de buena vida de las sociedades
industrializadas.
Sin duda, tal ideología enmascara la necesidad de que el mercado se
expanda constantemente como requisito ineluctable para que el capita-
lismo pueda sustentarse, según descubrió Marx primero en el Manifiesto
Comunista y luego en su obra El Capital. Lo anterior ocurre porque el
sistema tiende a crear más excedentes de lo que el mismo consumo
puede absorber. Es esta la razón por la cual las recurrentes crisis econó-
micas mundiales22 se generan por una sobreproducción acompañada de
subconsumo, y en derivación, el mecanismo usado para huir de ellas, es
la ampliación permanente de los mercados de las naciones periféricas.
Sin embargo, como la contradicción interna reside en la baja demanda
de los productos elaborados por las naciones del centro, es indispen-
sable la elaboración de discursos de verdad predicadores de un Vivir
Mejor en los países periféricos, con el propósito de que consuman sus
bienes con voracidad, y el capitalismo escape constantemente de las cri-
sis inherentes al modelo. El discurso del desarrollo resulta un medio
idóneo para generar la creencia perceptiva de que se vive en un entorno
atrasado y resulta obligado desplegar los dispositivos necesarios para
alcanzar a las naciones industrializadas del “Primer Mundo”, y adquirir
finalmente sus capacidades de consumo.
Según se explicó en el capítulo anterior, la idea del desarrollo fue to-
mada de la biología y del proceso de crecimiento de los organismos
vivos. Sin embargo, no habría podido comprenderse y convertirse en
un dogma como lo es en la actualidad, si no se hubiera sustentado en el
concepto del progreso, cuarta ideología involucrada en la legitimación
de la razón instrumental.
Progresar, de acuerdo con Heidegger (2000), significa marchar más
allá de ese lugar. Consiste en una representación simbólica, que si bien
ha acompañado a la civilización occidental por más de tres mil años,
durante la Edad Moderna ha sido el axioma dominante con el cual se
ha generado la certeza de que el mundo prospera hacia un destino cada
vez mejor. Tal ideología sostiene que la humanidad ha avanzado y se ha
perfeccionado con respecto al pasado, y recorre una tendencia lineal

Hago alusión a las crisis de los años 1857, 1864-1866, 1873-1877, 1890-1893, 1900,
1907, 1913, 1920-1922, 1929-1932, 1977, 1987, 1991, 1997 y 2008 (Bartra, 2009).
22
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hacia estadios cada vez más elevados de conocimiento y cultura.23 El
discurso dice que ha habido un proceso civilizatorio que ha ocurrido y
continuará sucediendo, mediante una evolución que tiene sus orígenes
en sociedades bárbaras y primitivas y se dirige hacia unos niveles de
perfección cada vez más altos (Nisbet, 1981). No es que sea una acción
realizada gracias al esfuerzo humano, es un proceso natural e inevitable.
La percepción de la naturalidad del progreso fue respaldada con la
publicación de la obra El origen de las especies de Charles Darwin en
1859, cuyo contenido consumaba las creencias de evolución, cambio,
crecimiento y desarrollo, las cuales se habían vuelto hegemónicas du-
rante la Ilustración del siglo xviii. Pero además, las tesis darwinianas
de la selección natural, confirmaban los preceptos del capitalismo en el
ámbito biológico; es decir, constataban la permanente competencia en
la naturaleza, la ineludible lucha por la existencia y la supervivencia de
los más aptos. Así como en los ecosistemas primaban tales principios,
en la sociedad –pensaban los darwinistas–, la guerra entre individuos
codiciosos sería la principal arma de la evolución social, y la competen-
cia sería un instrumento mucho más eficaz que la cooperación entre las
personas. El origen de las especies legitimaba no solo el progreso como
guía orientadora de la conducta humana, sino también las lógicas del
capitalismo como inmanentes al orden natural.
Además, Darwin (2009:461) daba las bases para sustentar el hecho
de la continua evolución de todas las especies biológicas, incluida la
humana, con la que se daba piso certero al culto hacia el futuro:
…podemos estar seguros de que jamás se ha interrumpido la sucesión or-
dinaria por generación –escribía– y de que ningún cataclismo ha desolado
el mundo entero; por tanto, podemos contar, con alguna confianza, con un
porvenir seguro de gran duración. Y como la selección natural obra sola-
mente mediante el bien y para el bien de cada ser, todos los dones intelectua-
les y corporales tenderán a progresar hacia la perfección.
Vemos pues que el progreso se convierte en una creencia perceptiva, en
virtud de la cual se genera la convicción de que el cambio hacia lo mejor
se acelera, y se abre hacia el futuro un destino superior al presente.
Aunque el progreso se hubiera transformado en la premisa dominante
en la modernidad, hay que remontar la concepción lineal, unidireccio-

Así lo afirmaba Herbert Spencer, defensor de la doctrina evolucionista en el siglo
xviii: “Es cierto que el hombre debe llegar a ser perfecto… El último desarrollo del
hombre ideal es seguro, tan seguro como cualquier otra conclusión en que descanse la
fe implícita; por ejemplo, que todos los hombres morirán… El poderoso movimiento
siempre avanza hacia la perfección, hacia el desarrollo completo y un bien más puro”
(citado por Randall, 1952: 453).
23
90!”#$%#&’!”()*!%!#%#$%#”(%#!”#$%#+,-”(.*.”)/*%

nal, irreversible y progresiva del tiempo –lo que Heidegger llama el tiem-
po vulgar–, al impacto de la tradición judeocristiana en Occidente. Los
semitas pensaban que el tiempo avanzaba desde un punto inicial, fincado
en la Creación divina, y avanzaba inexorablemente hacia un lejano y
glorioso punto final, de acuerdo con el plan trazado por la Providencia
(Nisbet, 1981). Con tal predominio de la percepción lineal del tiem-
po, se expresa un optimismo por el cual cada presente abre una época
totalmente nueva y la historia transcurre en un proceso de evolución
permanente. Dichos preceptos evocan una imagen de un futuro prós-
pero, venturoso, radiante y, en definitiva, un por-venir en donde se
podrá Vivir Mejor que en cualquier tiempo vigente y pasado. El in-
conveniente de lo anterior es que la imagen de un Vivir Mejor conlleva
al aplazamiento permanente del bien-estar; a una incesante y sucesiva
prórroga de la felicidad para el futuro. Equivale a la crítica de la utopía
hecha en el capítulo precedente, ya que ubicar la felicidad adelante de
la línea unidireccional y evolutiva del tiempo es predestinarla a su total
imposibilidad, pues entre más se intente acercarse hacia ella, en la mis-
ma proporción se alejará el horizonte prometido.
Debido a que el discurso del progreso ha advertido acerca de la pre-
destinación natural de una existencia más placentera en el porvenir, la
disposición derivada es orientarse permanentemente hacia el futuro y a
descontar la felicidad en el presente para ubicarla siempre más adelante.
Así, la creencia en el progreso da sentido a la acumulación del tiempo,
pues ofrece la certeza de su utilización efectiva en la posteridad. Para
ello la imaginación refiere a la abundancia, la opulencia, las comodida-
des y la riqueza económica, de acuerdo con el principio del Vivir Mejor
hedonista de la modernidad consumista. Gracias a las imágenes de una
vida mejor a la presente, la acumulación de todas las cosas cobra senti-
do, es posible explicar el enajenamiento cotidiano de la gente como un
mal necesario para “salir adelante”, y resulta razonable economizar el
tiempo y atesorarlo de manera útil.
Además con la idea del progreso moderno, los discursos sobre el desa-
rrollo, el avance y todos los pensamientos relacionados con el Vivir Mejor,
encuentran seguridad en su significación. Se convierten en dogmas que
no pueden ponerse en duda. Se vuelven fines en sí mismos que no de-
ben discutirse sino buscar los medios más adecuados para alcanzarlos. La
meta final del desarrollo no está puesta en cuestión. Lo que se debate son
los “modelos” encaminados a conseguir dicho objetivo. Y bajo tal pers-
pectiva, los proyectos políticos desarrollistas cuando llegan a las comuni-
dades del “Tercer Mundo” les “hacen ver” las supuestas condiciones de
atraso en que viven, y el camino al progreso para Vivir Mejor y aseme-
jarse a un patrón fijado de antemano. Con los discursos del desarrollo se
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generan necesidades de consumo inexistentes, las cuales esconden, en
el fondo, el afán de ampliar los mercados y huir ante las crisis de sobre-
producción y subconsumo inherentes al sistema económico capitalista.
En síntesis, las ideologías sobre las bondades de la codicia individua-
lista, la supuesta libertad de las democracias modernas, la necesidad de
adquirir la igualdad entre todos, y la naturalidad del progreso, constitu-
yen discursos de verdad que buscan, por un lado, legitimar la raciona-
lidad del capitalismo referente a una imagen de un Vivir Mejor; y por
el otro, servir como marcos de integración para orientar la conducta
colectiva en las sociedades contemporáneas.
Luego de haber priorizado algunos simbolismos estratégicos para
sustentar el statu quo vigente, y después de describir muy brevemente
la lucha de fuerzas en donde se produjeron sus respectivos significados,
ahora se planteará la dificultad de romper con ellos y emanciparnos del
sistema construido. Según recordaremos, la ideología en su función de
integración suministra una guía, una especie de mapa para que la colec-
tividad actúe con cierto grado de significación y se resista a cualquier
tipo de cambio gracias a la seguridad que le genera sentir un determi-
nado orden como propio. Las ideologías mencionadas, vistas por me-
dio de la integración, sirven para que la gente no necesite buscar nuevas
soluciones a sus problemas pragmáticos, en cuanto la explicación es
satisfactoria de acuerdo con sus requerimientos cotidianos. Es éste el
debate con el cual se finalizará el segundo capítulo.

La disyuntiva existencial de la era de la supervivencia

Abandonar los símbolos de la cultura moderna es un asunto en rea-
lidad complicado. Si los mapas orientadores, aunque mal, continúan
funcionando, no existirá interés alguno de explorar otras posibilidades.
En otros términos, si todos los días buscáramos los zapatos debajo de
la cama y ahí los encontráramos un día tras otro, no habría razón para
buscarlos en el armario. Solo cuando los zapatos ya no estén en el sitio
donde siempre los habíamos hallado, solo entonces, tendría sentido bus-
carlos en otro lugar. Quizá la anterior analogía no sea la más afortunada,
pues no es que las representaciones simbólicas dejen de funcionar de un
momento a otro –como en el caso de los zapatos perdidos–, sino que
pararán de actuar dentro de un proceso relativamente largo. El proble-
ma radica en que las significaciones modernas aún siguen ofreciendo
respuestas para la acción práctica, y en consecuencia hay una marcada
92!”#$%#&’!”()*!%!#%#$%#”(%#!”#$%#+,-”(.*.”)/*%
resistencia para buscar los zapatos en el armario, es decir, para pensar
en una vida más allá del capitalismo y otras maneras de autorregulación
social.
De acuerdo con lo dicho en la sección precedente la fórmula en la
vida cotidiana es sencilla: si las representaciones que usamos sirven
para explicarnos el mundo, no necesitamos de nuevos esclarecimien-
tos. De ahí la dificultad de transformar nuestras creencias perceptivas
recibidas del pasado. No es un asunto de conciencia, o de cambio ético
por el “deber ser”, como plantean muchos pensadores. Es obvio que las
razones morales no son suficientes. Creo con Bourdieu, que es mejor
analizar la conducta humana bajo la perspectiva del interés y la moti-
vación para conseguir una determinada meta. En tal orden de ideas, los
mapas de representación simbólica no cambiarán si no hay un interés
real para elaborar nuevas explicaciones de una realidad problemática.
La racionalidad constituida en la modernidad capitalista no será re-ela-
borada si no fallan todas las recetas que guían la acción humana y si no
hay estímulos concretos para producir sociedades alternativas.
Además, como se mencionó en el capítulo anterior, solo podemos
hablar de crisis cuando la misma colectividad percibe como riesgosa
una determinada situación y siente amenazada su integridad social. Por
tanto, el interés de jubilar al capitalismo solo podrá darse cuando real-
mente se sienta la inquebrantable necesidad de hacerlo para sobrevivir,
cuando la humanidad advierta el inminente riesgo de la desaparición
de su especie. El dilema consiste en que los desastres ambientales advie-
nen con mucha mayor rapidez respecto de la velocidad de las socieda-
des para reaccionar y “buscar los zapatos en otro lado”.
En efecto, las inundaciones cada vez más frecuentes, los incendios
forestales, el aumento de la extensión de los desiertos, las sequías, la
extinción masiva de la biodiversidad, la deforestación, las hambrunas
de los pueblos menos adinerados y el incremento de los precios de los
alimentos, el despojo, el acaparamiento de la tierra, los conflictos béli-
cos, las revueltas por la falta de empleo, la inestabilidad política, el éxo-
do de cientos de miles de personas, las epidemias por falta de acceso
al agua potable, la crisis energética, entre otras, son aprehendidas por
la población general como problemas independientes que pueden so-
lucionarse con la adecuación del sistema, y no como síntomas de una
enfermedad sistémica y estructural que nos anuncia el fin de la mo-
dernidad capitalista y el emplazamiento a transformar radicalmente la
sociedad construida. Nos resistimos a aceptar que estamos asistiendo
al fin de una era, porque las ideologías, en su función de integración,
aun nos suministran algunas imágenes orientadoras para nuestro ac-
tuar cotidiano.
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Sin embargo, pese a la falta de reconocimiento de que nos encontra-
mos inmersos en una gran crisis civilizatoria como totalidad sistémica,
la degradación ambiental está anunciando, desde hace tiempo, los lími-
tes naturales del capitalismo. Y es este el aspecto nuevo de la crisis en la
era de la supervivencia. No se trata de una falla coyuntural del modelo
que pueda apelar a la sorprendente flexibilidad del capitalismo para ade-
cuarse a un entorno cambiante, sino del hecho de haber traspasado las
fronteras ambientales. Me refiero a la segunda contradicción del capital
consistente en que la aparente eficacia de producir siempre más, es logra-
da a costa de la destrucción de la naturaleza, de la desestabilización de
los equilibrios ecológicos, de la sobreexplotación de los ecosistemas,
de la pérdida de la fertilidad de los suelos, y de la ruina ambiental en
general. Es decir, pretender incrementar la productividad, paradójica-
mente socava las mismas fuentes del proceso productivo y conlleva a la
catástrofe del sistema entero (Leff, 1998). Pero a diferencia de la primera
contradicción, la cual es evadida con la ampliación permanente de los
mercados de las naciones periféricas o mediante la “acumulación por
desposesión” (Harvey, 2005) según será explicado más adelante, la deba-
cle ambiental es imposible de eludir, pues emerge como un desequilibrio
global ajeno a los arreglos que pueda efectuar el mismo sistema.
Según sostiene Armando Bartra (2010a), a diferencia de las crisis
económicas ocasionadas por la sobreabundancia y subconsumo que
aquejan de manera recurrente al capitalismo por su incapacidad de ab-
sorber sus excedentes productivos, la crisis civilizatoria contemporánea
–llamada en esta investigación la era de la supervivencia–, es una crisis
ecológica de escasez global y no de abundancia. Obedece a la segunda
contradicción del capital, expresada por los límites impuestos por la
naturaleza al actual sistema societal.
Un ejemplo esclarecedor lo podemos observar en la sustitución de
exuberantes bosques tropicales por vastos sembradíos de palma afri-
cana para la producción de biocombustibles y aceite en Indonesia. Esta
nación, a partir de la última década del siglo xx, ha devastado cada año
1.3 millones de hectáreas de selva tropical y ha liberado al ambiente
mil 800 millones de toneladas de gases con efecto invernadero, caso
ilustrador de las lógicas capitalistas para buscar alternativas energéticas
ante el agotamiento de las fuentes fósiles como el carbón o el petróleo.
Sin embargo, la tala indiscriminada de bosques para remplazarlos por
uniformados monocultivos ha sido generada por la colosal demanda
energética de la sociedad capitalista la cual ha empleado en el último
siglo más energía que en todo el resto de la historia de la humanidad
(iea, 2006). La búsqueda presurosa de biocombustibles ha sido la res-
puesta inmediata ante el desespero del capitalismo para suplir la
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demanda energética desenfrenada de su sistema industrial. Sin embar-
go, ante la solicitud de producir siempre más para una sociedad opulen-
ta y dependiente de energía, el mismo capital termina autodestruyendo
las fuentes de su misma riqueza: el ser humano y la naturaleza, como
ya predecía Marx hace siglo y medio. Esto es así porque además de la
debacle ecológica generada por la inconmensurable sevicia a la que es
capaz de conducir la codicia capitalista, la producción de carburantes
es responsable de la tercera parte del aumento del precio global de los
alimentos, ocasionada por la competencia por el uso de la tierra.
Las grandes extensiones sembradas con palma africana en sustitución
de la selva tropical, representan uno de los casos más extremos a los que
la humanidad ha llegado en su proceso de separación de la naturaleza,
en una prisa utilitarista asistida por la técnica como medio instrumen-
tal para el rompimiento del equilibrio ecológico. El ejemplo anterior
también pone de manifiesto que nos encontramos ante una crisis de
escasez global: escasez de fuentes fósiles de energía, escasez de tierras y
aguas por la cual compiten bioenergéticos y que producen competencia
por los alimentos, escasez para satisfacer las necesidades materiales de
toda la población, y escasez para mantener el nivel de vida de las nacio-
nes industrializadas. Sin embargo, la escasez en el corto plazo, es fuente
de acaparamiento y especulación, por lo que constituye un excelente
negocio generador de ganancias extraordinarias (Bartra, 2010a) como
lo demuestra el dinamismo del aceite de palma africana. Las tasas de ga-
nancia aumentan en la misma medida en que el futuro de la humanidad
se destruye (Hinkelammert, 2009) y nos pone ante la disyuntiva de nues-
tra propia supervivencia en el planeta.
Se trata un periodo histórico en el cual las ideologías ofrecen cada
vez menos orientación, pero todavía siguen guiando el actuar cotidiano
y creando resistencia para efectuar los cambios requeridos. Es por ello
que es una crisis de la civilización. El punto de inflexión que definirá su
recuperación o su suicidio final. No es una crisis de la modernidad. Ella
ya no puede salvarse. Su mayor auge durante el neoliberalismo es justa-
mente la causa de su deceso. Con todo, asistimos a un tránsito de época
que en términos de nuestra vida puede parecernos largo en exceso, pero
a la luz de la historia está adviniendo de manera vertiginosa, pues la
naturaleza ya puso los límites a la insostenible sociedad construida.
Los defensores de la modernidad como proyecto inacabado argumen-
tarían en contra de la anterior declaración, que si bien coinciden en que
hay muchos efectos perversos que habría que corregir, ellos podrían so-
lucionarse sin salir de la modernidad. Es más, señalarían que solo es po-
sible remediarlos con los recursos modernos. Mencionarían además que
solo mediante un acuerdo argumentativo y un consenso universalizable
95!”#$%&’()*’%+)$#(,!
podremos evitar la extinción de nuestra especie. Asimismo, dirían que
es precisamente por la ciencia moderna y toda la información que ella
nos ha suministrado que podemos ahora acordar acciones guiadas por
nuevos principios éticos.
Para el punto del “acuerdo argumentativo”, respondería que un ver-
dadero diálogo implicaría una interlocución equitativa con formas no
occidentales de conocimiento, lo cual es justamente lo que la visión
eurocentrista no incluye dentro de sus interpretaciones de la moder-
nidad.24 Además considero que ese diálogo no implica la necesidad del
“mejor argumento” como mecanismo uniformador del consenso; antes
bien, significa la apertura hacia la pluralidad y creatividad epistémica
de culturas locales que no pueden ser calcadas o copiadas, sino valo-
radas desde la diversidad. Otro punto a resaltar, advertido por Patri-
cia Noguera (2004:63), es que ese supuesto consenso sería acordado
únicamente entre seres humanos, excluyendo de la nueva ética a otros
interlocutores válidos “que nos hablan, que debemos escuchar y no po-
demos ignorar: los ecosistemas, la tierra, el universo”.25
No obstante, hay que considerar la tesis habermasiana de que tam-
bién se necesitan soluciones universalizables, puesto que no serán su-
ficientes acciones realizadas por territorios específicos o por naciones
periféricas. Un ejemplo de ello es el proyecto de Declaración Universal
de los Derechos de la Madre Tierra, el cual se discutirá con detalle en el
siguiente capítulo. De modo que la cuestión se entiende por ambas vías:
por un lado, en reconocer la variedad de racionalidades que subsisten
a contracorriente del capitalismo globalizado, respetando su autodeter-
minación, sin pretender trasladarlas o reproducirlas como imitación a
otros espacios; pero por el otro, será necesario escuchar y aprender de
su sabiduría para encontrar soluciones alternativas que deben ser con-
sensuadas a escala global.
De otro lado, en lo referente al punto de la ciencia y técnica moder-
na, la crítica en este trabajo se enfoca, precisamente, a que la discu-
sión sobre la salida a la crisis ambiental se centre en exclusiva en la

