La denudez del poder: crepúsculo y apocalipsis

Una lectura de “El otoño del patriarca”.
¿Cómo interpretar la trama de la novela a partir de esta composición proliferante y voluptuosa de configuraciones imaginarias? Intentaremos hacerlo proponiendo hipótesis de interpretación, hipótesis hermenéutica de una novela maravillosa



01-10-2014

Una lectura de “El otoño del patriarca”
La desnudez del poder: Crepúsculo y apocalipsis

Raúl Prada Alcoreza
Rebelión

Dedicado a Víctor Manuel Ávila Pacheco, vocación y sabiduría territorial, intérprete de un mundo moderno en clave heterogénea; a Wilson Libardo Peña Meléndez, investigador incansable al servicio de las ciencias alternativas integradas a las ecologías; a Abel Barreto, jurista crítico, sobre todo monje zen; Camilo Medrano, promesa de las nuevas generaciones, cultivador de los alimentos orgánicos, que nos integran a la potencia de la vida, aguda inteligencia insobornable por los encantos edulcorantes de la academia; a Andrés Arevalo, entregado al estudio profuso, abriendo sendas para mundos alternativos, entregado a la alegría del baile, que forma parte de nuestras culturas corporales; a Daniel Montañez, humanidad sin límites, diáfano como el agua de manantial, rebelión ibérica llevada al extremo como los ancestros, gasto heroico de los y las ácratas de todos los tiempos; y Yamile Rojas Luna, inteligencia lúcida de los valles fértiles, al borde la cordillera inmensa, custodia de nuestras pasiones intrépidas, articulando los territorios costeros con los territorios amazónicos y andinos, tejedora y tejido perceptual, que nos articula, integra y educa; a todos los y las jóvenes intempestivos que los acompañan en las formaciones libertarias de activistas y heterodoxos iconoclastas.

El crepúsculo y el apocalipsis son dos figuras fuertes, opuestas a las figuras del amanecer y del nacimiento. La destrucción es el mensaje que se expresa elocuentemente en señales, signos y síntomas de premonición. Destrucción opuesta a la construcción, a la creación. Cuando el crepúsculo y el apocalipsis aparecen descritos en toda su desmesura descomunal, sobre todo en toda su voluptuosidad perversa desenvuelta, nos encontramos ante una narrativa carnal, biológica, proliferante como la naturaleza. Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, se explaya en una narrativa espectacular del acontecimiento crepuscular y apocalíptico de fin de ciclo. Quizás sea no sólo la mejor novela de García Márquez, como el mismo lo dice en una entrevista, sino también la mejor metáfora del poder. Es indispensable detenerse en ella, en su narrativa tropical y glacial, a la vez, en sus metáforas desbordantes y magnificas, elocuentes de la fuerza de la vida, pero también de la destrucción. Detenerse a interpretar el mundo desde esta escritura demoledora, que penetra en las entrañas mismas del acontecimiento; sobre todo, del acontecimiento sufrido como experiencia corporal. Esto para comprender el metabolismo del poder, más acá de su mecánica. Esta es la tarea de este ensayo.

En El otoño del patriarca el poder aparece en la figura del patriarca. Figura senil, por lo mismo, figura otoñal y crepuscular. Metáfora cruel del acabamiento. El poder aparece en todos los anuncios del crepúsculo, en todas las marcas iniciales del apocalipsis. El poder es el esfuerzo sobre-humano para vencer a la muerte, la que forma parte de los ciclos singulares de vida, en sus formas individualizadas. Se trata de oponerse al destino, si se quiere, buscando la eternidad; la que obviamente no se consigue, salvo la ilusión de permanecer a costa de una sañuda represión persistente sobre los mortales, a quienes se les esquilma para obtener el reconocimiento obligado de los congéneres de que el poder es el origen de todo, que sin el poder no es posible nada. El poder entonces es la consagración de la rendición masificada, la renuncia a la voluntad de vivir, que no puede ser otra cosa que la autonomía, que es si se quiere es el ser, dicho filosóficamente. En otras palabras, el poder es la renuncia a ser.

Hay que detenerse, como hemos dicho, en la lectura de El otoño del patriarca, en cada uno de sus capítulos, en cada figura premonitoria, en cada eclosión configurativa del apocalipsis. Aprender de esta intuición narrativa la comprensión del acontecimiento, pero, también, la comprensión de la destrucción. Como se sabe, hay distintas formas de narrar, distintas narrativas; la novela es de las narrativas que interpretan el mundo a partir de la trama dramática de los sucesos y eventos. Aquí la percepción se resuelve entre la interpretación de la poiesis y la secuencia conjugada de escenificaciones pasionales, secuencia compuesta en un tejido que empuja a los desenlaces, donde, por fin, el sentido inmanente se revela. La novela no pretende ser una descripción científica, ni competir con estas descripciones; la novela sustituye el proceso efectivo de los fenómenos dados por el proceso imaginario de las representaciones simbólicas y estéticas, entendidas como sinapsis sensibles. Quizás por esto está más cerca a los espesores del mundo que las ciencias sociales, que se acercan al mundo a partir de hipótesis contrastables, hipótesis, que esperan la verificación acudiendo a los datos. Datos cuantitativos y cualitativos, que si bien pueden ordenarse en ecuaciones o en explicaciones abstractas, no dejan de ser esqueletos fosilizados, en corporación al efluvio corporal de la estética y la experiencia social.

Las ciencias sociales, sobre todo la ciencia política, se han devanado los sesos para poder explicarse este fenómeno del poder, reducido al Estado. No han podido dar una explicación sostenible, pues todas son incompletas, reductivas, simples. Por eso, quizás sea aconsejable, intentar hacerlo por el lado de la novela. Nos adentraremos en la narrativa de El otoño del patriarca para incursionar en esta hermenéutica de la metafórica de la novela.

El otoño del patriarca

La figura de entrada y persistente es la del deterioro. Cuando desaparece todo cuidado, cuando la dejadez y el olvido se imponen; se convierten en la condición de posibilidad de la decadencia. Esta figura es repetitiva y constante a lo largo de la novela; se repite en su diferencia, aparece en su elocuencia desgarradora, también de abandono. Es como el clima que permanece, a pesar de su movimiento. Por eso la certidumbre del cataclismo; todo parece anunciar el acabose inminente, incluso podríamos decir, el juicio final apocalíptico. El palacio se encuentra desvencijado, destrozado, carcomido, abandonado, invadido por los gallinazos y vacas, los animales que sobreviven al humano. Se trata de una narración que comienza por este final, el apocalipsis; buscando rememorar lo que aconteció antes, como respondiendo a la pregunta: ¿Cómo se llegó a semejante destrucción? Como respuesta a esta pregunta hay otra figura persistente, la del patriarca, el que manda; el que sostiene al mundo de la representación en su cuerpo decrépito. Este caudillo es la síntesis de la decadencia y de la destrucción. Parece un ángel de la venganza divina contra los humanos, venganza de un Dios justiciero, que entrega a los humanos lo que se merecen. El patriarca está a la altura de los deseos de poder de los súbditos; deseo que sólo pueden cumplirlo entregando su voluntad general al hombre, hijo del hombre, demonio mismo de las miserias humanas congregadas en el monstruo imaginario que sintetiza sus angustias. El padre de todos, el corregidor, el juez, el dictador, el déspota, el amante urgido, apremiado por su dolor.

Entonces ambos se encuentran, las humanidades reducidas a sus miserias y el hombre cruel que condensa las angustias individuales. Ambos se sostienen en sus límites fragmentados, en sus sueños de poder, en sus ansias de dominio. Sin embargo, ambos lados solo pueden sostener una relación perversa, si se quiere, sado-masoquista. La forma intensa de esta relación es vengativa; descarga sobre los cuerpos su más descarnada violencia. La forma menos intensa de esta relación es la sumisión, prolongada en la forma indigna de la adulación. En el medio de este intervalo se encuentra todas las otras formas, todas corrosivas, las de la obediencia disciplinaria, las de las complicidades sinuosas, las de los encubrimientos montados. No solamente se trata de un círculo vicioso, por así decirlo, sino de todo estancamiento en la podredumbre generada por el ejercicio de poder. No se puede salir de esto sino por la caída crepuscular y tremenda de la destrucción total. Este es el apocalipsis.

En la novela son sugerentes las representaciones de una historia sin tiempo, de periodos largos, inmemoriales, que atravesaron varias generaciones, las mismas que naturalizaron como condena el contar con el dictador como origen y fin de la nación. Figuras de muertes y resurrecciones del poder, figuras bíblicas, que ironizan estas representaciones populares de la política. El ciclo del déspota se convierte en ciclo natural, por así decirlo. Forma parte de la naturaleza de las cosas, pero también de los cataclismos. El déspota forma parte del paisaje. El déspota es un reloj, conmensura el tiempo, sincroniza las secuencias, sus pasos y paseos, sus recorridos usuales, forman parte del cronograma diario y nocturno. Salvo la llegada del cometa, que anunciaría su propia muerte. Ciertamente, el déspota es lo opuesto a Kant, el filósofo iluminista; el déspota no ilumina, al contrario, empaña, ofusca; por lo tanto, no propone conocimiento, sino desconocimiento. Propone algo así como una religión infernal de la eterna decadencia. Es la autoridad, no la razón.

El otoño del patriarca es una novela maravillosa por esa hermenéutica de lo imaginario y simbólico, reveladora de las composiciones corporales, composiciones transferidas a los espesores plásticos de la metáfora y a los imaginarios que acompañan, como comparsas feriales, a los desplazamientos del poder. Con el patriarca y los escenarios donde se mueve elocuentemente nos encontramos con lo que llamamos los engranajes y funcionamientos reproductivos del poder. Imposible explicar la presencia demoledora del poder sin esta creencia en la fatalidad misma del poder. El mito de la invencibilidad del déspota alimenta esta sumisión masiva y persistente de las muchedumbres. El miedo cuagulado en los órganos sostiene el miedo del déspota, miedo encubierto por máscaras de aparente fortaleza, de simulada firmeza, cuando en el fondo son gritos de agonía. Se podría hablar, hipotéticamente, de una circularidad del miedo, que sostiene el poder; otra forma de relación perversa entre el paranoico, que es el caudillo deslumbrante, y el masoquismo generalizado del pueblo.

El otoño del patriarca también es elocuente por la proliferación de metáforas, de tejidos metafóricos, figuras y configuraciones, que incorporan a las formas de expresión desencadenadas cuadros pictóricos de lo que las ciencias humanas llaman estructuras históricas, lo que las ciencias sociales llaman formas de dominación históricas. Una narrativa maravillosa, reconocida como realismo mágico, sobre todo por su capacidad de relatar las historias desplegando una profusión desbordante de símbolos condensados. Por ejemplo, la ocupación de los marines aparece contada con humor agudo, presenta este desembarco como parte de un programa de asistencia de salud pública, como apoyo a la lucha contra la epidemia de la fiebre amarilla. También, desde la interpretación del patriarca, como un acto civilizatorio, para que los oficiales del ejército aprendan a comportarse como se debe, como corresponde a las costumbres modernas. Aunque también es presentado, en boca de los opositores exiliados, como complicad entre la potencia inmaculada y el patriarca otoñal, quien vendió el mar a las empresas extranjeras. La simultaneidad sin tiempo es concebida en otra metáfora de ensoñación; en el balcón del palacio, el patriarca observa al buque de guerra del desembarco de los marines y a las carabelas ancladas; ambos acontecimientos son presentados en la simultaneidad sin tiempo, historia que más que temporal es espacial. La conquista y el desencuentro cultural aparecen en la narración de sus corrientes lingüísticas encontradas, corrientes y contracorrientes de flujos de códigos distintos, también aparece así el intercambio desigual, que se llama comercio. Se contrasta la subasta biológica de animales y cuerpos en intercambio por abolorios insignificantes, objetos muertos, llamadas mercancías. También se contrasta la contabilidad minuciosa y detallada de la cuantificación económica de ocupación con el desorden inconmensurable del derroche de los compatriotas.

