15-09-2014
Economía política de la parte maldita
Raúl Prada Alcoreza
Dedicado a Alberto Acosta, artífice de la Constitución ecuatoriana, acompañando a las naciones y pueblos indígenas, a las luchas sociales de los pueblos y el proletariado. Perfil singular de subjetividad vigorosa, condensando la memoria de un pueblo andino-amazónico-costero en la intensidad de sus palabras y la entrega a la liberación social y de las naciones, en defensa de la madre tierra.
El excedente - si podemos hablar así, cuando nos referimos al Oikos, al hogar que nos cobija, no nos referimos solamente al planeta tierra, sino al cosmos mismos - es el sol. Lo que hacemos es dilapidar la energía regalada por el sol; esta dilapidación es la vida. Entonces, desde esta perspectiva, el secreto no está en la producción, sino en el consumo; en la consumation como la nombra Georges Bataille. La misma producción depende del consumo, de la forma cómo se consume la energía; al consumo de la energía que requiere la vida singular se suma la energía consumida para crecer poblacionalmente; después, antes de que una parte se pierda irremediablemente, a estos consumos de energía se ha añadido el consumo en la producción, en el crecimiento, desarrollo y transformación de la producción. La producción, la revolución productiva, no es otra cosa que una forma de consumo que, genera más energía, además de consumir energía, problematizando aún más la tarea de ocasionar la consumation. Como esta orientación del consumo de la energía se da bajo las condiciones históricas de las sociedades capitalista, del sistema-mundo capitalista, el problema para la contabilidad capitalista es que el excedente que genera no puede ser consumido rentablemente, pues la sobreproducción implica mayor productividad, por lo tanto, disminución de los costos y de los precios. Llevando al extremo la ilustración, podríamos decir que la productividad capitalista, el fabuloso excedente que genera, debería ser consumido gratuitamente, debería ser derrochado, como hacían con el excedente las sociedades ancestrales. Sin embargo, esto no ocurre, esto se niega a hacer la administración capitalista, pues va en contra de su contabilidad abstracta. Esta es, en el fondo, la paradoja ineludible del modo de producción capitalista; su capacidad productiva genera fabulosos excedentes que no los puede consumir rentablemente, es decir, de una manera capitalista. Este es límite real del modo de producción capitalista.
Al consumir energía generando más energía, que, a su vez, tiene que ser consumida, al impedir que sea consumida gratuitamente, pues es un excedente que sobra, el modo de producción capitalista muestra patentemente su contradicción profunda: el desarrollo de las fuerzas productivas no puede continuar por los procedimientos, la administración, la contabilidad y la realización de la rentabilidad, a no ser que se lo haga de una manera forzada, empleando la fuerza del Estado. Que es precisamente lo que se hace, creando precios de inflación para mantener los niveles promedios de rentabilidad, obligando a la mantención de las empresas capitalistas, cuando éstas, como organizaciones privadas o, incluso, públicas, están demás. La organización técnica puede y debe mantenerse, empero, no se requiere de una administración privada ni pública.
No se requiere renunciar a la organización técnica cuando se decida abandonar las formas, relaciones, estructuras capitalistas, dejando esta piel de serpiente como las formas y modos de producción, distribución y consumo sobrepasados, precisamente por el desarrollo de las fuerzas productivas. Lo insólito es seguir manteniendo la estrategia de la rentabilidad, sometiendo a las poblaciones a las exacciones económicas inauditas sólo para mantener el formato de las relaciones de producción capitalistas, sobrepasadas por el propio desarrollo de las fuerzas productivas.