24
Boaventura de Sousa Santos (2010:40) cita una entrevista a Habermas publicada
en 1985, por Perry Anderson y Peter Dews, en la cual al ser interrogado sobre si su
teoría de la acción comunicativa “podría ser útil a la fuerzas progresistas del Tercer
Mundo, y si tales fuerzas podrían ser útiles a las luchas del socialismo democrático en
los países desarrollados, Habermas contestó: ‘Estoy tentado a contestar no en ambos
casos. Estoy consciente de que esta es una visión limitada y eurocéntrica. Preferiría no
tener que contestar’”.
25
Incluir a la naturaleza como interlocutora válida es un asunto que debe sonar des-
cabellado para la cultura occidental moderna. Sin embargo, es necesario recordar que
muchas otras culturas la incluyen dentro de sus acuerdos comunales: la Madre Tierra
habla y sus hijos debemos escucharle.
96!”#$%#&’!”()*!%!#%#$%#”(%#!”#$%#+,-”(.*.”)/*%

implantación de tecnologías limpias o energías renovables, las cuales
si bien son deseables, son soluciones dirigidas a mitigar las consecuen-
cias y no las causas que la ocasionaron. Una salida alternativa consiste
en transformar los símbolos culturales modernos con los cuales nos
relacionamos con el mundo y sobre la base de otros nuevos, plantear
soluciones pragmáticas que se dirijan al núcleo del asunto. Es acá donde
se circunscriben las utopías en la era de la supervivencia, que ampliaré
en lo que sigue.
De modo que la afirmación de que la modernidad ya no puede sal-
varse responde no a los defectos de la modernidad, sino a su esencia,
lo que se debe, de acuerdo con lo expuesto hasta ahora, al olvido de
que nuestro ser solo es posible que sea en una relación intersubjetiva
con los demás seres humanos y con la naturaleza. En tal sentido, he
insistido en que la era de la supervivencia es el producto de la miseria
del pensamiento occidental y de la aparente separación del ser huma-
no del medio natural, pues al producirse esa imaginaria des-relación,
la humanidad quedó abandonada y aislada dentro de sí misma, y en
consecuencia debió autodefinirse inmediatamente por medio de la po-
sesión de lo cósico, para solucionar la angustia que su soledad le produ-
jo. El individualismo es una consecuencia de la fingida disyunción de
la cultura occidental y los ecosistemas, y del ensimismamiento por la
desvinculación y competencia con su misma comunidad.
A diferencia de lo interpretado por Darwin, la supervivencia de las
especies, incluida la humana, es un asunto no de lucha individual por
el alimento o la vida, sino de ayuda mutua y cooperación, de acuer-
do con lo argumentado por el ruso Pitotr Kröpotkin (1978) quien ya
había debatido la hipótesis de la selección natural en el siglo xix ar-
gumentando que la socialización, como en las colonias de hormigas,
las bandadas de aves o los cardúmenes de peces, es materia de super-
vivencia, porque en el apoyo mutuo, en la colaboración de conjunto
reside el aspecto fundamental para la conservación y el mantenimiento
de la existencia de cada especie. En una línea similar, pero yendo aún
más lejos, la genetista Lynn Margulis descubrió que la cooperación
continuada y la dependencia simbiótica que ha devenido de manera
permanente entre todas las formas de vida, han sido los dos factores
más poderosos e importantes para la evolución y la supervivencia de
las especies (Capra, 1998).
En cualquier caso, los humanos, en cuanto seres biológicos, conser-
vamos el instinto de supervivencia como la inclinación natural más
arraigada a nuestra condición de organismos vivos. Precisamente,
como el riesgo de autoextinción es lo que está en juego, no puede haber
un interés más grande para la especie que el aseguramiento de su propia
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vida. No es un asunto de altruismo, de sacrificarse para que otros vivan.
Es una cuestión de reconocer que somos entes relacionales y comuni-
tarios, y que solamente en el conjunto de los otros –seres naturales y
humanos– es posible nuestra existencia.
En la medida en que la amenaza para la humanidad está en la racio-
nalidad de la modernidad capitalista, no puede haber ninguna solución
para la crisis civilizatoria dentro de la modernidad misma. No consiste
en cuestionar un modelo de producción, como un asunto exclusiva-
mente económico, sino a la crisis del pensamiento como totalidad sis-
témica. De acuerdo con Foucault (1979), los sistemas de poder están
ligados de modo circular a regímenes de verdad que los originan y
los mantienen, es decir, los contenidos discursivos se instituyen como
verdades incuestionables que hacen perdurar los regímenes de domi-
nio. Por eso, seguir ofreciendo soluciones modernas a los problemas
de hoy, significa permanecer encerrados en un círculo vicioso, del cual
dependen ciertas verdades para mantener su hegemonía. Así, la pre-
gunta que debe hacerse, siguiendo a Foucault, es si es posible cambiar
el régimen político, económico, cultural de producción de la verdad, o
en nuestro caso, si la utopía del Buen Vivir obedece a un régimen de
verdad alternativo a los discursos ideológicos de la modernidad.
No se pretende decir que la utopía del Buen Vivir sea absolutamente
no moderna. Lo es en muchos rasgos. No se trata de estigmatizar a
todos y cada uno de los principios de la modernidad. Más bien con-
siste en establecer un diálogo con otros imaginarios culturales que nos
permitan encontrar las condiciones para adaptarnos a una nueva época
y salirnos de los actuales discursos de verdad que mantienen el statu
quo vigente. Justamente, en la era de la supervivencia las utopías hacen
un llamado global a escuchar otras formas de convivencia, otros jue-
gos de lenguaje, otras racionalidades y filosofías vivas acalladas por las
múltiples relaciones raciales, culturales y económicas de dominación
constitutivas de la Edad Moderna.
A partir del siguiente capítulo se presenta específicamente la utopía
del Buen Vivir, como discurso político inspirado en los imaginarios de
los pueblos indígenas y campesinos latinoamericanos, el cual reconoce
en la crisis ambiental el problema central de la civilización contempo-
ránea, y plantea otras maneras de convivencia y autorregulación social
retomadas de los pensamientos de sus propios pueblos. Se trata de una
utopía que reacciona ante la impotencia de la racionalidad moderna
para reparar el estrangulamiento planetario producido por el modelo
capitalista, y que actualmente tiene un notable impacto en las discusio-
nes sobre la gran crisis civilizatoria.
98+9:14:862.!4:#&1:=8&”:< $<$/

No existe nada que no haya dependido de otra
cosa... pues incluso la misma dependencia no
existe con una naturaleza propia.
Nāgārjuna

Fundamentos de la vida media

En el presente capítulo se presenta la hipótesis en virtud de la cual las
utopías en la era de la supervivencia están configurándose relativamente
desligadas de los discursos de verdad modernos. Esta afirmación se re-
fiere a la aprehensión del individuo humano como único sujeto y centro
del mundo, separado de la naturaleza, en la que él se representa a sí
mismo como aquel que da medida a la totalidad de lo existente, pero
también, a las estrategias discursivas del Vivir Mejor asociadas con las
necesidades del capital, según se discutió en el capítulo anterior. Para
ello, se expondrán los principios epistémicos del Buen Vivir, en con-
traste con los entramados simbólicos que se han expuesto críticamente
hasta el momento. Se mostrará la manera en que mediante sus recur-
sos retóricos es posible re-simbolizar percepciones y creencias que han
sido recibidas simbolizadas por parte de la ideología, con énfasis par-
ticular en la visión ontológica de dicho discurso utópico, analizando
cómo sobre tal base es posible plantear soluciones prácticas mucho más
creativas que las esbozadas por la racionalidad moderna.
En la sección anterior se realizó un corto recorrido por ciertos pro-
cesos históricos de producción de pensamiento occidentales, dado que
uno de los aspectos escondidos, pero constitutivos de la modernidad,
es el avasallamiento de las perspectivas cognitivas, simbolismos, ima-
ginarios, y productos culturales de todas las regiones y poblaciones del
planeta, para sustituirlos luego, por un único orden cultural global en
torno a la cultura europea. En otros términos, a partir de la conquista
de América, todas las sociedades del mundo pretenden ser reducidas a
la manifestación de la historia y la cultura occidental, con el propósito
de crear formas de saber apropiadas para el desarrollo del capitalismo
a escala global (Quijano, 2000a). Efectivamente, y de acuerdo con lo!"#$%&'()*'%+)$#(,!
enseñado por Foucault (1979; 1996; 1999), el poder no puede ejercerse
sin la definición de discursos que hacen funcionarse por verdaderos,
pero tampoco, sin la exclusión, omisión e invisibilización de toda forma
de saber que no sea compatible con el sistema de conocimientos que le
sirvan al poder. Así, durante la colonia se impuso un tipo de discurso
eurocentrista y capitalista, el cual no solo privilegió una cultura sobre
las demás, sino que también acalló, suprimió y despojó a los otros pue-
blos de sus propias y singulares identidades históricas.
Una vez los pueblos colonizados lograron su aparente descoloniza-
ción durante los siglos xix y xx, hubo un aspecto que permaneció in-
tacto: la colonialidad del saber (Lander, 2000), la dimensión epistémica
de conocimiento que continuó reproduciendo por su propia cuenta
las coacciones del poder del centro sobre su periferia. Esto no significa
que el régimen de verdad puesto en juego espontáneamente sobre los
mismos pueblos corresponda a la totalidad de los modos de conocer y
racionalidades europeas durante todas las épocas, sino que concierne a
una perspectiva muy específica de saber de la Europa occidental, cuyo
contenido se ha descrito antes, y que muy a pesar de las críticas hechas
por pensadores y movimientos sociales del mismo continente y del res-
to del mundo, es la pobreza de pensamiento que hoy, en la era de la
supervivencia, aún mantiene su predominio. La crisis vivida por todos,
es la de este tipo de civilización, vinculada e integralmente relacionada,
con una forma particular de saber que ofrece la estructura simbólica de
significaciones para que el sistema capitalista pueda sustentarse.
Para fortuna de todos los pueblos del planeta en el contexto de la
gran crisis, el proyecto de reducción de la diversidad de saberes a un
uniformado, homogeneizado y emparejado pensamiento en torno a la
cultura occidental no fue concluido por completo y, simultáneamente
a la decadencia civilizatoria vista como totalidad, hay otras historias y
racionalidades que coexisten en un mismo tiempo y espacio histórico.
Corresponden a otros tipos de perspectivas cognitivas, otras gnoseolo-
gías compuestas por lógicas diferentes a las aceptadas por los modos de
saber dominantes, y que tienen otros símbolos como mediadores para
relacionarse con el mundo.
El suma qamaña o sumak kawsay es, justamente, una de esas racio-
nalidades que está ayudando a construir una utopía, la cual obedece
a un régimen de verdad alternativo a la esencia de la modernidad, se-
gún expondré a lo largo del capítulo. A continuación se expondrán de
manera breve sus principios y después se describirá su episteme en lo
pragmático en las distintas dimensiones del discurso político.
100!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

Los principios epistémicos del buen vivir

Para empezar es necesario explicar la noción de racionalidad. Para ello,
se retoma el punto antes mencionado de que existen muchas maneras
en que puede explicarse el mundo, y que la realidad no es algo objetivo,
ni de cierta manera que pueda conocerse “tal cual es”, como si pudiera
llegarse en definitiva a una comprensión pura y no contaminada de la
realidad. A diferencia de esta posición positivista, la realidad surge o
emerge dependiente de quien la percibe, porque los sujetos no están
separados de su entorno, sino que están, desde siempre y constitutiva-
mente, en relación con el mundo.1
En el campo de las ciencias, esta posición ha sido el paradigma que ha
gobernado la física del siglo xx. Específicamente, la mecánica cuántica
sostiene que a escala subatómica todos los objetos que vemos, como un
ladrillo, una silla o una mesa, no son ni estáticos, ni sólidos. Dependen
de como se vean las unidades atómicas, a veces aparecen como ondas y
en ocasiones como partículas, lo que implica que dicha unidad puede
estar al mismo tiempo en dos o más lugares (Capra, 2007). ¿Cuál es
entonces la realidad física? La perspectiva cuántica sugiere que tan solo
podemos hablar de posibilidades, y quien elige entre las posibilidades,
es el observador haciendo las relaciones con el objeto observado. De
manera que el observador al escoger entre las diversas probabilidades,
literalmente crea su propia realidad.
En la misma lógica, la escuela de la neurofisiología de la enacción de
Francisco Varela (2000), advierte que la realidad está siempre coo-emer-
giendo, coo-surgiendo, como fruto de la constante interacción entre el
conocedor y el medio en el que el mismo se encuentra inmerso. Para este
neurofisiólogo, la cognición no podría ser la recepción pasiva, ni la recu-
peración de las propiedades de un mundo independientemente del que
percibe, sino la capacidad creativa de la mente para generar significa-
dos. No se trata de un evento pasivo, sino activo, en donde el observador
construye un significado mediante su interacción con el medio.
A la cuestión a la que quiero llegar es que, tomando como base cual-
quiera de las anteriores concepciones, una racionalidad ya no podríamos
definirla como la capacidad de la mente para llegar a un conocimiento
verdadero de la realidad, sino como una de las muchas formas en que los
seres humanos se ubican significativamente dentro del mundo. Es una
manera activa en que interpretamos la constante experiencia vivida y

1
Tal perspectiva fenomenológica debe en Occidente su descripción sistemática a
Husserl, James, Heidegger o Merleu-Ponty, pero en la tradición oriental se remonta a la
tradición madhyamaka de la India del siglo ii.
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un modo de comprender la manera en la que aparecen los fenómenos.
Una racionalidad no es la comprensión entendida como un espejo de
la naturaleza (Rorty, 1983), sino un dimensionamiento creativo del sig-
nificado que se hace del mundo; es la gestación de un universo sobre
la base del lenguaje, la historia social y la corporalidad; es el ordena-
miento de una experiencia interpretada mediante algunos parámetros
culturales compartidos con otros en sociedad.
Sin duda, entender la realidad de tal modo, nos permite dar cuenta
de que vivimos en un mundo en el que, en rigor, nadie puede pretender
comprenderlo mejor que los demás. Pero también es un mecanismo
para ayudarnos a permanecer abiertos a la experiencia del otro, reco-
nocer que siempre es posible interpretar de otro modo, hacer un au-
téntico diálogo tomando en serio el punto de vista de la alteridad. Una
racionalidad no pretende decir la verdad, sino que es un esfuerzo para
explicar de manera significativa el qué, el cómo y el para qué se hacen
las cosas. Es un sistema simbólico que se construye intersubjetivamente
para darle sentido a las acciones. No obstante, es importante no perder
de vista una cuestión: una cultura que elabora cierta racionalidad no
teoriza sus presupuestos sino que los vive; corresponde a un asunto que
atañe a la cotidianidad y vivencialidad de las mismas comunidades y no
necesariamente a la razón.
El esfuerzo que hace la utopía del Buen Vivir es tematizar las raciona-
lidades de algunas culturas campesinas, indígenas y afrodescendientes,
con el propósito de que sirvan de insumo para la construcción de un
discurso que oriente la acción en el presente. Lo interesante del Buen
Vivir es que no se construye a partir de un saber erudito o cientificista,
como pretendió el marxismo ortodoxo; por el contrario, está cimenta-
do en racionalidades, formas de interpretar el mundo y prácticas vivas
de diversas comunidades rurales latinoamericanas. Si bien parte de a
priori que podrían ser debatibles –y que se discutirán en los capítulos
siguientes–, la utilidad del discurso utópico reside en el hecho de con-
figurar imágenes penetrantes que, además de guiar a una colectividad,
también sirvan para que la gente se explique de otra manera su mundo
y reoriente su pensamiento y acción. En tal sentido, es meritorio que un
discurso de estas características surja en épocas en donde nos estamos
preguntando por la posibilidad de la supervivencia humana sobre la
Tierra.
***
El punto de partida para comprender el Buen Vivir es el entendimiento
del principio de la relacionalidad, noción básica de la cual se derivan
102!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
los demás principios, y concepción filosófica2 que se manifiesta en los
diversos campos de existencia de muchos pueblos indígenas, campesi-
nos y afrodescendientes del continente americano. La relacionalidad,
como rasgo fundamental de estas racionalidades, sostiene que todo
está conectado, todo es interdependiente y todo está interrelacionado
con lo demás.3 Nada existe de manera solitaria, porque cada entidad
es parte integral de la totalidad (Estermann, 1998). Cada uno de los
componentes del cosmos cumple una función necesaria y, en conse-
cuencia, no es posible separar, divorciar o dividir, lo que inmanente-
mente está unido. Pensar que algo está fuera, abstraído o aislado de la
red de vínculos con el medio es aceptar su inexistencia, en la medida
en que no puede haber un ente que sea por completo carente de rela-
ciones.
Mediante el principio de la relacionalidad, podemos percibir el pri-
mer contraste con las ideologías de la modernidad, las cuales parten
de la supuesta existencia de unidades desunidas, compartimentadas,
fragmentadas y desligadas entre sí, disyunción sobre la que fue posible
la aparición del ser humano como sujeto apartado de la naturaleza.
Según dicha deformación simbólica de la realidad, hombres y mujeres
somos entes aislados, que vivimos entre cosas inertes siempre dispo-
nibles para nuestros afanes explotadores. Por el contrario, en la otra
orilla de tal ideología, el principio de la relacionalidad reconoce que
en el tejido de la vida, sus múltiples constituyentes están insepara-
blemente asociados; y, en derivación, un sujeto separado y autosufi-
ciente, según lo entiende la filosofía moderna, sería una concepción
decididamente absurda, porque solamente es posible su existencia a
través de la relación con el todo.
El principio de la relacionalidad indígena en América no es exclu-
sivo de su filosofía, sino que tiene una profunda afinidad con mu-
chas otras formas de pensamiento, como lo es el caso de la doctrina
budista madhyamaka.4 Específicamente encuentro correspondencia
con el concepto sánscrito pratītyasamutpāda –traducido como ori-

2
Siguiendo a Josef Estermann (1998) aquí se toma la palabra “filosofía” en un sen-
tido amplio, es decir, como el esfuerzo humano por entender el mundo, hecho que
compete a todos los pueblos del mundo en todas las épocas, y no exclusivamente a la
concepción de una sola cultura.
3
Sin duda esta es una visión compartida por muchos pueblos no occidentales en el
mundo y que ha influido ampliamente en la conceptualización de la llamada Ecología
Profunda, inaugurada por Arne Naess.
4
El madhyamaka –doctrina de la vía media– es una escuela filosófica de la India
del siglo ii fundada por el monje budista Nāgārjuna, la cual tuvo gran influencia en el
pensamiento de China, Tíbet, Corea y Japón (Arnau, 2005).
103!"#$%&'()*'%+)$#(,!

gen condicionado, relacionalidad o contigencia–, el cual hace refe-
rencia a que la existencia de cualquier cosa o fenómeno es el resultado
de causas y condiciones que están también condicionados. Según la
noción pratītyasamutpāda, no hay nada que sea independiente de lo
que lo rodea, o que pueda existir de manera autónoma, ya que las cosas
se apoyan unas en otras, en una relación de dependencia y condicio-
namiento mutuo (Arnau, 2005). El término, al igual que en la relacio-
nalidad indígena, hace hincapié en la característica interdependiente
de todo lo que existe, de la imposibilidad de aislar algún elemento de
la realidad y de que algo sea autónomo de lo demás. Tal perspectiva
budista reúsa de manera radical concebir la substancialidad de alguna
cosa existente por sí misma y a partir de sí misma, pues ella solamente
puede ser si está en relación con otras, dentro de un condicionamiento
recíproco (Saviani, 2004).
Además de la concurrencia con el budismo, el principio de la rela-
cionalidad también tiene marcadas coincidencias con la filosofía ban-
tú del África central, la cual plantea la unidad y el intrínseco vínculo
entre vivos, difuntos, divinidades, plantas, animales, piedras, tierra,
mares, ríos, fuego, estrellas y herramientas. Para el bantú el mundo
depende del equilibrio y la armonía entre estas fuerzas vitales, ínti-
mamente interrelacionadas (Tempels, 1959). En América, la raciona-
lidad del bantú fue sembrada por los millones de africanos esclavizados
quienes reconstruyeron dicho contexto cosmogónico en el continente
donde forzadamente asentaron su terruño. De hecho, para Manuel Za-
pata Olivella (1997), la comprensión de los humanos vivos hermanados
inseparablemente a los muertos y al resto de los seres naturales de la
Tierra, las divinidades y el cosmos –la ontología del muntú–5 fue lo que
permitió mantener unida a los descendientes de la diáspora africana.
En el muntú la existencia no puede considerarse de modo aislado, sino
hondamente ligada a la totalidad (Walsh, 2009).
Tanto en la perspectiva indígena como en la afro, la relacionalidad co-
bra su mayor sentido en lo que Floriberto Díaz (2007) denomina “la co-
munalidad”, entendida como el sentido profundo de la vida en relación
con los demás, con el resto de personas pero también con los otros seres
de la Madre Tierra. En efecto, para muchos pueblos no es el término
comunidad entendido exclusivamente en referencia al círculo humano,
sino de una manera ampliada que incluye también a plantas, animales,
el agua, las piedras, el aire y el cielo, o las montañas. Son racionalidades
en donde el énfasis está en el “nosotros”, en la colectividad, la cual ubica
a cada uno de sus miembros en función de un contexto organizativo