Otras figuras elocuentes en la novela pueden connotar un erotismo crepuscular, que se manifiesta en la agonía amorosa del déspota senil, son cuadros patéticos que expresan la compulsión desenfrenada del padre ancestral de centenares, hasta miles, de sietemesinos. El amante crepuscular se desborda en el desahogo sexual, que, a pesar de la agonía patriarcal, no rompe la rutina de las mujeres en sus quehaceres; a pesar de los gemidos del depositario del poder, quien, después de su eyaculación temprana, termina indefenso, vulnerable y en un llanto inconsolable. Las mujeres terminan venciéndolo, pues muestran su impotencia inverosímil, a pesar de su desmesurada muestra de violencia. El patriarca no logra amor de sus concubinas, salvo la compasión hospitalaria de alguna joven raptada. Se enamora de Manuela Sánchez, la reina de los pobres, de los barrios de pelea de perros, a quien no logra encontrar en todo su reino, una vez que ella se escabulle de una manera imperceptible. Es derrotado por la mujer que viola, después de hacer asesinar al marido, viuda entonces que tiene que ayudarlo a encontrarla en sus intimidades; ante el sollozo inconsolable del patriarca, ella le rasca la cabeza de compasión. Se puede decir entonces, que el patriarca domina a los hombres, pero no a las mujeres; entre ellas, tampoco a su madre, quien lo conoce desde su nacimiento, tal como llego al mundo, en su desnudez inocultable, tal como es, con todas sus debilidades incorregibles.

Otro flujo de tejidos figurativos elocuentes tiene que ver con el humor de la crueldad. Por ejemplo, el relato de la desaparición de los niños que seleccionaban los bolos de la lotería; su encierro, su desplazamiento a los páramos, por último, su navegación en una nave dinamitada. Las formas de deshacerse de sus compinches, que nunca dejan de conspirar, buscando la oportunidad de aniquilar al padre de sus riquezas. La cena de su compadre, el único hombre de confianza, quien también termina conspirando contra el patriarca, comido por los oficiales conspiradores, presentado en un banquete, horneado a la mejor cocina. La relación displicente en los consejos de gobierno, a quienes deja hacer lo que quieran mientras quede claro que es él, el patriarca, el que manda. Las relaciones de complicidad y de traición, a la vez, con los coroneles y generales del ejército; fuerzas armadas que maneja a su antojo y capricho, nombrando a dedo los asensos.

Otra de las figuras mencionables, en esta reconstrucción de la estructura de la trama de la novela, es la relación patética del patriarca con la ciudad donde reside el palacio y la sede de gobierno. Visto desde los habitantes, se trata de una figura fugaz, casi tenue, como pincelada en el aire, antes de su desaparición. Recuerdan sus ojos tristes, sus manos delgadas de obispo, sus palmas sin líneas a descifrar, sus miradas lánguidas, su rostro de enfermo soterrado, su olor fétido, que es lo único que demuestra que existe verdaderamente. Lo recuerdan también en los rumores increíbles, que cuentan de sus muertes y resurrecciones, de su omnipresencia, de sus amoríos encubiertos, de sus crueldades inimaginables. Cuando parece morir, haber muerto, pues su cadáver se encuentra estirado en el suelo, sosteniendo su cabeza con su brazo derecho, haciendo de almohada, encuentran la oportunidad de desahogarse de tanto sufrimiento perpetrado por el déspota, invaden el palacio, en pleno funeral, se apoderan del cadáver y lo arrastran por las calles. No se dan cuenta que el que había muerto era su doble; el espejo de él mismo. El pueblo se enfrenta al desdoblamiento y a la duplicidad del poder.

Ciertamente las figuras más deslumbrantes son las que tienen que ver con esta pertenencia geológica, glacial y tropical, a la vez, del cuerpo del patriarca, de sus metabolismos insondables, pertenencia del cuerpo persistente a los ciclos de los cataclismos. El cuerpo del patriarca forma parte del apocalipsis, es el anuncio crepuscular y senil del fin.

¿Cómo interpretar la trama de la novela a partir de esta composición proliferante y voluptuosa de configuraciones imaginarias? Intentaremos hacerlo proponiendo hipótesis de interpretación, hipótesis hermenéutica de una novela maravillosa. Antes de proponer estas hipótesis literarias -políticas vamos a incursionar en una selección de citas, usándolas como partes significativas del entramado narrativo.

Los ciclos de la narrativa

La descripción simbólica de la decadencia crepuscular y apocalíptica es por demás expresiva. El comienzo mismo de la novela abre el telón con un escenario de desmesurado deterioro:

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño. Abriéndonos paso a través del matorral asfixiante vimos la galería de arcadas con tiestos de claveles y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos domésticos y la cantidad de las máquinas de coser nos pareció posible que allí hubieran vivido más de mil mujeres con sus recuas de sietemesinos, vimos el desorden de guerra de las cocinas, la ropa podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta del cagadero común de concubinas y soldados, y vimos en el fondo los sauces babilónicos que habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su savia y su llovizna, y al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa y triste, por cuyas celosías desportilladas seguían metiéndose los gallinazos. No tuvimos que forzar la entrada, como habíamos pensado, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz, de modo que subimos a la planta principal por una escalera de piedra viva cuyas alfombras de ópera habían sido trituradas por las pezuñas de las vacas, y desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios privados vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones, vimos cuadros heroicos de santos y militares tirados por el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de boñiga de vaca, vimos un comedor comido por las vacas, la sala de música profanada por estropicios de vacas, las mesitas de dominó destruidas y las praderas de las mesas de billar esquilmadas por las vacas, vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue, vimos jaulas de pájaros colgadas por todas partes y todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna noche de la semana anterior, y vimos por las ventanas numerosas el extenso animal dormido de la ciudad todavía inocente del lunes histórico que empezaba a vivir, y más allá de la ciudad, hasta el horizonte, vimos los cráteres muertos de ásperas cenizas de luna de la llanura sin término donde había estado el mar[1].

Paul Ricoeur dice que se puede leer un libro de historia como si fuese una novela, también podemos decir que se puede leer una novela como si fuese un libro de historia[2]. Lo que permite hacer esto es la ficción, es decir, la imaginación. Ciertamente cuando el historiador construye una descripción del pasado, cuando efectúa una explicación, convierte a los sujetos y a los referentes en personajes y escenarios, hilándolos en un tejido minucioso, conformando una trama. Pero, ¿qué pasa al revés, cuando leemos una novela e imaginamos encontrar las metáforas de la historia? Se puede decir que es también la ficción, la imaginación, lo que hace posible este juego de interpretaciones; es la analogía la que permite este juego de transferencias. Sin embargo, en este caso, la alusión a sujetos, a referentes, a hechos, no se transforma en personajes, escenarios, en dramas, sino que, al revés, son los personajes, los escenarios, los dramas, de la novela, que se los hace parecer a sujetos, escenarios y hechos. Por cierto, cuando se efectúa esta transformación no se pretende encontrar en la narrativa de la novela secuencias, entramados, de eventos y sucesos realmente acaecidos, sino encontrar sentidos, significados, esclarecedores, en las metáforas y tropos, en los tejidos de la novela. Sentidos inmanentes que ayuden a mejorar la interpretación histórica.

Entonces, con la lectura literario-política de El otoño del patriarca no se buscan sujetos, referentes, hechos históricos, sino el sentido inmanente de los mismos, que puede encontrarse mejor interpretado y expresado en la novela que en el libro de historia. Lo mismo podemos decir cuando se trata de mejorar la insuficiencia de los libros de ciencia política y de ciencias sociales. En este sentido, la novela está más cerca de la filosofía, por así decirlo, que de las descripciones históricas y las explicaciones de las ciencias sociales. En lo que corresponde a nuestra lectura, buscamos en El otoño del patriarca la interpretación del sentido inmanente de las experiencias sociales en relación al poder. Al considerar al patriarca senil como metáfora del poder – de acuerdo a nuestra interpretación y sugerencia – encontramos en el entramado metafórico, en el tejido de los tropos de la novela, una mejor interpretación y reflexión, aunque estética, de las paradojas del poder.

El cuadro de abandono y deterioro, que causa una profunda nostalgia, ante la evidencia de los escombros dispersos, el desorden descomunal, la victoria de la naturaleza, es ilustrativo y pedagógico cuando nos muestra el desenlace de los dramas del poder como si fuese parte de una teleología fatal. El contraste es ejemplar, de pronto el más poderoso de los hombres es encontrado tirado en el piso, carcomido, expuesto a la desaparición, inmensamente vulnerable, comprobadamente mortal como cualquier otro. El poder o, si se quiere, su momento de gloria, escondía en las entrañas de los sucesos deslumbrantes este derrumbe implícito. El contraste inherente del poder no es ni siquiera el contra-poder, sino la impotencia absoluta. Es ese hombre impotente el que fungía de poder absoluto; esta es la paradoja primera del poder.

En el segundo capítulo de la novela la configuración es parecida. Se narra el segundo encuentro con el cadáver del déspota, que, en realidad es el cadáver de su doble:

La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ayuda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesesitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuyas ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menos significativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la mayor parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proyectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suyos, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunos animales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma[3].

La relación con el poder es imaginaria, fuera de la relación práctica y efectiva de la mecánica de las fuerzas. No se lo busca tanto en los datos empíricos sino en la huella psíquica, el la impresión que deja su violencia o desmesura. Por eso se hace difícil encontrar el momento de su nacimiento, así como se borran sus registros, se confunden sus datos. Lo que importa es la memoria que tienen del poder los pueblos. Al final lo que toman en cuenta los pueblos es el terror que irradia o el deseo de venganza que desata. Lo que llama la atención es que cuando el poder absoluto cae, por fin, amigos y enemigos, colaboradores y conspiradores, cómplices y contrincantes, se unen, despedazan como buitres el cadáver, además de repartirse en fragmentos el imperio heredado.

La fuerza de la metáfora está ahí, la analogía encuentra en las formas parecidas la emergencia del sentido que las explica; por contraste y yuxtaposición de formas, por acumulación de las mismas, por presión y quizás amorfismos imperceptibles, el sentido de ese parentesco de formas emerge y da cuenta de la proliferación de singularidades que acaecen. El crepúsculo del patriarca, como metáfora de la clausura del poder, expresa de una manera intensa y desoladora el ciclo del poder, como no podría haberlo hecho el análisis político.

En el tercer capítulo la narrativa reitera el comienzo crepuscular, la contundente evidencia de la vulnerabilidad del poder, cadáver carcomido por los gallinazos. Aunque el muerto corresponda al doble, el patriarca ve su fin como una anticipación premonitoria.

Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagado de parásitos de fondo de mar. En la mano amorcillada por la putrefacción no quedaba entonces ningún indicio de que hubiera estado alguna vez en el pecho por los desaires de una doncella improbable de los tiempos del ruido, ni habíamos encontrado rastro alguno de su vida que pudiera conducirnos al establecimiento inequívoco de su identidad. No nos parecía insólito, por supuesto, que esto ocurriera en nuestros años, si aun en los suyos de mayor gloria había motivos para dudar de su existencia, y si sus propios sicarios carecían de una noción exacta de su edad, pues hubo épocas de confusión en que parecía tener ochenta años en las tómbolas de beneficencia, sesenta en las audiencias civiles y hasta menos de cuarenta en las celebraciones de las fiestas públicas. El embajador Palmerston, uno de los últimos diplomáticos que le presentó las cartas credenciales, contaba en sus memorias prohibidas que era imposible concebir una vejez tan avanzada como la suya ni un estado de desorden y abandono como el de aquella casa de gobierno en que tuvo que abrirse paso por entre un muladar de papeles rotos y cagadas de animales y restos de comidas de perros dormidos en los corredores, nadie me dio razón de nada en alcabalas y oficinas y tuve que valerme de los leprosos y los paralíticos que ya habían invadido las primeras habitaciones privadas y me indicaron el camino de la sala de audiencias donde las gallinas picoteaban los trigales ilusorios de los gobelinos y una vaca desgarraba para comérselo el lienzo del retrato de un arzobispo, y me di cuenta de inmediato que él estaba más sordo que un trompo no sólo porque le preguntaba de una cosa y me contestaba sobre otra sino también porque se dolía de que los pájaros no cantaran cuando en realidad costaba trabajo respirar con aquel alboroto de pájaros que era como atravesar un monte al amanecer, y él interrumpió de pronto la ceremonia de las cartas credenciales con la mirada lúcida y la mano en pantalla detrás de la oreja señalando por la ventana la llanura de polvo donde estuvo el mar y diciendo con una voz de despertar dormidos que escuche ese tropel de mulos que viene por allá, escuche mi querido Stetson, es el mar que vuelve. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque parecía adormilado por el calor no dejaba sin esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno, ordenaba, e interrumpió el paseo cívico y me gritó por la ventana muerto de risa ajá Lorenza López cómo va esa máquina de coser que él me había regalado veinte años antes, y yo le contesté que ya rindió su alma a Dios, general, imagínese, las cosas y la gente no estamos hechas para durar toda la vida, pero él replicó que al contrario, que el mundo es eterno, y entonces se puso a desarmar la máquina con un destornillador y una alcuza indiferente a la comitiva oficial que lo esperaba en medio de la calle, a veces se le notaba la desesperación en los resuellos de toro y se embadurnó hasta la cara de aceite de motor, pero al cabo de casi tres horas la máquina volvió a coser como nueva, pues en aquel entonces no había una contrariedad de la vida cotidiana por insignificante que fuera que no tuviera para él tanta importancia como el más grave de los asuntos de estado y creía de buen corazón que era posible repartir la felicidad y sobornar a la muerte con artimañas de soldado[4].

Los caudillos se vinculan con su gente de una manera personal, los nombran, hablan con cada uno, conforman clientelas. Se trata de la relación ampliada del padre con los hijos. Es, a la vez, una relación de dependencia. El pueblo está bajo la tutela del caudillo. Con el caudillo no puede haber sino dos actitudes, o se lo ama como aman los hijos al padre, o se lo odia como odian los hijos a un padre que los abandonó.

La imagen del poder encarnado en el viejo cuerpo del patriarca se repite en el cuarto capítulo de El otoño del patriarca. Esta imagen recurrente, sin embargo, no es la misma, pues asistimos cada vez a un deterioro mayor. El cuerpo del déspota se encuentra desposeído, poco a poco, de sus facultades.

Había sorteado tantos escollos de desórdenes telúricos, tantos eclipses aciagos, tantas bolas de candela en el cielo, que parecía imposible que alguien de nuestro tiempo confiara todavía en pronósticos de barajas referidos a su destino. Sin embargo, mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos cándidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenégales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación. Era imposible no creerlo, si los pocos periódicos que aún se publicaban seguían consagrados a proclamar su eternidad y a falsificar su esplendor con materiales de archivo, nos lo mostraban a diario en el tiempo estático de la primera plana con el uniforme tenaz de cinco soles tristes de sus tiempos de gloria, con más autoridad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad[5].

Es ciertamente paradójico aquello de la soledad del poder, experiencia testimoniada en la propia historia de los jerarcas. Parece un castigo, el hombre más adulado, más idolatrado, incluso más conocido por todos los habitantes del país, es, a la vez, el hombre más solitario. Nada puede consolar esta desolación, ni las majestuosas ceremonias, ni las apabullantes publicidades y propagandas. El hombre más poderoso está condenado a la soledad inconsolable.

En el quinto capítulo el comienzo es el mismo, el encuentro con el cadáver del poder; sin embargo, como en los capítulos anteriores, esta repetición es siempre diferente, como si fueran cuadros temáticos, que repiten la pintura desde distintas perspectivas, descubriendo no solo otras visiones sino también nuevos juegos de luz y sombras, claros y oscuros. Era, al mismo tiempo, el mismo cadáver postrado; empero, siempre distinto en sus diferencias imperceptibles.

