Pueblos originarios de América: De los ríos profundos a los ríos del futuro
29/05/14 Por Hermann Bellinghausen*
El resurgimiento de los pueblos originarios del continente americano es el cambio más importante y de larga duración ocurrido en las pasadas dos décadas en nuestros países. Hacia 1990 los pueblos empezaron por hacer ruido en este mundo, después de siglos de silencio (silenciamiento), persecución, y sobre todo negación por los Estados nacionales. Lo alcanzado por ellos en tan breve tiempo representa un fenómeno social de grandes proporciones, una reveladora experiencia política. O mejor aún, la revitalización civilizatoria que le faltaba al planeta para no morir. Un cambio de paradigma. Un remozamiento de la utopía. O todo eso y no sólo. Más allá del racismo idiota de las clases ilustradas al comentar el asunto, siempre en el fondo muertas de miedo, la influencia de estos pueblos es palpable en la historia nacional reciente de países como Ecuador y Bolivia, donde los pueblos andinos y amazónicos han sido determinantes para los cambios ocurridos en ambas naciones, el fin de las dictaduras y el acotamiento de las políticas neoliberales rapaces y proyanquis. Defienden los territorios, los recursos, las regiones donde han sobrevivido por siglos. Son protagonistas nacionales de mil maneras.
También para México, el país con mayor población indígena en toda América, la huella histórica de sus pueblos originarios cambió de velocidad y hondura, se puso en el centro del debate nacional y renovó el lenguaje político. Sin embargo, la remoción de las oligarquías gobernantes no se ha logrado ni siquiera a nivel simbólico y el despojo depredador ocupa la primera fila en las prioridades del Estado, sus socios políticos (los partidos), de inversión (todas esas empresas que da pánico nombrar sobre estas tierras), mediáticos y militares. Actualmente, la violencia en México contra los pueblos indígenas no tiene igual en el continente: se les asesina más, se les desaparece más, se les exilia, tortura, viola, encarcela y despoja más que en ninguna otra parte.
No podríamos explicarnos la modernidad dolorosa pero en pie de la Guatemala profunda sin la susurrante resistencia de su mayoría maya, negada hasta para sí misma.
Ahí tenemos la extraordinaria epopeya mapudungun de recuperación territorial e histórica en La Araucanía, además de su inesperada visibilización en un país tan “poco indio” como Argentina. Para Colombia los pueblos lograron ser, a nivel ético y espiritual, fiel de la balanza en un país fuera de balance que en el pasado fin de siglo se internó en el perverso juego de esas guerras-de-poder que nadie puede ganar pero cuyo negocio consiste en pelearlas, eso es parte del botín; allí los pueblos originarios, víctimas directas y constantes, alcanzaron una legitimidad concreta donde los demás actores políticos muestran bien melladas sus legitimidades, si alguna les queda.
Ante la contundencia sostenida de los zapatistas en Chiapas, del movimiento indígena ecuatoriano y de la experiencia nacional boliviana, uno se pregunta si algo así estaba considerado en los planes imperiales para el futuro. Sin abusar de la palabra “profundo”, estamos ante movimientos de un calado que rebasa los meros cambios de gobierno, siglas o adhesiones comerciales. La autenticidad y la claridad de propósitos garantiza su duración. En 2014 los pueblos indígenas americanos tienen un futuro más amplio que en, digamos, el año del Señor 1992.
La preocupación del Departamento de Estado de Washington, los servicios secretos del imperio y de los Estados nacionales ha sido evidente, aunque sorda. Son una barrera imposible de ignorar contra los tratados de libre comercio y las anexiones camufladas al imperio. En base a sus alarmantes diagnósticos de inteligencia, los poderes ejercen sobre los originarios presiones especiales, prioritarias, reflejadas en las políticas regionales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la reactivación de la Cuarta Flota del Comando Sur y la expansión sostenida de Pepsico, Coca-Cola, Nestlé, Monsanto y las iglesias cristianas de matriz estadunidense, las reformas constitucionales del dichoso “ajuste estructural” de los neoliberales, así como las múltiples formas de penetración (educativa, consumista, mediática, territorial, religiosa, cultural, productiva) y de depredación simple para desintegrar los vínculos comunitarios, la idea misma de colectividad (comunalidad dicen en Oaxaca) donde reside el verdadero secreto de la pervivencia de las civilizaciones conquistadas, despojadas y diezmadas por Europa hace cinco siglos.
Qué tanto sirven las bienintencionadas declaraciones y proclamas de las Naciones Unidas, la UNESCO y la Organización Internacional del Trabajo, si los Estados incumplen con descaro acuerdos como los de San Andrés Sacamch’en o los de paz para Guatemala (que le pregunten a Gerónimo); cuando sistemáticamente se fermentan intolerancias fratricidas entre familias y poblados digamos ixiles, o tsotsiles, wayuu, quechuas, triquis, guaraníes. No vaya siendo que los indios se salgan con la suya en Cuzco, Oaxaca, El Alto, la comarca ngöbe buglé, el sur del río Bio Bio o las márgenes del Xingú. Cuando hace más de 20 años los shuar y los kichwa entraron en la ciudad de Quito con lanzas, arcos y flechas, y cuando el 12 de octubre de 1992 los mayas chiapanecos derribaron en San Cristóbal de las Casas la estatua del conquistador y genocida Diego de Mazariegos (que nunca más volvió a su pedestal), lo que parecían escenificaciones de pasajera exaltación en realidad anunciaban que las mojoneras del calendario estaban cambiando de significado y de dueños. Los fastos de la corona española y la criolliza continental para el Quinto Centenario, así como sus partidas especiales para financiar vistosos eventos “culturales”, fracasaron por completo ante el nada folclórico despertar de las civilizaciones dormidas (o eso parecían). Nada de que Descubrimiento. Nada de que Encuentro. Nada que festejar. Nada pudo edulcorar ni blanquear el crimen histórico.