En realidad el modo de producción capitalista ya ha sido sobrepasado por el desarrollo de las fuerzas productivas, se lo mantiene políticamente, por los procedimientos impuestos e institucionales del poder. Es la clase de los propietarios de medios de producción la que se sostiene en contra de las propias condiciones de posibilidad históricas generadas por la revolución tecnológica y científica. El comportamiento de esta clase inhibe los alcances de la revolución tecnológica y científica, convirtiendo a la técnica y tecnología en un instrumento de la acumulación de capital, restringiendo entonces la capacidad y las posibilidades de las ciencias y las tecnologías. La burguesía se ha convertido en una clase retardataria, más retardataria de lo que pudo haber sido la nobleza y los latifundistas, pues controlan la propiedad de las tecnologías, indebidamente, pues pertenecen al intelecto general, monopolizando estos medios y estos conocimientos, como guardándolos en su almacén, sin darles el alcance y la irradiación que desprenden. Si hay crisis, y esta vez no hablamos en sentido restringido, en el sentido de la crisis orgánica del capitalismo, sino de crisis reales, por así decirlo, crisis de distribución, pues se mantiene a la mayor parte de la humanidad en las condiciones de hambruna y de pobreza, crisis ecológica, debido a la expansiva contaminación, depredación y destrucción de los ecosistemas, crisis civilizatoria, por las connotaciones ético-morales en las conductas y comportamientos humanos corrosivos, es debido a la insistencia conservadora de mantener a una clase improductiva, la burguesía, propietaria más de acciones que de empresas. La crisis civilizatoria es generada no sólo por el propio sistema-mundo capitalista, sino por el propio sistema de dominación mundial. Ambos sistemas ya son anacrónicos en lo que respecta a las posibilidades abiertas por la revolución tecnológica y científica.
Ciencia, tecnología y consumo
Partamos de lo siguiente: La ciencia y la tecnología no son capitalistas, en sí, es un absurdo considerarlas como tales; otra cosa es que el capitalismo las ha convertido, reducido, a instrumentos de la acumulación de capital. Empero, esta reducción no habla de lo que son la ciencia y la tecnología, sino habla de lo que es capaz un modo de producción que se orienta a la valorización abstracta del valor. La tarea es liberar a la ciencia y la tecnología de las relaciones y estructuras capitalistas, para emancipar sus capacidades y posibilidades inherentes; de la misma manera que hay que liberal la potencia social de las estructuras y cartografías de poder, que capturan a parte de sus fuerzas, orientándolas a la reproducción de las mallas institucionales.
La ciencia y tecnología no son propiedad privada ni propiedad pública, son bienes comunes, son intelecto general, son saberes colectivos; pertenecen a la humanidad entera. Son despliegues de las formas de vida tal cual las sociedades humanas las han generado. Que retengan en sus manos formas privadas y formas públicas es resultado de expropiaciones privadas y públicas de lo común. Las sociedades humanas tienen la tarea inmediata e ineludible de recuperar estos bienes comunes.
Si bien podemos comprender la producción como consumo vital, como consumo de energía, aunque se lo efectúe de una manera productiva, también podemos comprender la ciencia y la tecnología, la actividad científica y la plasmación tecnológica como consumo, consumo de energía, esta vez en el sentido de conocimiento y de intervención efectiva, con efectos multiplicativos, en la administración de los ciclos energéticos y sus transformaciones.
En estas condiciones podemos trastrocar el concepto marxista de modo de producción; no se trata de leer la historia a partir de los modos de producción, sino de comprender la historia, de interpretar la historia, a partir de los modos de consumo. El modo de producción capitalista ha conformado una forma de consumo destinada a la producción; de esta manera ha desatado una revolución en la producción, generando más producción, incrementando la producción, transformando la producción, obligando, de acuerdo a su formato, a cada vez más producción, sin poder salir de este círculo vicioso, sin poder consumir placenteramente el fabuloso excedente. Se justifica este círculo vicioso de la producción por las necesidades de la valorización del valor, con lo que se redobla el círculo vicioso. La paradoja es la siguiente: el modo de producción capitalista ha generado las condiciones para satisfacer las necesidades humanas como ningún modo de producción pudo hacerlo; sin embargo, se trata de un modo de producción que se prohíbe cumplir con estas satisfacciones pues su propósito no es resolver las necesidades sino valorar abstractamente el valor; es decir, crear capital. El modo de producción capitalista está condenado a deambular estrepitosamente este círculo vicioso hasta desgastarse. No puede cambiar su programa, su programación. En este sentido no es un modo de producción dúctil, flexible, plástico, mutante. Si bien es un modo de producción capaz de transformar sus propias condiciones iniciales de producción, no puede modificar su economía política, la diferenciación entre valor de uso y valor de cambio, orientando esta dualidad hacia la acumulación abstracta de capital.
