Hacia un nuevo modelo de dominación política: violencia y poder en el posneoliberalismo

Capítulo del libro “Palabras para tejernos, resistir y transforman en la época que estamos viviendo”



Hacia un nuevo modelo de dominación política: violencia y poder en el posneoliberalismo

Pablo Dávalos

Durante las décadas de 1980 y 1990, los movimientos sociales
latinoamericanos confrontaron al neoliberalismo, tanto en la
vertiente del ajuste estructural del FMI, como en aquella de
privatización y reforma del Estado por parte del Banco Mundial;
confrontaron tales políticas con movilizaciones, propuestas
y discursos que, por decirlo de alguna manera, cambiaron el
focus de la política y abrieron el horizonte emancipatorio a
nuevas ideas, logrando poner al neoliberalismo a la defensiva.
Fueron tales movilizaciones las que crearon las condiciones
de posibilidad para la emergencia de gobiernos críticos al
neoliberalismo que, en primera instancia, dijeron adscribirse
a aquellas tesis, propuestas y discursos de los movimientos
sociales del continente. Tal adscripción y referencia a los
movimientos sociales fue la que produjo la sensación de que en
América Latina se vivía una “primavera política” con gobiernos
progresistas, democráticos y anclados en las demandas
populares. Empero, el tiempo habría de demostrar que la
“primavera política” era más un espejismo que una realidad.
Los gobiernos que emergieron del neoliberalismo y que se
autocalificaron como progresistas o socialistas para desmarcarse
de los regímenes neoliberales, en realidad, han representado
una continuación del neoliberalismo por otros medios. Para
los movimientos sociales de la región, esta constatación tiene
un sabor amargo que ha tenido consecuencias importantes.
Muchos intelectuales, líderes y estructuras organizativas han
sido coopatadas en el aparato gubernamental, y los espacios
políticos en los cuales situar una crítica han sido reducidos de
117palabras para tejernos, resistir y transformar
manera significativa.
Ahora bien, hay un hilo conductor entre todos los gobiernos
de la región que de alguna manera, se inscribe en una especie
de modelo de dominación política común a todos ellos. En el
presente texto se esboza la hipótesis de que América Latina
está entrando en un momento de la acumulación capitalista
que se caracteriza por el despojo territorial, el control social,
la criminalización a la resistencia política, la conversión
de la política en espectáculo y la concesión de la soberanía
política tanto a los inversionistas cuanto al crimen organizado,
en un contexto de globalización financiera y especulativa
que ha generado un cambio importante en los patrones de
la dominación política. Todos estos fenómenos remiten, en
consecuencia, a las nuevas formas que asume la política, la
hegemonía y la violencia de la lucha de clases en la región. Ese
momento de la historia que continúa al neoliberalismo pero
desde una visión diferente de la violencia, lo denomino como
“posneoliberalismo”1. La violencia del capitalismo tardío, en
América Latina, en consecuencia, se ha transformado en una
violencia posneoliberal.
Los modelos de dominación política y la violencia
Durante la democracia neoliberal la violencia y el uso
estratégico del miedo siempre estuvieron inscritos en la trama
del mercado, la economía y el uso disciplinario del discurso
de la crisis. El Estado era el soporte que legitimaba esta
violencia, aunque las políticas de ajuste del FMI y las políticas
de privatización del Estado eran, en sí mismas, violencia
que desgarraba al tejido social a nombre de la economía y
sus prioridades. La represión, la persecución, el control, el
1 He realizado una primera lectura del posneoliberalismo en América Latina
en, Dávalos, Pablo, La Democracia Disciplinaria: el proyecto posneoliberal para
América Latina, CODEU-PUCE, Quito, 2010.
118violencia y poder en el posneoliberalismo
autoritarismo gubernamental, siempre acompañaron a la
lógica del ajuste económico y del mercado, y no suplantaban a
la violencia de los mecanismos automáticos de los mercados,
ni los impostaban, más bien los reforzaban.
Sin embargo, a partir de la transición hacia los gobiernos
posneoliberales la violencia deja el territorio de la economía
y el uso estratégico del discurso de la crisis, para asumir un
ropaje directamente jurídico-político. Esa transición de los
mecanismos y dispositivos de la violencia y el miedo forman
parte de los procesos de acumulación por desposesión y
del cambio institucional del posneoliberalismo y de sus
necesidades de dominar desde el consenso, es decir, desde la
hegemonía. Tal imposición solamente se logra articulando la
violencia dentro de un marco de legitimidad. Esta articulación
de la violencia al interior de la legitimidad y el reconocimiento
social caracteriza a los actuales modelos de dominación política
en los países latinoamericanos.
El neoliberalismo, al desarticular y privatizar al Estado
trasladando hacia el mercado la regulación social, tiene que
hacer del mercado un espacio de violencia legítima y natural.
Las personas tienen que reconocer la violencia del mercado
como violencia natural. En el mercado no hay solidaridades,
no hay reciprocidades, no hay afectos, no hay lazos que no
sean aquellos estratégicos del costo-beneficio. La violencia
del costo-beneficio, en el neoliberalismo, se convierte en
violencia histórica y en fundamento social. En cambio, en
el momento posneoliberal puede apreciarse que la violencia
retorna nuevamente al Estado. ¿Qué consecuencias tiene este
proceso? ¿Qué significa el hecho de que la violencia “regrese”
al Estado cuando el Estado siempre fue el locus de la violencia
legítima? Quizá sea necesaria una reflexión previa para
comprender el alcance y magnitud del retorno de la violencia a
su matriz jurídico-política durante la transición posneoliberal
y la conformación de aquello que puede denominarse como los
119palabras para tejernos, resistir y transformar
nuevos modelos de dominación política en América Latina.