El muntú en la filosofía bantú es la persona, viva o difunta, inherentemente relacio-
nada con los demás entes del cosmos (Tempels, 1959)
5
104!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

mayor, y en la que la definición del individuo se basa en su capacidad
de ser “parte de”, “ser con” y “estar con” otros sujetos de la comunidad.
En contraste con esta racionalidad comunitaria que pervive en las
vivencialidades de muchos pueblos a lo largo y ancho del planeta, la
modernidad capitalista ha construido sus múltiples estrategias discur-
sivas en torno al individualismo y al “yo” independiente, unitario y bien
demarcado. En divergencia, la utopía del Buen Vivir reconoce el hecho
de que el individuo no puede vivir sino en permanente relación con su
comunidad; y a su vez, la comunidad no puede ser sino en función de
sus individuos, pues lo que cada uno es, se determina por sus interac-
ciones. Análogamente, las tradiciones orientales afirman que no tiene
ningún sentido concebir a un “yo” al margen de sus vínculos con el otro,
dado que el ser humano, como el resto de los entes, no puede tener una
identidad en sí mismo y, por tanto, no hay un verdadero “yo” indepen-
diente. Esto quiere decir que no podemos decir nunca “esto soy yo”,
porque nos constituimos en todo momento por medio de la infinidad
de lazos con el entorno. En realidad, al intentar ubicar nuestro “yo”, nos
damos cuenta de que estamos tan hiperrelacionados que nuestra propia
identidad nos trasciende (Varela, 2001).
Lo anterior no significa que el individuo bajo tal concepción salga
de escena. Antes bien, es un reconocimiento de que un individuo sólo
puede ser en la medida en que es un ente distinguible de todo lo demás,
pero al mismo tiempo, este debe permanecer ligado al medio, porque
únicamente en la conexión con su entorno es posible que mantenga su
individualidad. Es una manera de afirmar que lo uno no puede exis-
tir sin lo otro, porque lo que cada uno es, se estructura mediante sus
interacciones. Para explicarlo en términos biológicos imaginemos el
caso de una célula. Ella mantiene su individualidad al diferenciarse del
medio que le rodea por medio de una membrana biológica, pero ella
no podría existir si no estuviera permanentemente ligada a su espacio
extracelular (Varela, 2000). Como puede apreciarse, se trata de una dia-
léctica ontológica que plantea una perspectiva diferente del individuo
moderno, en la cual este no se aprehende como un ente aislado y soli-
tario, sino en constante relación y sobreabundancia dentro de la red de
vínculos con la comunidad.
Para la mayoría de las comunidades indígenas y afro el individuo solo
está perdido, es una nada, un vacío total, porque para ser debe estar
relacionado. En términos occidentales, la pregunta que interroga por
el sentido su ser es contestada por medio de su relación, por medio del
sinnúmero de nexos vitales con su entorno, lo cual contrasta con su ho-
móloga respuesta del Vivir Mejor moderno cuyo raciocinio soluciona
el mismo cuestionamiento con la afirmación “soy lo que tengo”. Para
105!"#$%&'()*'%+)$#(,!
las racionalidades de las que se nutre la utopía del Buen Vivir, el acento
ontológico no es el individuo, sino la relación, porque la atención no
está puesta en el “yo”, sino en el “nosotros” (Lenkersdorf, 2005), la co-
munidad, y dentro de ella, los humanos somos miembros integrados a
una colectividad; simples actores específicos dentro de una red de rela-
ciones (Estermann, 1998).
Sin embargo se ha mencionado que los integrantes de la comunidad
no son solo los humanos, sino que ella hace referencia a la totalidad de
los seres de la Madre Tierra y, en corolario, animales, plantas, monta-
ñas, aire, o agua son parte de la comunidad, hermanos nuestros, pues
todos, sin excepción, hemos sido paridos por la tierra. Según esta con-
cepción del mundo la tierra no es un recurso natural, como lo sugiere el
discurso dominante occidental, por el contrario –en palabras del antro-
pólogo mexicano mixe Floriberto Díaz (2007:40-52):
“...es para nosotros una Madre, que nos pare, nos alimenta y nos recoge en
sus entrañas... Para nuestras abuelas y abuelos sabios, el punto de partida y
de llegada era la Tierra. Por eso llegó a ser la Madre de todos los seres vivos:
de ella somos, de ella nos alimentamos y a ella retornaremos...”
Mucho más que un objeto o una cosa –según señala el discurso ideoló-
gico moderno–, es una madre que ampara a sus hijas e hijos, y ofrece
todos los elementos necesarios para vivir. Los humanos somos tan solo
una de sus criaturas: nada más que una de sus expresiones hermanada
indisolublemente con el resto sus retoños.
Admitir la metáfora de la Tierra como Madre, nos permite aceptar
que ella y todos sus componentes son organismos vivos. El subsuelo
–incluido el gas, el carbón y el petróleo–, el suelo, el agua, el aire, las
montañas, plantas y animales son hermanos vivientes, complejamente
concatenados dentro del nudo de relaciones. En realidad, no es biocen-
trismo, ecocentrismo o cosmocentrismo, sino una trama de relaciones
vacías de todo centro, pues si intentáramos poner la atención en algún
eje medular, nos daríamos cuenta que el principio de la relacionalidad
justamente da cuenta de que cualquier núcleo está, por definición, des-
de siempre, ya desbordado. Dicho en otros términos: cada elemento
puede ser centro y circunferencia en el mismo momento (Giraldo,
2012a). Pensar “lo vivo”, en dicotomía con “lo muerto”, deja de tener
sentido si concebimos a la vida en la Tierra como una compleja y vasta
red de relaciones, en donde cada fenómeno se condiciona y depende
de muchos otros. Incluso el concepto de Gaia, del reconocido científico
James Lovelock (2007), parece estar en sintonía con el ancestral juicio
tribal de que la Tierra es un organismo vivo. Para Lovelock, Gaia es
106!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
un sistema interrelacionado que ha sido capaz de mantener al planeta
apto para la vida durante más de 3 mil millones de años, lo cual ha
sido conseguido mediante la autorregulación de su temperatura y de
su química. El autor sostiene que “... es necesario conocer la verdadera
naturaleza de la Tierra e imaginarla como el ser vivo más grande del
sistema solar, –y– no como algo inanimado” (2007:39).
Tanto para las racionalidades de los pueblos originarios, como para
los más aceptados estudios científicos sobre la fisiología de la Tierra, nos
encontramos dentro de un planeta vivo, en todos sus aspectos y com-
ponentes, lo cual nos permite tener una percepción ontológica radical-
mente diferente a las ideologías modernas, pues los humanos no somos
el centro de nada, sino tan solo entes en constante relación con el con-
junto de fenómenos naturales; una especie viviente más inmersa dentro
de un enmarañado sistema vivo. Para la utopía del Buen Vivir, la Madre
Tierra es la fuente de la vida, un organismo vivo, un sujeto, en toda la
majestuosidad de la expresión, y nosotros solo somos parte de ella, una
de sus porciones constitutivas. Reiteramos, una vez más, que ello no im-
plica la pérdida o desaparición de la individualidad, sino que la misma
se expresa ampliamente en su capacidad de relacionarse con otros seres
de la comunidad. Que el individuo sea una identidad que trasciende
su organismo no significa que se pierda a sí mismo; más bien hay que
decir, que solo ese “yo” se convierte en un auténtico individuo cuando
se incorpora al “nosotros” de la colectividad.
La relacionalidad, como noción fundamental de la racionalidad de la
que bebe la utopía del Buen Vivir se manifiesta en una serie de princi-
pios derivados, los cuales están tan estrechamente interconectados en-
tre sí que cada uno de ellos no tendría sentido sin los demás. El primero
de ellos es el principio andino y mesoamericano de la complementarie-
dad,6 el cual hace referencia a que nada existe de manera solitaria, sino
siempre en convivencia con sus complementos específicos (Estermann,
1998). No hay nada existente por sí mismo, debido a que todos somos
miembros de una gran comunidad ligada en redes de interdependencia
mutua y, por tanto, cada entidad es naturalmente incompleta y necesita
del resto para existir. El principio nos enseña que vivimos en un mundo
de simbiosis, en donde cada quien está incompleto y requiere de “lo

6
Análogamente a las racionalidades indígenas, Niels Bohr en el campo de la física
cuántica, introdujo el concepto de complementariedad al considerar que partícula y
onda son descripciones complementarias sin las cuales no podríamos explicarnos la
realidad atómica. Del mismo modo, en el pensamiento chino la noción de complemen-
tariedad tuvo hace 2 mil 500 años un papel fundamental, al considerar que conceptos
opuestos mantienen una relación complementaria los unos con los otros. Tal idea está
representada en la conocida figura del yin y el yang (Capra, 2007).
107!"#$%&'()*'%+)$#(,!

otro” para complementarse (Medina, 2008). En otras palabras, es como
si pensáramos en fichas de un rompecabezas, las cuales son insustan-
ciales como unidades solitarias en la medida en que necesitan de las
otras para armar cierta figura, pero que al unirse de manera armónica
completan integralmente una totalidad.
La agricultura campesina del policultivo es quizá la actividad en don-
de mejor se expresa el principio de la complementariedad, pues la siem-
bra no se basa en simples monocultivos sino en barrocas combinacio-
nes (Bartra, 2010b). En un mismo policultivo pueden coexistir hasta
doce o más plantas entremezcladas en complementación solidaria. Los
campesinos, especialmente de zonas tropicales, saben que la diversidad
del conjunto les permite aumentar el aprovechamiento de la tierra y
reducir la incertidumbre de perder una cosecha por completo, dado
que si por algún factor alguno de los integrantes del policultivo falla,
se puede compensar con la producción del otro componente. La in-
vestigación agroecológica ha demostrado que las ventajas de los sem-
bradíos plurales y entreverados está relacionada con su capacidad de
complementarse entre sí y hacer un mejor uso asociativo de la luz, el
agua y los nutrientes, lo que a su vez, permite disminuir el crecimiento
de las malezas. Los cultivos compuestos por especies complementarias
capturan nutrimentos unos de otros, como en el caso de la fijación del
nitrógeno hecha por las leguminosas asociadas; o el de la agroforestería,
cuando las hojas de los árboles caen al suelo y se descomponen liberan-
do distintos nutrientes. Las ventajas de la complementariedad también
se manifiestan en la menor cantidad de plagas de los cultivos asociados,
en respuesta a la abundante fauna de enemigos naturales presentes en
estos sistemas, pero, además, a la dificultad de los insectos de perma-
necer en sembradíos dispersos, y a los efectos alelopáticos de plantas
mutuamente complementarias (Liebman, 1999).
Según se aprecia la complementariedad se estructura sobre la base de
la pluralidad y la diversidad holística. A diferencia de los homogéneos
y uniformados monocultivos, en los plantíos polifónicos, los demás no
son competidores, sino compañeros asociados integralmente en una ar-
mónica sinfonía. Así, en la agricultura simbiótica, algunas plantas regre-
san al suelo lo que otras han sacado; unas ofrecen sombra impidiendo
el crecimiento de malezas, o bien se protegen recíprocamente mediante
sustancias repelentes o tóxicas para las plagas. Similarmente, esta misma
lógica se expresa en la vida comunal de los pueblos indígenas y afro-des-
cendientes de Latinoamérica, en las cuales existe la convicción de que
el individuo autónomo y separado está incompleto y, en derivación,
solo es posible ser en el mutualismo comunitario. Al igual que en el
policultivo, cada miembro se complementa con los demás, puesto que
108!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
todos son necesarios para hacer realidad la consonancia del concierto
colectivo.
En marcado contraste, el saber occidental privilegia no la coopera-
ción del conjunto, sino la competencia entre semejantes. Como ejem-
plos, el monocultivo no solo entra en contra natura de la variedad agro-
ecológica, sino que destruye a toda planta que intente crecer junto a la
sembrada; la monocultura no tolera la diversidad y la pluralidad del
multiculturalismo por lo que subsume dentro de sí a toda expresión
cultural ajena; o el monopolio codicioso de una sola empresa devas-
ta sin conmiseración a su competencia (Lenkersdorf, 2005). Es claro
que el principio moderno como antítesis de la complementariedad, es
la competitividad, en donde los verbos disputar, rivalizar, contender o
combatir están en las antípodas de la coordinación, la cooperación y la
complementación enseñada por el policultivo. Lo racional en la mo-
dernidad es la eliminación de todos los competidores potenciales, pero
nunca la integración equilibrada entre coequiperos. Según advierte
Huanacuni (2010), en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea
la eterna lucha que hay que ganar aun a costa de la destrucción de los
demás, es el valor afirmado, pues competir es la única forma de relación
conocida, pero nunca se explora, ni siquiera se considera, la posibilidad
de complementarnos.
Para las racionalidades en las que se inspira la utopía del Buen Vivir,
en cambio, no solo todos los seres de la Madre Tierra son sujetos, sino
sujetos que se complementan. Similarmente a los ecosistemas, en don-
de unas especies no desplazan a las otras, sino que dialogan, se hacen
compañía, se asocian, se sintonizan o se acomodan y se reacomodan de
modo que puedan convivir entre todas, el principio de la complemen-
tariedad en ciertas sociedades rurales se manifiesta como la expresión
por excelencia de la vida comunitaria (Medina, 2008). No quiere de-
cir que sea un proceso idílico y ausente de conflictos, pero los mismos
buscan solucionarse mediante el acuerdo o el consenso. Justamente, el
derecho consuetudinario indígena está orientado no a la coacción, pu-
nición o castigo como ocurre en el sistema jurídico occidental, sino que
se busca la manutención del equilibrio comunitario y espiritual, por
medio de un proceso argumentativo que permita encontrar un arreglo
entre las partes para restablecer la convivencia afectada por algún tipo
de agravio (Collier, 1995).
El principio de la complementariedad es, en definitiva, una racionali-
dad intersubjetiva, fincada en la comunidad, en donde todos somos su-
jetos que nos necesitamos los unos a los otros, y nos complementamos.
El tipo ideal, en términos de Weber, es la integración de entes ontológi-
camente distintos pero necesariamente complementarios.
109!"#$%&'()*'%+)$#(,!
Según Estermann (1998) el segundo principio derivado de la relacio-
nalidad es la correspondencia, cuyo contenido sostiene que todos los
aspectos de la realidad se corresponden de manera armoniosa, en una
correlación mutua y bidireccional. Esta perspectiva difiere de la lógica
occidental newtoniana en la cual la causa produce el efecto, pero ignora
la otra flecha de la relación: el hecho de que sin efecto no puede haber
causa. La tradición del budismo madhyamaka, utilizando las analogías,
sostenía que “sin planta no hay semilla y sin semilla no hay planta”,
o que “el padre es tan causa del hijo como el hijo del padre”, es decir,
no existe efecto si no hay causa (Arnau, 2005). En la lógica de la uto-
pía cercanamente a la filosofía oriental, hay una correspondencia entre
causa y efecto, es decir, hay siempre relación mutua y no unidireccional
como se concibe en la racionalidad occidental moderna. Se asemeja a
la medicina homeópata, en donde hay correspondencia entre la enfer-
medad, el modo de curar y el medicamento, de modo que el proceso de
recuperación de la salud se logra por medio de sustancias similares o
correspondientes a las que causaron el proceso patológico.
En el ámbito pragmático, el principio de la correspondencia se expre-
sa en la reciprocidad de las comunidades campesinas, indígenas y afro-
descendientes y, en general, en la cotidianidad de las sociedades rurales
latinoamericanas. Dado que la correspondencia no permite la unidi-
reccionalidad en las relaciones, la racionalidad derivada señala que a
cada acto le corresponde un acto recíproco, es decir, el esfuerzo de una
acción realizada por alguien debe ser recompensado por otro esfuerzo
de la misma magnitud (Estermann, 1998). La reciprocidad antes que un
valor instrumental, utilitario y economicista, según ha sido delineado
por los trabajos de la sociología norteamericana sobre el “capital social”,
es una normativa relacional que persigue guardar el equilibrio y la ar-
monía comunitaria. Imaginar una relación entre dos, en la que una de
las partes da y la otra solo recibe, es romper la estabilidad que debe ser
mantenida en la totalidad.
La reciprocidad puede apreciarse en el trabajo colectivo, en lo de-
nominado en diferentes partes de Latinoamérica como mingas, con-
vites, tequios o faenas, actividad consistente en la convocatoria de
toda la comunidad para el mantenimiento de carreteras y caminos,
acueductos, escuelas, parcelas comunales o la construcción de casetas
comunales, polideportivos, diques e infraestructura para el beneficio
común. En tal organización cada miembro ofrece su esfuerzo físico en
forma de trabajo o especie, para que mancomunadamente el trabajo
público alcance a cada uno de los integrantes del colectivo. Asimismo
la reciprocidad también puede percibirse en la “mano vuelta” o “mano
cambiada”, la cual es una forma institucionalizada laboral de ayuda mu-
110!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
tua aún presente en muchas comunidades rurales de Latinoamérica. En
este tipo de actividad, el dueño de una parcela se pone de acuerdo con
algunos de sus vecinos para hacer un determinado trabajo conjunto
en su predio, con la condición tácita de regresarles el favor en el mo-
mento que ellos lo requieran. Por su parte, la práctica del trueque, en la
que se intercambian bienes sin intermediación monetaria, es también
una manera de reciprocidad económica, pues garantiza que entre todos
los miembros haya una compensación justa y equilibrada. Del mismo
modo la reciprocidad se hace presente en la ayuda equitativa durante
la realización de fiestas patronales, bazares, rituales y diferentes eventos
de la vida comunitaria de los habitantes del campo.
Sin embargo, tal principio vivencial expresado en las labores comuni-
tarias y económicas, y en la práctica cotidiana de la comunalidad man-
comunada, no solo compete a las interrelaciones humanas, sino también
a las interacciones con la naturaleza. La racionalidad consiste en que así
como la tierra nos ofrece todos los elementos físicos necesarios para
vivir, ella requiere que los humanos actuemos con sentido de recipro-
cidad o en correspondencia. Cuando no lo hacemos, como ocurre en
la actividad extractiva, se crean profundos desequilibrios en la relación,
porque las personas son las únicas receptoras inmersas en un vínculo
unidireccional. Siguiendo tal lógica, los desastres naturales son el re-
sultado de un desequilibrio originado por la falta de reciprocidad por
parte del ser humano hacia la tierra. Probablemente todavía muchos
campesinos son incapaces de cortar un solo árbol del bosque o rastrojo
sin sembrar en el mismo momento o poco después, cinco o más plán-
tulas para retribuir al suelo lo extraído, o bien, retirarse para que exista
regeneración natural. Esto hace parte de la lógica según la cual si no hay
reciprocidad hacia el bosque, su parcela en algún momento se quedará
sin agua.
En términos ontológicos, en cuanto el ser humano es emergencia
de un nudo de relaciones complejamente interconectadas, él cumple,
como las demás especies, una función muy específica. Es ante todo un
Agri-Cultor en la profundidad máxima del término, un cultor o cuida-
dor, que ayuda a abrir el suelo para que el agua lluvia penetre en ella y
la fertilice. Él no es un productor, a diferencia de lo que denomina uti-
litariamente el discurso dominante, porque la verdadera productora es
la Madre Tierra, la Pachamama7 –como en quechua se le denomina–, y
el papel de los humanos es solo cultivarla (Estermann, 1998). En pala-

La verdad es que el concepto de la Pachamama, más que la Madre Tierra, podría ser
traducido en nuestra lengua –lo que es siempre reducir– como un cosmos espacio-tem-
poral complejamente interrelacionado.
7
111!"#$%&'()*'%+)$#(,!

bras de un campesino boliviano: “Aquí, estos animalitos que ves, no son
míos; parecen míos, pero no son. Yo sólo soy pastor... cuidantes nomás
somos. Primero de nuestro Dios, después de nuestros Apus –cerros– de
ellos son. Pastores nomás somos” (Medina, 2008: 94). Para el campesino
citado su problemática existenciaria –en palabras heideggerianas–,8 la
resuelve siendo un cuidador, un pastor juicioso de un interrelacionado
sistema vivo.
En cuanto pastor el trabajo tampoco es un castigo divino, ni está
enfocado a “dominar la tierra” como lo predica el mito del Jardín del
Edén. Es, sobre todo, un diálogo íntimo con la tierra, pues el trabajo de
la parcela, la chacra o la milpa es el gran lazo que permite la conexión
plena con la naturaleza (Medina, 2008). Hay además un vínculo afecti-
vo con el cultivo, por lo que el Agri-Cultor sabe que este se pone triste si
no se le visita, se le cuida o se le conversa (Lenkersdorf, 2005). Castigo
sería cuando alguien se vuelve esclavo, pero ontológicamente para el
campesino el vínculo con la tierra por medio del trabajo es la vida mis-
ma. El ser campesino, no puede nunca asociarse con lo que se llama hoy
un pequeño productor agrícola, puesto que es un concepto tan comple-
jo que incluye la producción, pero que la rebasa por encima. La agri-
cultura para el campesino no es un negocio –aunque produzca ingresos
económicos–, ni un modo de sobrevivencia, es una forma de “ser y estar
en el mundo”, en la cual la tierra cultivada ofrece las bases culturales,
espirituales, identitarias y materiales para existir, y en correspondencia
el Agri-Cultor actúa recíprocamente mediante el cuidado.
Por duro que sea físicamente, el trabajo para los campesinos es al
mismo tiempo relacionalidad, complementariedad, correspondencia y
reciprocidad. Es festividad, meditación y contemplación –la felicidad
última para Aristóteles–, pero también el sentido mismo del ser. El tra-
bajo en definitiva es lo que la gente hace en una parte importante de su
tiempo. Sigmund Freud (2007) creía que debido a que el trabajo produ-
ce infelicidad y carece de placer existe una natural e instintiva aversión
hacia él. Por el contrario, como enseñan los campesinos o según fue
expuesto por Marx (1969), el problema no es el trabajo en sí mismo,
sino el trabajo enajenado, represivo y miserable del capitalismo, el cual
no afirma a los trabajadores sino que los niega, los reprime y los anula.
Para los campesinos que laboran en su propia tierra, el trabajo no es
una carga o una condena que deba pagarse. Lo que esclaviza es el traba-
jo robado o aprovechado por otros, porque la condición necesaria para
que el trabajo sea fiesta, celebración y afirmación es que, insoslayable-
mente, debe ser libre.