Las sociedades no son tan diferentes como se cree, depende cómo se las vea, desde qué perspectiva. Si salimos de un socio-centrismo, si nos concentramos en los modos de consumo de las sociedades, veremos diferencias en lo relacionado al consumo del excedente; empero, en lo que respecta a la parte maldita del excedente, esa parte que se perdería irremediablemente, si no se la consume como gasto inútil, también como lujo, así mismo como sacrificio, como destrucción, como guerra, parte maldita donde el erotismo también forma parte de los gastos irremediables, todas las sociedades tienen problemas parecidos en lo que respecta al gasto inútil del excedente. Aparentemente las sociedades capitalistas no tienen gasto inútil, como ocurre con las sociedades pre-capitalistas y no-capitalistas; sin embargo, observando detenidamente, desde la perspectiva de los modos de consumo, nos encontramos que la llamada producción, que forma parte del consumo de energía, en el sentido pleno del término, efectúa destrucciones, que pueden considerarse inútiles, que pueden considerarse costos irremediables, ocasionados, por ejemplo, a los ecosistemas. Por otra parte, el modo de producción capitalista, sobre todo en su etapa avanzada, destruye fuerzas productivas antes que acaben su ciclo de desgaste, por motivos de competencia. Así como no deja de destruir parte de su producción sobre-ofertada. Sobre todo la destrucción ecológica, la contaminación, la depredación, la explotación expansiva de los recursos naturales, pueden considerarse destrucciones innecesarias, considerando que se puede efectuar la explotación de los mismos de una manera racional, si se quiere, planificada, de forma complementaria, restaurando los ciclos vitales afectados.
Estas destrucciones por parte del modo de producción capitalista pueden compararse, tienen analogías, aunque a distinta escala, con las destrucciones de bienes de las sociedades ancestrales, con los sacrificios de las sociedades antiguas, con los derroches de las sociedades ancestrales y las sociedades antiguas. La diferencia radica que, en las sociedades capitalistas, estas destrucciones no se toman como parte del circuito del don, en unos casos, o como parte del retorno a lo sagrado, después de las profanaciones, en otros casos, sino que tienen que ver con los ciclos del capital, los ciclos de las inversiones; es decir, con los ciclos de la valorización abstracta del valor. No hay don ni lo sagrado, sino fetichismo de la mercancía, fetichismo del dinero, fetichismo del capital. Solo jugando con metáforas, podríamos decir que la religión del capitalismo es la idea misma de la valorización abstracta; religión que concibe que el valor se autogenera, como si tuviera vida propia.
No se trata del don, es decir, de la complementariedad; no se trata del retorno a lo sagrado, después de la profanación; sino de la metafísica cuantitativa de la valorización. Estas destrucciones, estos sacrificios, dado en las sociedades capitalistas, se efectúan para reponer a la valorización lo que le pertenece, el valor quitado, invertido, empero, el valor retorna, como agradecimiento al dios del capital, enriquecido, incrementado, con un plusvalor generado en el circuito del capital.
Desde una perspectiva estructuralista, podríamos interpretar, que las estructuras fundamentales mitológicas no han cambiado; se separa naturaleza de cultura, en este caso, se separa naturaleza de civilización moderna; se atribuye el origen de las sociedades, del fuego, de los instrumentos, de la agricultura, de la cultura a un mito de origen; en el caso de las sociedades capitalistas, este origen es el capital inicial, el capital originario. Como decían Max Horkheimer y Teodoro Adorno, el capitalismo nunca salió ni de la naturaleza ni del mito[1]. Exagerando, para ilustrar, la figura esquematizada, podría resumirse a que los cambios, que los ideólogos del capitalismo, incluso sus críticos, toman como evolución, son de magnitudes, aunque también de cualidades; magnitudes demográficas, magnitudes de las fuerzas productivas, magnitudes en las transformaciones en la naturaleza, por acción humana; también, entonces, diferencia en las cualidades de las organizaciones sociales, en las cualidades institucionales. En este sentido, también se puede hablar de modificaciones en las representaciones sociales. Sin embargo, las estructuras fundamentales de la cultura, la estructura mitológica, ha conservado su racionalidad dualista, su trama simbólica, atribuyendo el origen a un mito. Lo que va variar es el mito de origen.
En las sociedades capitalistas no deja de haber destrucción inútil del excedente, sólo que, esta vez se lo hace a escalas gigantescas, así como, en comparación, la producción también se realiza a escalas gigantescas.