Las “democracias restringidas” del neoliberalismo
El neoliberalismo se impuso en América Latina por la vía
de las dictaduras militares de los años setenta que utilizaron
el terrorismo de Estado para provocar las transformaciones
neoliberales. Este terrorismo estatal condujo a verdaderos
genocidios y guerras en contra de la población, en especial
durante la década de los setentas e inicios de la década de
los ochentas, como fueron los casos de la “guerra sucia” en
Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay, en Paraguay, en
Guatemala, y las guerras civiles de Nicaragua y El Salvador. En
ese entonces se acuñó la frase de “guerras de baja intensidad”
para la represión en contra de la población a nombre de la
cruzada neoliberal. Así, neoliberalismo y terrorismo de Estado
conjugaron una misma prosa y procedían desde una misma
lógica. Las prioridades del mercado implicaron, en esos casos,
el recurso al genocidio, en el sentido más real del término.
Las sociedades latinoamericanas resintieron esa violencia y,
de alguna manera, trataron de confrontarla, neutralizarla y
resolverla. La transición a la democracia en América Latina,
que se produjo durante las décadas de los ochenta y noventa,
en este sentido, fue algo más que un proceso político de
reinstitucionalización jurídica: significó un largo camino de
recuperación de la paz social. Sin embargo, las dictaduras
latinoamericanas crearon una heurística del miedo que
contribuía a paralizar a las sociedades incluso en el proceso de
transición a la democracia.
El retorno a la democracia se hizo en un contexto de crisis
económica y de imposiciones de duros programas de ajuste
económico impuestos desde el FMI, con el contubernio de las
elites locales. El FMI no tenía ningún escrúpulo social ni ético
para imponer sus duras recomendaciones. El FMI provocaba
de forma intencional recesión, pobreza y concentración del
120violencia y poder en el posneoliberalismo
ingreso y, para conseguirlo, procedió de la misma forma que
las dictaduras militares: apelando al terrorismo económico2.
Tal terrorismo económico se sustentaba en el uso estratégico
del miedo y éste, a su vez, se definía, estructuraba y expandía
desde la lógica de la crisis y la incertidumbre económica. El
FMI situó sus prescripciones económicas sobre un tejido social
que había sido profundamente desgarrado por la violencia
genocida de las dictaduras militares.
La violencia del terrorismo de Estado y la violencia del
terrorismo económico fracturaron a las sociedades de forma
radical. Generaron un miedo permanente que obligaba a
las sociedades a recluirse en sí mismas. Asumieron como
prioridad la ruptura de todos los lazos de solidaridad social
como recurso de sobrevivencia individual. Fue sobre ese miedo
que pudo operar la lógica monetaria del FMI. El miedo
provocado desde la economía fracturaba cualquier referente
de futuro. Cuando se miraba hacia delante los pronósticos
eran sombríos. El FMI se había encargado de inscribir sobre
el futuro de las sociedades aquella inscripción que encontró
Virgilio a la puerta del infierno: Oh! Vosotros, los que entráis,
abandonad toda esperanza.
El discurso de la crisis económica del FMI fue apocalíptico.
Sus razones eran falaces pero el miedo que provocaron era
real, demasiado real.
El miedo ha sido la materia prima de la violencia neoliberal. Sin
embargo, se trataba de un miedo difuso. A diferencia del miedo
provocado desde las dictaduras militares y de su terrorismo de
Estado que siempre fue focalizado, el miedo que se creaba desde
la economía neoliberal constituyó una situación que atravesaba
toda la conciencia social y se instalaba de modo permanente en
todos sus resquicios. Miedo que contaminaba todos los lazos
sociales. Que corroía las solidaridades. Que desmovilizaba y
2 El terrorismo económico del neoliberalismo está descrito en el texto de Nao-
mi Klein, La Doctrina del Shock, Paidós, Barcelona, 2007.
121palabras para tejernos, resistir y transformar
atomizaba. Mientras que en el terrorismo de Estado de las
dictaduras militares, el locus del miedo radicaba fuera de la
sociedad y podía ser señalado, adscrito y responsabilizado con
nombres y apellidos (Pinochet, Videla, Ríos Mont, etc.), en
cambio, con el mercado y sus mecanismos automáticos de
precios, el miedo se interioriza en toda la sociedad: nadie está
libre de sus prescripciones y admoniciones. El miedo ingresa
en la subjetividad de cada persona y tiene como propósito
fracturar toda esperanza por fuera del mercado y la economía.
Para triunfar desde la lógica del mercado no existe el “nosotros”,
porque el éxito nunca es colectivo, porque el tiempo personal
imposta y fractura al tiempo social. Con ese miedo interno,
cada persona se convierte en un naúfrago que tiene que
buscar la forma de sobrevivir a costa de los demás. Para el
neoliberalismo y su ideología del éxito los demás siempre son
una amenaza. El neoliberalismo convierte a los seres humanos
en sobrevivientes. No hay solidaridades. No hay futuro. Entre
el triunfo y el fracaso no hay términos medios. El miedo al
fracaso se graba con fuego en la subjetividad de las personas.
Sólo pueden triunfar los más aptos, los más eficaces. El miedo
en el neoliberalismo es la apelación al darwinismo más radical
y aparece como determinismo de las fuerzas ocultas del
mercado ante las cuales nada ni nadie puede cambiarlas. Si no
se puede cambiar al mundo entonces, dice el ethos neoliberal,
hay que adaptarse a él.
Con ese miedo difuso y extendido, la represión desde el
Estado podía asumir formas homeopáticas. El miedo destruía
la capacidad social de respuesta y confrontación a la lógica
neoliberal de la crisis. El miedo hacía que cada quien buscara
cómo salvarse por sí mismo sin jamás detenerse a pensar en
los demás. En la ideología de la eficacia que propugnaba el
neoliberalismo nunca existió el concepto de sociedad, peor
aún el de solidaridad. Los demás eran para ser manipulados
en beneficio propio. Eran un recurso estratégico que tenía que
122violencia y poder en el posneoliberalismo
ser utilizado de forma eficaz. El neoliberalismo desgarraba
las solidaridades sociales y hacía de las sociedades islas de
muchedumbres de individuos egoístas y estratégicos. Hombres
y mujeres que luchaban por su sobrevivencia y que habían roto
toda solidaridad e identificación con su propia sociedad. De
ahí que la sociedad resienta del Estado, porque ese miedo se
generaba desde la matriz estatal y su violencia legítima. Las
políticas de ajuste estructural eran violencia pura y dura, pero la
sociedad no vio detrás de esta violencia al FMI sino al Estado.