8
Es decir, el ser que se pregunta por el sentido de su existencia.
112!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

En resumidas cuentas, los principios de la relacionalidad, comple-
mentariedad, correspondencia y reciprocidad se expresan en el con-
cepto del Buen Vivir, que en todo su esplendor significa la “vida en
plenitud”, el hecho de ser y estar tan lleno que se es sobreabundante. Es
estar bien consigo mismo, lo que por definición significa vivir en armo-
nía, respeto y equilibrio con lo existente, por medio de la comprensión
de que todo está interconectado con lo demás (Huanacuni, 2010). Es
la experiencia plena de una vida fincada en las relaciones armónicas
y equilibradas entre los miembros de la gran comunidad de la Madre
Tierra, entre los que están incluidos, por supuesto, los seres humanos.
Es la vida gozosa en la cual la múltiple interrelacionalidad entre sujetos
conectados en una compleja red produce bienestar, placer y felicidad.
Es una manera de concebir la vida asociada con el bienestar de la Madre
Tierra y de los seres humanos en su conjunto.
El concepto del Buen Vivir aparece en varios de los pueblos origina-
rios de América, según podemos apreciarlo en las expresiones sumak
kawsay,en quechua; suma qamaña, en aymara; kyme mogen, en mapu-
che; ñande reko o teko kavi, en guaraní; shiir waras, de los ashuar; laman
laka, del pueblo Miskitu en Nicaragua, o “volver a la maloka” de los
pueblos amazónicos. Se trata de nociones que, respetando la diferencia
y la rica diversidad de cada uno de ellas, contienen puntos de encuentro
sobre los cuales se está ordenando el discurso político interpretado en
este trabajo bajo el rótulo de utopía, en el sentido no peyorativo expli-
cado ampliamente en el primer capítulo.
Al decir de Medina (2008) los campesinos bolivianos hablan de una
“vida dulce”, para hacer referencia a una situación en la que sus chacras
florecen, hay tiempo para compartir festivamente, hay agua, montes y
praderas para pastorear los animales, y cuando hay bienes suficientes
para la reciprocidad. De ahí surge la amistad, la alianza, la confianza,
la cooperación mutua. La “vida dulce” es una vivencia interrelacionada
en donde importa la accesibilidad de lo necesario y lo suficiente para
Vivir Bien. Es importante no perder de vista que “lo necesario” no in-
cluye la necesidad impuesta por la coacción. Consiste en no carecer de
nada salvo de lo enajenante. Prescindir de todo aquello que nos vuelve
no libres. Es una forma de decir que el Buen Vivir propende por la falta
de privaciones, tener de entrada todo, lo que representa mantenerse
desbordado y en sobreabundancia del ser, pero nunca del tener. En pa-
labras del Canciller de Bolivia David Choquehuanca:
...el Vivir Bien apunta a una vida sencilla que reduzca nuestra adicción al
consumo y mantenga una producción equilibrada sin arruinar el entorno.
En este sentido, Vivir Bien es vivir en comunidad, en hermandad y especial-
113!"#$%&'()*'%+)$#(,!
mente en complementariedad. Es una vida comunal, armónica y autosufi-
ciente. Vivir Bien significa complementarnos y compartir sin competir, vivir
en armonía entre las personas y con la naturaleza. Es la base para la defensa
de la naturaleza, de la vida misma y de la humanidad toda.
En contraposición al Vivir Mejor occidental, la racionalidad del Buen
Vivir no pretende que unos vivan mejor que otros, pues no se puede pre-
tender Vivir Bien sabiendo que los demás están mal. Sería como aceptar
el desequilibrio relacional y la desarmonía comunitaria. El ideal, por el
contrario, es que todos podamos Vivir Bien, dentro de un conjunto de
relaciones equilibradas, armónicas, equitativas, complementarias y recí-
procas entre las personas, pero también entre los seres humanos y la na-
turaleza. Según puede apreciarse es una lógica radicalmente diferente al
raciocinio predatorio del Vivir Mejor, y de su fetiche por el progreso, el
individualismo, la competencia y la fascinación por la técnica moderna.
En discrepancia, para el Buen Vivir el ser no puede definirse nunca por
su capacidad de tener, sino por su facultad de relacionarse armónica y
equilibradamente con la totalidad. El Vivir Bien, en suma, es un para-
digma opuesto al modelo de la buena vida occidental moderna, debido
a que no es la separación con la naturaleza, ni el énfasis en la racionali-
dad concebida a partir del individuo, sino la inmanencia de la relación
intersubjetiva y la atención en la vida comunitaria, las que dan las bases
para Vivir Bien.
Ahora bien, la vida en comunidad no es una abstracción, sino una
práctica cotidiana que sucede desde un determinado lugar. Como ha
señalado el filósofo japonés Kitaro Nishida, el conocimiento parte de la
experiencia vivida desde el “aquí”, porque el punto de vista, la racionali-
dad por la cual se construye un mundo, está intrínsecamente arraigada
al lugar, al pensar con un punto de referencia, al hecho de estar en al-
guna parte. La experiencia de la vida en plenitud está asociada con las
relaciones con las montañas, el suelo, los ríos, es decir, la manera como
se territorializa un espacio construido en lo social y en lo histórico. Sue-
na contradictorio que la etimología de la utopía sea justamente lo con-
trario de lo que aquí se quiere expresar, porque, de modo paradójico, la
utopía cuando es un sueño que aspira a realizarse es volver a ver lo que
ya tiene su propio lugar.
La utopía del Buen Vivir tiene además una manera característica de
concebir la temporalidad, la cual está ligada a la manera de relacionarse
con el territorio, donde se asienta la base de la experiencia cotidiana.
Para las racionalidades campesinas, indígenas y afro, la manera de vivir
el tiempo está indisolublemente vinculada a los ciclos agrícolas, por lo
que a diferencia de la linealidad, progresividad e infinitud del tiempo
114!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
moderno, la temporalidad es cíclica, parecida al eterno retorno nietzs-
cheano, pues hay siempre posibilidad de volver al punto de partida. Se
mencionó en el capítulo anterior que el tiempo del progreso es el que
da sentido a la acumulación, pues como nunca habrá retorno, es me-
nester atesorar, reservar y descontar del presente para llevarse al futuro.
Por el contrario, cuanto existe ciclicidad en el tiempo, como ocurre en
las economías campesinas, acumular no tiene sentido porque siempre
habrá retorno de los periodos de sequía y lluvias, recuperación de la
fertilidad del terreno por la rotación de cultivos o reintegro de las se-
millas para la siembra luego de la cosecha. Para la racionalidad cíclica
el futuro está algunas veces adelante y otras veces atrás, mientras que el
pasado en ocasiones se encuentra atrás aunque también adelante. Por
eso la lógica de la utopía del Buen Vivir no es un progreso inevitable
hacia lo mejor, sino hacia el restablecimiento o retorno de la armonía
que ha sido alterada.
De modo que a diferencia de la razón instrumentalizada que no pone
en cuestión el punto de llegada sino solo los modelos o medios para
alcanzarlos, la utopía del Buen Vivir se sitúa en el meollo del asunto al
discutir también los fines, para luego buscar los medios más adecuados
para cumplir los nuevos objetivos. Vivir Bien es el fin, pero debe ser
entendido como un arte de vivir en armonía con la gran comunidad
de seres humanos y demás sujetos naturales, por lo que el bienestar no
puede significar ruptura, sino restitución óptima del orden alterado. El
objetivo es “estar bien con los demás” lo que incluye la comunalidad
con las demás personas, pero también con la Madre Tierra, de la que
depende incuestionablemente nuestra vida. Como lo muestra la eman-
cipación de la naturaleza, no podemos intervenir como dominadores
sin que destruyamos en el mismo acto también el equilibrio, y nos lle-
vemos por delante nuestra posibilidad de supervivencia.
Los defensores de la modernidad como proyecto inacabado cuestio-
narán que podemos hablar de utopía sólo en la medida en que la ins-
cribimos en el racional de que la historia está por hacerse, una de las
grandes ideas ilustradas que acompañan la historia del progreso y que
se circunscriben en la noción de la temporalidad lineal orientada hacia
el futuro. Según tal perspectiva, únicamente desde la noción del tiempo
irreversible podemos incidir, cambiar el curso de los acontecimientos
y no estar a merced de un destino fijado de antemano. En consecuen-
cia, toda utopía, incluyendo el Buen Vivir, sería por definición siempre
moderna. La respuesta a esta posible crítica es que, efectivamente, la
utopía del Buen Vivir acepta que puede hacerse la historia, sin embargo,
la historia por hacer es un retorno de lo posible, según la ciclicidad del
tiempo campesino. En palabras de Heidegger sería un gestarse históri-
115!"#$%&'()*'%+)$#(,!
co en el presente, pero que surge de un pasado vivo que no ha dejado de
ser. En tal sentido, el Buen Vivir hace un retorno a sí mismos para abrir
sus posibilidades propias y proyectarse en el advenir. Por tanto hacer
la historia no necesariamente se asienta en una visión unidireccional,
progresiva e infinita del tiempo, como se expuso en el primer capítulo,
y en este sentido la utopía interpretada se aleja de la modernidad.
Otra crítica a la que es posible adelantarse es que el discurso parte
del supuesto de que las comunidades indígenas o algunas campesinas,
viven y han vivido en relación armónica con el medio natural. No des-
conozco que se trata de un romanticismo ajeno a las evidencias de los
impactos sobre la naturaleza de diversas culturas no occidentales, las
cuales contribuyeron a la extinción de animales, deforestación, cambios
sobre el clima y sequías, erosión y destrucción de sus propias socieda-
des. Es evidente que unos más que otros, pero todos somos correspon-
sables de haber devenido a la era de la supervivencia. Lo que importa
tener en la cuenta es que el discurso utópico es ante todo un discurso
político que no necesariamente tiene pretensiones de verdad. En el caso
de la utopía del Buen Vivir retoma varias ideas de diferentes culturas y
las adereza para hacer convincente y penetrante una propuesta, y hacer
emerger un nuevo imaginario a partir de las racionalidades de algu-
nas sociedades rurales latinoamericanas. No es que se considere a unas
culturas superiores frente a las otras; no son ni mejores ni peores que
las demás. Es solo que cuando se agotan las fuentes inspiradoras en
contextos de crisis sistémicas, es necesario mirar hacia otras racionali-
dades, construir nuevos marcos epistémicos y, sobre su base, elaborar
proyectos alternativos. En la generalización y la traducción a la cultura
occidental se pierde mucho contenido, pero lo que importa en este caso
es lograr que el discurso sirva para orientar la acción y estimular la
creatividad política.9
Es importante aclarar que aunque la utopía del Buen Vivir pretenda apoyarse en
cosmovisiones y filosofías procedentes de culturas heterogéneas, no intenta uniformar-
las, equipararlas o universalizarlas, porque la idea finalmente es construir un discurso
político que respete y reconozca la multiculturalidad y que no repita la homogenización
propia del proyecto moderno. Se retomará esta discusión en el siguiente capítulo.
9
116!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

El discurso político del buen vivir

Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas.
Jorge Luis Borges

Otras inquisiciones

Durante la argumentación hecha en el primer capítulo sobre la ideo-
logía se intentó alejarse del concepto según el cual existe una verdad
absoluta, una realidad que nosotros conocemos de manera privilegiada
pero que los demás ignoran debido a la acción de la ideología; más bien
se eligió analizar la realidad como percepciones que la imaginación or-
dena de diferentes modos (Hume, 2001), y que están mediatizadas por
representaciones simbólicas, con las cuales aprehendemos y juzgamos
nuestra relación con el mundo (Geertz, 1991). Así, la ideología actuaría
no sobre la realidad misma, como pensaba el joven Marx, sino sobre
los mediadores simbólicos (Ricoeur, 2008), lo cual se logra mediante
ciertos elementos discursivos que se convierten en verdades incuestio-
nables para el colectivo. En consecuencia, la tarea que le corresponde
al discurso utópico es re-simbolizar los mediadores construidos por la
ideología a fin de que surjan otras significaciones.
Se ha dicho que la metáfora es el recurso retórico del discurso que
mejor cumple dicho objetivo, en la medida en que en pocas palabras
es capaz de explicar las cosas fácilmente generando un excedente de
significación. Además la metáfora, de acuerdo con Ricoeur (1980), es
un medio figurativo idóneo para “poner ante los ojos” y evocar la apa-
rición de un conjunto de imágenes por medio del lenguaje. La función
de esta figura estilística es despertar la imaginación y generar creencias
perceptivas en una comunidad lingüística. Cuando se usa en el discurso
utópico, provoca la apertura de lo imaginario al hacer que el receptor
vea con palabras. La meta, en un primer momento, es desenmascarar
los disfraces ideológicos, poner en tela de juicio las certezas que hemos
considerado incontrovertibles y conseguir que el mundo como lo con-
cebimos en la cotidianidad parezca extraño, nos genere dudas y destru-
ya en cierto modo lo que siempre nos ha parecido totalmente evidente;
y en un segundo momento, conmover, motivar y guiar la acción por un
cambio en el orden establecido.
En el caso que nos ocupa, el discurso utópico del Buen Vivir procura
“hacernos ver” el mundo como campesinos o indígenas. Por supuesto
que quienes habitamos las ciudades no vivimos de tal modo, pero pre-
117!"#$%&'()*'%+)$#(,!
cisamente de lo que se trata es de hacer una transgresión, de llevarnos a
una racionalidad que nos haga cuestionar nuestra propia cotidianidad,
de emanciparnos en contra de nuestros pensamientos. En efecto, cuan-
do el discurso hace uso de una serie de metáforas, logra proyectar de
manera creativa un mundo determinado, provocando la apertura de lo
imaginario, una vez lo contrastamos con las metáforas ideológicas con
las cuales usualmente nos relacionamos con la realidad.
Así, ante las ideologías que nos “hacen ver” la Tierra como objeto y
la naturaleza como recurso, el discurso utópico del Buen Vivir nos la
“hacer ver” como Madre y ser vivo. Frente a la concepción ontológica
de nuestro “yo” autónomo, solitario e independiente, las metáforas nos
“hacen vernos” como conectados, dependientes y complementarios de
nuestra gran comunidad biótica y humana. En oposición al concep-
to del mundo en proceso incansable de progreso y desarrollo, se nos
presenta como un complejo en equilibrio al que debemos insertarnos
armónicamente. En contraste de la racionalidad concebida a partir del
individuo, se nos “hace ver” la vida como una interrelación comunal
en la cual no podemos estar bien si los demás están mal. En lugar del
Vivir Mejor que en el presente y que las otras personas, se nos presenta
el Vivir Bien como plenitud y sobreabundancia del ser. A diferencia
del tiempo lineal orientado al futuro, las metáforas nos “hacen ver” el
tiempo como un ciclo natural de eterno retorno.
Quiero mostrar que estos simbolismos, metáforas o principios sirven
en el discurso político para reorganizar una multiplicidad de significacio-
nes subordinadas, pues en todo discurso existen ciertas significaciones
centrales que ordenan al resto de la red. El objetivo es que con la di-
mensión creativa del lenguaje podamos orientar la acción política en el
presente y evitar el refugio en el horizonte, donde residen las ilusiones
irrealizables. Al contrario, se entiende la utopía, con Mannheim (1987),
como un sueño que puede y siempre está en aras de su realización. Asi-
mismo, de acuerdo con lo dicho, la característica diferencial frente a la
ideología consiste en que la utopía intenta trascender un orden dado,
mientras que la ideología busca preservarlo. De modo que únicamente
es posible hablar de utopías, cuando en nombre de una serie de ideas –
en nuestro caso el Buen Vivir–, se intenta destruir el orden establecido
para luego modificarlo por otro que se considere más loable.
En cuanto toda utopía pretende ser realizable, veremos ahora algunos
de los instrumentos que hasta ahora se han establecido, para aterrizar
su filosofía en políticas públicas concretas.
***
118!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
Lo primero que se debe decir es que cualquier política del Buen Vivir
debe tomar muy en serio el principio de la complementariedad. El he-
cho de que nunca un discurso está totalmente acabado y que siempre
debe complementarse con otras formas de conocimiento. Así, la epis-
temología del Buen Vivir perfectamente puede establecer diálogo con
la ecología profunda, el pensamiento complejo, la física cuántica, las
nuevas ciencias de la vida, el budismo y la filosofía oriental, la fenome-
nología, las teorías feministas, el marxismo, la agroecología y con las
escuelas latinoamericanas de pensamiento ambiental y ecología polí-
tica, la modernidad/colonialidad, la investigación acción participativa
o la pedagogía de Paulo Freire, entre muchas otras. La idea finalmente
es entrar en una dialéctica complementaria, incluso con la misma mo-
dernidad, para nutrirse de lo que se intenta superar, pero también de lo
que se debe conservar.
Según ha señalado Eduardo Gudynas (2011), la utopía del Buen Vi-
vir es mejor concebirla como un proceso en construcción, un punto
de encuentro de epistemologías y ontologías relacionales. Antes de ser
un concepto plenamente acabado, es una construcción donde se re-
únen múltiples voces para elaborar multiculturalmente un proyecto
alternativo. De manera que no puede tomarse la concepción aymara
o quechua del Buen Vivir, ni la de ningún otro pueblo, y calcarla a
modo de receta en cualquier espacio territorial. Es indispensable que
la utopía se constituya en un lugar de encuentro donde confluyen di-
versas posturas con el objetivo común de elaborar políticas que entren
en contradicción con las lógicas del capitalismo y la defensa de princi-
pios diferentes. No obstante, como advierte Catherine Walsh (2010),
es necesario protegerse del peligro de modernizar el Buen Vivir, pues
cualquier visión comprometida no puede ser coaptada con la racionali-
dad sobre la cual se ha edificado el statu quo dominante. Por otro lado,
también es preciso distanciarse y aprender de las patologías de utopías
previas, como lo fueron las experiencias del socialismo autocrático del
siglo xx. Para evitar ambas contradicciones, el proyecto no puede de-
pender de la potestad de quienes estén en el poder una vez el movi-
miento logra convertirse en autoridad. El control debe estar siempre en
manos y bajo supervisión del mismo pueblo, so pena de que los ideales
inspiradores sean traicionados, según ha enseñado el maquiavelismo
político durante siglos.
Asimismo, es necesario considerar las patologías de las utopías ana-
lizadas por Ricoeur (2008). Para el autor todas las utopías comienzan
con una actividad creadora, pero paulatinamente se van convirtiendo
en una suerte de cuadro pintado, una imagen petrificada en el hori-
zonte, como si el tiempo hubiera quedado detenido. Para Ricoeur las
119!"#$%&'()*'%+)$#(,!
utopías no han comenzado aún cuando ya han quedado paralizadas
en el tiempo. Cualquier acción debe responder al modelo que ya ha
sido pincelado. El filósofo incluso se pregunta si todas las utopías no se
transforman, en cierta medida, en religiones secularizadas.10 Para evitar
enfermar de este recurrente vicio, es vital no perder nunca la flexibili-
dad del proceso. Así, en el caso del Buen Vivir el consenso debe darse
sobre su esencia, es decir, en el cuestionamiento de la racionalidad mo-
derno-capitalista y sobre los cambios requeridos en cuanto a la convi-
vencia humana y la relación con la naturaleza, pero la apuesta por los
medios tiene que hacerse en un entorno multicultural, sin pinturas fijas,
ni dogmas prefabricados. Desde luego que los aportes de las filosofías
indígenas, afro y campesinas son muy importantes, pero no se trata de
una postura etnocéntrica ni esencialista, porque la dimensión creativa
de la utopía depende, justamente, de la complementariedad con otras
ontologías, epistemologías y éticas procedentes desde diversos espacios
planetarios de las cuales pueda aprenderse de manera conjunta.
Sin embargo ello no significa que sea posible una apertura tan amplia
que al terminar metiéndolo todo, la utopía termine convirtiéndose en
lo mismo que pretendía cambiarse. Es necesario tener en claro que las
políticas públicas del Buen Vivir deben fundarse en los principios de la
relacionalidad, complementariedad, correspondencia y reciprocidad,
y que los fines buscados son el Vivir Bien en comunalidad, armonía y
equilibrio con todas las formas de existencia. Estas son las significacio-
nes centrales a las que tendría que remitirse cualquier política pública y
cualquier ordenamiento jurídico de dicha la utopía.
Un paso significativo en este sentido han sido las constituciones apro-
badas en 2008 en Ecuador, y 2009 en Bolivia, las cuales incorporan el
Buen Vivir como el paradigma sobre el cual se sustenta la reconfigura-
ción de sus Estados. Efectivamente, ambos países tras algunos cambios
históricos y sociales, retomaron algunos presupuestos de sus socieda-
des rurales a fin de que sus nuevas cartas políticas estuvieran inspiradas
en las racionalidades antes expuestas. Lo plausible de este intento es que
por primera vez en Latinoamérica dos países establecen sus proyectos
políticos, apoyados en filosofías históricamente excluidas, subordina-
das y discriminadas, lo cual es de por sí un acto decolonial (Walsh,
2009), ya que profana el raciocinio de la colonialidad del saber, uno