Poco antes del anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aquel desorden de fábula, aún no habíamos conseguido que el cadáver se pareciera a la imagen de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos el color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron imponerle el semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en el salón del consejo de gobierno invocábamos la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse por partes iguales el botín de su poder, pues todos habían vuelto al conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vuelto los liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de ambiciones postergadas, los generales del mando supremo que habían perdido el oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, el arzobispo primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud que había obligado a cancelar los compromisos públicos y las audiencias civiles y militares de su excelencia, luego un segundo boletín médico en el que se anunciaba que el ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de la catedral al amanecer radiante del cálido martes de agosto de una muerte oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en el mundo porque él se había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre el destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad de viejo a cuantas sugerencias se le hicieron desde que el gobierno se trasladó a los edificios de vidrios solares de los ministerios y él quedó viviendo solo en la casa desierta de su poder absoluto, lo encontrábamos caminando en sueños, braceando entre los destrozos de las vacas sin nadie a quien mandar como no fueran los ciegos, los leprosos y los paralíticos que no se estaban muriendo de enfermos sino de antiguos en la maleza de los rosales, y sin embargo era tan lúcido y terco que no habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán, decía, citando a alguien de sus tiempos de gloria, burlándose inclusive de sí mismo cuando nos dijo ahogándose de risa que por tres días que iba a estar muerto no valía la pena llevarlo hasta Jerusalén para enterrarlo en el Santo Sepulcro, y poniéndole término a todo desacuerdo con el argumento final de que no importaba que una cosa de entonces no fuera verdad, qué carajo, ya lo será con el tiempo. Tuvo razón, pues en nuestra época no había nadie que pusiera en duda la legitimidad de su historia, ni nadie que hubiera podido demostrarla ni desmentirla si ni siquiera éramos capaces de establecer la identidad de su cuerpo, no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta, reconstituida por él desde los orígenes más inciertos de su memoria mientras vagaba sin rumbo por la casa de infamias en la que nunca durmió una persona feliz, mientras les echaba granos de maíz a las gallinas que picoteaban en torno de su hamaca y exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar, distrayendo los ocios cotidianos de su poder con el rastreo paciente de los instantes efímeros de su infancia remota mientras cabeceaba de sueño bajo la ceiba del patio, despertaba de golpe cuando lograba atrapar un recuerdo como una pieza del rompecabezas sin límites de la patria antes de él, la patria grande, quimérica, sin orillas, un reino de manglares con balsas lentas y precipicios anteriores a él cuando los hombres eran tan bravos que cazaban caimanes con las manos atravesándoles una estaca en la boca, así, nos explicaba con el índice en el paladar, nos contaba que un viernes santo había sentido el estropicio del viento y el olor de caspa del viento y vio los nubarrones de langostas que enturbiaron el cielo del mediodía e iban tijereteando cuanto encontraban a su paso y dejaron el mundo trasquilado y la luz en piltrafas como en las vísperas de la creación, pues él había vivido aquel desastre, había visto una hilera de gallos sin cabeza colgados por las patas desangrándose gota a gota en el alero de una casa de vereda grande y destartalada donde acababa de morir una mujer, había ido de la mano de su madre, descalzo, detrás del cadáver harapiento que llevaron a enterrar sin cajón sobre una parihuela de carga azotada por la ventisca de la langosta, pues así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabía quién era quién si no lo conocían en la iglesia, lo metieron por los tobillos entre los dos tablones de cepo chino y lo dejaron expuesto a sol y sereno junto con otros compañeros de penas pues así eran aquellos tiempos de godos en que Dios mandaba más que el gobierno, los malos tiempos de la patria antes de que él diera la orden de cortar los árboles de las plazas de los pueblos para impedir el terrible espectáculo de los ahorcados dominicales, había prohibido el cepo público, los entierros sin cajón, todo cuanto pudiera despertar en la memoria las leyes de ignominia anteriores a su poder, había construido el tren de los páramos para acabar con la infamia de las mulas aterrorizadas en las cornisas de los precipicios llevando a cuestas los pianos de cola para los bailes de máscaras de las haciendas de café, pues él había visto también el desastre de los treinta pianos de cola destrozados en un abismo y de los cuales se había hablado y escrito tanto hasta en el exterior aunque sólo él podía dar un testimonio verídico, se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria, él había visto eso y muchas otras cosas de aquel mundo remoto aun que ni él mismo hubiera podido precisar sin lugar a dudas si de veras eran recuerdos propios o si los había oído contar en las malas noches de calenturas de las guerras o si acaso no los había visto en los grabados de los libros de viajes ante cuyas láminas permaneció en éxtasis durante las muchas horas vacías de las calmas chichas del poder, pero nada de eso importaba, qué carajo, ya verán que con el tiempo será verdad, decía, consciente de que su infancia real no era ese légamo de evocaciones inciertas que sólo recordaba cuando empezaba el humo de las bostas y lo olvidaba para siempre sino que en realidad la había vivido en el remanso de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que lo sentaba todas las tardes de dos a cuatro en un taburete escolar bajo la pérgola de trinitarias para enseñarle a leer y escribir, ella había puesto su tenacidad de novicia en esa empresa heroica y él correspondió con su terrible paciencia de viejo, con la terrible voluntad de su poder sin límites, con todo mi corazón, de modo que cantaba con toda el alma el tilo en la tuna el lilo en la tina el bonete nítido, cantaba sin oírse ni que nadie lo oyera entre la bulla de los pájaros alborotados de la madre muerta que el indio envasa la untura en la lata, papá coloca el tabaco en la pipa, Cecilia vende cera cerveza cebada cebolla cerezas cecina y tocino, Cecilia vende todo, reía, repitiendo en el fragor de las chicharras la lección de leer que Leticia Nazareno cantaba al compás de su metrónomo de novicia, hasta que el ámbito del mundo quedó saturado de las criaturas de tu voz y no hubo en su vasto reino de pesadumbre otra verdad que las verdades ejemplares de la cartilla, no hubo nada más que la luna en la nube, la bola y el banano, el buey de don Eloy, la bonita bata de Otilia, las lecciones de leer que él repetía a toda hora y en todas partes como sus retratos aun en presencia del ministro del tesoro de Holanda que perdió el rumbo de una visita oficial cuando el anciano sombrío levantó la mano con el guante de raso en las tinieblas de su poder insondable e interrumpió la audiencia para invitarlo a cantar conmigo mi mamá me ama, Ismael estuvo seis días en la isla, la dama come tomate, imitando con el índice el compás del metrónomo y repitiendo de memoria la lección del martes con una dicción perfecta pero con tan mal sentido de la oportunidad que la entrevista terminó como él lo había querido con el aplazamiento de los pagarés holandeses para una ocasión más propicia, para cuando hubiera tiempo, decidió, ante el asombro de los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se alzaron al amanecer entre las breñas nevadas de los rosales y vieron al anciano de tinieblas que impartió una bendición silenciosa y cantó tres veces con acordes de misa mayor yo soy el rey y amo la ley, cantó, el adivino se dedica a la bebida, cantó, el faro es una torre muy alta con un foco luminoso que dirige en la noche al que navega, cantó, consciente de que en las sombras de su felicidad senil no había más tiempo que el de Leticia Nazareno de mi vida en el caldo de camarones de los retozos sofocantes de la siesta, no había más ansias que las de estar desnudo contigo en la estera empapada en sudor bajo el murciélago cautivo del ventilador eléctrico, no había más luz que la de tus nalgas, Leticia, nada más que tus tetas totémicas, tus pies planos, tu ramita de ruda para un remedio, los eneros opresivos de la remota isla de Antigua donde viniste al mundo en una madrugada de soledad surcada por un viento ardiente de ciénagas podridas, se habían encerrado en el aposento de invitados de honor con la orden personal de que nadie se acerque a cinco metros de esa puerta que voy a estar muy ocupado aprendiendo a leer y a escribir, así que nadie lo interrumpió ni siquiera con la novedad mi general de que el vómito negro estaba haciendo estragos en la población rural mientras el compás de mi corazón se adelantaba al metrónomo por la fuerza invisible de tu olor de animal de monte, cantando que el enano baila en un solo pie, la mula va al molino, Otilia lava la tina, baca se escribe con be de burro, cantaba, mientras Leticia Nazareno le apartaba el testículo herniado para limpiarle los restos de la caca del último amor, lo sumergía en las aguas lústrales de la bañera de peltre con patas de león y lo jabonaba con jabón de reuter y lo despercudía con estropajos y lo enjuagaba con agua de frondas hervidas cantando a dos voces con jota se escribe jengibre jofaina y jinete, le embadurnaba las bisagras de las piernas con manteca de cacao para aliviarle las escaldaduras del braguero, le empolvaba con ácido bórico la estrella mustia del culo y le daba nalgadas de madre tierna por tu mal comportamiento con el ministro de Holanda, plas, plas, le pidió como penitencia que permitiera el regreso al país de las comunidades de pobres para que volvieran a hacerse cargo de orfanatos y hospitales y otras casas de caridad, pero él la envolvió en el aura lúgubre de su rencor implacable, ni de vainas, suspiró, no había un poder de este mundo ni del otro que lo hiciera contrariar una determinación tomada por él mismo de viva voz, ella le pidió en las asmas del amor de las dos de la tarde que me concedas una cosa, mi vida, sólo una, que regresaran las comunidades de los territorios de misiones que trabajaban al margen de las veleidades del poder, pero él le contestó en las ansias de sus resuellos de marido urgente que ni de vainas mi amor, primero muerto que humillado por esa cáfila de pollerones que ensillan indios en vez de mulas y reparten collares de vidrios de colores a cambio de narigueras y arracadas de oro, ni de vainas, protestó, insensible a las súplicas de Leticia Nazareno de mi desventura que se había cruzado de piernas para pedirle la restitución de los colegios confesionales incautados por el gobierno, la desamortización de los bienes de manos muertas, los trapiches de caña, los templos convertidos en cuarteles, pero él se volteó de cara a la pared dispuesto a renunciar al tormento insaciable de tus amores lentos y abismales antes que dar mi brazo a torcer en favor de esos bandoleros de Dios que durante siglos se han alimentado de los hígados de la patria, ni de vainas, decidió, y sin embargo volvieron mi general, regresaron al país por las rendijas más estrechas las comunidades de pobres de acuerdo con su orden confidencial de que desembarcaran sin ruido en ensenadas secretas, les pagaron indemnizaciones desmesuradas, se restituyeron con creces los bienes expropiados y fueron abolidas las leyes recientes del matrimonio civil, el divorcio vincular, la educación laica, todo cuanto él había dispuesto de viva voz en las rabias de la fiesta de burlas del proceso de santificación de su madre Bendición Alvarado a quien Dios tenga en su santo reino, qué carajo, pero Leticia Nazareno no se conformó con tanto sino que pidió más, le pidió que pongas la oreja en mi bajo vientre para que oigas cantar a la criatura que está creciendo dentro, pues ella había despertado en mitad de la noche sobresaltada por aquella voz profunda que describía el paraíso acuático de tus entrañas surcadas de atardeceres malva y vientos de alquitrán, aquella voz interior que le hablaba de los pólipos de tus riñones, el acero tierno de tus tripas, el ámbar tibio de tu orina dormida en sus manantiales, y él puso en su vientre el oído que le zumbaba menos y oyó el borboriteo secreto de la criatura viva de su pecado mortal, un hijo de nuestros vientres obscenos que ha de llamarse Emanuel, que es el nombre con que los otros dioses conocen a Dios, y ha de tener en la frente el lucero blanco de su origen egregio y ha de heredar el espíritu de sacrificio de la madre y la grandeza del padre y su mismo destino de conductor invisible, pero había de ser la vergüenza del cielo y el estigma de la patria por su naturaleza ilícita mientras él no se decidiera a consagrar en los altares lo que había envilecido en la cama durante tantos y tantos años de contubernio sacrílego, y entonces se abrió paso por entre las espumas del antiguo mosquitero de bodas con aquel resuello de caldera de barco que le salía del fondo de las terribles rabias reprimidas gritando ni de vainas, primero muerto que casado, arrastrando sus grandes patas de novio escondido por los salones de una casa ajena cuyo esplendor de otra época había sido restaurado después del largo tiempo de tinieblas del luto oficial, los podridos crespones de semana mayor habían sido arrancados de las cornisas, había luz de mar en los aposentos, flores en los balcones, músicas marciales, y todo eso en cumplimiento de una orden que él no había dado pero que fue una orden suya sin la menor duda mi general pues tenía la decisión tranquila de su voz y el estilo inapelable de su autoridad, y él aprobó, de acuerdo, y habían vuelto a abrirse los templos clausurados, y los claustros y cementerios habían sido devueltos a sus antiguas congregaciones por otra orden suya que tampoco había dado pero aprobó, de acuerdo, se habían restablecido las antiguas fiestas de guardar y los usos de la cuaresma y entraban por los balcones abiertos los himnos de júbilo de las muchedumbres que antes cantaban para exaltar su gloria y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad pues tú eras la potencia oculta de aquellas procesiones sin término que él contemplaba asombrado desde las ventanas de su dormitorio hasta más allá de donde no llegaron las hordas fanáticas de su madre Bendición Alvarado cuya memoria había sido exterminada del tiempo de los hombres, habían esparcido en el viento las piltrafas del traje de novia y el almidón de sus huesos y habían vuelto a poner la lápida al revés en la cripta con las letras hacia dentro para que no perdurara ni la noticia de su nombre de pajarera en reposo pintora de oropéndolas hasta el fin de los tiempos, y todo eso por orden tuya, porque eras tú quien lo había ordenado para que ninguna otra memoria de mujer hiciera sombra a tu memoria, Leticia Nazareno de mi desgracia, hija de puta[6].

Cada capítulo es una síntesis espesa de la novela, cada comienzo de capítulo es el mismo inicio de la narración, sólo que dado en otro tono, mejor dicho en una variación tonal, una variación narrativa, que enriquece el prodigioso imaginario de El otoño del patriarca. En este caso, tenemos la remembranza de lo acontecido, ante los signos ignominiosos de la descomposición del cadáver. Esta vez se trata del dominio femenino de Leticia Nazareno sobre el implacable dictador. Monja exilada por el mismo déspota, empero, raptada cuando descubrió en su cuerpo desnudo, rechoncho, abultado, de cabellos cortados por tijeras para cortar plantas, el encanto voluptuoso que podía llenar el vacío dejado por la desaparición de la madre y la disipación fantasmal de la reina de los pobres. El poder es vencido por el dominio sutil de la ex-monja, que le enseñó los buenos modales, que le enseñó a leer y escribir, además de enseñarle el goce del amor placentero, diferido por caricias lentas y deleite postergado, hasta lograr la alegría agónica del desbarranco abismal amoroso. Leticia Nazareno logró lo que nadie de sus concubinas; reconocer al único sietemesino que engendró, obligándole a cazarse por la iglesia. Sietemesino, que por orden suya, aunque fuera mujer nacida, sería hombre, llamado Emanuel, como lo dispuso la madre, que era el otro nombre de Dios.

Es ejemplar esta reiteración cíclica del poder, que en cada ciclo es el mismo y diferente, variando en sus singularidades, en sus escenarios, en sus personajes, sobre todo cuando intervienen mujeres, que tienen más fuerza que el cometa, que anuncia la muerte del patriarca, en pleno sueño glacial, mientras duerma. Es impresionante esta intuición perceptual del novelista cuando descubre en el movimiento rutinario del poder, las variaciones imperceptibles, que terminan modificando los modos de dominio, las maneras de las displicencias, de las complicidades institucionales, de los formatos desenvueltos de las múltiples violencias desencadenadas. El poder termina siendo esa rutina cíclica y estructural, demoledora, pero también seductora, donde no importa quién esté simbólicamente encarnado este despojamiento de las voluntades, representando descaradamente al pueblo y a la nación, sino, lo que importa es que se repita como si fuera ley natural el recorrido indetenible de las corrosiones innumerables y los deterioros irremediables de las formas de poder, de las múltiples maneras de las dominaciones. Diríamos que la crítica inherente del escritor va más lejos de lo que sus intérpretes han expuesto, quizás querido limitar. Ellos, los intérpretes, se han quedado en el realismo mágico, en la ficción deslumbrante de un imaginario alegórico desbordante, en Macondo de los Cien años de soledad; eso en el mejor de los casos. Otros intérpretes no han salido del maniqueísmo esquemático de los buenos contra los malos, convirtiendo al escritor en baluarte de la denuncia justiciera. Lo que no pueden ver los intérpretes es el humor candente y tropical de una narrativa que se constituye sobre la matriz de una intuición transgresora, transgresora de las instituciones oficiosas, de las formalidades literarias, de los consensos apagados de las fraternidades cultas, que reconocen al escritor encumbrado; pero, no pueden comprender a la escritura rebelde, desbordante, que percibe el mundo en sus devenires tumultuosos y creativos.

El último capítulo comienza también con el encuentro con el cadáver del patriarca, con preguntas parecidas y reflexiones equivalentes; sin embargo, las modificaciones imperceptibles de la narración terminan relatando la historia interminable de los cambios, terminan construyendo la trama y su estructura de texturas, terminan encontrando el desenlace esperado.

Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había desconocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte, más temible muerto que vivo con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos, con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte, tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real, aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente mientras en el salón contiguo del consejo de gobierno discutíamos palabra por palabra el boletín final con la noticia que nadie se atrevía a creer cuando nos despertó el ruido de los camiones cargados de tropa con armamentos de guerra cuyas patrullas sigilosas ocuparon los edificios públicos desde la madrugada, se tendieron en el suelo en posición de tiro bajo las arcadas de la calle del comercio, se escondieron en los zaguanes, los vi instalando ametralladoras de trípode en las azoteas del barrio de los virreyes cuando abrí el balcón de mi casa al amanecer buscando dónde poner el mazo de claveles empapados que acababa de cortar en el patio, vi debajo del balcón una patrulla de soldados al mando de un teniente que iba de puerta en puerta ordenando cerrar las pocas tiendas que empezaban a abrirse en la calle del comercio, hoy es feriado nacional, gritaba, orden superior, les tiré un clavel desde el balcón y pregunté qué pasaba que había tantos soldados y tanto ruido de armas por todas partes y el oficial atrapó el clavel en el aire y me contestó que fíjate niña que nosotros tampoco sabemos, debe ser que resucitó el muerto, dijo, muerto de risa, pues nadie se atrevía a pensar que hubiera ocurrido una cosa de tanto estruendo, sino al contrario, pensábamos que después de muchos años de negligencia él había vuelto a coger las riendas de su autoridad y estaba más vivo que nunca arrastrando otra vez sus grandes patas de monarca ilusorio en la casa del poder cuyos globos de luz habían vuelto a encenderse, pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas donde el ciego sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con botas de militares y recitaba los versos del feliz caballero que llegaba de lejos vencedor de la muerte, los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las vacas que se trepaban a comerse las guirnaldas de balsaminas del quiosco de la música por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer, se quedaron a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de camelias silvestres y los micos colgados de las liras de los escombros del Teatro Nacional, entraban muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de los zaguanes del barrio de los virreyes y sumergían los hocicos abrasados en el estanque del patio interior sin que nadie se atreviera a molestarlas porque conocíamos la marca congénita del hierro presidencial que las hembras llevaban en las ancas y los machos en el cuello, eran intocables, los propios soldados les cedían el paso en los vericuetos de la calle del comercio que había perdido su fragor antiguo de zoco infernal, sólo quedaba un pudridero de costillares rotos y arboladuras desbaratadas en los charcos de miasmas ardientes donde estuvo el mercado público cuando todavía teníamos el mar y las goletas encallaban entre las mesas de legumbres, quedaban los locales vacíos de los que fueron en sus tiempos de gloria los bazares de los hindúes, pues los hindúes se habían ido, ni las gracias dieron mi general, y él gritó qué carajo, aturdido por sus últimos berrinches seniles, que se larguen a limpiar mierda de ingleses, gritó, se fueron todos, surgieron en su lugar los vendedores callejeros de amuletos de indios y antídotos de culebras, los frenéticos ventorrillos de discos con camas de alquiler en la trastienda que los soldados desbarataron a culatazos mientras los hierros de la catedral anunciaban el duelo, todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido hasta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rumor reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él, qué sería de nuestras vidas después de él, no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz a los doce años como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tardes de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad, nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos, la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes, todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo, temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún otro hombre en toda mi vida de exilio, me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con una ternura de hombre que nunca volví a encontrar, me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por el borde de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor, no volvió a necesitar los caramelos del embajador Baldrich para que yo me metiera por las claraboyas del establo a vivir las horas felices de mi pubertad con aquel hombre de corazón sano y triste que me esperaba sentado en el heno con una bolsa de cosas de comer, enjugaba con pan mis primeras salsas de adolescente, me metía las cosas por allá antes de comérselas, me las daba a comer, me metía los cabos de espárragos para comérselos marinados con la salmuera de mis humores íntimos, sabrosa, me decía, sabes a puerto, soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de tus axilas, soñaba, con tu orín tibio, me destazaba de pies a cabeza, me sazonaba con sal de piedra, pimienta picante y hojas de laurel y me dejaba hervir a fuego lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir, me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él, me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor mientras nos quitábamos de encima los hocicos de las vacas que trataban de lamernos, me decía que ni él mismo sabía quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, como hablando solo, flotando en el zumbido continuo de un silencio interior que sólo era posible romper a gritos, nadie era más servicial ni más sabio que él, nadie era más hombre, se había convertido en la única razón de mi vida a los catorce años cuando dos militares del más alto rango aparecieron en casa de mis padres con una maleta atiborrada de doblones de oro puro y me metieron a medianoche en un buque extranjero con toda la familia y con la orden de no regresar al territorio nacional durante años y años hasta que estalló en el mundo la noticia de que él había muerto sin haber sabido que yo me pasé el resto de la vida muriéndome por él, me acostaba con desconocidos de la calle para ver si encontraba uno mejor que él, regresé envejecida y amargada con esta recua de hijos que había parido de padres diferentes con la ilusión de que eran suyos, y en cambio él la había olvidado al segundo día en que no la vio entrar por la claraboya de los establos de ordeño, la sustituía por una distinta todas las tardes porque ya para entonces no distinguía muy bien quién era quién en el tropel de colegialas de uniformes iguales que le sacaban la lengua y le gritaban viejo guanábano cuando trataba de cautivarlas con los caramelos del embajador Rumpelmayer, las llamaba sin discriminar, sin preguntarse nunca si la de hoy había sido la misma de ayer, las recibía a todas por igual, pensaba en todas como si fueran una sola mientras escuchaba medio dormido en la hamaca las razones siempre iguales del embajador Streimberg que le había regalado una trompeta acústica igual a la del perro de la voz del amo con un dispositivo eléctrico de amplificación para que él pudiera oír una vez más la pretensión insistente de llevarse nuestras aguas territoriales a buena cuenta de los servicios de la deuda externa y él repetía lo mismo de siempre que ni de vainas mi querido Stevenson, todo menos el mar, desconectaba el audífono eléctrico para no seguir oyendo aquel vozarrón de criatura metálica que parecía voltear el disco para explicarle otra vez lo que tanto me habían explicado mis propios expertos sin recovecos de diccionario que estamos en los puros cueros mi general, habíamos agotado nuestros últimos recursos, desangrados por la necesidad secular de aceptar empréstitos para pagar los servicios de la deuda externa desde las guerras de independencia y luego otros empréstitos para pagar los intereses de los servicios atrasados, siempre a cambio de algo mi general, primero el monopolio de la quina y el tabaco para los ingleses, después el monopolio del caucho y el cacao para los holandeses, después la concesión del ferrocarril de los páramos y la navegación fluvial para los alemanes, y todo para los gringos por los acuerdos secretos que él no conoció sino después del derrumbamiento de estrépito y la muerte pública de José Ignacio Sáenz de la Barra a quien Dios tenga cocinándose a fuego vivo en las pailas de sus profundos infiernos, no nos quedaba nada, general, pero él había oído decir lo mismo a todos sus ministros de hacienda desde los tiempos difíciles en que declaró la moratoria de los compromisos contraídos con los banqueros de Hamburgo, la escuadra alemana había bloqueado el puerto, un acorazado inglés disparó un cañonazo de advertencia que abrió un boquete en la torre de la catedral, pero él gritó que me cago en el rey de Londres, primero muertos que vendidos, gritó, muera el Kaiser, salvado en el instante final por los buenos oficios de su cómplice de dominó el embajador Charles W. Traxler cuyo gobierno se constituyó en garante de los compromisos europeos a cambio de un derecho de explotación vitalicia de nuestro subsuelo, y desde entonces estamos como estamos debiendo hasta los calzoncillos que llevamos puestos mi general, pero él acompañaba hasta las escaleras al eterno embajador de las cinco y lo despedía con una palmadita en el hombro, ni de vainas mi querido Baxter, primero muerto que sin mar, agobiado por la desolación de aquella casa de cementerio donde se podía caminar sin tropiezos como si fuera por debajo del agua desde los tiempos malvados de aquel José Ignacio Sáenz de la Barra de mi error que había cortado todas las cabezas del género humano menos las que debía cortar de los autores del atentado de Leticia Nazareno y el niño, los pájaros se resistían a cantar en las jaulas por muchas gotas de cantorina que él les echara en el pico, las niñas de la escuela contigua no habían vuelto a cantar la canción del recreo de la pajarita pinta paradita en el verde limón, la vida se le iba en la espera impaciente de las horas de estar contigo en los establos, mi niña, con tus teticas de corozo y tu cosita de almeja, comía solo bajo el cobertizo de trinitarias, flotaba en la reverberación del calor de las dos picoteando el sueño de la siesta para no perder el hilo de la película de la televisión en que todo ocurría por orden suya al revés de la vida, pues el benemérito que todo lo sabía no supo nunca que desde los tiempos de José Ignacio Sáenz de la Barra le habíamos instalado primero un transmisor individual para las novelas habladas de la radiola y después un circuito cerrado de televisión para que sólo él viera las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían sino los villanos, prevalecía el amor contra la muerte, la vida era un soplo, lo hacíamos feliz con el engaño como lo fue tantas tardes de su vejez con las niñas de uniforme que lo habrían complacido hasta la muerte si él no hubiera tenido la mala fortuna de preguntarle a una de ellas qué te enseñan en la escuela y yo le contesté la verdad que no me enseñan nada señor, yo lo que soy es puta del puerto, y él se lo hizo repetir por si no había entendido bien lo que leyó en mis labios y yo le repetí con todas las letras que no soy estudiante señor, soy puta del puerto, los servicios de sanidad la habían bañado con creolina y estropajo, le dijeron que se pusiera este uniforme de marinero y estas medias de niña bien y que pasara por esta calle todas las tardes a las cinco, no sólo yo sino todas las putas de mi edad reclutadas y bañadas por la policía sanitaria, todas con el mismo uniforme y los mismos zapatos de hombre y estas trenzas de crines de caballo que fíjese usted que se quita y se pone con un prendedor de peineta, nos dijeron que no se asusten que es un pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar sino que les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha, en fin, todo lo que usted me hace cuando vengo, que nosotras no teníamos sino que cerrar los ojos de gusto y decir mi amor mi amor que es lo que a usted le gusta, eso nos dijeron y hasta nos hicieron ensayar y repetir todo desde el principio antes de pagarnos, pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la consiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo por los cuatro tísicos pesos que nos quedan después de descontarnos el impuesto de sanidad y la comisión del sargento, qué carajo, no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba, dijo, envuelta en el áurea lúgubre del anciano insondable que escuchó