El responsable de la crisis no era el FMI ni las relaciones de
poder que emergían de la globalización y la acumulación del
capital, sino el gobierno que generaba déficit fiscal por un gasto
irresponsable. Tal fue la ideología inherente a la estrategia del
miedo por parte del neoliberalismo monetario del FMI.
Precisamente por ello, la lógica del ajuste económico del FMI
acudía al expediente de las cifras macroeconómicas y de un
discurso incomprensible para la mayoría de la población,
inscrito en un metalenguaje de conceptos abstrusos, cuyo
propósito era crear confusión e incertidumbre. El FMI nunca
le dijo a la sociedad que sus prescripciones eran para salvar
la moneda, a los bancos y al capital financiero, y posibilitar la
transferencia neta de capitales por la vía del pago de la deuda
externa. Empero, la sociedad consideraba que las razones
tecnocráticas del FMI para resolver la crisis eran preferibles
al terrorismo de Estado de las dictaduras militares. De esta
forma, el miedo contaminó a la democracia naciente y la
paralizó como posibilidad de memoria e historia. La convirtió
en escenario puro, en una entelequia que no alteraba para nada
los centros reales del poder. En rehén de las necesidades del
mercado. La democracia se revelaba impotente para conjurar
las imposiciones neoliberales del FMI. Las prescripciones
del FMI no eran solo monetarias, en realidad eran políticas y
apuntaban al desmantelamiento de la misma sociedad por la
vía de la destrucción del Estado como sentido de lo público y
123palabras para tejernos, resistir y transformar
lo social. El FMI alteraba no solo el sentido de la acumulación
del capital sino también los mecanismos de la dominación
política.
De este modo, la democracia del neoliberalismo tenía el
propósito real de crear los marcos jurídicos e institucionales
que permitieran la imposición del ajuste económico y, además,
procesaran su aceptación y reconocimiento por parte de las
sociedades, de ahí sus constantes apelaciones a la gobernabilidad
del sistema como recurso de disciplina, orden y obediencia
a los designios naturales del mercado. Por ello, una de las
características de las democracias del ajuste económico era la
de crear distancias con la violencia genocida de las dictaduras
militares de los años precedentes para procesar, justamente,
las nuevas formas de violencia que ahora asumían la forma de
la gobernabilidad del sistema; es decir, la administración de
los consensos y los disensos desde una lógica explícitamente
disciplinaria en la cual, la violencia del mercado era el locus del
miedo y la disciplina. La democracia liberal se convirtió, de
esta forma, en dispositivo de disciplinarización social.
El terrorismo económico del FMI de alguna manera prometía
una salida al final del túnel si se hacían las cosas de acuerdo a
sus prescripciones. Además, luego del retorno a la democracia,
ofrecía hacerlo en un contexto de derechos y elecciones. Para las
nacientes democracias latinoamericanas la violencia de Estado,
tal como funcionó durante las dictaduras, era inaplicable. Se
aceptaba la violencia económica porque el discurso de la crisis
la hacía aparecer como algo fuera de la sociedad, que obedecía
a causas imponderables y casi naturales3. La apelación al
3 A esta forma por la cual la economía no depende de la sociedad sino de pro-
cesos naturales, y en donde los seres humanos por la lógica del mercado y sus
equilibrios automáticos, crean comportamientos previsibles y, en consecuencia,
susceptibles de orden y disciplina, el filósofo francés Michel Foucault la deno-
mina “biopolítica”. Cfr. Foucault, Michel, El Nacimiento de la Biopolítica, curso
en el Collège de Francia, FCE, Buenos Aires, 2008.
124violencia y poder en el posneoliberalismo
darwinismo económico, implícito en la lógica del mercado y
que tiene en el discurso ideológico de la “eficiencia” uno de sus
momentos más importantes, fracturaba cualquier posibilidad
de que la sociedad pudiera atenuar y controlar la violencia del
mercado. Por la apelación a un orden natural y fuera de toda
referencia social, la violencia económica del mercado, durante
la era neoliberal, siempre fue biopolítica.
Sin embargo, las democracias latinoamericanas fueron poco
a poco recuperando espacios e imponiendo un discurso
de derechos humanos como políticas de Estado, de forma
independiente a la conducción de la economía. Mientras más
hablaban de derechos humanos más legitimidad tenían esas
democracias; aunque no les sirvieran para nada cuando se
enfrentaban a la lógica implacable del ajuste económico del
FMI. El discurso de los derechos humanos se convirtió en un
discurso movilizador y legitimador del modelo de dominación
política que se estaba poniendo en marcha en la región.
Mientras más se avanzaba en materia de derechos humanos
más se perdía de vista el rol de la violencia del mercado como
regulador social. De esta manera se produjeron fracturas
radicales entre el discurso político que convergía hacia un
enfoque de derechos humanos y la economía que trasladaba
las decisiones de soberanía política y territorial hacia los
inversionistas y sus inversiones. No hay texto Constitucional
en América Latina que no conjugue la prosa de los derechos
humanos. De hecho, el mismo sistema de Naciones Unidas
(el PNUD entre ellos), ha logrado la convergencia entre la
gobernabilidad (como mecanismo de disciplina social) y los
derechos humanos en casi todos los gobiernos de la región.
Todos los gobiernos de América Latina, de hecho, suscribieron
entusiastas ese enfoque de derechos humanos alejado de toda
conflictividad política cuando aprobaron a inicios de la década
del 2000, los llamados “Objetivos de Desarrollo del Milenio”
propuestos, entre otros, por el Banco Mundial y el PNUD.