Prueba de la intención de las utopías de volverse religiones secularizadas está en
la siguiente proclamación de los seguidores de Saint-Simon en 1831: “Hasta ahora el
saint-simonismo ha sido una doctrina y nosotros hemos sido sus doctores. Ahora ha
llegado el momento de realizar nuestras enseñanzas. Vamos a fundar una religión...
Ahora somos –sus– apóstoles” (Religion saint-simonienne: Cérémonie du 27 novembre
citado por Manuel y Manuel, 1984).
10
120!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

de los elementos constitutivos y reproductores del patrón de poder del
sistema-mundo moderno (Quijano, 2000b). Si recordamos que con la
modernidad, y la ideología racial, la alteridad fue expulsada de las po-
sibilidades para reducirlas a un único discurso de verdad en torno a la
cultura europea (Escobar, 2005), nos percataremos de que el solo hecho
de refundar un Estado basado en las cosmovisiones y sabiduría de los
habitantes rurales del subcontinente es un ensayo meritorio para co-
menzar a destruir uno de los peldaños necesarios del poder mundial
capitalista.
Al respecto el preámbulo de la Constitución ecuatoriana señala:
Nosotras y nosotros... reconociendo nuestras raíces milenarias forjadas por
mujeres y hombres de distintos pueblos, celebrando a la naturaleza, la Pa-
chamama, de la que somos parte... apelando a la sabiduría de todas las cul-
turas que nos enriquecen como sociedad... decidimos construir una nueva
forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza,
para alcanzar el buen vivir, el sumak kawsay....
Similarmente indica el preámbulo de la Constitución boliviana:
El pueblo boliviano, de composición plural, desde la profundidad de la his-
toria, inspirado en las luchas del pasado... construimos un nuevo Estado.
Un Estado basado en el respeto e igualdad entre todos, con principios de
soberanía, dignidad, complementariedad, solidaridad, armonía y equidad
en la distribución y redistribución del producto social, donde predomine la
búsqueda del Vivir Bien...
Por supuesto que las constituciones conservan los principios de las
democracias liberales modernas creadas durante la Ilustración euro-
pea. En realidad mezclan los valores modernos como la igualdad o la
libertad, con los valores comunitarios de la reciprocidad, la comple-
mentariedad, la armonía, y la solidaridad del Buen Vivir. Lo interesante
del asunto es la forma en que los movimientos sociales comienzan a in-
cidir para que los instrumentos jurídicos y políticos recojan el concepto
del Buen Vivir como el principio ordenador de ambos Estados. Ello
simbólicamente implica una vuelta a lo sido, a un pasado vivo que no
ha dejado de ser, a una herencia cultural que pervive especialmente en
muchas áreas rurales, en donde predomina el paradigma comunitario,
y en donde las percepciones de la naturaleza son radicalmente diferen-
tes a los de la cultura dominante.
En términos prácticos, el hecho más significativo es la declaración de
los derechos de la Madre Tierra, tanto en la Constitución ecuatoriana
121!"#$%&'()*'%+)$#(,!
como en la legislación boliviana. En el caso de Ecuador, en forma pio-
nera en el mundo, se promulgaron los derechos de la naturaleza: La
Pachamama –señala la Carta Magna–:
... tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el manteni-
miento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos
evolutivos. Toda persona, comunidad, pueblo, o nacionalidad podrá exigir
a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza...
Independientemente a las valoraciones humanas en cuanto a utilidad,
interés económico o estético, la naturaleza normativamente pasó a ser
un sujeto de derechos. Esto significaría que la Madre Tierra, por lo me-
nos legislativamente, no podría ser considerada más en forma de objeto,
sino como un sujeto más allá de cualquier provecho para la humanidad.
Una innovación legal en el texto constitucional es que la Pachamama
tiene derecho a una restauración integral, es decir, a la recuperación
integral de los ecosistemas que han sido degradados o destruidos por
la contaminación, deforestación o cualquier acción humana que haya
vulnerado el equilibrio ecológico (Gudynas, 2009).
Sin embargo, estas interesantes herramientas legales, que en el papel
buscarían perseguir el equilibrio y la armonía en las relaciones con
la Madre Tierra, han tenido serias dificultades en su aplicación, pues
la práctica administrativa se ha seguido ciñendo al tradicional dere-
cho ambiental antropocéntrico. El problema ha consistido en que, si
bien los derechos de la naturaleza están expresamente reconocidos en la
Constitución, de una manera esquizofrénica, en otros artículos quedó
concebida la naturaleza con la tradicional metáfora moderna del recur-
so natural. Justamente, esta contradicción es la que ha hecho que en
los actos judiciales se conserve la concepción tradicional del derecho
humano a un ambiente sano, y se evadan los derechos del sujeto natu-
raleza.11
Por su parte, aunque Bolivia no incluyó en su Constitución los de-
rechos de la naturaleza, en el año 2010 promulgó la Ley de la Madre
Tierra. El texto jurídico señala que su objeto es “reconocer los derechos
de la Madre Tierra, así como las obligaciones y deberes del Estado Plu-
rinacional y de la sociedad para garantizar el respeto de estos derechos”.
Específicamente, se establecieron los derechos de la naturaleza relacio-
nados con el derecho a la vida, a la diversidad, al aire limpio, al agua, al
equilibrio, a la restauración y a vivir libre de contaminación. El objetivo,
11
Información suministrada por Mario Aguilera Bravo, quien participó como ase-
sor de la comisión de biodiversidad y recursos naturales en la Asamblea Nacional del
Ecuador.
122!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
de acuerdo con otra ley regulatoria promulgada durante el año 2012,12
consiste en que quienes violen los derechos de la naturaleza de manera
premeditada o accidental, deben rehabilitar dichas áreas y someterse a
otras responsabilidades legales.
Aunque tanto en Ecuador como en Bolivia no haya existido hasta el
momento una aplicación efectiva de estos derechos, y que incluso los
mismos hayan sido violentados por las acciones desarrollistas de los go-
biernos en curso, resulta muy interesante el rumbo que van adquirien-
do las luchas sociales, en el sentido de ir construyendo instrumentos
para proteger la reproducción de la vida y al mismo tiempo, subordinar
los derechos del gran capital con respecto a los derechos humanos y la
Pachamama. Según se había mencionado durante el capitalismo y más
aún, en su expresión liberal, el dinero se transformó en un sujeto con
toda la gabela de derechos mientras que las personas y la Madre Tierra
fueron convertidas en objetos sometidos y disciplinados para servir al
engranaje del modelo. Considero que la utopía del Buen Vivir con este
tipo de herramientas va saliendo de las lógicas del capitalismo, al privi-
legiar la vida sobre el capital. Como señala François Houtart (2009) de
lo que se trata no es de acabar el capitalismo en forma directa –eso no
es posible–, sino en lograr que políticas concretas vayan en la dirección
de contradecir, a largo plazo, la racionalidad del sistema.
Por otro lado, en lo relativo a la refundación del Estado, tanto Ecua-
dor como Bolivia establecieron en sus cartas políticas el concepto de
interculturalidad y plurinacionalidad,13 Boaventura de Sousa Santos
(2010) sostiene que este reconocimiento implica un desafío al concepto
del Estado moderno, en específico a la idea que sostiene que en cada
Estado hay una sola nación. Por el contrario, la plurinacionalidad acep-
ta que en un mismo Estado coexisten diversas naciones culturales. Re-
tomando la epistemología comunitaria de los pueblos indígenas, ello

12
Así está redactado el primer fin de la Ley: “Establecer la visión y los fundamentos
del desarrollo integral en armonía y equilibrio con la Madre Tierra para Vivir Bien, ga-
rantizando la continuidad de la capacidad de regeneración de los componentes y siste-
mas de vida de la Madre Tierra, en el marco de la compatibilidad y complementariedad
de derechos, obligaciones y deberes; recuperando y fortaleciendo los saberes locales,
conocimientos ancestrales, cosmovisión y las propias vivencias de las bolivianas y los
bolivianos, las naciones y pueblos indígena originario campesinos, y las comunidades
interculturales y afro bolivianas, acorde a la Constitución Política del Estado” (las cur-
sivas son mías).
13
Artículo 1 de la Constitución boliviana: “Bolivia se constituye en un Estado Uni-
tario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, de-
mocrático, intercultural, descentralizado y con autonomías...” Artículo 1 de la Carta
Política ecuatoriana: “El Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia,
social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y
laico...” (las cursivas son mías).
123!"#$%&'()*'%+)$#(,!

podría interpretarse como una ontología relacional, en donde ya no los
individuos, sino las comunidades, mantienen su propia individualidad
al diferenciarse culturalmente de las demás; pero al mismo tiempo, no
buscan la independencia, porque se asumen como parte constitutiva
de una totalidad política. En palabras de Santos (2010:30) “...la pluri-
nacionalidad refuerza la comunidad, al mismo tiempo que revela sus
límites. O sea, en la plurinacionalidad no hay comunidad sin interco-
munidad...”.
Sin embargo, para que el concepto de la plurinacionalidad en la uto-
pía del Buen Vivir no sea una declaración de buenas intenciones sin
operación práctica, es necesario aplicar, en serio, y no solo en el ámbito
legal, las nociones de autonomía y autogobierno, pluralismo jurídico, o
democracia intercultural, todas ellas, luchas de los pueblos indígenas en
Latinoamérica, las cuales se actualizaron con especial fuerza a partir del
levantamiento zapatista mexicano de 1994, pero que se remontan a las
disputas por la autonomía y el control de sus territorios desde épocas
anteriores a la conquista (Kraemer, 2003).
La utopía del Buen Vivir exige que el marco jurídico, educativo, polí-
tico, económico y ambiental no solo se enfoque en el individuo, como
ocurre en las democracias modernas, sino que también las políticas se
orienten al paradigma de la vida comunitaria, en la que las acciones
concretas busquen la armonía y el equilibrio con lo existente. Toda in-
tervención política debe fincarse en el principio relacional según el cual
el perjuicio contra una parte de la gran comunidad, es el daño de la
comunidad en su conjunto. Por tanto el criterio para el diseño de las
políticas públicas debe considerar primero la integridad y salud de la
Madre Tierra, luego la armonía de la vida comunitaria y, finalmente,
al individuo en cuanto sujeto constitutivo de un contexto organizativo
más amplio (Huanacuni, 2010). Darle prioridad a los derechos de la
Madre Tierra sobre los humanos no daría lugar a un ecofascismo, como
podría especularse; por el contrario, hacerlo es reconocernos como se-
res interdependientes de los otros seres naturales e integrantes de la
gran comunidad de la Madre Tierra. Significa aceptar que no es posible
garantizar el derecho a la vida, a la salud, a la libertad, a la dignidad, a
los alimentos y el agua para los humanos, si primero no protegemos los
derechos de la Madre Tierra (Giraldo, 2012a).
En cuanto a la afirmación de que la segunda prioridad es la comuni-
dad, ello de ninguna manera quiere decir que por buscar el Vivir Bien
común se vulneren los derechos individuales de sus miembros, porque
si eso ocurriera, se violaría el principio según el cual no se puede Vivir
Bien si los demás viven mal. Más bien es entender a la comunidad como
un sujeto colectivo que necesita de la aportación de cada individuo en
124!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
complementariedad con los demás. Es reconocer la posición que ocu-
pa cada uno de los constituyentes para contribuir al equilibrio y la ar-
monía comunitaria, sin negar la individualidad de nadie. En términos
prácticos, dar prioridad a la comunidad significa que la economía bus-
cada debe responder a los principios de la solidaridad y la reciprocidad,
lo que consiste en aplicar la racionalidad de que si el uno gana y el otro
pierde, todos en realidad pierden. Por eso dar prioridad a la comunidad
sobre el individuo es buscar que todos vayan juntos, sin que nadie se
quede atrás.
Este tipo de economía no representa buscar un futuro que no existe
y tendría que ser inventado, pues no estamos hablando de sueños en
un horizonte sin lugar, sino de realidades en comunidades vivas que
coexisten a contracorriente del sistema dominante. Me refiero a las
costumbres más sencillas que se viven a diario en múltiples cuadras
de barrios populares de pueblos y ciudades. Pensemos en el caso de
pequeñas comunidades que se prestan ayuda para que a un negocio
familiar nuevo que abre sus puertas le vaya bien. La racionalidad de
ayuda recíproca para la colectividad, consiste en que si a ese negocio le
va bien, en general a la comunidad así mismo le irá bien. A contravía de
la lógica competitiva del capitalismo, no hay necesidad de luchar entre
negocios individuales, porque existe el interés común del éxito de todos
y cada uno de los negocios existentes en una comunidad. A pesar de la
crítica que se haría sobre el romanticismo de este juicio, considero que
pensar en un más allá del capitalismo implica revalorar los fenómenos
cotidianos con otros lentes de lectura, y percibir que, dentro del mismo
capitalismo, hay también actitudes complementarias, solidarias y recí-
procas que se cuelan por las ranuras del sistema.
Precisamente, el Buen Vivir inspirado en este tipo de racionalidades
busca una economía mutualista, orientada por los principios de la co-
rrespondencia, la reciprocidad y la complementariedad,14 lo que no es
un tema menor, porque la utopía intenta poner el acento sobre un tema

En el artículo 306 y 307 de la Constitución de Bolivia puede leerse: “I. El modelo
económico boliviano es plural y está orientado a mejorar la calidad de vida y el Vivir
Bien de todas las bolivianas y los bolivianos. II. La economía plural está constituida por
las formas de organización económica comunitaria, estatal, privada y social coopera-
tiva. III. La economía plural articula las diferentes formas de organización económica
sobre los principios de complementariedad, reciprocidad, solidaridad, redistribución,
igualdad, sustentabilidad, equilibrio, justicia y transparencia. La economía social y co-
munitaria complementará el interés individual con el Vivir Bien colectivo. El Estado
reconocerá, respetará, protegerá y promoverá la organización económica comunitaria.
Esta forma de organización económica comunitaria comprende los sistemas de pro-
ducción y reproducción de la vida social, fundados en los principios y visión propios
de las naciones y pueblos indígena originario y campesinos” (las cursivas son mías).
14
125!"#$%&'()*'%+)$#(,!

frecuentemente olvidado: la importancia de la afectividad en las rela-
ciones sociales.
Recordemos que el homo sapiens se creó a sí mismo15 por medio
de la relación intersubjetiva con los demás individuos de su especie,
lo que significa que somos constitutivamente sociales porque vivimos
nuestra cotidianidad vinculados con el ser de otras personas. Lo reve-
lador del asunto es que la evolución de nuestra especie no se fundó en
el individualismo y la competencia, sino en la sociabilidad cooperativa,
porque nos hicimos a nosotros mismos en procesos de coordinación
y colaboración recíproca. La conclusión que podemos hacer es que,
biológicamente, el eje de la convivencia humana está determinado por
la empatía en la medida que somos seres sociales que necesitamos del
afecto como el elemento mediador de nuestras relaciones (Maturana,
1995). Una evidencia científica que reafirma lo anterior es que el ele-
mento común encontrado entre los humanos y los primates superiores,
lo que nos hace diferentes de los primates inferiores, es la capacidad de
interpretar el estado de ánimo del otro; de experimentar no solo su pro-
pia posición, sino también la de los demás, y de poder sentirse tocado
en su emoción por la existencia del otro. Ello quiere decir que las perso-
nas instintivamente, al igual que los chimpancés o los gorilas, tenemos
una disposición genética de sentir en nuestro propio cuerpo la emoción
ajena y de sentirnos solidarizados de su necesidad (Varela, 2000).16
Otro argumento, ya no biológico, pero que le da sustento a la relevan-
cia de prestar atención a la empatía en la conformación del tejido social,
son las investigaciones empíricas sobre los elementos que impulsan la
acción colectiva en los grupos humanos (Putnam, 1994; Ostrom, 2000;
Ostrom y Ahn, 2003). Tales trabajos han concluido que los valores so-
lidarios, como la confianza y la reciprocidad expresados en diversos
arreglos institucionales, son los factores determinantes para la organi-