La parte maldita
Georges Bataille llama la parte maldita al excedente que tiene que ser devuelto como don, como derroche sin contrapartida. Dice que, a pesar de las magnitudes fabulosas, en las que se da en las sociedades capitalistas, el sentimiento de maldición está vinculado a la exigencia de consumation de la riqueza. El gasto destructivo de la guerra ratifica este sentimiento de maldición, confirmando que se trata de la parte maldita. La denuncia de la injusticia, sobre todo cuando se trata de denunciar la exuberancia de los lujos frente a la escandalosa pobreza, es otro sentimiento de la maldición y otra corroboración de que se trata de la parte maldita. Anota también que la justicia tiene su contrario en la libertad, cuando la libertad se opaca ante la justicia, aparece ligada a las necesidades; sin embargo, no hay que olvidar que la libertad exige riesgos, la voluntad de asumir riesgos[2].
El autor de La Parte maldita hace una introducción teórica donde explica El sentido de la economía general; el sentido tiene que ver con la dependencia de la economía en relación con el recorrido de la energía sobre el globo terrestre, con la necesidad de perder sin provecho el excedente de energía que no puede servir al crecimiento del sistema, con la pobreza de los organismos o conjuntos limitados y el exceso de la riqueza de la naturaleza viva, con la guerra considerada como un gasto catastrófico de la energía excedente. En el libro citado Georges Bataille presenta las leyes de la economía general; la primera, tiene que ver con la sobreabundancia de energía bioquímica y el crecimiento. La segunda, con los límites del crecimiento. La tercera, con la presión de la vida. La cuarta, con el primer efecto de la presión: la extensión. La quinta, con el segundo efecto de la presión: la dilapidación o el lujo. La sexta, con los tres lujos de la naturaleza: ingesta, muerte y reproducción sexuada. La séptima, con la extensión efectuada por el trabajo y la técnica, además del lujo del hombre. La octava, con la parte maldita. La novena, con la oposición del punto de vista “general” al punto de vista “particular”. La décima. Con las soluciones de la economía general y la “consciencia de sí”.
En relación al último apunte sobre el sentido de la economía general, la que tiene que ver con la guerra, apunta:
El desconocimiento no cambia en nada la salida final. Podemos ignorarla, olvidarla: el suelo donde vivimos, cualquiera que sea, no es más que un campo de destrucciones multiplicadas. Nuestra ignorancia tiene solamente este efecto irrefutable: nos conduce a padecer aquello que podríamos, si supiésemos, operar a nuestro gusto. Nos priva de la elección de una exudación que podría agradarnos. Ella somete, sobre todo, a los hombres y a sus obras a destrucciones catastróficas. Porque, si no tenemos la fuerza de destruir nosotros mismos la energía excedente, ella no puede ser utilizada. Y, como un animal salvaje que no podemos domesticar, es ella quien nos destruye, somos nosotros mismos quienes padecemos las consecuencias de la explosión inevitable.
Estos excesos de fuerza viva, que congestionan localmente a las economías más miserables, son, en efecto, los más peligrosos factores de ruina. Así, la descongestión fue siempre, hasta en lo más oscuro de la consciencia, el objeto de una búsqueda febril. Las sociedades antiguas la encontraron en la fiesta; algunas edificaron admirables monumentos sin utilidad. Nosotros empleamos el excedente para multiplicar los “servicios” que facilitan la vida y nos vemos conducidos a reabsorber una parte de ellos por medio del aumento de las horas de ocio. Pero estas distracciones fueron siempre insuficientes: a pesar de ello, su existencia en excedente (en ciertos puntos) condenó siempre a multitudes de seres humanos y a grandes cantidades de bienes útiles a las destrucciones de las guerras. En nuestros días, la importancia relativa de los conflictos armados se acrecentó: tomó las proporciones desastrosas que conocemos.