125palabras para tejernos, resistir y transformar
De ahí que podría aparecer como una relativa sorpresa la
criminalización -bajo la figura de “terrorismo organizado” y
“sabotaje”- a todas las formas de movilización y resistencia
social en América Latina; algo que no se vió ni en los momentos
más radicales del neoliberalismo y que se produce en el
contexto de sistemas políticos que adscriben a los derechos
humanos en todas sus formas. En realidad, tales acusaciones
de sabotaje y terrorismo contra las organizaciones sociales
dan cuenta que el tiempo político de la violencia neoliberal de
mercado ha llegado a su fin. Evidenció que sistemas políticos
con enfoques de derechos humanos y acumulación de capital
con criminalización social son dinámicas congruentes y
coherentes entre sí. Generalmente, a más derechos humanos,
más violencia de la acumulación de capital. Sin embargo, a la
larga se mostró que ese formato del miedo en su escenario de
crisis económica e incertidumbre, que nacía desde la lógica
del mercado, había quedado atrás: que la sociedad estaba,
de alguna manera, inmunizada al terrorismo económico
en la versión del ajuste neoliberal y que éste había perdido
sus espacios de maniobra. Por tanto, la dominación política
necesitaba de forma urgente una recomposición.
El evento clave que explica lo anterior está en la resistencia y
movilización social y en la dureza de la violencia neoliberal en
su formato de políticas de ajuste macrofiscal y privatización
del Estado que se impuso en América Latina. En efecto, la
violencia económica de esta crisis provocó un vacío social
y de credibilidad al sistema político y a sus dispositivos
de dominación. Las sociedades y las organizaciones se
movilizaron en toda Latinoamérica en contra de la dureza del
ajuste económico, lo resistieron y, finalmente, lo derrotaron.
De ahí la emergencia de los autodenominados gobiernos
progresistas de la primera década del 2000 en América Latina
junto a la presencia de fuertes movimientos sociales en casi
toda la región. Las sociedades ya no estaban dispuestas a
126violencia y poder en el posneoliberalismo
confrontar sin resistencia al discurso de la crisis, el ajuste fiscal
y la privatización; sobre todo cuando habían visto la forma
mediante la cual el sistema político protegió a los responsables
directos de la crisis (generalmente el capital bancario y
financiero) y, en una actitud de claro cinismo político, se
encargó de que los costos de esa crisis fueran socializados
hacia el conjunto de la población.
Los gobiernos posneoliberales saben que esa apelación al
discurso de la crisis económica para imponer medidas y
salvaguardar los equilibrios económicos ahora son imposibles,
porque representan un recurso del poder ya gastado que pondría
a la sociedad en su contra, lo que implicaría, para ellos y en sus
cálculos más inmediatos, perder las elecciones futuras. Por tal
razón, casi todos los gobiernos de la región han abandonado
toda referencia a la economía como discurso político; en
especial el discurso de la estabilidad macroeconómica, de la
disciplina fiscal, entre otros, y han optado por inscribir de
lleno sus posibilidades en el discurso político y en la utilización
estratégica del gasto fiscal. Con ello, han provocado un cambio
en el formato de la dominación política y en sus dispositivos
de violencia. Este modelo necesita crear las convergencias
necesarias de grado o por fuerza. Necesita también administrar
los consensos y los disensos dentro de los límites del sistema
político liberal.
Los que consienten y asienten pueden ser disciplinados al
interior de las coordenadas liberales de las instituciones y las
elecciones. Los que disienten deben aprender del peso de la
ley y el orden. Dayuma en Ecuador, Atenco en México, el
TIPNIS en Bolivia, Bagua en Perú, entre otros eventos de
movilización social, represión y criminalización, tenían el
objetivo de crear un efecto de demostración para aquellos que
disienten. La represión tenía un mensaje explícito: los próximos
seréis vosotros.
Por todo lo anterior, puede decirse que el agotamiento del
127palabras para tejernos, resistir y transformar
discurso neoliberal de la crisis produce también la transición
del locus de la violencia. Si la violencia ya no cumple su rol
disciplinario en el mercado entonces tiene que retornar
al Estado. La economía se subsume al Estado (es decir, a
la política) y, desde esa dinámica, la sociedad ya no puede
ni debe existir por fuera del Estado. Es este proceso de
transición de la violencia, desde los mecanismos automáticos
del mercado hacia los dispositivos centralizadores del Estado,
lo que caracteriza al posneoliberalismo como un momento
diferente del neoliberalismo: porque quien confronte y resista
la violencia política de la acumulación capitalista (es decir, la
lucha de clases) ahora se confronta de manera directa con la
violencia del Estado. En adelante, todos aquellos que disienten
del Estado y sus políticas pueden ser puestos a su margen y,
en consonancia con ello, pueden ser juzgados como personas
fuera de la ley y el orden. El Estado liberal, en consecuencia,
debe convertirse en el único espacio posible desde el cual
consentir o disentir. Todo dentro del Estado, nada fuera de
él. Se produce, así, un cambio en el locus de la violencia: de
aquella violencia que desmantelaba al Estado en beneficio
del mercado, hacia aquella violencia que reduce la sociedad
al Estado. En ambas, se instrumentaliza al Estado en función
de la acumulación capitalista. Se lo separa de la sociedad para
confrontarla con ella. Para los neoliberales en la versión del
FMI, el Estado provocaba graves problemas económicos; y de
ahí su necesidad de reducirlo a su mínima expresión. Para el
posneoliberalismo, la sociedad no debe existir por fuera del
Estado porque éste es la garantía jurídica de la acumulación
por desposesión del momento posneoliberal.
