Lo peligroso del trabajo
Hermann Bellinghausen
La Jornada
La Edad Moderna, escribe Hannah Arendt, “trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo”. Esto ha llevado a un cambio definitivo e indeseable de la existencia de las personas hasta llegar al que llama Mundo Moderno, el que inicia con la explosión de la bomba atómica. En él estamos ya bien sumergidos en este siglo XXI. Arendt lo veía venir en La condición humana (1958), y fue contra la condición contemporánea de dicho mundo que escribió este libro fundamental donde sugiere una rebelión de veras radical, más aún que la de los pensadores revolucionarios. El mundo humano torció el rumbo, vamos mal (entonces existía el socialismo, y en este punto no difería de su rival el capitalismo). Enfrentamos una derrota de la civilización.
Escudriña “la alienación del Mundo Moderno, su doble huída de la Tierra al universo y del mundo al yo, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva y aún desconocida edad”. No es menor su interés pionero en la ciencia-ficción, “escasamente respetada” pese a ser un importante “vehículo de los sentimientos y deseos de la masa”.
Cuestiona el desarrollo de la ciencia y la tecnología, aunque puedan cumplir el sueño humano de ceder a las máquinas el esfuerzo y el agotamiento. Ahora tenemos una sociedad de trabajadores “a punto de ser liberada de las trabas del trabajo”, que desconoce “esas otras actividades elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad”. Ve “amenazadora” la automatización, “por su efecto en la sociedad humana que se enfrenta a la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que le queda” (ya que, alega, abandonó la contemplación que era inherente al hombre antes de la modernidad). “Está claro que nada podría ser peor”.
Arendt no se opone al desarrollo benéfico que libere del cansancio y la servidumbre, sino al precio pagado por ceder paso al progreso científico más allá de lo que el pensamiento comprende. Ya hace más de medio siglo veía esa tendencia como imparable. Su preocupación es por “lo que hacemos”, y nos propone pensar en ello. Discute la tríada “labor, acción y trabajo”, la imposición de la vita activa sobre la vita contemplativa a partir del siglo XVII, la Edad Moderna que concluyó en el siglo XX. De allí nace lo que llama Mundo Moderno. Ocurrió una “inversión”: “Es un hecho histórico que la moderna tecnología no se origina de la evolución de esos utensilios que el hombre había diseñado con el doble propósito de facilitar sus labores y crear el artificio humano, sino exclusivamente en la búsqueda no práctica de conocimiento inútil”. Por ejemplo, el reloj, que no se inventó con fines prácticos, sólo “teóricos”. Atribuye al hecho una importancia inesperada: “Si sólo hubiéramos confiado en el llamado instinto práctico del hombre, no cabría hablar de ninguna clase de tecnología y, aunque en la actualidad los inventos técnicos ya existentes llevan cierto impulso que seguramente generará mejoras hasta un cierto punto, no es probable que nuestro mundo técnicamente condicionado sobreviva, y mucho menos se desarrolle, si nos convencemos de que el hombre es primordialmente un ser práctico”.
Hoy que vemos llegar a sus límites la vida en la Tierra, casi duele la sensatez de Hannah Arendt: “Ninguna supuesta revelación divina suprarracional y ninguna supuestamente abstrusa verdad filosófica ha ofendido tan notoriamente a la razón humana como ciertos resultados de la ciencia moderna”. Recurre a la mordacidad de Alfred North Whitehead: “Sabe el cielo qué aparente tontería puede el día de mañana quedar como demostrada verdad”.
No obstante su presunta pasividad, el “diálogo interno” (lo data en Sócrates) puede ser “un estado grandemente activo”, insiste. “La inversión de la Época Moderna consistió en elevar la acción al rango de considerarla el estado más elevado del ser humano, como si en adelante la acción fuera el significado último en virtud del cual tenía que interpretarse la contemplación”. Hasta ese tiempo, “todas las actividades de la vita activa se habían juzgado y justificado en la medida en que hacen posible la vita contemplativa”. La inversión “afectó sólo al pensamiento, que a partir de entonces fue el sirviente de la acción”, y la propia contemplación “se vació de significado”.
La preocupación de Arendt no es sólo gremial cuando dice que, si bien la filosofía moderna desde el siglo XVII “ha logrado los mejores y menos disputados resultados al investigar, mediante un supremo esfuerzo de introspección, los procesos de los sentidos y de la mente”, en el pensamiento moderno ocurre por primera vez que “la filosofía pasó a ocupar un segundo e incluso tercer papel”. Considérese un síntoma, un motivo de alarma.