La evolución reciente es el resultado de un crecimiento brusco de la actividad industrial. En principio, este movimiento prolífico frenó la actividad guerrera absorbiendo lo esencial del excedente: el desarrollo de la industria moderna brindó el periodo de paz relativa desde 1815 hasta 1914. Las fuerzas productivas se desarrollan, aumentan los recursos y posibilitan, al mismo tiempo, la rápida expansión demográfica de los países avanzados (es el aspecto carnal de la proliferación esquelética de las fábricas). Pero el crecimiento que los cambios técnicos posibilitan resultó, a la larga, pernicioso. Él mismo era generador de un excedente mayor. La primera guerra universal estalló antes de que sus límites hayan sido alcanzados, incluso localmente. La segunda, en sí misma, no significa que, desde ese momento, el sistema no pudiera desarrollarse (tanto extensivamente como intensivamente). Pero el sistema calculó las posibilidades de frenar el desarrollo y dejó de disfrutar de las posibilidades de un crecimiento al que no se le oponía nada. A veces se niega que el excedente de la producción industrial esté en el origen de las guerras recientes, en particular de la primera. Ese excedente es, sin embargo, el que una y otra exudaron; su importancia les dio su extraordinaria intensidad. En consecuencia, el principio general del excedente de la energía para gastar, considerado (más allá de la intensión demasiado estrecha de la economía) como efecto de un movimiento que la desborda; al mismo tiempo que ilumina trágicamente un conjunto de hechos, reviste un alcance que nadie puede negar. Podemos formular la esperanza de escapar a una guerra ya amenazante. Pero, para este fin, debemos encausar la producción excedente, ya sea en la extensión racional de un crecimiento industrial penosos, ya sea en las obras improductivas, disipadoras de una energía que no puede ser acumulada de ninguna manera. Esto plantea numerosos problemas de una agotadora complejidad[3].
Georges Bataille habla de leyes y de ciencia de otra manera; no se trata de la apología positivista de la ciencia y de las llamadas leyes científicas; tampoco entender que se trata de leyes en el sentido de verdades o de regularidades físicas constatadas. Habla de ciencia en sentido metafórico; empero, para recordar que es posible un conocimiento integral, en contraste, si bien no negativo, en el sentido de la dialéctica, sino dinámico y articulador de la experiencia humana. De la misma manera, la ley o las leyes, aparecen metafóricamente; empero, esta vez, casi de una manera irónica.
La maldición de la abundancia
La maldición de la abundancia es el título de un libro interpelador de Alberto Acosta[4]. Recurriendo al concepto de Bataille de la parte maldita, podemos decir que la parte maldita para las periferias del sistema-mundo capitalista es la abundancia de sus recursos naturales. Este excedente energético, de energía, encapsulada, por así decirlo, en los minerales, sobre todo, dada la vigencia del ciclo del capitalismo bajo la hegemonía norteamericana, en los fósiles, hablando del petróleo y el gas, se ha convertido en la parte maldita para los países periféricos, caracterizados como correspondientes al modelo primario exportador. La transferencia del excedente minero e hidrocarburífero al mercado internacional, es decir, la destrucción de sus yacimientos, de sus ecosistemas, de las cuencas, contaminándolas, depredando la tierra, corriendo las instituciones, des-cohesionando a la sociedad, no puede ser entendida sino como una destrucción sistemática. Sin embargo, no se trata de la circulación del don, tampoco del retorno a lo sagrado, mediante esta destrucción inverosímil, de despojamiento y desposesión de recursos naturales, de acumulación originaria de capital, reiterada y recurrente, beneficiaria de la concentración y centralización de capital en los centros del sistema-mundo capitalista. En otras palabras, la destrucción del excedente natural sacrifica a los países periféricos, a sus poblaciones, pueblos y sociedades, en aras del crecimiento y desarrollo global del sistema-mundo capitalista, configurado a partir de la geopolítica racial, que separa centros de acumulación respecto de periferias de despojamiento y desposesión. El sacrificio efectuado es de los condenados de la tierra.
Nuevamente no se trata de don, que requeriría complementariedad, no se trata de retorno a lo sagrado, que requeriría reconocimiento de los sujetos sociales afectados, sino de enajenación, de realización abstracta de la valorización del valor; el fantasma del capitalismo.