El nuevo modelo de dominación política: terrorismo y
contraviolencia
Si en el neoliberalismo del Consenso de Washington la violencia
tenía su locus en el mercado, en el posneoliberalismo ese locus
128violencia y poder en el posneoliberalismo
retorna al Estado. Pero no se trata del Estado de bienestar ni
del Estado de industrialización, se trata del mismo Estado del
neoliberalismo que ahora asume el llamado “interés general”
como mecanismo legitimante de la dominación política y la
acumulación de capital y, como tal, también se transforma.
Si el Estado representa el monopolio legítimo de la violencia,
entonces ésta necesita de un sustrato jurídico que establezca
sus límites y posibilidades. Sabemos que la violencia nunca es
un fin en sí mismo, es un medio y lo que necesita legitimidad,
en última instancia, son esos medios. Para que la violencia
se legitime necesita del derecho, y éste tiene su locus natural
en el Estado. El derecho es el envés de la violencia. Ahora
bien, la violencia crea también su propia dialéctica en la
contraviolencia. Y la contraviolencia también disputa su
derecho a ser reconocida como legítima.
Entre la violencia y la contraviolencia media el derecho, la
política y el conflicto político, vale decir, la lucha de clases. En
esa dialéctica, la violencia necesita del derecho para legitimarse y
establecer desde ahí sus condiciones y conservar su legitimidad.
En el liberalismo, el derecho es la sedimentación y condición
de posibilidad de la violencia del sistema. El derecho hace que
la violencia del sistema aparezca como legítima, consensual y
necesaria. Si no existiese esa violencia legítima, los intereses
individuales desgarrarían a la sociedad de forma irremisible.
El derecho funda al Estado legitimando la violencia. Pero en
el capitalismo la violencia del sistema es violencia de clase.
Aunque parezca paradójico y contradictorio, a más apelación
al derecho más violencia. Cuando la sociedad reconoce los
derechos en el Estado, asume la legitimidad de la violencia de
clase y renuncia a la legitimidad de su propia contraviolencia.
En el Estado de derecho se reconoce el monopolio legítimo
que tiene el Estado al uso de la violencia y, al mismo tiempo,
se renuncia a la capacidad de contraviolencia legítima.
Como lo establece Walter Benjamin: “… el derecho una vez
129palabras para tejernos, resistir y transformar
establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, [la violencia,
P.D.] solo se convierte verdaderamente en fundadora de derecho
en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será
independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre
del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella” 4. Derecho
y violencia, en el capitalismo, expresan una misma realidad y una
misma dinámica de la dominación de clase.
Esta distinción es importante para comprender el sentido real
que tiene la expresión “Estado de derecho” y las apelaciones al
derecho que se hacen desde el posneoliberalismo. Es desde
esta apelación y recurso al derecho que se va a criminalizar y
perseguir a la sociedad, es decir, negar el derecho de la sociedad
a resistir la violencia del sistema.
En efecto, la violencia del Estado, por más legítima que sea, no
se ejerce sobre un vacío, sobre un espacio libre de resistencias
u oposiciones, todo lo contrario: la sociedad resiente esa
violencia del Estado y la resiste, le contrapone otros tipos de
contraviolencia; trata de sustraerse a la violencia del Estado
de mil y un formas; le da rodeos; la encierra en laberintos
creados desde su propio imaginario; la desafía; la escabulle;
la engaña. A la violencia legítima del Estado le corresponden
respuestas hechas desde la sociedad que pueden asumirse
como una vasta red de contraviolencias legítimas. La violencia,
en consecuencia, siempre implica una dialéctica.
Una de las representaciones más visibles de la contraviolencia
legítima es el derecho a la huelga que tienen los trabajadores:
“… las organizaciones laborales son en la actualidad, junto al
Estado, los únicos sujetos de derecho a quienes se concede un
derecho a la violencia … En este sentido el derecho de huelga
representa, desde la perspectiva del sector laboral enfrentada
4 Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones
IV Editorial, Santillana, 1998, p. 40
130violencia y poder en el posneoliberalismo
a la violencia del Estado, un derecho de utilización de la
violencia al servicio de ciertos fines”, escribe Benjamin5.
El derecho de huelga es contraviolencia legítima a la violencia
legítima del Estado. Forma parte de la dialéctica de la violencia
y de la dialéctica de la lucha de clases. Los trabajadores acuden
al derecho de huelga como mecanismo de última instancia y
para defenderse de la violencia del capital. Pero el derecho
de huelga, en realidad, representa la posibilidad de abrir
un espacio al interior del derecho para que pueda albergar
la contraviolencia a la violencia del Estado. El derecho de
huelga es el derecho a la protesta, a la movilización, a los
levantamientos; en fin, es el derecho de decirle no al sistema
de poder. Es esa posibilidad de decir no la que está en juego
con la apelación al derecho cuando se menciona al Estado
como el interés general; y esto es lo que indica el cambio en el
modelo político de dominación.
En el nuevo modelo de dominación política del
posneoliberalismo se extiende la esfera del derecho para
suprimir la dialéctica de la violencia-contraviolencia y
convertirla en tautología del poder: violencia-violencia. A más
Estado de derecho, menos legitimidad tiene la contraviolencia
y más susceptible de ser puesta por fuera de la ley y el orden,
es decir, criminalizada. A más Estado liberal menos espacio
tiene la contraviolencia legítima de las organizaciones sociales.
Pero el Estado no es un concepto vacío de relaciones de poder.
El Estado expresa, precisamente, esas relaciones de poder.
El Estado al que se hace referencia es el Estado capitalista y
como tal forma parte de los entramados de la acumulación del
capital6. No existe un “interés general” que sea independiente
5 Walter Benjamin, op. cit. pp. 27
6 Esta fue, precisamente, la crítica que hizo Marx al concepto de Estado en
Hegel. Mientras que el filósofo alemán veía en el Estado la culminación de la
racionalidad social de una razón universal para Marx, el Estado, en realidad
representaba una forma de dominación de clase. Cfr. Carlos Marx, Crítica de
131palabras para tejernos, resistir y transformar
de las relaciones de poder y dominación que atraviesan y
constituyen una sociedad. El Estado, cualquiera sea su formato,
expresa esas relaciones de poder y las legitima. La noción de
“interés general” vacía de relaciones de poder a la sociedad
pero en nombre de nuevas relaciones de poder, y lo hace para
evitar que las resistencias y oposiciones a las nuevas relaciones
de poder tengan espacios de maniobra que la puedan acotar.