la revelación sin pestañear pensando madre mía Bendición Alvarado por qué me mandas este castigo, pero no hizo un gesto que denunciara su desolación sino que se empeñó en toda clase de averiguaciones sigilosas hasta descubrir que en efecto el colegio de niñas contiguo a la casa civil lo habían clausurado desde hace muchos años mi general, el propio ministro de educación había provisto los fondos de acuerdo con el arzobispo primado y la asociación de padres de familia para construir el nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de grandes ínfulas quedaron a salvo de las asechanzas del seductor crepuscular cuyo cuerpo de sábalo varado bocarriba en la mesa de banquetes empezaba a perfilarse contra las malvas lívidas del horizonte de cráteres de luna de nuestra primera aurora sin él, estaba al abrigo de todo entre los agapantos nevados, libre por fin de su poder absoluto al cabo de tantos años de cautiverio recíproco que resultaba imposible distinguir quién era víctima de quién en aquel cementerio de presidentes vivos que habían pintado de blanco de tumba por dentro y por fuera sin consultarlo conmigo sino que le ordenaban sin reconocerlo que no pase aquí señor que nos ensucia la cal, y él no pasaba, quédese en el piso de arriba señor que le puede caer un andamio encima, y él se quedaba, aturdido por el estrépito de los carpinteros y la rabia de los albañiles que le gritaban que se aparte de aquí viejo pendejo que se va a cagar en la mezcla, y él se apartaba, más obediente que un soldado en los duros meses de una restauración inconsulta que abrió ventanas nuevas a los vientos del mar, más solo que nunca bajo la vigilancia feroz de una escolta cuya misión no parecía ser la de protegerlo sino de vigilarlo, se comían la mitad de su comida para impedir que lo envenenaran, le cambiaban los escondites de la miel de abejas, le calzaban la espuela de oro como a los gallos de pelea para que no le campaneara al caminar, qué carajo, toda una sarta de astucias de vaqueros que habrían hecho morir de risa a mi compadre Saturno Santos, vivía a merced de once atarvanes de saco y corbata que se pasaban el día haciendo maromas japonesas, movían un aparato de focos verdes y colorados que se encienden y se apagan cuando alguien tiene un arma en un círculo de cincuenta metros, y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles iguales que cambiaban de lugar adelantándose unos a otros en el camino de modo que ni yo mismo sé en cuál es el que voy, qué carajo, un gasto inútil de pólvora en gallinazos porque él había apartado los visillos para ver las calles al cabo de tantos años de encierro y vio que nadie se inmutaba con el paso sigiloso de las limusinas fúnebres de la caravana presidencial, vio los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que se alzaban más altos que las torres de la catedral y habían tapado los promontorios de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, vio una patrulla de soldados que borraban un letrero reciente escrito a brocha gorda en un muro y preguntó qué decía y le contestaron que gloria eterna al artífice de la patria nueva aunque él sabía que era mentira, por supuesto, si no no lo estuvieran borrando, qué carajo, vio una avenida de cocoteros tan ancha como seis con camellones de macizos de flores hasta el mar donde estuvieron los barrizales, vio un suburbio de quintas repetidas con pórticos romanos y hoteles con jardines amazónicos donde estuvo el muladar del mercado público, vio los automóviles atortugados en las serpentinas de laberintos de las autopistas urbanas, vio la muchedumbre embrutecida por la canícula del mediodía en la acera del sol mientras en la acera opuesta no había nadie más que los recaudadores sin oficio del impuesto al derecho de caminar por la sombra, pero nadie se estremeció aquella vez con el presagio del poder oculto en el féretro refrigerado de la limusina presidencial, nadie reconoció los ojos de desencanto, los labios ansiosos, la mano desvalida que iba diciendo adioses sin destino a través de la gritería de los pregones de periódicos y amuletos, los carritos de helados, los lábaros de la lotería de tres cifras, el fragor cotidiano del mundo de la calle ajeno a la tragedia intima del militar solitario que suspiraba de nostalgia pensando madre mía Bendición Alvarado qué fue de mi ciudad, dónde está el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corvinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones, dónde están los hindúes que se cagaban en la puerta de sus tenderetes, dónde están sus esposas lívidas que enternecían a la muerte con canciones de lástima, dónde está la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, dónde están las cantinas de los mercenarios, sus arroyos de orín fermentado, el aire cotidiano de los pelícanos a la vuelta de la esquina, y de pronto, ay, el puerto, dónde está si aquí estaba, qué fue de las goletas de los contrabandistas, la chatarra de desembarco de los infantes, mi olor a mierda, madre, qué pasaba en el mundo que nadie conocía la mano fugitiva de amante en el olvido que iba dejando un reguero de adioses inútiles desde la ventanilla de cristales virados de un tren inaugural que atravesó silbando los sembrados de hierbas de olor de los que fueron antes los pantanos de estridentes pájaros de malaria de los arrozales, pasó espantando muchedumbres de vacas marcadas con el hierro presidencial a través de llanuras inverosímiles de pastos azules, y en el interior capitonado de terciopelo eclesiástico del vagón de responsos de mi destino irrevocable él iba preguntándose dónde estaba mi viejo trencito de cuatro patas, carajo, mis ramazones de anacondas y balsaminas venenosas, mi alboroto de micos, mis aves del paraíso, la patria entera con su dragón, madre, dónde están si aquí estaban las estaciones de indias taciturnas con sombreros ingleses que vendían animales de almíbar por las ventanas, vendían papas nevadas, madre, vendían gallinas sancochadas en manteca amarilla bajo los arcos de letreros de flores de gloria eterna al benemérito que nadie sabe dónde está, pero siempre que él protestaba que aquella vida de prófugo era peor que estar muerto le contestaban que no mi general, era la paz dentro del orden, le decían, y él terminaba por aceptar, de acuerdo, una vez más deslumbrado por la fascinación personal de José Ignacio Sáenz de la Barra de mi desmadre a quien tantas veces había degradado y escupido en la rabia de los insomnios pero volvía a sucumbir ante sus encantos no bien entraba en la oficina con la luz del sol cabestreando ese perro con mirada de gente humana que no abandona ni siquiera para orinar y además tiene nombre de gente, Lord Kóchel, y otra vez aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo sublevaba contra sí mismo, no se preocupe Nacho, admitía, cumpla con su deber, de modo que José Ignacio Sáenz de la Barra volvía una vez más con sus poderes intactos a la fábrica de suplicios que había instalado a menos de , quinientos metros de la casa presidencial en el inocente edificio de mampostería colonial donde había estado el manicomio de los holandeses, una casa tan grande como la suya, mi general, escondida en un bosque de almendros y rodeada por un prado de violetas silvestres, cuya primera planta estaba destinada a los servicios de identificación y registro del estado civil y en el resto estaban instaladas las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras que podía concebir la imaginación, tanto que él no había querido conocerlas sino que le advirtió a Sáenz de la Barra que usted siga cumpliendo con su deber como mejor convenga a los intereses de la patria con la única condición de que yo no sé nada ni he visto nada ni he estado nunca en ese lugar, y Sáenz de la Barra empeñó su palabra de honor para servir a usted, general, y había cumplido, igual que cumplió su orden de no volver a martirizar a los niños menores de cinco años con polos eléctricos en los testículos para forzar la confesión de sus padres porque él temía que aquella infamia pudiera repetirle los insomnios de tantas noches iguales de los tiempos de la lotería, aunque le era imposible olvidarse de ese taller de horror a tan escasa distancia de su dormitorio porque en las noches de lunas quietas lo despertaban las músicas de trenes fugitivos de las albas de truenos de Bruckner que hacían estragos de diluvios y dejaban una desolación de piltrafas de túnicas de novias muertas en las ramazones de los almendros de la antigua mansión de lunáticos holandeses para que no se oyeran desde la calle los alaridos de pavor y dolor de los moribundos, y todo eso sin cobrar un céntimo mi general, pues José Ignacio Sáenz de la Barra disponía de su sueldo para comprar las ropas de príncipe, las camisas de seda natural con el monograma en el pecho, los zapatos de cabritilla, las cajas de gardenias para la solapa, las lociones de Francia con los blasones de la familia impresos en la etiqueta original, pero no tenía mujer conocida ni se dice que sea marica ni tiene un solo amigo ni una casa propia para vivir, nada mi general, una vida de santo, esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo pero nunca de noche ni nunca más de tres horas cada vez, sin guardia en la puerta, sin un arma a su alcance, bajo la protección anhelante de Lord Kóchel que no cabía dentro del pellejo por la ansiedad que le causaba el no comer sino lo único que dicen que come, es decir, las tripas calientes de los decapitados, haciendo ese ruido de borboriteo de marmita para despertarlo apenas su mirada de persona humana sentía a través de las paredes que alguien se acercaba a la oficina, quien quiera que sea, mi general, ese hombre no se confía ni del espejo, tomaba sus decisiones sin consultarlas con nadie después de escuchar los informes de sus agentes, nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo, que en eso se gastaba la plata, mi general, pues no era cierto que los torturadores tuvieran sueldo de ministros como decían, al contrario, se ofrecían gratis para demostrar que eran capaces de descuartizar a su madre y echarles los pedazos a los puercos sin que se les notara en la voz, en lugar de cartas de recomendación y certificados de buena conducta ofrecían testimonios de antecedentes atroces para que les dieran el empleo a las órdenes de los torturadores franceses que son racionalistas mi general, y por consiguiente son metódicos en la crueldad y refractarios a la compasión, eran ellos quienes hacían posible el progreso dentro del orden, eran ellos quienes se anticipaban a las conspiraciones mucho antes de que empezaran a incubar en el pensamiento, los clientes distraídos que tomaban el fresco bajo los abanicos de aspas de las heladerías, los que leían el periódico en las fondas de los chinos, los que se dormían en los cines, los que cedían el puesto a las señoras encinta en los autobuses, los que habían aprendido a ser electricistas y plomeros después de haber pasado media vida de atracadores nocturnos y bandoleros de veredas, los novios casuales de las sirvientas, las putas de los trasatlánticos y los bares internacionales, los promotores de excursiones turísticas a los paraísos del Caribe en las agencias de viajes de Miami, el secretario privado del ministro de asuntos exteriores de Bélgica, la cuidanta vitalicia del corredor tenebroso del cuarto piso del Hotel Internacional de Moscú, y tantos otros que nadie sabe hasta en el último rincón de la tierra, pero usted puede dormir tranquilo mi general pues los buenos patriotas de la patria dicen que usted no sabe nada, que todo esto sucede sin su consentimiento, que si mi general lo supiera habría mandado a Sáenz de la Barra a empujar margaritas en el cementerio de renegados de la fortaleza del puerto, que cada vez que se enteraban de un nuevo acto de barbarie suspiraban para adentro si el general lo supiera, si pudiéramos hacérselo saber, si hubiera una manera de verlo, y él le ordenó a quien se lo había contado que no olvidara nunca que de verdad yo no sé nada, ni he visto nada, ni he hablado de estas cosas con nadie, y así recobraba el sosiego, pero seguían llegando tantos talegos de cabezas cortadas que no le parecía concebible que José Ignacio Sáenz de la Barra se embarrara de sangre hasta la tonsura sin ningún beneficio porque la gente es pendeja pero no tanto, ni le parecía razonable que pasaron años enteros sin que los comandantes de las tres armas protestaran por su condición subalterna, ni pedían aumento de sueldo, nada, de modo que él había echado sondas por separado para tratar de establecer las causas de la conformidad militar, quería averiguar por qué no trataban de rebelarse, por qué aceptaban la potestad de un civil, y les había preguntado a los más codiciosos si no pensaban que ya era tiempo de cortarle la cresta al advenedizo sanguinario que estaba salpicando los méritos de las fuerzas armadas, pero le habían contestado