15
Se parte del supuesto según el cual la cultura como aspecto diferenciador del ser
humano, no se le agregó a un animal biológicamente terminado, sino que fue un pro-
ceso que tardó varios millones de años, comenzando desde los australopitecos hasta el
homo sapiens. Tal evolución se debe, principalmente, a la cultura porque fue el aspecto
que permitió su evolución biológica, siendo particularmente importante el desarrollo
de su corteza cerebral. Lo anterior significa, de manera literal, que el animal humano
por medio de la cultura, es una especie que se creó a sí misma (Geertz, 1991).
16
No desconozco el argumento freudiano según el cual en el ser humano, además
del Eros, también hay una disposición innata para la agresividad, la crueldad y la des-
trucción (Freud, 2007). En la misma dirección, recientemente se ha documentado que
los chimpancés pueden llegar a matar violentamente a individuos de grupos vecinos
para expandir su propio territorio (Mitani et al., 2010). Considero que de tal tenden-
cia ya he hablado suficiente en el segundo capítulo. Lo que quiero expresar es que al
concentrarnos únicamente en el Tánatos hemos olvidado la relevancia de la dimensión
afectiva en los vínculos sociales.
126!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

zación comunitaria. En todo caso, hay suficientes elementos para creer
que la socialización está intrínsecamente relacionada con la afectividad,
por lo que es meritorio que el discurso en torno a la economía del Buen
Vivir preste cuidado a la empatía comunitaria como fundamento de
intercambio de bienes y servicios.
Similar al campesino que le habla a su cultivo porque hay un vínculo
afectivo que lo une a su parcela, la familia que abre el negocio, en el
ejemplo seguido, tiene el interés de que su emprendimiento funcione
y por tanto genera un lazo sentimental con el mismo. La consecuencia
es que la relación con el trabajo no es de enajenamiento sino de cariño.
En cambio, cuando no existe el elemento afectivo en las relaciones de
trabajo se persiguen intereses contrarios. Los dueños de las corpora-
ciones capitalistas quieren que sus empleados trabajen lo máximo po-
sible y se les pague lo menos que se pueda a fin de incrementar su tasa
de ganancia, mientras que los asalariados desean recibir el mayor pago
económico, pero con el menor esfuerzo (Huanacuni, 2010). Por el con-
trario, las relaciones económicas que persigue la utopía del Buen Vivir
responden a la lógica del afecto, aunque ello implique que los negocios
no crezcan indefinidamente para que no adopten la lógica capitalista
de la plusvalía, y aquellas que por sus características tengan que ser
grandes, el objetivo es que estén insertas en el racional de las coopera-
tivas, para que cada uno de los cooperados sienta apego sentimental a
su propia organización.17 En definitiva, el fin no es enriquecerse sino
que la economía ofrezca las bases económicas para la vida en plenitud.
Para quienes creen en el orden vigente y la promesa moderna de
abundancia y riqueza económica para todos, imaginar una vida aus-
tera representa condenar a la mayoría de las naciones del mundo al
“subdesarrollo” y la repartición de la pobreza. La respuesta sería que
la viabilidad económica de no insistir en la inversión del gran capital,
sino en pequeños negocios mediados por el afecto, podría basarse en la
elemental regla de la economía clásica –pero usada de forma antihege-
mónica– por la cual el aumento de la renta de la población en general
incrementa la demanda y dinamiza la economía local en su conjunto.
No es cuestión de utilizar herramientas económicas para hacer un ca-
pitalismo menos voraz, sino de ir saliendo de su lógica, al propender
por ingresos económicos equilibrados para la población que le ayuden
a mantener una vida digna, pero, al mismo tiempo, retornar a aspectos
de la felicidad humana que entran en contradicción con la codicia y la
adicción al consumo. Me refiero a la tranquilidad, la salud ambiental,

17
El tema de las economías basadas en la reciprocidad es mucho más complejo de
lo que aquí se expone. Para un análisis detallado de organizaciones comunales en el
contexto mexicano véase Marañon et al. (2013).
127!"#$%&'()*'%+)$#(,!

la riqueza de tiempo para compartir con la familia y los amigos, el ocio
y la espiritualidad.
En este sentido, el discurso gubernamental de Bolivia exhorta a una
vida sin opulencia, modesta, que privilegie las verdaderas necesidades
humanas y no el dinero:
Decimos Vivir Bien porque no aspiramos a Vivir Mejor que los otros –arguye
el Presidente de Bolivia Evo Morales al referirse al paradigma comunitario–.
No creemos en la concepción lineal y acumulativa del progreso y el desarro-
llo ilimitado a costa del otro y de la naturaleza. –Por el contrario– tenemos
que complementarnos y no competir. Debemos compartir y no aprovechar-
nos del vecino. Vivir Bien es pensar no sólo en términos de ingreso per-cá-
pita, sino de identidad cultural, de comunidad, de armonía entre nosotros y
con nuestra Madre Tierra.
Aunque hay que tener en la cuenta las constantes contradicciones de
las enunciaciones de los funcionarios del gobierno boliviano y de los
documentos institucionales, es interesante observar como tímidamente
el discurso intenta despojarse de las nociones de desarrollo, crecimien-
to y progreso, inscritas en la temporalidad lineal del tiempo orientada
hacia el futuro:
...para nosotros no existe un estado anterior o posterior, de sub-desarrollo o
desarrollo, como condición para lograr una vida deseable...–señala el Can-
ciller boliviano–. Al contrario, estamos trabajando para crear las condicio-
nes materiales y espirituales para construir y mantener el Vivir Bien, que se
define como vida armónica en permanente construcción.
En realidad el discurso no refleja las imágenes de prosperidad eco-
nómica al igual que la retórica moderna, sino que proyecta una vida
tranquila, sin abundancias materiales pero con decencia, en equilibrio
y armonía con la naturaleza. Si el malestar durante la crisis civilizatoria
es la falta de empleo, la desigualdad socioeconómica creciente entre los
grupos humanos, la ansiedad y la inseguridad por el no-futuro, la in-
dignación por la voracidad del sistema especulativo del capitalismo, y la
devastación ambiental, el discurso utópico del Buen Vivir intenta des-
truir simbolismos modernos y se construye en antítesis de este tipo de
vida, como se discutirá con mayor detenimiento durante el capítulo 5.
Conviene aclarar que ir en la dirección de los objetivos de la utopía
del Buen Vivir no significa replicar los modelos fracasados de la pro-
piedad estatal de los socialismos del siglo xx, ni el populismo que con-
dena a la población a esperar que un Estado paternalista les de todo, ni
128!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./

mucho menos las economías de escala con grandes fábricas industriales
en detrimento de los pequeños negocios locales (Escandell, 2011). An-
tes bien, debe considerar la complementariedad de formas diversas y
plurales de propiedad “que contribuyan a relativizar la centralidad asig-
nada a la propiedad privada” (León, 2009:72); implementar políticas
concretas para desarrollar la multidimensionalidad de capacidades de
la población, y poner el acento en economías territoriales y locales, para
que en mercados mediados por el afecto, se encuentren productos y
culturas diversas bajo el racional de la interculturalidad, la reciprocidad
y la complementación solidaria.
La idea es subordinar a la economía, para que ella sea solamente un
medio, una herramienta más y las sociedades dejen de ser vulgares eco-
nomías –como ocurre en el capitalismo– y vuelvan a ser eso: “socieda-
des”, en las cuales solo una de las dimensiones sea el intercambio y la
distribución de bienes y servicios, sin que el modo de producir deter-
mine todos y cada uno de los valores, necesidades y relaciones (Bartra,
2010). La utopía del Buen Vivir entiende que lo que hay que cambiar es
la manera de vivir, y solo sobre esa base, se pueden construir relacio-
nes económicas supeditadas y compatibles con las reales necesidades
humanas. Si lo que está en juego es la supervivencia de nuestra especie,
la economía debe girar en torno a la reproducción de la vida entera, al
comprendernos como seres interdependientes e interrelacionados in-
mersos en un planeta vivo.
Particularmente, la normativa descrita en torno a los derechos de la
naturaleza, implicaría que las actividades económicas no puedan alterar
la capacidad de regeneración de los ecosistemas, ni vulnerar su derecho
a continuar existiendo. Con la utopía del Buen Vivir se está tratando de
construir herramientas para que el gran capital deje de ser el eje central
de la economía, y sea la vida la que determine las relaciones económi-
cas compatibles con ella. Sin embargo, el asunto no debe reducirse a
un asunto legislativo. Similar a como el campesino cuida el bosque de
su chacra para que el agua no se acabe, la meta es hacer una economía
del cuidado bajo la racionalidad de la reciprocidad. La idea tampoco
es buscar una acción ética kantiana del “deber ser” por “el deber ser
mismo”, en cuanto imperativo categórico supremo, sino que asumamos
una responsabilidad ontológica que entienda que cualquier acción eco-
nómica destructora de la Madre Tierra constituye, literalmente, un sui-
cidio para nuestra especie. El fin es que entendamos que requerimos de
la vida, en su totalidad, para el mantenimiento de nuestra propia vida.
En todo caso, es supremamente interesante que la discusión sobre el
Buen Vivir esté recorriendo el mundo y ya haya tenido impactos en
temas concretos dentro del marco de las Naciones Unidas, como la
129!"#$%&'()*'%+)$#(,!
aprobación del derecho humano al agua y el saneamiento, y actos sim-
bólicos como el día internacional de la Madre Tierra. Pero quizá un
propósito más ambicioso es el movimiento mundial de los pueblos
por la Madre Tierra y su proyecto que aboga por la promulgación de
los derechos de la naturaleza con el fin de hacerla vinculante para to-
dos los países miembros de la organización. En efecto, en 2010 Bolivia
convocó la primera conferencia mundial de los pueblos sobre el cambio
climático, evento durante el cual se redactó el proyecto:
Nosotros, los pueblos de la Tierra...–dice el preámbulo del acuerdo– con-
siderando que todos somos parte de la Madre Tierra, una comunidad indi-
visible vital de seres interdependientes e interrelacionados con un destino
común; reconociendo con gratitud que la Madre Tierra es fuente de vida,
alimento, enseñanza, y provee todo lo que necesitamos para Vivir Bien...
convencidos de que en una comunidad de vida interdependiente no es po-
sible reconocer derechos solamente a los seres humanos, sin provocar un
desequilibrio en la Madre Tierra; afirmando que para garantizar los derechos
humanos es necesario reconocer y defender los derechos de la Madre Tierra
y de todos los seres que la componen, y que existen culturas, prácticas y leyes
que lo hacen... proclamamos esta Declaración Universal de Derechos de la
Madre Tierra, y hacemos un llamado a la Asamblea General de las Naciones
Unidas para adoptarla, como propósito común para todos los pueblos y na-
ciones del mundo...(cmpcc, 2012) (las cursivas son mías).
Con esta propuesta que va a contracorriente de los pactos suscritos du-
rante las conferencias anuales de las Naciones Unidas sobre el cambio
climático, se pretende que se declare que todos los seres tienen derecho a
existir y a ser respetados; a la libre autorregeneración de procesos vitales
sin alteración humana; a la identidad en cuanto individuos diferencia-
dos pero interdependientes, al agua, al aire limpio, a la salud integral, a
estar libre de contaminación, a no sufrir modificaciones genéticas, a la
restauración de las afectaciones producidas por la humanidad, y a vivir
libres de trato cruel por parte de los seres humanos. Para hacer opera-
ble el documento advierte que en caso de conflictos entre los derechos
de cada ser, los mismos deben resolverse de manera que “mantenga la
integridad, equilibrio y salud de la Madre Tierra” (cmpcc, 2012). Es
decir, el criterio para decidir sobre los derechos económicos, sociales y
culturales de las sociedades humanas debe responder al principio de la
armonía y la salud, entendida como un estado de equilibrio biológico
entre los miembros de la gran comunidad.
De acuerdo con la epistemología del Buen Vivir, el proyecto acepta
la concatenación de relaciones, por lo que los derechos a la existencia
130!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
hacen referencia a la totalidad de la Madre Tierra en cuanto sistema vivo
inmanentemente interrelacionado, y no a sujetos individuales como po-
dría malinterpretarse. En otros términos, el acuerdo no dice que no se
pueda combatir una plaga o una enfermedad bacteriana, porque el jui-
cio en el conflicto en los derechos de cada ser, se resolvería a favor del
equilibrio y la armonía ecológica. Ello tampoco significa que todos los
seres tengan que vivir; por el contrario, el equilibrio depende de una
relación ecológica de la muerte.18 Entendido así, los derechos van en la
dirección de no violar la dinámica armónica del mundo natural; buscar
que las acciones humanas no nieguen la posibilidad de que el otro ser
sea. Permitir que un bosque, una montaña o un arrecife de coral –como
sistemas naturales y sujetos vivos– sigan siendo un bosque, una monta-
ña o un arrecife de coral.
Ontológicamente hablando, es notable que el acuerdo sostenga lo si-
guiente: “El término ser incluye los ecosistemas, comunidades natura-
les, especies y todas las otras entidades naturales que existen como parte
de la Madre Tierra” (cmpcc, 2012), pues a diferencia de la modernidad,
el concepto ya no se define directamente con el “yo” de los humanos,
y en cambio considera a todos y cada uno de los integrantes del gran
sujeto Tierra. En efecto, Heidegger (2000b) nos recuerda que la palabra
latina subiectum en la antigüedad occidental servía para designar a la
sustancia de cualquier ente, pero en la filosofía moderna pasa a referirse
exclusivamente al “yo” del hombre. Por eso, el hecho de que se designe
al ser refiriéndose a todos y cada uno de los entes de la Madre Tierra,
por lo menos normativamente, representa una concepción ontológica
que pretende apartarse de la modernidad.
Promulgar derechos no es una acción antropocéntrica, como podría
pensarse, puesto que sería posible argumentar que dar derechos a la
naturaleza, es en sí mismo una arrogancia que no sale de la lógica del
humano que reduce todo lo demás al tamaño de sí mismo, porque es él
quien decide qué es digno, o no, de derechos. Es claro que “los derechos”
de la Madre Tierra no existen, porque esa es una invención humana,
una metáfora como diría Nietzsche (1996) que hemos construido para
relacionarnos con el mundo. Sería más adecuado entender los derechos
como un acto de reciprocidad con la Tierra. Es comprender el sentido
de nuestro ser como la capacidad de integrarnos armónicamente a la
gran comunidad. Si necesitamos inventarnos metáforas para regular
nuestra relación, ello no significa que persista nuestra posición domi-
nadora, porque, justamente, nos estamos percibiendo como cultores,

18
Recordemos que el equilibrio ecológico depende no solo de la capacidad de repro-
ducción de la vida, sino también de la muerte, en la medida en que una sobrepoblación
de individuos de una especie resulta en plaga para las demás especies.
131!"#$%&'()*'%+)$#(,!

cuidadores, pastores, o jardineros de un sistema vivo. Es una manera
poética, creativa y práctica de asumir nuestra responsabilidad de co-
rrespondencia como norma relacional con la Madre Tierra.
Sé que la aprobación de los derechos de la naturaleza por todas las
naciones del mundo, y lo que ello implica, es un asunto realmente
complicado porque interfiere con la lógica del capitalismo. Ciertamen-
te, los países con mayor poder, liderados por Estados Unidos y ahora
China, con dificultad asumirán la responsabilidad que les endilga la
aberrante huella ecológica que han dejado sobre la Tierra. Incluso, no
es difícil sospechar las restricciones que pretenderán hacer sobre la
biodiversidad que habita en los países tropicales para continuar man-
teniendo la hegemonía del sistema-mundo. No podemos ser ingenuos
e ignorar los grandes intereses que producen y reproducen las ideo-
logías con que se estructura el modelo. Lo que me parece interesante,
es la manera como estos discursos empiezan a ir en contravía de las
ideologías dominantes y, poco a poco, van adquiriendo fuerza en el
contexto internacional. Precisamente en este punto llegamos al hori-
zonte de la indagación que guiará el próximo capítulo: la manera como
el discurso utópico del Buen Vivir adquirió el estatuto para ser discu-
tido a escala mundial.

El régimen de verdad alternativo y la utopía

Hemos llegado al cierre del círculo entre ideología y utopía del cual se
habló en el primer capítulo. En efecto, se utilizó el modelo de contra-
poner las ideologías de la modernidad con la utopía del Buen Vivir, de
acuerdo con la propuesta hecha por Mannheim (1987), y posterior-
mente reinterpretada por Ricoeur (2008). En particular, se interpretó
el discurso del Buen Vivir en dialéctica con las ideologías de la moder-
nidad, a las cuales les hicimos crítica en el segundo capítulo. Por su-
puesto, se ha aceptado durante el análisis que el discurso toma muchos
elementos de la modernidad. Por ejemplo, retoma nociones del cons-
titucionalismo, el derecho o la democracia representativa desarrollada
en la Europa occidental del siglo xviii por la política liberal del Estado,
pero se hace de una manera creativa a fin de que avancen las agendas
políticas de los movimientos sociales más allá del capitalismo y del Es-
tado liberal moderno (Santos, 2010). O bien, se retoma la idea de los
derechos universales, pero con el propósito de crear instrumentos que
vayan en la dirección contraria a la dominación del ser humano so-
bre la naturaleza. No es que sean soluciones modernas para problemas
132!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
modernos, es una estrategia práctica por la cual se usan ciertos recur-
sos del orden cuestionado para luchar en contra de su propia esencia.
Se ha abordado con claridad el hecho de que el reto que corresponde
al discurso utópico es derrumbar antiguos simbolismos y remplazar-
los por otros nuevos. Por eso es necesario que el régimen de verdad
constituido a partir de la epistemología del Buen Vivir sea realmente
alternativo al de las ideologías modernas, como detalladamente se ex-
presó en cada uno de los apartados desarrollados. Sin embargo, no pue-
de ser tan diferente a la cultura a la que pertenecemos que termine por
no comprenderse. Por eso es necesario que los nuevos simbolismos se
construyan en relación con los materiales culturales preexistentes. Con
seguridad en la traducción se hace violencia a las fuentes originarias de
donde fueron tomadas, pero no debe perderse de vista que el objetivo
es construir un discurso político, y no corromper la diversidad cultural.
La exposición se apoyó en la noción delineada por Ricoeur (2008)
según la cual la ideología y la utopía forman un círculo práctico en la
imaginación social y cultural de la humanidad. Así, de acuerdo con el
filósofo francés, por un lado la imaginación puede funcionar para pre-
servar un orden, como en nuestro caso lo es el capitalismo contempo-
ráneo; pero por el otro, puede tener una capacidad destructora de ese
statu quo para crear una imagen de algo diferente y evitar que se vea
la realidad necesaria y sin alternativa. Dicho de otro modo: la imagi-
nación de la ideología es reproductiva de lo existente, mientras que la
utopía representa una imaginación creativa. Teniendo en cuenta lo an-
terior, si las imágenes de las ideologías modernas proyectan el maná y
la prosperidad para todos, el discurso del Buen Vivir lo hace por medio
de imágenes en relación con el equilibrio y la armonía entre todos y con
todo. Indiscutiblemente, ninguno de los dos discursos tiene pretensio-
nes de verdad, pero de manera diferente buscan apasionar a la sociedad
y motivarla para la acción.
Si el punto medular en la lucha por el poder entre ideología y utopía
está en el control de la imaginación de la sociedad, la destreza del dis-
curso utópico reside en su capacidad metafórica de destruir un viejo
orden para luego inventar otro nuevo. Es decir, el conflicto en la re-
tórica está entre la metáfora usada por la ideología y la empleada por
la utopía. En el caso que nos ocupa, vimos que el discurso del Buen
Vivir se apoya en racionalidades de algunas comunidades rurales la-
tinoamericanas, y nos presenta el mundo como un campesino o un
indígena, para transgredir el mundo predatorio e individualista en el
que vivimos los habitantes del mundo moderno. De modo que la Tie-
rra como Madre, o el mundo como un bosque en equilibrio, son entre
otras, metáforas penetrantes que intentan destruir la legitimidad de la
133!"#$%&'()*'%+)$#(,!
dominación sobre el medio que se construyó durante la modernidad.
Pero también, en contra de las imágenes de opulencia o riqueza econó-
mica, el discurso nos proyecta imágenes de felicidad comunitaria en el
acto afectivo de compartir y de vivir plenamente en relación armónica
con la naturaleza.
Ahora bien, el argumento central del presente trabajo es que las uto-
pías hoy se están construyendo en torno al dilema de la supervivencia
de la especie en el planeta, y que si la promesa moderna por excelen-
cia fue la primacía de la razón, y con ella el progreso y la dominación
técnica del mundo, las utopías contemporáneas quieren responder a la
pregunta de cómo vivir de otro modo y construir sociedades que nos
permitan seguir siendo posibles. Para ello el discurso no solo critica el
capitalismo en cuanto modo de producción –tal como lo hizo la utopía
del marxismo–, sino el pensamiento occidental en su conjunto. En este
sentido, las epistemologías históricamente subordinadas son las que es-
tán, a mi juicio, ofreciendo las propuestas más creativas y estimulando
la imaginación social en nuestros complejos tiempos de crisis. Si con
Ricoeur (2008) se aseveró que tanto ideología y utopía son los lugares
en los que la sociedad deposita las respuestas ante los cambios históri-
cos y sociales, la utopía del Buen Vivir propone, a partir de los aportes
de las culturas indígenas, afro y campesinas, cambiar la manera de vivir,
y sobre tal base, buscar las alternativas políticas, económicas y ambien-
tales más compatibles con esa otra forma de vida.
El cambio que propone la utopía es en realidad ambicioso, pues pre-
tende romper la racionalidad de un sistema-mundo que inició hace
más de cinco siglos con la conquista de América. Es evidente que no es
un asunto fácil. Lo esperado es que dentro del círculo dialéctico entre
ideología y utopía, la crítica al Buen Vivir sea hecha por quienes se sien-
ten identificados con el orden social vigente, y aseguren que dicha uto-
pía es un sueño irrealizable y, de seguro, indeseable. En contraste, los
movimientos que impulsan tales cambios –principalmente en Ecuador
y Bolivia, pero cada vez con mayores adeptos en distintas latitudes–, in-
tentarán no limitarse a los cambios constitucionales y legislativos hasta
ahora logrados, sino que procurarán hacerlos una realidad pragmática.
Sin embargo, las tensiones y las contradicciones son muchas. Se está
hablando de habituaciones que están incorporadas en nuestros cuerpos.
De representaciones simbólicas heredadas con las cuales percibimos,
pensamos y juzgamos la realidad. Según ocurre, y seguirá sucediendo,
las políticas de los gobiernos contradicen su propio discurso, porque
estamos dentro de un régimen de verdad con el que hemos sido edu-
cados y en el que nos encontramos sumergidos. Por lo tanto no hay
salida emancipadora de la modernidad capitalista si el mismo proyecto
134!"#$%&'("#)*!#+$*,#-.-./
alternativo está circunscrito dentro de un poder disciplinario, el cual,
al final, termina reproduciendo las mismas ideologías heredadas de la
cultura dominante. El discurso del Buen Vivir obedece a un régimen
alternativo de verdad –o por lo menos ha sido el esfuerzo que se ha
tratado de mostrar hasta el momento– pero en la medida en que es-
tamos dentro, y no fuera, de un capitalismo en el que interactuamos
cotidianamente, es muy probable que todos, incluyendo quien escribe
este trabajo, reproduzcamos una opresión consentida e interiorizada, y
no deje de ser un asunto retórico que suena bien, pero que no cambia
la experiencia cotidiana.
Es conocido que el saber, el entender algo intelectualmente, no cam-
bia el ser, ni modifica el comportamiento cotidiano. Podemos saber
que algo es de cierta manera, incluso estar por completo convencidos
de su legitimidad, y de manera contradictoria, obramos de manera di-
ferente. Para cambiar, hay que estar inmersos en situaciones en las cua-
les la experiencia personal nos permita interiorizar cierta enseñanza.
Por eso, la cuestión no solo es cómo sería posible cambiar el régimen
de producción de verdad en el discurso, sino cómo hacer para que el
discurso alternativo nos invada, se internalice, se incorpore en forma
de disposiciones permanentes y se convierta finalmente en principio de
pensamiento, acción y percepción.
Si bien es una pregunta abierta a la que no tengo respuesta satisfac-
toria, considero que es indispensable inscribir la utopía en un pro-
yecto educativo a largo plazo, pues no existen utopías posibilistas sin
proyecto educativo. El fin es lograr un cambio ontológico por el cual la
experiencia vivida desde el lugar, permita la valoración intrínseca de
la tierra, de modo que al retornar a sus raíces, se revalorice el fenómeno
de la vida, no por una coacción jurídica o social, y ni siquiera por un
imperativo categórico moral, sino porque el cuidado de la Madre Tierra
se conciba como parte del interés de nuestra propia existencia. También
es necesario que desde muy pequeños aprendamos a trabajar en equipo
complementariamente, que entendamos que para que todos los de un
salón de clase podamos estar bien, es necesario ayudarnos entre todos
cooperativamente. Si nos enseñan a ser competitivos desde que somos
niños, no es difícil imaginar que así seremos en la adultez. Pero si en
la escuela aprendemos a confiar, a comportarnos solidaria y recíproca-
mente con los demás, y vivimos entre padres (pares? NJ) y dentro de un entorno
que afirma estos valores, no será difícil imaginar que cuando crezcamos
intentaremos comportarnos de esa misma manera.
Por último, hay que entender que si las ideologías no utilizan la repre-
sión sino que se apoyan en marcos de motivación, la contrapropuesta
del Buen Vivir debe lograr que ya no nos sintamos motivados a jugar
135!"#$%&'()*'%+)$#(,!
con las reglas del capitalismo: que nos parezca ilegítimo adinerarnos
desproporcionamente; que no nos interese atesorar o consumir sin has-
tío, y que la codicia y la competencia nos parezcan valores espurios.
No es un adoctrinamiento, sino más bien un acto de liberación, un
des-enajenamiento de la ambición material, de la enfermiza tendencia
a querer tener siempre más, de la esclavización en torno al dinero y un
acto de protesta frente a la idea de que la felicidad sea igualada a la acu-
mulación de bienes físicos y riqueza económica. Esto no significa hacer
votos de pobreza, sino aspirar a tener lo suficiente para poder vivir sin
carencias y privaciones. Este es un álgido debate al que volveremos al
final del trabajo.
Siguiendo la hermenéutica de la utopía del Buen Vivir, en el siguiente
apartado se reconstruirá su genealogía. Se interpretará su elaboración
discursiva y los eventos históricos que han hecho posible que la utopía
esté teniendo fuerza para reconfigurar dos naciones y esté adquiriendo
una atención importante en el plano internacional, y se desarrollará la
tesis central de la investigación, en la que se preguntará cómo y porqué
las utopías se están configurando en torno a la disyuntiva existencial de
nuestra supervivencia en el planeta.
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Cualquier repaso de la historia del pensamiento utópico revela la
existencia de intersantísimas relaciones, retornos, reanudaciones
y repeticiones, como cuando un nieto revive las locuras de su
abuelo, las cuales habrían sido impensables en el hijo.
Frank Manuel y Fritzie Manuel