Entonces, cuando el Estado retorna a sí mismo como “interés
general”, tiene que subsumir, absorber a la sociedad en su
propia violencia, tiene que reducir a la mínima expresión la
contraviolencia que existe contra su propia violencia. Nadie
puede ni debe reclamar sobre esa violencia porque representa
el sentido de la historia. A medida que el Estado asume esa
violencia como derecho y desaloja del derecho a quienes había
reconocido como portadores de contraviolencia, el Estado
puede asumir que quienes lo cuestionan y lo confrontan
merecen todo el peso de la ley porque están en contra del
continuum de la historia, porque están en contra del “interés
general”. Este “interés general” se convierte en un proyecto que
se sitúa por encima de toda la sociedad, que quiere impostarla
y, al mismo tiempo, anularla.
Como lo expresa Bolívar Echeverría: “Resistirse a esa forma,
atentar contra ese continuum de su historia, equivale a ejercer
violencia contra la marcha consagrada de las cosas; por esta
razón, toda actividad política que se atreva a no comportarse
“constructivamente” con respecto al “proyecto de nación” tras el
que se escuda el Estado capitalista es ya, en principio, violenta:
implica un atentado, un boicot, una acción destructiva. Su
contraviolencia, que en el escenario consagrado de la política
aparece como si fuera una violencia inicial y no una violencia
la filosofía del Estado de Hegel. Grijalbo Editores, Colección 70. México, 1968.
132violencia y poder en el posneoliberalismo
que responde, sería esa “violencia contraria a la civilización”
que el Estado adjudica a la izquierda política”7.
Se trata, en definitiva de contraviolencia que aparece en la
dialéctica de la violencia del Estado. Pero, en virtud de que el
Estado reclama para sí la representación de la sociedad puede
desalojar toda la contraviolencia que la sociedad puede oponer
a la violencia legítima del Estado, y asumir un monopolio de
la violencia en el cual no existe contraviolencia, es decir, no
hay posibilidades de defenderse de la violencia del Estado, en
términos históricos se entiende. La dialéctica de la violencia
legítima del Estado y su contraviolencia de la sociedad se
convierte en la tautología de la violencia estatal.
Esta reflexión puede ayudarnos a comprender el transfondo
de varias expresiones de algunos presidentes latinoamericanos
cuando los movimientos sociales se oponen a las derivas
extractivas de la acumulación por desposesión, como la
acusación de Evo Morales, Presidente de Bolivia que
descalificó a la marcha de las organizaciones sociales que
defendían el TIPNIS de la construcción de una carretera, o
aquellas declaraciones de Lula, entonces Presidente de Brasil,
en contra de las organizaciones sociales que defendían su
territorio de la soja y la minería abierta a gran escala, o aquella de
Rafael Correa, Presidente del Ecuador, durante los eventos de
Dayuma en 2007, cuando dijo textualmente: quienes se oponen
al desarrollo son terroristas, o la criminalización y persecución
a los pueblos Mapuches que hicieron los gobiernos de la
Concertación en Chile.
Estas posiciones y declaraciones dan cuenta de la construcción
de un nuevo modelo de dominación política. Cuando el
Estado le arranca a la sociedad el derecho que ésta tiene para
defenderse de la violencia “legítima” del poder, entonces puede
situar los conflictos políticos, que por definición implican
7 Bolívar Echeverría, La mirada del ángel. En torno a las tesis sobre la historia de
Walter Benjamin. ERA, México, 2005, pp. 79, cursivas el original.
133palabras para tejernos, resistir y transformar
violencia y contraviolencia (puede ser simbólica, institucional,
jurídica, etc.), en un plano de confrontación directa entre el
“interés general”, es decir, el Estado, y quienes se oponen a este
interés general.
La apelación a un estatuto de “enemigo público” es correlativa a
esta forma por la cual el gobierno se irroga una representación
general y hace de la violencia y del derecho los medios por
los cuales se impone a la sociedad. Ese “enemigo público” del
interés general encarnado en el Estado, es el “terrorista”.
Con el modelo de dominación política del posneoliberalismo
se crea una figura que coincide con la Doctrina Bush y que
tiene en el “terrorista” y en el “terrorismo” sus argumentos de
legitimidad. Con este expediente de calificar de “terroristas” a
todos aquellos que cuestionen, critiquen o que, en definitiva,
opongan a la violencia del Estado la contraviolencia de la
sociedad, las movilizaciones de la población en contra de la
minería abierta a gran escala, contra las represas hidroeléctricas,
el monocultivo, los transgénicos, los servicios ambientales, y
demás formas de la acumulación por desposesión, tendrán
que vérselas directamente con el Estado. Los levantamientos
indígenas, las movilizaciones sociales, las marchas, las
huelgas, las manifestaciones populares, entre otras formas de
contraviolencia legítima, corren el riesgo de ser calificados
de “terroristas” y de ser tratados a este tenor. Las figuras del
terrorista y del terrorismo son, por tanto, consustanciales al
modelo de dominación política del posneoliberalismo y al
Estado de derecho.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo
Ahora bien, si el posneoliberalismo necesita de un Estado
fuerte es para asegurar la seguridad jurídica y la convergencia
normativa. La disidencia y el cuestionamiento hacia la razón
de Estado que puedan realizar las organizaciones sociales
puede crear “inseguridad jurídica”, y esto ahuyenta a los
134violencia y poder en el posneoliberalismo
inversionistas. Sin inversión extranjera directa, dicen los
gobiernos posneoliberales, no hay crecimiento económico y
sin éste no hay ni empleo ni ingresos. Éste es el núcleo que
une la criminalización social con la acumulación del capital.