que por supuesto que no mi general, no es para tanto, y desde entonces ya no sé quién es quién, ni quién está con quién ni contra quién en este armatoste del progreso dentro del orden que empieza a olerme a mortecina encerrada como aquella que ni quiero acordarme de aquellos pobres niños de la lotería, pero José Ignacio Sáenz de la Barra le aplacaba los ímpetus con su dulce dominio de domador de perros cimarrones, duerma tranquilo general, le decía, el mundo es suyo, le hacía creer que todo era tan simple y tan claro que lo volvía a dejar en las tinieblas de aquella casa de nadie que recorría de un extremo al otro preguntándose a grandes voces quién carajo soy yo que me siento como si me hubieran volteado al revés la luz de los espejos, dónde carajo estoy que van a ser las once de la mañana y no hay una gallina ni por casualidad en este desierto, acuérdense cómo era antes, clamaba, acuérdense del despelote de los leprosos y los paralíticos que se peleaban la comida con los perros, acuérdense de aquel resbaladero de mierda de animales en las escaleras y aquel despiporre de patriotas que no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que me ponga la mano aquí a ver si se me aquietan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia, y yo les daba lo que me pedían y les compraba todo lo que me vendieran no porque fuera débil de corazón según decía su madre Bendición Alvarado sino porque se necesitaba tener un hígado de hierro para mezquinarle un favor a quien le cantaba sus méritos, y en cambio ahora no había nadie que le pidiera nada, nadie que le dijera al menos buenos días mi general, cómo pasó la noche, no tenía siquiera el consuelo de aquellas explosiones nocturnas que lo despertaban con una granizada de vidrio de ventanas y desnivelaban los quicios y sembraban el pánico en la tropa pero le servían por lo menos para sentir que estaba vivo y no en este silencio que me zumba dentro de la cabeza y me despierta con su estrépito, ya no soy más que un monicongo pintado en la pared de esta casa de espantos donde le era imposible impartir una orden que no estuviera cumplida desde antes, encontraba satisfechos sus deseos más íntimos en el periódico oficial que seguía leyendo en la hamaca a la hora de la siesta desde la primera página hasta la última inclusive los anuncios de propaganda, no había un impulso de su aliento ni un designio de su voluntad que no apareciera impreso en letras grandes con la fotografía del puente que él no mandó a construir por olvido, la fundación de la escuela para enseñar a barrer, la vaca de leche y el árbol de pan con un retrato suyo de otras cintas inaugurales de los tiempos de gloria, y sin embargo no encontraba el sosiego, arrastraba sus grandes patas de elefante senil buscando algo que no se le había perdido en su casa de soledad, encontraba que alguien antes que él había tapado las jaulas con trapos de luto, alguien había contemplado el mar desde las ventanas y había contado las vacas antes que él, todo estaba completo y en orden, regresaba al dormitorio con el candil cuando reconoció su propia voz ampliada en el retén de la guardia presidencial y se asomó por la ventana entreabierta y vio un grupo de oficiales adormilados en el cuarto lleno de humo frente al resplandor triste de la pantalla de televisión, y en la pantalla estaba él, más delgado y tenso, pero era yo, madre, sentado en la oficina donde había de morir con el escudo de la patria en el fondo y los tres pares de espejuelos de oro en la mesa, y estaba diciendo de memoria un análisis de las cuentas de la nación con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir, carajo, era una visión más inquietante que la de su propio cuerpo muerto entre las flores porque ahora estaba viéndose vivo y oyéndose hablar con su propia voz, yo mismo, madre, yo que nunca había podido soportar la vergüenza de asomarse a un balcón ni había logrado vencer el pudor de hablar en público, y ahí estaba, tan verídico y mortal que permaneció perplejo en la ventana pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible este misterio, pero José Ignacio Sáenz de la Barra se mantuvo impasible ante una de las pocas explosiones de cólera que él se permitió en los años sin cuento de su régimen, no es para tanto general, le dijo con su énfasis más dulce, tuvimos que acudir a este recurso ¡licito para preservar del naufragio a la nave del progreso dentro del orden, fue una inspiración divina, general, gracias a ella habíamos logrado conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso que el último miércoles de cada mes rendía un informe sedante de su gestión de gobierno a través de la radio y la televisión del estado, yo asumo la responsabilidad, general, yo puse aquí este florero con seis micrófonos en forma de girasoles que registraban su pensamiento de viva voz, era yo quien hacía las preguntas que él contestaba en la audiencia de los viernes sin sospechar que sus respuestas inocentes eran los fragmentos del discurso mensual dirigido a la nación, pues nunca había utilizado una imagen que no fuera suya ni una palabra que él no hubiera dicho como usted mismo podrá comprobarlo con estos discos que Sáenz de la Barra le puso sobre el escritorio junto con estas películas y esta carta de mi puño y letra que firmo en presencia suya general para que usted disponga de mi suerte como a bien tenga, y él lo miró desconcertado porque de pronto cayó en la cuenta de que Sáenz de la Barra estaba por primera vez sin el perro, inerme, pálido, y entonces suspiró, está bien, Nacho, cumpla con su deber, dijo, con un aire de infinita fatiga, echado hacia atrás en la poltrona de resortes y la mirada fija en los ojos delatores de los retratos de los próceres, más viejo que nunca, más lúgubre y triste, pero con la misma expresión de designios imprevisibles que Sáenz de la Barra había de reconocer dos semanas más tarde cuando volvió a entrar en la oficina sin audiencia previa casi arrastrando el perro por la traílla y con la novedad urgente de una insurrección armada que sólo una intervención suya podía impedir, general, y él descubrió por fin la grieta imperceptible que había estado buscando durante tantos años en el muro de obsidiana de la fascinación, madre mía Bendición Alvarado de mi desquite, se dijo, este pobre cabrón se está cagando de miedo, pero no hizo un solo gesto que permitiera vislumbrar sus intenciones sino que envolvió a Sáenz de la Barra en un aura maternal, no se preocupe Nacho, suspiró, nos queda mucho tiempo para pensar sin que nadie nos estorbe dónde carajo estaba la verdad en aquel tremedal de verdades contradictorias que parecían menos ciertas que si fueran mentira, mientras Sáenz de la Barra comprobaba en el reloj de leontina que iban a ser las siete de la noche, general, los comandantes de las tres armas estaban terminando de comer en sus casas respectivas, con la mujer y los niños, para que ni siquiera ellos pudieran sospechar sus propósitos, saldrán vestidos de civil sin escolta por la puerta del servicio donde los espera un automóvil público solicitado por teléfono para burlar la vigilancia de nuestros hombres, no verán ninguno, por supuesto, aunque ahí están, general, son los choferes, pero él dijo ajá, sonrió, no se preocupe tanto, Nacho, explíqueme más bien cómo hemos vivido hasta ahora con el pellejo puesto si según sus cuentas de cabezas cortadas hemos tenido más enemigos que soldados, pero Sáenz de la Barra estaba sostenido apenas por el latido minúsculo de su reloj de leontina, faltaban menos de tres horas, general, el comandante de las fuerzas de tierra se dirigía en aquel momento hacia el cuartel del Conde, el comandante de las fuerzas navales hacia la fortaleza del puerto, el comandante de las fuerzas del aire hacia la base de San Jerónimo, todavía era posible arrestarlos porque una camioneta de la seguridad del estado cargada de legumbres los perseguía a corta distancia, pero él no se inmutaba, sentía que la ansiedad creciente de Sáenz de la Barra lo liberaba del castigo de una servidumbre que había sido más implacable que su apetito de poder, esté tranquilo, Nacho, decía, explíqueme más bien por qué no ha comprado una mansión tan grande como un buque de vapor, por qué trabaja como un mulo si no le importa la plata, por qué vive como un recluta si a las mujeres más estrechas se les aflojan las costuras por meterse en su dormitorio, usted parece más cura que los curas, Nacho, pero Sáenz de la Barra se sofocaba empapado por un sudor de hielo que no lograba disimular con su dignidad incólume en el horno crematorio de la oficina, eran las once, ya es demasiado tarde, dijo, una señal en clave empezaba a circular a esa hora por los alambres del telégrafo hacia las distintas guarniciones del país, los comandantes rebeldes se estaban colgando las condecoraciones en el uniforme de parada para el retrato oficial de la nueva junta de gobierno mientras sus ayudantes transmitían las últimas órdenes de una guerra sin enemigos cuyas únicas batallas se reducían a controlar las centrales de comunicación y los servicios públicos, pero él ni siquiera parpadeó ante el palpito anhelante de Lord Kóchel que se había incorporado con un hilo de baba que parecía una lágrima interminable, no se asuste, Nacho, explíqueme más bien por qué le tiene tanto miedo a la muerte, y José Ignacio Sáenz de la Barra se quitó de un tirón el cuello de celuloide desacartonado por el sudor y su rostro de barítono se quedó sin alma, es natural, replicó, el miedo a la muerte es el rescoldo de la felicidad, por eso usted no lo siente, general, y se puso de pie contando por puro hábito las campanas de la catedral, son las doce, dijo, ya no le queda nadie en el mundo, general, yo era el último, pero él no se movió en la poltrona mientras no percibió el trueno subterráneo de los tanques de guerra en la Plaza de Armas, y entonces sonrió, no se equivoque, Nacho, todavía me queda el pueblo, dijo, el pobre pueblo de siempre que antes del amanecer se echó a la calle instigado por el anciano imprevisto que a través de la radio y la televisión del estado se dirigió a todos los patriotas de la patria sin discriminaciones de ninguna índole y con la más viva emoción histórica para anunciar que los comandantes de las tres armas inspirados por los ideales inmutables del régimen, bajo mi dirección personal e interpretando como siempre la voluntad del pueblo soberano habían puesto término en esta medianoche gloriosa al aparato de terror de un civil sanguinario que había sido castigado por la justicia ciega de las muchedumbres, pues ahí estaba José Ignacio Sáenz de la Barra, macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general cuando nos ordenó bloquear las calles de las embajadas para impedirle e! derecho de asilo, el pueblo lo había cazado a piedras, mi general, pero antes tuvimos que acribillar al perro carnicero que se sorbió la tripamenta de cuatro civiles y nos dejó siete soldados mal heridos cuando el pueblo había asaltado sus oficinas de vivir y tiraron por las ventanas más de doscientos chalecos de brocado todavía con la etiqueta de fábrica, tiraron como tres mil pares de botines italianos sin estrenar, tres mil mi general, que en eso se gastaba la plata del gobierno, y no sé cuántas cajas de gardenias de solapa y todos los discos de Bruckner con sus respectivas partituras de dirección anotadas de su puño y letra, y además sacaron a los presos de los sótanos y les metieron fuego a las cámaras de tortura del antiguo manicomio de los holandeses a los gritos de viva el general, viva el macho que por fin se dio cuenta de la verdad, pues todos dicen que usted no sabía nada mi general, que lo tenían en el limbo abusando de su buen corazón, y todavía a esta hora andaban cazando como ratas a los torturadores de la seguridad del estado que dejamos sin protección de tropa de acuerdo con sus órdenes para que la gente se aliviara de tantas rabias atrasadas y tanto terror, y él aprobó, de acuerdo, conmovido por las campanas de júbilo y las músicas de libertad y las voces de gratitud de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de Dios guarde al magnífico que nos redimió de las tinieblas del terror, y en aquella réplica efímera de los tiempos de gloria él hizo reunir en el patio a los oficiales de escuela que habían ayudado a quitarse sus propias cadenas de galeote del poder y señalándonos con el dedo según los impulsos de su inspiración completó con nosotros el último mando supremo de su régimen decrépito en reemplazo de los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño que fueron capturados en ropas de dormir cuando trataban de encontrar asilo en las embajadas, pero él apenas si los reconoció, había olvidado los nombres, buscó en el corazón la carga de odio que había tratado de mantener viva hasta la muerte y sólo encontró las cenizas de un orgullo herido que ya no valía la pena entretener, que se larguen, ordenó, los