A penas dos años después, el primero de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se levantó en armas contra el gobierno mexicano y su estrategia de exterminio, declarando una decidida guerra contra el olvido. Su “Ya basta” obtuvo resonancia mundial. Mientras tanto en Ecuador, y pronto Bolivia, quedaba claro que sin los pueblos originarios en adelante no habría gobernabilidad. En 1996 el Congreso Nacional Indígena de México resumía: “Nunca más un México sin nosotros”. Lo mismo pudo decirse en los países mencionados, y no tardaron en revelarse (rebelarse) las nacionalidades y pueblos de Perú (donde son tan visibles de por sí), Chile, Colombia, Venezuela, Panamá.
Nada de esto fue espontáneo. En el cambio de milenio desembocaron largos procesos de maduración política, intelectual y de revaloración del conocimiento propio. El pensamiento indianista de Fausto Reynaga, el marxismo indígena de José Carlos Mariátegui, la teología católica de la liberación en el sureste de México, la crisis del indigenismo integrador expresada por Guillermo Bonfil, la autonomía pionera en la Mosquitia nicaragüense al triunfo de la revolución sandinista —cada uno con sus particularidades, limitaciones y contradicciones— preludiaban algo inédito. Lo que en términos químicos se llama precipitación. Y que hoy, con tantito que nos fijemos, podemos ver ante nuestros ojos.
La reivindicación del Buen Vivir de los pueblos andinos, la práctica del Sumak Kawsai amazónico, el mandar obedeciendo zapatista, la retórica (o no) de la Pachamama y el apego a la Madre Tierra se extendieron desde uno u otro de los centenares de pueblos (naciones, tribus) originarios de América, para irse lejos a encontrar expresiones particulares de realidades semejantes, en esencia lo mismo. Y lo que era una atomización infinita para festín de etnólogos y lingüistas taxidermistas adquirió cuerpo propio, distinto y consistente. Fraterno. La identificación mutua fue inevitable. Además, los pueblos y sus organizaciones ocuparon espacios clave del debate y las resistencias en sus países.
La ofensiva de las mega transnacionales y los intereses del capitalismo global en tierras americanas es hoy formidable, pero aún podemos decir que no nos han ganado. Los invasores avanzan, pero seguimos defendiendo la tierra misma, el maíz, la quinua, los río de Guatemala, los bosques del sur chileno, el desierto de Wirikuta, la reserva de Yasuní, la hoja de coca, la miel de Campeche, la selva de Bagua Grande, la del oriente boliviano, las tierras recuperadas en las montañas de Chiapas, los vientos de Tehuantepec, las aguas del río Yaqui y todos y cada uno de los idiomas de este universo de pueblos que al fin rompieron los muros del silencio y levantaron la voz.
Que los mapuche, que los zapotecos y tseltales, quiché y aymaras estén creando nuevas literaturas, fundando escrituras modernas con lenguas milenarias que la letra apenas había conocido, es tan sólo un signo más de vida de este despertar casi telúrico de los pueblos americanos. Como si el hip hop, el blues, el muralismo o la cinematografía les pudieran ser ajenos.
Un despertar notable, si se toma en cuenta que llevan en contra todas las proyecciones econométricas: condición socioeconómica, índices de salud, educación y etcétera, densidad demográfica, dudosa capacidad de integración a los mercados, la producción agrícola industrial y las nuevas tecnologías. O bien se arguyen su aislamiento, o la presunta inviabilidad de los saberes ancestrales, y peor aún, de sus idiomas que como en los viejos versos de Rubén Darío están amenazados por las avalanchas del inglés, y que ya desde la llegada de los misioneros sufren el yugo del castellano y el portugués en la palabra de Dios y las leyes de los gobiernos. Al norte, el inglés y el francés pusieron su parte, no menos brutal.
Sin embargo, los pueblos se mueven. Los grandes desafíos en nuestros países pasan afortunadamente por la experiencia y las resistencias indígenas que plantan la cara y proporcionan rotundos argumentos contra el extractivismo brutal, los ríos desfigurados en aras de la energía, las soberanías nacionales amenazadas o en bancarrota, la corrupción y el racismo, la ola transgénica que crece y abruma nuestros territorios como esas manchas negras en las películas animadas de Hayao Miyazaki.
Por regionales y circunscritas que parezcan, la autonomía zapatista en Chiapas, los autogobiernos en las selvas de Sarayaku, los bosques ngöbe del noroeste panameño y el recobrado territorio boreal de los inuit, son procesos que hablan con el ejemplo de la esperanza en acción. En tiempos de comunicación líquida e instantánea, tripulan con naturalidad las naves de la Internet y las redes, donde sus planteamientos y batallas son conocidos universalmente en “tiempo real”. Bueno, para ellos todo tiempo es y ha sido real.
Apenas este 24 de abril, el subcomandante insurgente Moisés del EZLN preguntaba: “¿Quién dice que no se puede?”, con una voz que no viene del pasado como quisieran sus detractores en el poder, sino del futuro. * Hermann Bellinghausen es narrador, poeta, reportero, cronista y editor. Es director de la revista Ojarasca, con casi 25 años de presencia visiblizando a las comunidades indígenas del continente. Es también parte del consejo de redacción de la revista barrial Desinformémonos y socio fundador del periódico La Jornada. Ecoportal.net
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