Sabiduría o simpatía con la inteligencia

Lo más alto que podemos aspirar no es a la Sabiduría, sino a la Simpatía con la inteligencia



Simpatía con la inteligencia
Hermann Bellinghausen
La Jornada

Hubo tiempos en que la gente caminaba para pensar. Que se detenía a pensar. Que pensaba, casi se antoja decir. No que hoy a qué horas. Oscilamos en un equilibrio inestable entre los inconvenientes de la modernidad (que la conciencia colectiva admite que podrían llevar a la desaparición de nuestra y muchas especies más) y los portentosos beneficios del desarrollo tecnológico que nos acercan a la siempre pospuesta liberación del trabajo, sólo que por la derecha, y no la izquierda como esperaban los comunistas y los surrealistas. De todos modos, gracias a las máquinas y los dispositivos las distancias parecen abolidas y los procesos mentales se incrementan a escala nunca soñada (potencian cálculos matemáticos, físicos, químicos; desarrollos lingüísticos, visuales, sonoros; la solución práctica de millares, quizás millones de operaciones diversas destinadas a crear, pero también extraer, producir, modificar, distribuir, desechar, contaminar y engañar a una escala que sin la tecnología presente sería imposible).

Cuando Walter Benjamin calibró y celebró las nuevas herramientas técnicas, no podía vislumbrar su alcance. Pero se atrevió a pensarlas, detenidamente, algo que le agradeció siempre Hannah Arendt, su atenta y crítica lectora. Pero ella más bien emprendería una disputa con los científicos modernos. Los acusa de ser la fuente de poder más poderosa de toda la historia (La condición humana, 1958). Y no se rigen por el pensamiento, sino por la acción. Buscan el efecto, tan irreflexivamente como lo podemos ver hoy ante los daños al planeta y su atmósfera. Hasta aquí nos ha conducido ese proceso sin freno liderado por la ciencia.

Arendt confía en que el pensamiento todavía es posible y real, “siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política”. Pero no da ésta por hecho. Además resulta “mucho más fácil actuar que pensar bajo un régimen tiránico”. A ver: hoy en el mundo ¿cuántos humanos son libres? Los hay, pero ni de lejos son mayoría. La pensadora veía con susto la victoria incontenible del animal laborans sobre el homo faber; bien que advirtió que aún nos falta explicar “por qué esa derrota terminó en victoria del animal laborans” y la actividad laboral “subió al más alto rango de las capacidades del hombre”.

Provocadoramente, termina su gran tratado sobre la condición humana con unas palabras de Catón, un padre de la literatura latina (234-149 aC): “Nunca nadie está más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”. No es descabellado poner a Arendt en la línea de rebelión que data de Rousseau, pasa por Thoreau y llega a los surrealistas (”para liberarse de la materia el hombre se ha convertido en prisionero de las propiedades de la materia”: Louis Aragon en Campesino de París). Jean-Jacques Rousseau, en sus Ensoñaciones del paseante solitario escribe, casi dos siglos antes que Arendt: “Nunca he visto que tanta ciencia contribuya a la felicidad de la vida”. Vivía entonces en plena ruptura con Diderot, Voltaire y D’Alambert (sus ex amigos, la Ilustración, los meros parteros de la Edad Moderna) y se sentía perseguido por las iglesias y los gobiernos, aunque no faltaron príncipes que lo mimaran.

A mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau desarrolló su pensamiento ambulante de la libertad en términos que hoy reverberan, urgentes e inmediatos. “Nuestras aladas ideas se han convertido en aves de corral” lamenta en Caminar (Walking, 1861). Trabajador y atento escritor, naturalista, pensador indomable, pudo sin embargo decir: “Cuántos pobres estudiantes con vista cansada de los que he oído hablar crecerían más rápido, tanto intelectual como físicamente si en vez de quedarse despiertos hasta tan tarde se permitieran el sueño honrado de los tontos”. Reconoce que su deseo de conocimiento es intermitente, “pero el de bañar mi mente de atmósferas ignoradas por mis pies es perene y constante”. Lo más alto que podemos aspirar, sostiene, “no es a la Sabiduría, sino a la Simpatía con la inteligencia”.

Esa que hace a Rousseau decir “soy lo que la naturaleza ha querido” al ponderar sus paseos y las ensoñaciones que “los llenan cuando dejo mi cabeza enteramente libre y a mis ideas seguir su inclinación sin resistencia ni traba”. En una de sus tardías Cartas de baraja establece: “Es cierto que no hago nada sobre la tierra; pero cuando ya no tenga más cuerpo tampoco haré nada, y sin embargo seré un ser excelente, más lleno de sentimientos y de vida que el más activo de los mortales”.

No rondan lejos los libros en leporello, acordeones de papel que inventaron los surrealistas para combinar versos y estampas, que tanto fascinaron a Benjamin: “Mi amante de gran belleza es la pereza” cita en su glosa Kitsch onírico de 1925 (El surrealismo, Casimiro, Madrid, 2013). En vista de lo cual se internó como flanèur (paseante) en los “pasajes” de París para una excursión trascendente y ociosa que seguimos glosando.