Alberto Acosta, en el libro citado, escribe:
Aunque resulte poco creíble a primera vista, la evidencia reciente y muchas experiencias acumuladas permiten afirmar que esa pobreza (de los llamados países subdesarrollados) está relacionada con dicha riqueza (de la abundancia de los recursos naturales). Esto permite sostener que los países ricos en recursos naturales, cuya economía se sustenta prioritariamente en su extracción y exportación, encuentran mayores dificultades para desarrollarse. Sobre todo parecen estar condenados al subdesarrollo aquellos que disponen de una sustancial dotación de uno o unos pocos productos primarios. Estos países estarían atrapados en una lógica perversa conocida en la literatura especializada como “la paradoja de la abundancia”, “la maldición de la abundancia de los recursos naturales”, o simplemente, como define Joseph Stiglitz, “la maldición de los recursos”.
La gran disponibilidad de recursos naturales que caracteriza a estos países, particularmente si se trata de minerales o petróleo, tiende a distorsionar la estructura económica y la asignación de los factores productivos del país; redistribuye regresivamente el ingreso nacional y concentra la riqueza en pocas manos. Esta situación se agudiza por una serie de procesos endógenos de carácter “patológico” que acompañan a la abundancia de estos recursos naturales. En realidad esta abundancia, muchas veces, es una maldición. Una maldición que, vale decirlo desde el inicio, sí puede ser superada, no es inevitable[5].
La economía política de la parte maldita, de esa parte que tiene que ver con la destrucción de la naturaleza, tiene que entenderse como consumation; es decir, como consumo destructivo del excedente natural. En la economía-mundo capitalista la destrucción de la naturaleza se legitima con la “ideología” del desarrollo, en términos culturales, en términos imaginarios; se trata de entregar este sacrificio de los pueblos y la naturaleza al dios de la valorización del valor, el capital. En las economías particulares de las periferias del sistema-mundo capitalista la destrucción es irreversible, aunque también se justifica esta destrucción con la “ideología” del desarrollo, este desarrollo no se da en las periferias, salvo como espejismo urbano y comunicacional. El sacrificio de los coterráneos no se explica sino como autosacrificio en aras del desarrollo global.
En Breve historia económica del Ecuador, Alberto Acosta escribe:
El Ecuador, con diversa suerte, ha transitado por modalidades de acumulación estrechamente vinculadas a la economía capitalista mundial, tal como sucedió con los otros países latinoamericanos. A pesar de los intentos realizados por industrializar la economía, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, el eje vertebrador de estos regímenes de acumulación giró permanentemente alrededor del extractivismo. Una y otra vez algún producto o muy pocos productos de exportación fueron el pilar de la economía ecuatoriana. Y en ese proceso el Ecuador, como el resto de sus vecinos, no encontró la senda del ansiado desarrollo.
Entendemos por extractivismo aquella modalidad de acumulación que comenzó a fraguarse masivamente con la conquista y la colonización europea. Modalidad afincada en el dominio de la Naturaleza y que se expresa en la explotación masiva de recursos naturales destinados al mercado mundial, una de las mayores causas explicativas de nuestro subdesarrollo. Nuestra economía ha sido extractivista, es decir prioritariamente primario-exportadora, en esencia tremendamente violenta con la Madre Tierra y sumisa frente al mercado mundial. Hemos vivido épocas de bonanza económica, pero no hemos caminado al desarrollo. Esto debe quedar claro: el problema no radica en la explotación o utilización de los recursos naturales en sí, sino en la forma y en la cantidad de dicha extracción, cuyos frutos, casi sin procesamiento, son destinados al mercado mundial[6].