El pensamiento utópico en el mundo occidental

En el capítulo anterior se mencionó que las culturas en las que se inspi-
ra la utopía del Buen Vivir no conceptualizan sus racionalidades, sino
que las viven, antes de ponerse a pensarlas, las sienten, pues hacen parte
de su cotidianidad. Así, el sumak kawsay o el suma qamaña son expre-
siones que cobran todo su sentido al interior y en la vida de los pueblos
quechua o aymara,1 pero que al traducirlas al lenguaje occidental, ine-
vitablemente, se les hace violencia. En otros términos, el discurso del
Buen Vivir si bien se nutre de racionalidades de algunas sociedades ru-
rales latinoamericanas, también es claro que existe una interpretación
de las mismas a través de los ojos del mundo occidental. De hecho, creo
que la construcción del discurso se basa en ideas utópicas con una his-
toria más visible en el pensamiento occidental, que en el de las mismas
culturas indígenas o campesinas en las cuales la utopía se apoya.
Justamente, en esta parte de la discusión se atenderá la genealogía de
la utopía del Buen Vivir, con la intención de examinar la historia de las
ideas que nutren su discurso. Ello nos servirá para considerar algunos
debates que la imaginación utópica occidental ha tenido que enfrentar
en otros momentos en los que han sido planteados, y que vemos ahora
retomados en el discurso del Buen Vivir. Asimismo, se intenta compren-
der qué acontecimientos ocurrieron para que pudieran constituirse sus
enunciados, y pese a la transgresión, de la que soy consciente, examinar
cuáles son las razones para que unas racionalidades históricamente ex-

1
Es necesario agregar que en la comunidad académica existe disenso sobre la acep-
tación de estos conceptos en las culturas andinas, controversia que se abordará al final
del capítulo 5.!"#$%&'()*'%+)$#(,!

cluidas y subordinadas, comenzaran a ser escuchadas y consideradas
para la refundación constitucional de dos naciones, e ir convirtiéndose
en un paradigma epistémico de importancia internacional.
Para el logro de tales objetivos, me apoyaré metodológicamente en
la Arqueología del saber de Michel Foucault (2010), obra en la cual el
filósofo francés sostiene que la tarea que le corresponde al análisis de la
formación de todo discurso, es establecer las diversas relaciones entre
grupos de acontecimientos y enunciados, aunque estos en un primer
momento parezcan de un orden enteramente distinto. El cometido con-
siste en mostrar las condiciones en que es posible que exista un entre-
cruzamiento, es decir: hilvanar la interrelación que unos enunciados y
acontecimientos pueden tener con otros y permitir el surgimiento de
una práctica discursiva. La arqueología foucaultiana pretende determi-
nar el momento en que comenzaron las relaciones que conforman el
tema de un discurso. Intenta fijar el inicio, los instantes de quiebre que
hacen posible aparecer lo nuevo, el cambio. Su fin es encontrar el punto
de ruptura en el que empiezan a constituirse las relaciones por las cua-
les nace cierto discurso.
En el caso que nos ocupa, la hipótesis de trabajo que se propone es
que el surgimiento del tema sobre la no asegurada supervivencia de la
especie humana en el planeta, a causa de la depredación ecológica an-
tropogénica, es el eje que articula diversos enunciados históricos del
pensamiento utópico occidental, con algunos acontecimientos impor-
tantes del siglo xx y xxi que se describirán brevemente en la presen-
te sección. Si, como se ha señalado, las utopías son los lugares en los
que la sociedad deposita las respuestas ante los cambios históricos y
sociales, la hermenéutica de toda utopía debería ser hecha bajo el refle-
jo de la preocupación por los problemas sociales y las crisis específicas
que pretende resolver. Según veremos, la utopía del Buen Vivir tiene
muchas ideas viejas que ponen al descubierto los ancestrales deseos y
necesidades no resueltas en la historia de la humanidad, pero que rena-
cen reorganizadas en el contexto contemporáneo, con la aparición de la
posibilidad de autoextinción de la humanidad, a causa de la “ecocida”
civilización construida.
Como dice Foucault, no es posible hablar en cualquier época de cual-
quier cosa, y por tanto, es necesario que surjan ciertas situaciones y
transformaciones para que un tema tenga el estatuto de ser discutido.
En tal sentido, se interpretarán los sucesos que permitieron el surgi-
miento de la utopía del Buen Vivir. Se intentará mostrar las relaciones
que enunciados procedentes de los mitos occidentales, miedos apoca-
lípticos, enunciaciones científico-ambientales y del cambio del paradig-
ma científico, han tenido con distintos acontecimientos mundiales, así
138!"#"$%&!'$()"(%$(*+&,'$()"%(-*"#(././0
como su vínculo con el nacimiento del discurso utópico del Buen Vivir.
Finalmente, es importante decir que las nuevas utopías hoy, aglutinan-
do ideas de discursos aparentemente dispersos, están organizándose en
torno al tema de la reproducción de la vida y al problema ontológico
hoy más acuciante: hacer que la humanidad siga siendo posible.

El discurso utópico y la autoextinción de la humanidad

Si bien durante el siglo xix la idea moderna del progreso fue la creen-
cia más optimista de la humanidad acerca de sí misma, las dos guerras
mundiales, pero particularmente el temor a la devastación global que
podría sobrevenir luego de Hiroshima y Nagasaki, y la posterior escala-
da armamentista nuclear por parte de distintos países del mundo, sem-
braron, en la segunda mitad del siglo xx, un profundo pesimismo frente
al futuro y un exacerbado miedo por la probabilidad de la autoextin-
ción de la especie humana sobre el planeta. La construcción del Muro
de Berlín en 1961 y la crisis de los misiles en Cuba en 1962, aumentaron
el pánico frente a la destrucción, a causa de lo que se pensaba sería
una inminente guerra nuclear entre las superpotencias de ese entonces.
En 1982 se calculaba que el poder explosivo de las bombas atómicas
existentes equivalía a veinte mil millones de toneladas de dinamita, y
se sabía que había por lo menos 15 mil objetivos a los que apuntaban
los misiles y las fuerzas de bombardeo de Estados Unidos y la Unión
Soviética. Con mucha razón Jonathan Schell (1982:69) escribía para el
mismo año en una sentencia apocalíptica: “Después de varios atroces
sufrimientos –refiriéndose a lo que ocurriría tras un holocausto nu-
clear–, se irá extinguiendo totalmente la especie humana: entonces cada
país se convertirá en una república de insectos y de hierba”.
En la actualidad, el potencial destructivo de las cerca de 24 mil ar-
mas nucleares que existen, es diez mil veces mayor al de todas las
armas utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial. Si considera-
mos que el estallido de 1% de esos artefactos sería suficiente para que
sucediera un espantoso invierno nuclear,2 es claro que tampoco ahora
podemos sentirnos liberados. Sin embargo, tras el fin de la Guerra
Fría, el temor de una hecatombe de tales proporciones se disipó con-
siderablemente, y el miedo a que la sociedad moderna estuviera en
la ruta hacia una catástrofe planetaria y ad portas de un suicidio co-

2
Cálculos del profesor Alan Robock de la Universidad de Rutgers.
139!"#$%&'()*'%+)$#(,!

lectivo, poco a poco fue trasladándose del discurso de la devastación
atómica, al de un cataclismo ecológico.
En efecto, el enunciado acerca de que la especie humana se estaba
destruyendo a sí misma, fue ingresando a la retórica ambientalista de-
bido a la progresiva evidencia de la capacidad depredadora de la so-
ciedad industrial en crecimiento. Así, en 1962, al mismo tiempo que
la humanidad se acercaba al borde del holocausto por la crisis de los
misiles en Cuba, Rachel Carson publicaba Primavera silenciosa, obra
considerada ícono del movimiento mundial ambientalista. En este li-
bro, Carson denunciaba el peligro que los residuos tóxicos y los agro-
químicos implicaban para la vida en su conjunto. Lo interesante es la
manera como se comenzaban a relacionar los enunciados que habían
surgido como producto de la Guerra Fría y la creciente preocupación por
los daños de la sociedad industrial sobre el ambiente: “La cuestión –es-
cribía Carson (2010:102)– es si alguna civilización puede desencadenar
una guerra implacable contra la vida sin destruirse a sí misma, y sin
perder el derecho a llamarse civilización”.
En 1972 la preocupación frente a la posibilidad de autodestruirnos,
debido a la insostenible civilización construida, estaba literalmente ex-
puesta por el Club de Roma en Los límites del crecimiento, informe en
el que se anunciaban las barreras impuestas por la naturaleza al creci-
miento demográfico. El texto subrayaba que en el supuesto de que la hu-
manidad siguiera incrementándose sin control: “...cualquier fracción
de la población que sobreviviera al final del proceso contaría con muy
poco para construir una sociedad bajo cualquier forma imaginable”. Es
reveladora la forma en que el miedo a la autodestrucción como conse-
cuencia de la carrera armamentista, estaba reflejándose en el discurso
ambientalista: “El meollo de la cuestión no es solo la supervivencia de
la especie humana sino el que esa supervivencia pueda mantenerse sin
caer en un estado de existencia que no valga nada” dice la conclusión
del texto (Meadows, 1972:213 y 246). Si tenemos en cuenta que estos
documentos sirvieron de sustento al movimiento ecologista de los se-
tenta, era de esperarse que su discurso estuviera permeado por el temor
a la extinción de la humanidad, no solo por el exterminio que generaría
una guerra atómica,3 sino ahora, por la amenaza que para la vida repre-
sentaba la ruina medioambiental ocasionada por la sociedad industrial.
El siguiente apartado de un panfleto publicado en París en 1969 es un ejemplo de
la manera en que los movimientos sociales empezaban a reproducir en su discurso el
miedo frente a la guerra nuclear: “La crisis universal, de la que somos actualmente tes-
tigos y víctimas, hace de la vuelta a la utopía la única solución racional que queda para
una humanidad amenazada de extinción...” (Conseils ouvriers et utopie socialiste, 1969:
14, citado por Manuel y Manuel, 1984:370, tomo III).
3
140!"#"$%&!'$()"(%$(*+&,'$()"%(-*"#(././0

Para la segunda mitad de los setenta, este tema ya no solo incluía la
contaminación química o el crecimiento demográfico, sino también el
calentamiento global antropogénico, descubrimiento que sería decisi-
vo para que el pánico de la autoextinción se trasladara definitivamen-
te al discurso ecologista. Aunque desde finales del siglo xix, Svante
Arrhenius había asociado el dióxido de carbono con la variación del
clima, solo hasta 1975 se empezó a predecir que la temperatura comen-
zaría a aumentar como resultado del incremento del co2 atmosférico.4
No obstante, faltarían varios años y diversos acontecimientos para que
el tema se constituyera en el punto aglutinante de los enunciados utó-
picos en torno a la continuidad de la vida. Como suele ocurrir, los da-
tos recopilados durante los primeros años del calentamiento planetario
eran todavía controvertidos para la comunidad científica, y el miedo a
que ocurriera una guerra nuclear era mucho mayor al temor que podría
ocasionar el efecto invernadero a consecuencia de la emisión de gases
contaminantes. De cualquier manera, el tema permanecía aún dentro
de un círculo demasiado especializado y totalmente ajeno para la ma-
yoría de la población.
Asimismo, el discurso científico en torno a la crisis ambiental no for-
maba parte de la agenda política de la izquierda, dominada en ese en-
tonces por el marxismo ortodoxo.5 De hecho la idea de que la creciente
industrialización estaba afectando dramáticamente el ambiente era una
tesis que contradecía el desarrollo de las fuerzas productivas pregona-
da por el marxismo como requisito inexorable para llegar al estadio
superior del comunismo. Si aceptamos el argumento foucaultiano de
que la configuración de ciertos enunciados, que son admitidos por ver-
daderos, define no solo lo que puede ser dicho, sino también precisa lo
que debe ser excluido, rechazado y juzgado, nos percataremos de que
los enunciados de los movimientos ecologistas, y el naciente discur-
so científico acerca de los graves perjuicios que estaban ocurriendo en
el entorno, eran incompatibles con aquellos que divulgaba el discurso
prevaleciente en la izquierda de la década de los setenta y los ochenta.
De manera semejante, no solo el tema ecológico, sino la cuestión
campesina, estaba excluida por el marxismo ortodoxo para inspirar

Véase Broecker (1975).
Por marxismo ortodoxo estoy refiriéndome literalmente a la definición hecha por
el filósofo marxista Georg Lukács (1969:2): “... es la convicción científica de que en el
marxismo dialéctico se ha descubierto el método de investigación correcto, que ese
método no puede continuarse, ampliarse ni profundizarse más que en el sentido de
sus fundadores. Y que, en cambio, todos los intentos de “superarlo” o de corregirlo han
conducido y conducen necesariamente a su deformación superficial, a la trivialidad, al
eclecticismo”.
4
5
141!"#$%&'()*'%+)$#(,!

cualquier tipo de agenda política. Específicamente, en el debate aca-
démico latinoamericano, tuvo especial fuerza una corriente de pensa-
miento conocida como “descampesinista”, la cual aseguraba que debido
al implacable desarrollo del capitalismo, el tipo de producción campesi-
na era inviable económicamente y, por tanto, estaba condenada a desa-
parecer. Para los autores que defendían tal posición,6 la muerte del cam-
pesino no sería un factor indeseable; por el contrario, una vez estuviera
proletarizado, sería altamente susceptible de adquier una conciencia de
clase en igualdad de condiciones al del obrero urbano, y así, unirían sus
luchas para el derrocamiento del capitalismo (Kay, 2005).
Los estudios de Aleksandr Chayanov sobre la economía campesina
habían tenido una enorme influencia en las investigaciones académi-
cas latinoamericanas sobre el campesinado en los años setenta. Incluso
junto a la corriente “descampesinista” surgió un álgido debate con otros
académicos opositores, quienes apoyados en gran medida en Chaya-
nov, defendían la importancia de las pequeñas unidades campesinas en
contravía de la proletarización que auguraban y deseaban los marxistas
ortodoxos. Aun así, eran discusiones exclusivas de los ambientes acadé-
micos y no de los movimientos sociales, los cuales estaban concentrados
en el ideal de la industrialización que proponía el marxismo-leninismo,
como vía inobjetable para la consecución del comunismo. En realidad,
durante el auge del marxismo, el campesino era visto como una vícti-
ma y un instrumento necesario para la revolución, pero en esos años
no estaban dadas las condiciones para considerar sus racionalidades, y
menos las indígenas o las afro, como fuente epistémica para constituir
alguna utopía.
Quizá el movimiento de la contracultura que se difundió por el mun-
do en los años setenta podría representar una diferencia en ese aspecto,
dado que su filosofía se basaba en el ideal de la vida del campo y el con-
tacto directo con la naturaleza. Sin embargo, el movimiento no buscaba
una utopía para que la humanidad la adoptara, sino que era una manera
de aislamiento para un grupo de individuos en concreto, que rechazaba
y criticaba la vida industrializada y opulenta de las ciudades altamen-
te industrializadas. La conciencia ecológica o los saberes campesinos
como fuente de una utopía universal no encontraban el terreno fértil
para que surgiera el haz de relaciones de enunciados de un discurso
político como el de la utopía del Buen Vivir.
Este trabajo propone que el periodo entre el final de los ochenta y el
comienzo de los noventa es determinante para las utopías contempo-
ráneas en Latinoamérica, las cuales son construidas de diversos enun-

