La nueva “Escuela de las Américas” se llama Colombia
Preocupa la participación de representantes de las FFAA de Ecuador y Bolivia, que pone en juego el ya de por sí frágil equilibrio que propone una doctrina de defensa latinoamericana, separada del control de Washington.
En lo que podría entenderse como una nueva “Escuela de las Américas”, el 18 de mayo pasado el gobierno de Colombia puso en marcha un proceso de entrenamiento para oficiales de las Fuerzas Armadas de varios países latinoamericanos. Lo hace a través de becas jugosas y la oferta de una exitosa experiencia acumulada en contrainsurgencia y control poblacional.
Aunque la noticia pasó casi desapercibida en la vida mediática y política continentales, contiene dos graves señales.
Por un lado, representa un avance serio del proceso de contrarreformas manifestado en los avances de la derecha en América latina, mundo árabe y Europa. Pero al mismo tiempo constituye un grave peligro para una América latina que había comenzado a ganar una relativa autonomía político-militar respecto de Estados Unidos.
La participación de representantes de las FFAA de Ecuador y Bolivia patea un tablero nuevo y frágil. Sus presencias oficiales en Bogotá ponen en cuestión tanto al Consejo de Defensa Regional, de la Unasur, como Escuela de Altos Estudios Militares instalada por el ALBA en La Paz, ambas sin control estadounidense.
En los hechos, aunque nadie lo haya señalado y ninguno de los gobiernos “progresistas” lo acepte, hasta ahora, estamos en presencia de un fisura de alto riesgo en la nueva política militar latinoamericana.
Aunque esta suerte de “Escuela de las Américas” local y tercerizada, la patrocina el gobierno de Juan Manuel Santos, desde el Ministerio de Defensa, a nadie en sus cabales le cabe duda que detrás están el Departamento de Estado y el Comando Sur. Es una de las tareas que justifica la existencia de la bases instaladas en el territorio colombiano.
“Ante un grupo de representantes de los gobiernos de Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Paraguay, República Dominicana, Panamá y Bolivia, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presentó este lunes el Centro Regional de Estudios Estratégicos en Seguridad (Crees), una oferta académica dirigida a los organismos de seguridad y defensa interesados en conocer la experiencia de Colombia en su lucha contra el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado”. (El Espectador, Bogotá, 18 de mayo 2014).
El ministro colombiano lo expresó con las palabras necesarias para indicar el objetivo en el contexto geopolítico que quieren enfrentar: “En síntesis, es una iniciativa regional frente a las amenazas a la seguridad del hemisferio” (Idem).
El gobierno de Nicolás Maduro, el chavismo como movimiento y sus Fuerzas Armadas educadas en el antiimperialismo, serían los primeros objetivos no manifiestos de una “iniciativa regional” de este tipo.
Este programa de entrenamiento contiene los rasgos de peligrosidad advertidos desde hace un tiempo por investigadores como María Esther Ceceña, Renán Vega Kantor, Telma Luzani, Carlos Lanz, Emilio Tadey, Atilio Borón, entre otros y otras. Ellos lo denominaron la “remilitarización del continente”.
Fuentes militares de países de la Unasur indican que la tarea inmediata es construir una red regional de cooperación para enfrentar lo que el Departamento de Estado llama en sus documentos “Amenazas trasnacionales”, una concepción que traslada a la resistencia de pueblos y algunos gobiernos, lo que ellos hacen y persiguen desde la militarización continental, el dominio de las fuentes de recursos naturales y el nuevo esquema de control social de las poblaciones descriptos recientemente por los autores Sandy Ramírez Gutiérrez y Daniel Inclán, en el reciente trabajo “Reordenando el continente” (Alai, mayo 2004, edición digital).
No es una casualidad que sea Colombia la designada como nuevo estado-gendarme. Es el más fuerte país de la zona andina-amazónica-caribeña. Este dato geopolítico es fundamental a la hora de evaluar lo que está en marcha con este programa de entrenamiento.