Las economías periféricas del sistema-mundo capitalista no consumen de manera directa la destrucción de la naturaleza, el consumo productivo lo hacen las economías centrales; las economías periféricas solo ven la destrucción concluida. Del retorno a la valorización abstracta sólo participan en la captura de la renta, no de la valorización. Por más que suban los precios de las materias primas esta retención del valor de las materias primas no deja de ser renta, no llega a ser valorización. La confusión de los economistas cipayos radica en confundir renta con valorización; quieren ingresar al desarrollo en las condiciones que los deja, que establece y delimita, la captura de la renta; no pueden hacerlo, pues la valorización no es retención de renta, es precisamente eso valorización, incremento de valor, que no puede efectuarse sino por intermedio de la inversión productiva. Las nacionalizaciones no son condición suficiente como para convertirse en las condiciones de posibilidad de la valorización, se requiere introducir la transformación de las materias para que se dé la valorización. Aunque sabemos, que la valorización no se da efectivamente de manera abstracta, como cree la economía burguesa, en todas las versiones de la economía burguesa, pues se sostiene esta cuantificación abstracta en la transformación concreta, material, técnica, de las llamadas materias primas. La valorización abstracta sería imposible sin esta transformación material y técnica de los recursos naturales. También se puede hablar de la transformación y circulación de la energía. Si no se dan las condiciones de posibilidad histórica de estas transformaciones materiales y técnicas es imposible la valorización abstracta, por más riqueza dineraria que retengan las arcas del Estado. La confusión de los economistas se expresa patéticamente cuando desesperadamente convocan a los capitales, a la inversión de capitales, construyéndoles paraísos fiscales y legales para garantizar sus inversiones. Otra vez confunden el capital con dinero. El capital no es el dinero acumulado, ni acumulándose, eso es fetichismo del dinero; el capital, efectivamente, es la organización social, técnica, operativa, orientada a producir, es decir, a transformar materialmente los recursos, las materias primas. Hablando en sentido estricto, y en esto tenía razón Marx, el capitalismo específico es industrial; este es el lugar donde se produce la valorización, tal como la contabiliza la economía. Lo comercial y financiero retienen especulativamente parte de esta valorización. La pregunta difícil de responder es: ¿Antes de la revolución industrial, qué había, si no era capitalismo, en sentido estricto?
Para responder la pregunta, debemos hacer una digresión. Todas las sociedades producen excedente, no dejan de producirlo, por dos razones; la primera, se apropian del excedente natural, del excedente de la vida; segundo, generan socialmente excedente. La historia efectiva de las sociedades está ligada a este excedente, que puede, si se quiere, diferenciarse históricamente. Se puede valorizar este excedente de variadas formas, como lo han hecho singularmente las sociedades históricas. No hay que confundir estas valoraciones, estas representaciones, con su referente, el excedente concreto, material. Ciertamente antes de la revolución industrial la cuantificación del excedente apropiado se lo hacía con la ponderación de la moneda; empero, ¿esta ponderación convierte al excedente en capital? Al final el capital también es una representación de la apropiación del excedente; sin embargo, el modo de representación es distinto, pues se cuantifica la valorización, no lo riqueza, esto es, se cuantifica el efecto de la producción industrial en la generación del excedente social. El capital es una representación cuantitativa de la valorización abstracta de la transformación material y técnica dada en la producción industrial. Si bien, aparentemente, la cuantificación parece la misma, pues se la efectúa monetariamente, la diferencia es cualitativa, en la misma estructura de la conmensuración.
¿Se puede hablar, aunque parezca raro, de un capitalismo que todavía no es capitalismo, distinguiéndolo de un capitalismo específicamente capitalista? Esta interpretación se encuentra en Marx. La diferencia con Marx es que la valorización abstracta no deja de ser una representación, un fetichismo como el mismo Marx la ha interpelado, que, a pesar de todo el sostén estatal, de toda le legalidad y normativa constituida, de toda la malla institucional que la efectúa, no deja de ser sino una representación. Una vez criticado el fetichismo de la mercancía, ampliándose al fetichismo del capital, es indispensable concentrarse en los procesos de generación del excedente, en los procesos de transformación material y técnica del excedente, para comprender el alcance de las transformaciones y de los efectos materiales, sociales, históricos y culturales en las sociedades. El marxismo, a pesar de haber iniciado la crítica de la economía política, se ha quedado atrapado en el mundo de las representaciones.
[1] Ver de Max Horkheimer y Teodoro Adorno Dialéctica del iluminismo. Trotta. Madrid 2005.
[2] Ver de Georges Bataille La parte maldita y apuntes inéditos. Las Cuarenta; Buenos Aires 2007.
[3] Ver de Georges Bataille La parte maldita. Las cuarenta; Buenos Aires. Págs. 36-37.
[4] Ver de Alberto Acosta La maldición de la abundancia. Comité Ecuménico de Proyectos CEP, Abya Yala; Quito 2009.
[5] Ver de Alberto Acosta La maldición de la abundancia. Abya Yala; Quto 2009. Pág. 2-3.
[6] Ver de Alberto Acosta Breve historia económica del Ecuador. Corporación Editorial Nacional; Quito 2012. Págs. 17-18.