Cuando está de por medio una dinámica en virtud de la
cual la acumulación del capital está en su fase extractivista
que implica desposesión territorial y pérdida de soberanía,
es lógico suponer que quienes se oponen a esas dinámicas
de acumulación por desposesión entran en conflicto directo
con el Estado, no con las corporaciones transnacionales ni
los inversionistas. Si el Estado ha concesionado un territorio
para la minería, o para los ejes multimodales (por ejemplo,
IIRSA), quien confronte, critique, cuestione y se oponga a esas
concesiones tendrá que vérselas de forma directa con el Estado,
no con los inversionistas que operan en esas concesiones ni
con sus empresas.
El Estado protege y ampara a la inversión y al inversionista por
sobre su misma sociedad y crea instrumentos jurídicos a este
tenor, si no recuérdese todos los artículos sobre la protección
al inversionista y a las inversiones que constan en todos los
Tratados de libre comercio que han suscrito varios países de la
región e, incluso, las leyes específicas que han sido aprobadas
para defender el estatuto jurídico de los inversionistas. Si la
sociedad resiente del inversionista y sus inversiones porque
considera que afectaría a sus derechos, entonces, la sociedad
puede ser criminalizada y perseguida porque el derecho de
propiedad es el centro de la transformación posneoliberal
y debe ser garantizado y protegido sobre cualquier otra
consideración. Afectar al derecho de propiedad es afectar la
razón misma del derecho moderno e irse en contra del Estado
como interés general.
De esta forma, la violencia retorna al principio jurídico-político
del Estado liberal del siglo XIX. La violencia está hecha
para disciplinar al interior de los marcos jurídico-políticos
135palabras para tejernos, resistir y transformar
establecidos desde la acumulación capitalista. Es por ello que
el Estado posneoliberal puede adscribir a las nociones del
derecho a la defensa anticipada de la Doctrina Bush y asumir
la confrontación contra el Estado como un delito imputable a
la figura del terrorismo.
Ahora resulta transparente el trasfondo de considerar como
terroristas a todas las organizaciones sociales que se oponen
al “desarrollo” (es decir, la acumulación capitalista por
desposesión). Por supuesto que no se trataba del “desarrollo”,
al menos en una versión que haría pensar al estructuralismo
latinoamericano de sus primeros años, tampoco se trataba de la
versión tradicional de las fuerzas de mercado como condición
del desarrollo. El “desarrollo económico” , en cualquiera
de las versiones del término, no tenía nada que ver con la
violencia que se está suscitando desde el posneoliberalismo.
La criminalización social que se está produciendo en la región
es la constatación de que algo más profundo y denso se había
producido en los mecanismos de la dominación política.
A ningún gobierno neoliberal se le habría ocurrido decir
que oponerse a las políticas de ajuste significaba un acto de
terrorismo. El neoliberalismo hablaba de gobernabilidad y
gobernanza, mas no de terrorismo. Es el posneoliberalismo el
que enuncia el terrorismo como figura política de disciplina,
control y sometimiento.
La apelación al terrorismo se la hace en referencia al
extractivismo y las resistencias sociales que provoca. Cuando
se establecía una ecuación de igualdad entre la oposición al
“desarrollo” y el terrorismo, se estaba generando un mensaje
bastante claro para aquellos que se oponen al extractivismo, es
decir, las organizaciones sociales que estaban movilizándose en
oposición a la minería abierta en gran escala, a la ampliación
de la frontera hidrocarburífera, a los servicios ambientales, a
los ejes multimodales de transporte, a los transgénicos, a la
privatización del agua, entre otros.
136violencia y poder en el posneoliberalismo
Puede verse, por ejemplo, que la mayoría de gobiernos de la
región nunca utilizan el expediente del terrorismo en contra
de su propia oposición política. Ni Evo Morales, ni Rafael
Correa, ni la Concertación en Chile, ni Lula, entre otros,
calificaron a la oposición política como “terroristas”. La
utilización del terrorismo fue exclusiva para la persecución a
los dirigentes sociales y populares que se oponían a las derivas
extractivistas que estaban en función de la acumulación del
capital en su momento de desposesión territorial. Fueron los
dirigentes sociales que defendían sus territorios, sus recursos,
su propia vida, los que fueron perseguidos bajo la acusación de
terrorismo.
En el posneoliberalismo el modelo de dominación política
disuelve en el vacío jurídico las resistencias sociales y las
criminaliza. No hay opciones de oponerse a la violencia legítima
del Estado. Es un modelo de dominación que tiene que recurrir
a un control panóptico de la sociedad. Que tiene que provocar
inseguridad social permanente. Que recupera el miedo pero
ahora por fuera de los mecanismos de mercado y de la crisis
económica, y que lo inscribe en la misma convivencia social.
En el modelo de dominación política del posneoliberalismo la
violencia se convierte en cotidiana. La guerra se instaura como
algo normal, de todos los días. En el modelo de dominación
política del posneoliberalismo los ejércitos vuelven sus armas
contra su propia población. Puede ser que se hable de la lucha
contra la delincuencia, contra la inseguridad ciudadana, o
lo que se quiera, pero la cuestión es que ahora los ejércitos
armados se convierten en parte del paisaje urbano. La
sociedad se ha militarizado por cualquier pretexto y asume
esa militarización como algo normal, como algo necesario. De
la misma forma que durante el neoliberalismo asumía como
natural y necesarias las recomendaciones económicas del FMI.
137palabras para tejernos, resistir y transformar
Violencia política y heurística del miedo
El sustrato de violencia que caracteriza a los gobiernos
posneoliberales forma parte de los procesos de acumulación
por desposesión y control disciplinario por medio de procesos
institucionales. El posneoliberalismo significa la reconstrucción
del Estado decimonónico porque la acumulación del capital
ha regresado también al siglo XIX. Con el posneoliberalismo
se clausura de forma definitiva el Estado de Bienestar o el
Estado de la industrialización.
