Treinta y cinco años después, ¿qué fue de la revolución sandinista?
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
El pasado siempre vuelve para desgracia de los desmemoriados. La identidad nacional, memoria colectiva de un pueblo, se construye sobre sus mitos, derrotas y esperanzas, en ocasiones traicionadas, abandonadas o travestidas. Así se hace la historia de América Latina, a retazos. Nicaragua pasó de la noche a la mañana a condensar los sueños de emancipación política del continente. Los ojos del mundo se dirigieron hacia ese pequeño país centroamericano, desconocido para intelectuales, académicos y políticos occidentales. Tuvieron que recurrir al mapa para situarlo en el mundo. Nicaragua se puso de moda. El nombre César Augusto Sandino, general de hombres libres, quien luchó contra la invasión yanqui, asesinado en 1933, unió su gesta al Frente Sandinista de Liberación Nacional, cuyos militantes entraban un 19 de julio de 1979 en Managua ondeando banderas rojinegras en señal de triunfo doloroso, que dejó miles de muertos en la guerra contra la tiranía. Una insurrección popular, gestada en décadas, lograba deshacerse de una de las dictaduras más siniestras: los Somoza. Una saga familiar que se adueñó del país gracias a Estados Unidos. Sus posesiones cubrían todo el espectro económico, agencias de viajes, plantaciones, cementeras y alimentación. Hasta la compra y venta de sangre.
El fin de la dictadura fue una bocanada de aire fresco, en medio del pesimismo que asolaba a la izquierda, tras el golpe de Estado en Chile, que puso un final trágico a la vía pacífica al socialismo, defendida por el gobierno de la Unidad Popular. En este contexto, pocos apostaban por un triunfo armado e insurreccional. Estados Unidos se sentía cómodo apoyando dictaduras militares en Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras, dejando a Costa Rica como el escaparate de una sociedad ordenada y democrática. Era una época en la que se expandían las dictaduras hegemonizadas por las fuerzas armadas bajo la doctrina de la seguridad nacional, el enemigo interno, la lucha contra el marxismo-socialismo y el comunismo internacional. Cuba sobrevivía en medio del bloqueo internacional y la acusación de instigar todas las revoluciones en América Latina. Las guerrillas y ejércitos de liberación nacional habían sido política y militarmente perseguidos, hasta reducirlos a nada. El asesinato del Che fue el comienzo de la debacle. De México a Chile la población civil pasó a ser objetivo militar en la guerra contrainsurgente.
Para darnos cuenta de la situación, en 1975 Regis Debray escribía una obra demoledora contra la lucha armada en América Latina: La crítica de las armas, las pruebas de fuego. Su autor acompañó al Che en Bolivia y encandiló a Fidel con su ensayo “Revolución en la revolución”. Sergio Ramírez, dirigente del sector tercerista del FSLN, escritor, figura destacada en la lucha antisomocista y posterior vicepresidente hasta 1990, en su ensayo Adiós, muchachos, recuerda corregir al intelectual francés el mismo M19 de julio de 1979: “Viste, sí se pudo”.
Pero la revolución se gestó en mala hora. Atacada desde todos los frentes, en medio de un vuelco neoconservador en lo político y neoliberal, en lo económico, la nueva derecha mundial cambió el itinerario de la guerra fría. La política de James Carter de criticar la violación de los derechos humanos pasó a mejor vida. Ronald Reagan y sus asesores, Henry Kissinger, Jeane Kirkpatrick, Roger Fontaine o Irving Kristol, tomaron las riendas de la política exterior hacia América Latina. La teoría del dominó, el miedo a la revolución centroamericana y la doctrina de las guerras de baja intensidad, precedió cualquier análisis geopolítico de seguridad hemisférica. La invasión de Estados Unidos a la isla de Granadam en octubre de 1983 marcó el fin de la distención. Las guerras de baja intensidad entraban en su apogeo, siendo Nicaragua el escenario perfecto para practicar la estrategia de reversión de procesos, eje central de la doctrina. Desertores, mercenarios, ex guardias somocistas y militares estadunidenses construyeron un ejército que hostigaba y desestabilizaba el proceso político. Se les llamó luchadores de la libertad. Desde Honduras y Costa Rica se acosó la revolución militarmente. Mientras tanto, el discurso ideológico descalificador corrió a cargo de la derecha occidental y parte de la socialdemocracia europea.
El proyecto sandinista: fundar una revolución nacional, antimperialista, popular, democrática y de economía mixta encontró múltiples trabas. El FSLN hubo de improvisar en un país destrozado por la guerra y el terremoto de 1972. Así, una revolución cuyo origen se asentó en los valores éticos y los principios más nobles de la justicia social, la igualdad, la democracia y la libertad entró pronto en barbecho. Mónica Baltodano lo refleja en su obra: Memorias de la lucha sandinista.
La contra, los errores propios, la desestabilización y el nacimiento de una nueva élite política, conocida como la piñata, dieron al traste con la revolución. El punto de inflexión lo constituyó la derrota en las presidenciales de febrero de 1990. El acoso y la invasión de Panamá se sumaron al coste humano, militar y económico de una guerra mercenaria que frustra el proyecto de liberación nacional. El triunfo de la derecha y el retorno de somocistas fue un balde de agua fría. El FSLN comenzó una deriva, en la que los principios éticos se relegaron en pro de un pragmatismo para recuperar el poder. Treinta y cinco años después de la revolución el FSLN gobierna, gana elecciones, pero es una caricatura de sí. Sólo le queda la retórica. La revolución sandinista se fue para no volver en 1990.