Esa triple ubicación talasocrática ha sido decisiva para que Washington y la OTAN concentren en Colombia su nueva estrategia de ofensiva policial-militar y conviertan a ese país de 45 millones de habitantes y más de dos millones de kilómetros cuadrados, en una suerte de plataforma de la contrarreforma latinoamericana. Su objetivo es cumplir algunas tareas del Comando Sur, el Departamento y la OTAN, o sea, aquellas que en el pasado oscuro de las dictaduras cumplieron la Escuela de las Américas, West Point y Panamá.
El gobierno de Colombia ofrece a los países latinoamericanos, incluidos los de la Unasur y el ALBA, su experiencia en control militar-policial de poblaciones.
El aval ofrecido corresponde, como una muestra de grotesca necrofilia, el mapa poblacional y territorial donde cayeron los más de 220 mil asesinados y una cifra superior a los 2 millones de desplazados, producidos en Colombia por el terrorismo estatal desde 1958: “De hecho, para el Ministro colombiano una muestra del éxito de las Fuerzas Militares y de Policía contra la delincuencia es que en cerca de mil municipios del país, es decir, un 90%, no se presentan actos terroristas como secuestros y atentados a la infraestructura. Dicho de otra manera, cerca de 44 millones de colombianos ya viven en un período de posconflicto, tienen las mismas preocupaciones que el resto de países que, de una u otra manera, están en paz” (El Espectador, 19 de mayo 2014).
Aunque Estados Unidos no figura como el país patrocinador, nadie en su cabales dudará que es el Estado detrás del Estado colombiano en esta tarea regional.
Lo incomprensible es la presencia de oficiales de las Fuerzas Armadas de dos gobiernos tenidos como de los más “progresistas” del continente. Ese progresismo se evidencia en reformas sociales que han mejorado la vida de sus poblaciones pobres y ganado soberanía nacional relativa frente a los imperios. El gobierno de Correa, en Ecuador, por ejemplo, se atrevió a expulsar al ejército norteamericano de Manta, mientras el de Evo Morales tuvo la valentía de enfrentar a Washington, echando a su embajador, a la Usaid y a la NED.
Aceptar las becas del gobierno de Colombiano para ser entrenados en “seguridad y defensa” por el Estado que más las ha violado en las últimas dos décadas, es una contradicción de resolución compleja para ambos gobiernos progresistas. Pero además, compromete todo lo avanzado por el resto de los países, y es directamente funcional al aislamiento político del gobierno de Nicolás Maduro en medio del asedio actual. Facilita la avanzada de contrarreformas imperialista.
Basta recordar el grado acuerdo estratégico semicolonial firmado por los gobiernos de Uribe y Santos con Estados Unidos y más recientemente con la Organización del Atlántico Norte, OTAN, para comprender que sus decisiones en materia de seguridad regional, equipamiento, control interno entrenamiento y defensa, están atadas a los pactos firmados con esos países y organismos supranacionales.
Seis de los ocho países escogidos para iniciar este curso de entrenamiento tienen elementos comunes de pobreza, falta de recursos financieros para esa tarea, ejércitos y policías débiles, graves problemas de inseguridad interna y miseria arraigada y creciente, cuatro elementos clave, que en determinadas condiciones sociales o crisis política, pueden conducir a situaciones insurreccionales o de insurgencia.
En el pasado reciente, Washington tuvo que soportar la aparición irremisible de insurrecciones sociales, gobiernos de izquierda, algunos de ellos bastante radicales, todos cuestionadores de algunas o muchas de sus políticas imperiales. También es cierto que en el mismo período, alrededor de 20 años, aparecieron sorpresivamente por lo menos dos movimientos insurgentes armados, uno en México, el zapatismo, otro en Paraguay, aunque distintos en fuerza y métodos de accionar. En cada una de esas sociedades, diversos tipos de insurrección social derribaron a nueve gobiernos civiles y electos, y elevaron a una sucesión de regímenes políticos nuevos llamados “progresistas”, según el gusto, en Brasil, Bolivia, Uruguay, Argentina, Nicaragua, Ecuador, El Salvador y Venezuela.
Estamos en presencia de una estrategia preventiva regional en el terreno militar, policial y de inteligencia, para enfrentar eventuales hipótesis de conflicto social y desgarramientos políticos.
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