Entre otros los más conocidos están Roger Bartra, Luisa Paré y Héctor Díaz Po-
lanco.
6
142!"#"$%&!'$()"(%$(*+&,'$()"%(-*"#(././0

ciados, pero posibles gracias a que el tema de la reproducción de la vida
pudo ponerse al centro del debate.
Ya desde finales de los setenta los fondos económicos para la inves-
tigación climatológica aumentaron vertiginosamente, y pronto los ha-
llazgos del impacto de la sociedad sobre el aumento de la temperatura
atmosférica fueron convenciendo a los escépticos. Una de las razones
del incremento en los recursos para los científicos interesados en el
calentamiento global, fue la necesidad de legitimar la implantación de
plantas nucleares, luego de la crisis del petróleo de 1973, pues un dis-
curso elaborado alrededor de las supuestas “energías limpias” podría
servir de ayuda para validar su aceptación. Sin estar libre de sospechas
la razón de que un discurso cuyo contenido cuestiona el modelo capi-
talista industrial, no sea censurado, sino incitado a ser dicho, es induda-
ble que este es el elemento fundamental para que se confirmara la idea
prevaleciente durante la segunda mitad del siglo xx: que la humanidad,
encarrilada en el progreso técnico, se estaba destruyendo a sí misma.
De acuerdo con Lovelock (2006), el tema del calentamiento global
llegó al público en 1988, cuando el científico Jim Hansen advirtió al
Senado de los Estados Unidos que la Tierra estaba más caliente que en
cualquier otro momento del cual se tuvieran registros. Pero el hecho
decisivo para que el discurso saliera de los confines científicos y ate-
rrizara en el área política ocurrió en 1989, cuando el tema fue institu-
cionalizado con la conformación del Panel Intergubernamental sobre
el Cambio Climático (ipcc). Durante la historia occidental, el miedo
al fin del mundo ha dado lugar a las más extravagantes especulaciones
y predicciones sobre el futuro, lo cual por supuesto, debe mucho a la
tradición judeocristiana del juicio final. Pero una cosa son las elucu-
braciones fatídicas de profetas agoreros, y otra muy distinta, que los
vaticinios pesimistas sean hechos por tres mil 500 científicos agrupados
bajo el seno de las Naciones Unidas y la Organización Meteorológica
Mundial. Como dice Foucault (2010), para que un discurso adquiera el
estatuto para ser discutido, es necesario determinar los ámbitos insti-
tucionales por donde el mismo circula, se legitima y se reproduce. Y en
tal sentido, el nacimiento del ipcc es el evento con el cual el dilema de
la supervivencia de la especie adquirió finalmente la categoría necesaria
para que pudiera ser comunicada, y emergieran discusiones políticas
sobre la base de dicho enunciado.
En efecto, y aunque las predicciones fueron empeorando y afinán-
dose en los informes más recientes, el primer documento del ipcc pu-
blicado en 1990, contenía pronósticos realmente desesperanzadores:
temperatura incrementándose más rápido que lo registrado durante
los diez mil años anteriores; afectación de la producción agrícola y
143!"#$%&'()*'%+)$#(,!
cambio en el comportamiento de plagas; alteración de los sistemas de
lluvias; muerte de bosques y transformación de ecosistemas; extinción
de especies y reducción de la diversidad biológica del planeta; descon-
gelamiento de los casquetes polares, aumento del nivel del mar e in-
habitabilidad de las zonas costeras; polución del aire; aumento de la
pobreza de los pueblos cuya economía depende de la naturaleza; éxodo;
incremento de enfermedades; disminución de la disponibilidad de ali-
mentos y agua; vendavales, ciclones naturales, inundaciones y sequías
extremas. Todos estos eran fenómenos que estaban respaldados por
la autoridad del discurso científico y daban fiel validez a la disyuntiva
existencial en que la humanidad estaba inmersa.
Es importante llamar la atención sobre el hecho de que a la vez que se
conformaba el ipcc, y se publicaba su primer informe, el mundo pre-
senciaba la huída de centenares de miles de personas hacia Alemania
Occidental, lo que produciría el derrumbe del Muro de Berlín y el co-
lapso de la Alemania Oriental. Este suceso desencadenó la caída de los
gobiernos comunistas de Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania, Polonia,
Hungría y Yugoslavia, hasta que en 1991 se desplomó finalmente el blo-
que soviético y, en general, el sistema socialista. En todo caso, el fin de
las utopías marxistas coincidió con el arribo del calentamiento global
a la discusión pública y la agenda política internacional, y con ello, el
miedo a la autoextinción de la humanidad abandonó el discurso nu-
clear –el cual se había incrementado durante la década de los ochenta–,
y se incorporó cómodamente en la retórica ecologista. La concurrencia
de estos dos importantes acontecimientos fue el elemento determinante
para que más tarde las nuevas utopías intentaran responder al interro-
gante de cómo hacer posible la continuación de la vida.
Sin embargo hoy en la distancia histórica, es claro que en ese instante
no era posible que surgiera un discurso como el del Buen Vivir. En ver-
dad, en el comienzo de los noventa –y desde mucho antes– el discurso
utópico había entrado en una profunda crisis, hasta el punto de que
muchos pensadores tildaron el desmoronamiento del “socialismo real”
como el “fin de las utopías”. Incluso Francis Fukuyama (1992), interpre-
tó ese momento con el nombre del “fin de la historia”, en la medida que
para él, las diferentes sociedades del planeta se dirigían inexorablemen-
te hacia la creación de democracias capitalistas liberales como último
proceso de la historia universal. Estas afirmaciones en cierto modo es-
taban de acuerdo con Karl Popper (2010), quien después de la Segunda
Guerra Mundial había asegurado que el intento de llevar el cielo a la
Tierra produce el resultado invariable de transformar la Tierra en un
infierno. El problema de estas posiciones es que una sociedad no podría
vivir sin utopías, en la medida en que estas son las armas de la imagina-
144!"#"$%&!'$()"(%$(*+&,'$()"%(-*"#(././0
ción que se emplean cuando ciertos grupos consideran injusto e inicuo
el orden social vigente. Pensar en el “fin de las utopías” sería como acep-
tar que la humanidad reconocería finalmente el capitalismo como un
sistema inmutable y sin alternativa. De modo que el cuestionamiento
no era si las utopías habían muerto o no. La pregunta para ese momen-
to era ¿cómo considerar el nacimiento de una nueva utopía, cuando el
fracaso del marxismo ortodoxo había sido tan reciente y contundente?
El mayor inconveniente para la emergencia de otra opción era que
la dominación del socialismo positivista durante el siglo xx había ex-
cluido la posibilidad de cualquier otra alternativa utópica, y los repre-
sentantes de la izquierda estaban en la muy complicada situación de
no haber permitido la actualización histórica de las voces disidentes
existentes desde los orígenes del marxismo, aunado a la imposibilidad
de seguir defendiendo un discurso que había perdido toda legitimidad
para seguir siendo proclamado. Es precisamente en ese momento cuan-
do la distopía de la debacle ecológica resultaba ideal para que comenza-
ra a ser abanderada por el discurso anticapitalista, dado que –como ha
enseñado la historia–, las profecías de corte apocalíptico abren la puerta
a la imaginación social y dan pie a que se creen utopías que contradigan
el sombrío futuro que ya ha sido previsto.
La cuestión era que la tesis marxista de la industrialización y el creci-
miento económico del Estado era incongruente con las pruebas de que
esa misma vía había devenido en catástrofe planetaria. Al fin de cuentas
como el comunismo del siglo xx y el capitalismo no habían sido muy
diferentes entre sí, ambos discursos estaban afrontando una crisis de
pensamiento para poder decir algo diferente. De hecho, el problema
que empezaba a hacerse evidente, no era solamente el de un modelo
económico, sino que la racionalidad moderna no hallaba respuestas sa-
tisfactorias para enfrentar los profundos dilemas civilizatorios. En todo
caso, el tema de la no asegurada supervivencia de la especie era propicio
para erigir una nueva utopía, pero los países occidentales no encontra-
ban en su propia cultura las fuentes para elaborar un discurso realmente
renovado. Era la periferia el lugar donde estaban las racionalidades aún
no avasalladas por la locomotora de la modernidad, y que más tarde
empezarían a ser escuchadas. La dificultad residía en que los conoci-
mientos ancestrales de dichos pueblos habían sido considerados duran-
te siglos un obstáculo, ya que, de acuerdo con la lógica moderna, eran
prejuicios precientíficos y constituían el pasado, el atraso y un estorbo
al progreso.7

7
Los ejemplos son numerosos, pero quizá basta con mostrar el orden del discurso
del régimen desarrollista de la posguerra, en un apartado tomado de un influyente do-
cumento de las Naciones Unidas escrito en 1951: “Hay un sentido en el que el progreso
145!"#$%&'()*'%+)$#(,!

Sin embargo, en esos mismos años ocurrieron varios acontecimien-
tos para que el mundo poco a poco comenzara a ver con otros ojos
las racionalidades de las culturas históricamente subordinadas. Uno de
ellos fue la consolidación del movimiento indígena en Latinoamérica,8
suceso que coincidió con la conmemoración de los 500 años de la in-
vasión del continente americano. Este hecho sirvió para que el resto de
la sociedad advirtiera las demandas históricas de los pueblos indios y
comprobara la marginación de la que aún eran víctimas, luego de cinco
siglos de opresión cultural. En efecto, en 1990 se formó un multitudi-
nario levantamiento indígena en Ecuador, el cual logró poner sobre la
mesa el debate de la interculturalidad y la plurinacionalidad. El mis-
mo año en Bolivia se realizó la Marcha por el Territorio y la Dignidad,
movilización que buscaba defender las tierras de diversas comunidades
indígenas, del despojo por parte de los proyectos madereros y petro-
leros trasnacionales. Pero quizá el evento que tuvo la mayor atención
mediática fue la revolución del Ejército Zapatista de Liberación Nacio-
nal (ezln) en 1994, cuando miles de indígenas armados ocuparon siete
poblaciones del Estado de Chiapas en México, para hacer valer sus de-
rechos culturales y sociales por siglos vulnerados.
El segundo acontecimiento importante fue el crecimiento de los mo-
vimientos rurales luego de la caída del socialismo. Muestra de ello lo es
la fundación de Vía Campesina en 1993, el Proceso de las Comunidades
Negras del Pacífico colombiano9 o la relevancia que en el inicio de los
noventa había adquirido el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin
Tierra (mst) de Brasil. El caso es que luego del fin de la Guerra Fría, los
pueblos rurales comenzaron a conformar los movimientos sociales más
importantes en el mundo, aspecto que contrastaba con el sesgo que el
marxismo ortodoxo había tenido a favor de la clase obrera urbana, y su
relativo desprecio por las economías y filosofías campesinas. El punto al
que se quiere llegar es que en vista de los límites a los que había llegado
el pensamiento occidental, las racionalidades de las sociedades rurales

económico acelerado es imposible sin ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrales deben
ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse; los lazos de casta,
credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo
del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de una vida más cómoda. Muy
pocas comunidades están dispuestas a pagar el precio del progreso económico” (citado
por Escobar, 2007:20, las cursivas son mías).

8
Probablemente la primera declaración de Barbados en 1971 fue el desencadenante
de los procesos del movimiento indígena que se dieron en los años setenta y ochenta
por toda América Latina, y el comienzo del cambio en el discurso, que para nuestro
interés, confluye en la utopía del Buen Vivir.
9
Para una ilustración detallada del movimiento véanse los trabajos de Arturo Es-
cobar.
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de los países periféricos empezaron a emerger como sabidurías que el
mundo había ignorado y que irrumpían como voces que necesitaban
ser escuchadas. Con seguridad el hecho de que las poblaciones rurales
sean mucho más vulnerables a los desastres naturales por vivir su co-
tidianidad en contacto directo con los ecosistemas, es un aspecto que
influyó para que los campesinos e indígenas adquirieran la legitimidad
simbólica de representar la preocupación por los problemas ambienta-
les de nuestro tiempo.
En cualquier caso, es indudable que la globalización y el neoliberalis-
mo económico también fueron banderas de la izquierda a comienzos
de los noventa, pero considero que esos temas eran una faceta más de
los mismos movimientos anticapitalistas. Lo radicalmente distinto es
que como resultado de los hallazgos científicos sobre las diversas devas-
taciones ambientales, la mediatización de los cada vez más frecuentes y
calamitosos desastres naturales, y la institucionalización del asunto en
el plano internacional, el discurso utópico poco a poco se fue forjando
alrededor de un cuestionamiento prácticamente ausente en la izquierda
hasta antes del hundimiento de sistema socialista: si la civilización capi-
talista permitiría nuestra supervivencia. Al respecto Fidel Castro, como
indiscutible protagonista y espectador del cambio en el discurso señaló
en 2009: “Hasta hace muy poco se discutía sobre el tipo de sociedad en
que viviríamos. Hoy se discute si la sociedad humana sobrevivirá”.

Según se mencionó, la arqueología foucaultiana intenta determinar
cuál es el comienzo en el que es posible el aparecimiento de un nuevo
discurso, y en ese sentido, los acontecimientos ocurridos entre fina-
les de los ochenta y principios de los noventa, representan el punto de
quiebre por el cual pudo aparecer tiempo después el discurso utópico
del Buen Vivir. Por supuesto que durante los años siguientes ocurrieron
muchos otros sucesos coyunturales, como la inestabilidad política de
Ecuador y Bolivia, el fortalecimiento de la Confederación de Naciona-
lidades Indígenas del Ecuador (Conaie) y el Movimiento al Socialismo
(mas) y su influencia sobre las asambleas constituyentes, o la llegada al
poder de Rafael Correa y Evo Morales, entre muchos otros. Pero mi in-
terés no es hacer un recuento pormenorizado y exhaustivo de cada uno
de los eventos históricos de la utopía del Buen Vivir,10 sino analizar la
conformación de su discurso, mediante el entrecruzamiento de grupos
de enunciados y sucesos de un orden más amplio.
¿Por qué escoger la supervivencia de la especie como el enunciado
central que articula al resto de enunciados? Si asumimos la afirmación
de que cualquier utopía debería ser interpretada como el intento por re-

Para una descripción detallada de estos procesos véase Acosta (2009), Santos
(2010), Escobar (2010), Cortez (2011) y Harnecker (2011).
10
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solver los conflictos sociales del momento histórico en la que es plantea-
da, no costaría mucho trabajo deducir, con base en todo lo antes dicho,
que el mayor problema civilizatorio contemporáneo es la crisis de una
forma de vida cuyo desarrollo socava la supervivencia de la misma hu-
manidad. Lo que ha entrado en crisis es la posibilidad de continuidad
de la vida, porque la manera en la que la sociedad vive hoy, no permite
que la vida en su conjunto siga reproduciéndose (Bautista, 2001). De
manera que el elemento diferenciador de la utopía del Buen Vivir, en
comparación con el marxismo –y con las demás utopías del pasado–, es
que en su discurso rechaza la manera de vivir moderna, la cual está mi-
nando la realización de toda la vida sobre la Tierra, y como propuesta
señala que lo que debe hacerse, es cambiar ese modo de vivir.
Literalmente el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García (2010:9), así
lo indica:
La naturaleza y la vida están en riesgo... Frente a eso, a los seres humanos
que queremos la vida, solo nos queda buscar otra sociedad, otro horizonte...
regresar al capitalismo y atornillarnos a él es el suicidio de la humanidad, es
declarar la extinción de la naturaleza y del ser humano”.
La anterior declaración nos ayuda a percibir la manera en la que el dis-
curso se estructura en torno a la continuidad de la vida y en conse-
cuencia la propuesta es el cambio en la forma de vivir, la cual difiere
ampliamente de las ideologías del Vivir Mejor capitalista:
Uno de los principios éticos del capitalismo –agrega García– es el endiosa-
miento del lucro: una persona exitosa es aquel que tiene mucho dinero y el
que no lo tiene es un fracasado. –No obstante– se puede ser feliz en base al
trabajo propio y con recursos modestos. Un ser exitoso es aquel que se siente
satisfecho con lo que hace... sin necesidad de tener por ello dinero en abun-
dancia, sino lo necesario para vivir.
Para que los anteriores enunciados adquirieran la legitimidad para ser
dichos, sin duda tuvieron que ocurrir los acontecimientos que se han
indicado, y dentro de tal contexto, el discurso utópico cambió su retó-
rica en el marco del nuevo escenario. El tema de la no asegurada super-
vivencia de la especie humana en el planeta se fue constituyendo en el
enunciado medular de la utopía del Buen Vivir, no solo para cuestionar
el sistema capitalista, sino para elaborar una propuesta alternativa cen-
trada en la reproducción de la vida. Lo anterior es posible en la medida
en que en el fondo de la antiutopía de la autoextinción de la especie yace
la idea de poder todavía construir un mundo en armonía y equilibrio,
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quizá motivados por el contradeseo de la destrucción; o, si se prefiere,
porque distopías como las que augura el discurso científico, podrían
motivar la acción para una transición civilizatoria:
Estamos en un momento de la historia en el que debemos tomar decisio-
nes, antes que la naturaleza las tome por nosotros –dice un documento del
gobierno boliviano–.11 Si la temperatura del planeta sigue subiendo y no
hacemos nada, el impacto del cambio climático puede tener consecuencias
fatales para el planeta, la humanidad y la vida. Ya no tenemos mucho tiempo.
Debemos actuar rápidamente. Este milenio que apenas ha empezado debe
ser el Milenio de la Vida, el Milenio de la Esperanza, el Milenio de la Armo-
nía entre seres humanos y la naturaleza.
Por todo lo antes dicho, no es arbitrario interpretar la utopía del Buen
Vivir como una utopía que emerge en una época en donde la supervi-
vencia de la humanidad está en inminente riesgo. En realidad este es
el tema que ha adquirido la mayor legitimidad para ser discutido en el
siglo xxi y no es de extrañar que los nuevos discursos utópicos se elabo-
ren alrededor de las nuevas preguntas existenciales y ontológicas a los
que nos aboca la destrucción del planeta.
Sin embargo, no debe olvidarse que también el capitalismo ha cons-
truido su propio discurso. Como se dijo en el primer capítulo, cuando
las tipificaciones que antes servían para explicarnos el mundo comien-
zan a ser problemáticas ante los cambios históricos y sociales, las ideo-
logías ayudan a orientar y llenar las carencias de información en contex-
tos inciertos de tensión y crisis (Geertz, 1991). Así, haciendo patente la
sorprendente flexibilidad del capitalismo de adaptar su retórica frente
a las transformaciones del mundo, el sistema ha elaborado en torno al
tema de la supervivencia humana en la Tierra, la ideología de la soste-
nibilidad. Este discurso sostiene que puede hacerse viable el actual “de-
sarrollo” del sistema-mundo con un capitalismo más amigable con el
ambiente, lo que significa atender los impactos de la sociedad industrial
en crecimiento, sin modificar el statu quo que los origina y los perpetúa.
La sostenibilidad señala que por medio de las tecnologías limpias, las
energías renovables y el re-uso permitiremos la satisfacción de necesi-
dades de las nuevas generaciones, y en consecuencia, el reto consiste en
idear un capitalismo verde y responsable con el ambiente.
Sin tachar la idea de que necesitamos del auxilio técnico del cual es
imposible desentendernos, el aspecto fundamental a cambiarse son los
entramados simbólicos con las que nos relacionamos con la naturaleza

República de Bolivia. Ministerio de Relaciones Exteriores y Cultos. “Los diez man-
damientos para salvar el planeta, la humanidad y la vida”, p.1.
11
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y entre nosotros mismos, lo que implica una transformación en la for-
ma de vida, para que precisamente la vida siga siendo posible. Se trata
de una renovación de nuestra manera de habitar en el mundo, que por
definición, es incompatible con la lógica del sistema capitalista.
Hasta ahora este trabajo se ha concentrado en el miedo a la autoex-
tinción de la humanidad como la trama aglutinante que une a los de-
más enunciados, los cuales, como se verá más adelante, han estado pre-
sentes en diferentes periodos del pensamiento utópico occidental. Por
ahora, se continuará estudiando la genealogía del Buen Vivir desde una
perspectiva diferente, con la pregunta ¿por qué la sociedad empieza a
reconocer un discurso utópico cuyo contenido nos “hace ver” el mundo
como campesinos e indígenas, lo cual va notoriamente en contravía de
las ideas modernas de progreso, avance y desarrollo?

Finaliza el libro en la parte 3: http://clajadep.lahaine.org/?p=15536