En el posneoliberalismo el formato de Estado que se convierte
en dominante es aquel del “Estado de derecho”; mas, hay que
aclarar los términos. Cuando se menciona al Estado de
derecho se suele pensar en los derechos liberales y burgueses
y, entre éstos, los derechos humanos, los derechos colectivos y
los derechos sociales. El Estado de derecho, en realidad, hace
referencia al derecho a la propiedad. Los demás derechos se
subsumen al derecho a la propiedad al que se lo considera
como fundamental y prioritario. De todas maneras, existe una
definición que da mejor cuenta de lo que quiere decir “Estado
de derecho”, y es aquella de la “seguridad jurídica”. Quienes
reclaman seguridad jurídica no son los ciudadanos son lo
inversionistas.
Cuando el Estado cambia su estructura hacia la seguridad
jurídica se convierte en Estado de derecho8. La forma por
la cual se producen esas transformaciones es a través de la
convergencia jurídica con los acuerdos supranacionales de
comercio que tienen en la OMC y en los tratados de libre
comercio su garantía última. La reconstrucción del Estado al
interior de los procesos de convergencia normativa apela a la
violencia jurídica y política y cierra cualquier espacio social
8 Cfr. Dávalos, Pablo, “Neoliberalismo político y `Estado social de derecho ́”,
Disponible en internet: http://alainet.org/active/24785&lang=es
138violencia y poder en el posneoliberalismo
solamente a aquellos que constan dentro del Estado y su
violencia legítima.
Para el posneoliberalismo, nada puede existir fuera del Estado,
incluso la sociedad es acotada a los límites del Estado. Esta
versión de Estado es aquella del siglo XIX en donde la
burguesía estaba en su proceso de emancipación política
y quería controlar a las sociedades a nombre del “interés
general”. La violencia del posneoliberalismo radica justamente
en esa dinámica de cerrar la política a las dimensiones del
Estado. Es por ello la prioridad que tiene en esta coyuntura el
cambio institucional, porque las instituciones van a codificar
esas relaciones de poder desde la lógica de la razón de Estado
y su violencia.
En poco tiempo, los disidentes más radicales y los críticos
más tenaces han sido silenciados. El modelo de dominación
política no necesitó de la violencia explítica para someterlos
y neutralizarlos, sino de la razón de Estado y de la violencia
legítima del derecho. Las organizaciones sociales fueron
perseguidas, sus líderes criminalizados, sus estructuras
sociales violentadas pero, cabe aclarar, al interior del Estado
de derecho. Los medios de comunicación que mantenían
una línea de oposición crítica también fueron silenciados,
independientemente de que hayan correspondido a la derecha
política. Su silencio se avaló con las leyes existentes. La
violencia que se utilizó contra ellos fue la violencia del derecho,
en consecuencia, una violencia legítima. No había, entonces,
nada que reclamar. El régimen posneoliberal cerraba los
espacios sociales de crítica y de oposición con los recursos que
al efecto le daban la ley y el derecho. Siempre había un recurso
legal que podía ser utilizado en contra de sus oponentes y, hay
que decirlo, siempre fueron utilizados.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo no
solo que suprime la contraviolencia legítima y que utiliza
139palabras para tejernos, resistir y transformar
la violencia legítima en contra de todos sus oponentes, sino
que produce una transferencia de esa violencia hacia el
partido de gobierno. Al criticar al gobierno no solo que se
está cuestionando una forma particular de políticas públicas,
algo normal en una democracia, sino que ahora se estaría
trasgrediendo la razón misma de Estado, porque en el nuevo
modelo de dominación política, los partidos gobernantes son
el Estado.
Empero, existe otra dinámica que es inherente al nuevo
modelo de dominación política, se trata del miedo como una
heurística del poder y del Estado como garante y condición
de ese miedo social. En el posneoliberalismo se ha creado un
ambiente de incertidumbre, de desconfianza, de confrontación,
de ruptura permanente que desgarra permanentemente el
tejido social. Ahora nadie está a salvo y, para el poder, nadie es
inocente. La frontera de trazada de “o con nosotros o contra
nosotros” se convierte en recurso del poder. Pocos son aquellos
que pueden desafiar al Estado ahora convertido en condición
de posibilidad de un partido político. En este nuevo modelo
de dominación política la persecución se asentó en un control
panóptico a la sociedad.
Esa inseguridad permanente fractura las solidaridades
sociales. Obliga a buscar refugio y escurrirse de los ruidos
de la historia. Es una inseguridad que la sienten todos los
empleados del sector público que no pueden emitir el más
mínimo comentario porque tienen miedo que el panoptismo
del poder pase la factura. Es el miedo del hombre o mujer
de la calle que se sienten en una amenaza permanente por la
delincuencia, el crimen organizado, o la represión pública. Un
miedo que paraliza, que corroe, que desarma.
140violencia y poder en el posneoliberalismo
Bibliografía
Benjamin, Walter
Para una crítica de la violencia y otros ensayos.
Iluminaciones IV. Taurus Editorial Santillana, 1998
Dávalos, Pablo
La Democracia Disciplinaria: el proyecto posneoliberal
para América Latina. Editorial CODEU-PUCE,
Quito, 2010.
Neoliberalismo político y “Estado social de derecho”,
Disponible
en
internet:
http://alainet.org/
active/24785&lang=es
Echeverría, Bolívar
La mirada del ángel. En torno a las tesis sobre la historia
de Walter Benjamin. ERA, México, 2005.
Foucault, Michel
El Nacimiento de la Biopolítica: Curso en el Collège de
Francia. Buenos Aires. FCE, 2008
Klein Naomi
La Doctrina del Shock, Paidós, Barcelona, 2007.
Marx Carlos
Crítica de la filosofía del Estado de Hegel. Grijalbo
Editores. Colección 70. México, 1968.
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