metieron en el primer barco que zarpó para donde nadie volviera a acordarse de ellos, pobres cabrones, presidió el primer consejo del nuevo gobierno con la impresión nítida de que aquellos ejemplares selectos de una generación nueva de un siglo nuevo eran otra vez los ministros civiles de siempre de levitas polvorientas y entrañas débiles, sólo que éstos estaban más ávidos de honores que de poder, más asustadizos y serviles y más inútiles que todos los anteriores ante una deuda externa más costosa que cuanto se pudiera vender en su desguarnecido reino de pesadumbre, pues no había nada que hacer mi general, el último tren de los páramos se había desbarrancado por precipicios de orquídeas, los leopardos dormían en poltronas de terciopelo, las carcachas de los buques de rueda estaban varados en los pantanos de los arrozales, las noticias podridas en los sacos del correo, las parejas de manatíes engañadas con la ilusión de engendrar sirenas entre los lirios tenebrosos de los espejos de luna del camarote presidencial, y sólo él lo ignoraba, por supuesto, había creído en el progreso dentro del orden porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general, una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer, con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar, con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta, hasta que yo mismo pude comprobar con estos mis ojos incrédulos que detrás de los edificios de vidrios solares de los ministerios continuaban intactas las barracas de colores de los negros en las colinas del puerto, habían construido las avenidas de palmeras hasta el mar para que yo no viera que detrás de las quintas romanas de pórticos iguales continuaban los barrios miserables devastados por uno de nuestros tantos huracanes, habían sembrado hierbas de olor a ambos lados de la vía para que él viera desde el vagón presidencial que el mundo parecía magnificado por las aguas venales de pintar oropéndolas de su madre de mis entrañas Bendición Alvarado, y no lo engañaban para complacerlo como lo hizo en los últimos tiempos de sus tiempos de gloria el general Rodrigo de Aguilar, ni para evitarle contrariedades inútiles como lo hacía Leticia Nazareno más por compasión que por amor, sino para mantenerlo cautivo de su propio poder en el marasmo senil de la hamaca bajo la ceiba del patio donde al final de sus años no había de ser verdad ni siquiera el coro de escuela de la pajarita pinta paradita en el verde limón, qué vaina, y sin embargo no lo afectó la burla sino que trataba de reconciliarse con la realidad mediante la recuperación por decreto del monopolio de la quina y otras pócimas esenciales para la felicidad del estado, pero la realidad lo volvió a sorprender con la advertencia de que el mundo cambiaba y la vida seguía aún a espaldas de su poder, pues ya no hay quina, general, ya no hay cacao, no hay añil, general, no había nada, salvo su fortuna personal que era incontable y estéril y estaba amenazada por la ociosidad, y sin embargo no se alteró con tan infaustas nuevas sino que mandó un recado de desafío al viejo embajador Roxbury por si acaso encontraban alguna fórmula de alivio en la mesa de dominó, pero el embajador le contestó con su propio estilo que ni de vainas excelencia, este país no vale un rábano, a excepción del mar, por supuesto, que era diáfano y suculento y habría bastado con meterle candela por debajo para cocinar en su propio cráter la gran sopa de mariscos del universo, así que piénselo, excelencia, se lo aceptamos a buena cuenta de los servicios de esa deuda atrasada que no han de redimir ni cien generaciones de próceres tan diligentes como su excelencia, pero él ni siquiera lo tomó en serio esa primera vez, lo acompañó hasta las escaleras pensando madre mía Bendición Alvarado mira qué gringos tan bárbaros, cómo es posible que sólo piensen en el mar para comérselo, lo despidió con la palmadita habitual en el hombro y volvió a quedar solo consigo mismo tentaleando en las franjas de nieblas ilusorias de los páramos del poder, pues las muchedumbres habían abandonado la Plaza de Armas, se llevaron las pancartas de repetición y se guardaron las consignas de alquiler para otras fiestas iguales del futuro tan pronto como se les acabó el estímulo de las cosas de comer y beber que la tropa repartía en las pausas de las ovaciones, habían vuelto a dejar los salones desiertos y tristes a pesar de su orden de no cerrar los portones a ninguna hora para que entre quien quiera, como antes, cuando ésta no era una casa de difuntos sino un palacio de vecindad, y sin embargo los únicos que se quedaron fueron los leprosos, mi general, y los ciegos y los paralíticos que habían permanecido años y años frente a la casa como los viera Demetrio Aldous dorándose al sol en las puertas de Jerusalén, destruidos e invencibles, seguros de que más temprano que tarde volverían a entrar para recibir de sus manos la sal de la salud porque él había de sobrevivir a todos los embates de la adversidad y a las pasiones más inclementes y a los peores asechos del olvido, pues era eterno, y así fue, él los volvió a encontrar de regreso del ordeño hirviendo las latas de sobras de cocina en los fogones de ladrillo improvisados en el patio, los vio tendidos con los brazos en cruz en las esteras maceradas por el sudor de las úlceras a la sombra fragante de los rosales, les hizo construir una hornilla común, les compraba esteras nuevas y les mandó a edificar un cobertizo de palmas en el fondo del patio para que no tuvieran que guarecerse dentro de la casa, pero no pasaban cuatro días sin que encontrará una pareja de leprosos durmiendo en las alfombras árabes de la sala de fiestas o encontraba un ciego perdido en las oficinas o un paralítico fracturado en las escaleras, hacía cerrar las puertas para que no dejaran un rastro de llagas vivas en las paredes ni apestaran el aire de la casa con el tufo del ácido fénico con que los fumigaban los servicios de sanidad, aunque no bien los quitaban de un lado que aparecían por el otro, tenaces, indestructibles, aferrados a su vieja esperanza feroz cuando ya nadie esperaba nada de aquel anciano inválido que escondía recuerdos escritos en las grietas de las paredes y se orientaba con tanteos de sonámbulo a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de la memoria, pasaba horas insomnes en la hamaca preguntándose cómo carajo me voy a escabullir del nuevo embajador Fischer que me había propuesto denunciar la existencia de un flagelo de fiebre amarilla para justificar un desembarco de infantes de marina de acuerdo con el tratado de asistencia recíproca por tantos años cuantos fueran necesarios para infundir un aliento nuevo a la patria moribunda, y él replicó de inmediato que ni de vainas, fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial ante una grave amenaza de sublevación civil, había declarado el estado de peste por decreto, se plantó la bandera amarilla en el asta del faro, se cerró el puerto, se suprimieron los domingos, se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío, de modo que las tropas con brazales sanitarios ejecutaban en público a las gentes de la más diversa condición, señalaban con un círculo rojo en la puerta de las casas sospechosas de inconformidad con el régimen, marcaban con un hierro de vaca en la frente a los infractores simples, a los marimachos y a los floripondios mientras una misión sanitaria solicitada de urgencia a su gobierno por el embajador Mitchell se ocupaba de preservar del contagio a los habitantes de la casa presidencial, recogían del suelo la caca de los sietemesinos para analizarla con vidrios de aumento, echaban píldoras desinfectantes en las tinajas, les daban de comer gusarapos a los animales de sus laboratorios de ciencias, y él les decía muerto de risa a través del intérprete que no sean tan pendejos, místeres, aquí no hay más peste que ustedes, pero ellos insistían que sí, que tenían órdenes superiores de que hubiera, prepararon una miel de virtud preventiva, espesa y verde, con la cual barnizaban de cuerpo entero a los visitantes sin distinción de credenciales desde los más ordinarios hasta los más ilustres, los obligaban a mantener la distancia en las audiencias, ellos de pie en el umbral y él sentado en el fondo donde lo alcanzara la voz pero no el aliento, parlamentando a gritos con desnudos de alcurnia que accionaban con una mano, excelencia, y con la otra se tapaban la escuálida paloma pintoreteada, y todo aquello para preservar del contagio a quien había concebido en el enervamiento de la vigilia hasta los pormenores más banales de la falsa calamidad, que había inventado infundios telúricos y difundido pronósticos de apocalipsis de acuerdo con su criterio de que la gente tendrá más miedo cuanto menos entienda, y que apenas si parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil, de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio el aire tonito en las banderas amarillas, vio las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo, vio los gallinazos ahítos en los balcones, y vio los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos en los barrizales, amontonados en el sol de las terrazas, tendidos en las legumbres del mercado, muertos de carne y hueso mi general, quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos tirados como perros muertos en los cajones de la basura, y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste, pero no se inmutó, no cedió a ninguna súplica hasta que no volvió a sentirse dueño absoluto de todo su poder, y sólo cuando no parecía haber recurso humano ni divino capaz de poner término a la mortandad vimos aparecer en las calles una carroza sin insignias en la que nadie percibió a primera vista el soplo helado de la majestad del poder, pero en el interior de terciopelo fúnebre vimos los ojos letales, los labios trémulos, el guante nupcial que iba echando puñados de sal en los portales, vimos el tren pintado con los colores de la bandera trepándose con las uñas a través de las gardenias y los leopardos despavoridos hasta las cornisas de niebla de las provincias más escarpadas, vimos los ojos turbios a través de los visillos del vagón solitario, el semblante afligido, la mano de doncella desairada que iba dejando un reguero de sal por los páramos lúgubres de su niñez, vimos el buque de vapor con rueda de madera y rollos de mazurcas de pianolas quiméricas que navegaba tropezando por entre los escollos y los bancos de arena y los escombros de las catástrofes causadas en la selva por los paseos primaverales del dragón, vimos los ojos de atardecer en la ventana del camarote presidencial, vimos los labios pálidos, la mano sin origen que arrojaba puñados de sal en las aldeas entorpecidas de calor, y quienes comían de aquella sal y lamían el suelo donde había estado recuperaban la salud al instante y quedaban inmunizados por largo tiempo contra los malos presagios y las ventoleras de la ilusión, así que él no había de sorprenderse en las postrimerías de su otoño cuando le propusieron un nuevo régimen de desembarco sustentado en el mismo infundio de una epidemia política de fiebre amarilla sino que se enfrentó a las razones de los ministros estériles que clamaban que vuelvan los infantes, general, que vuelvan con sus máquinas de fumigar pestíferos a cambio de lo que ellos quieran, que vuelvan con sus hospitales blancos, sus prados azules, los surtidores de aguas giratorias que completan los años bisiestos con siglos de buena salud, pero él golpeó la mesa y decidió que no, bajo su responsabilidad suprema, hasta que el rudo embajador Mac Queen le replicó que ya no estamos en condiciones de discutir, excelencia, el régimen no estaba sostenido por la esperanza ni por el conformismo, ni siquiera por el terror, sino por la pura inercia de una desilusión antigua e irreparable, salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final, o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes, a pesar de que él había apelado a los registros más audaces de su astucia milenaria tratando de promover una convulsión nacional de protesta contra el despojo, pero nadie hizo caso mi general, no quisieron salir a la calle ni por la razón ni por la fuerza porque pensábamos que era una nueva maniobra suya como tantas otras para saciar hasta más allá de todo limite su pasión irreprimible de perdurar, pensábamos que con tal de que pase algo aunque se lleven el mar, qué carajo, aunque se lleven la patria entera con su dragón, pensábamos, insensibles a las artes de seducción de los militares que aparecían en nuestras casas disfrazados de civil y nos suplicaban en nombre de la patria que nos echáramos a la calle gritando que se fueran los gringos para impedir la consumación del despojo, nos incitaban al saqueo y al incendio de las tiendas y las quintas de los extranjeros, nos ofrecieron plata viva para que saliéramos a protestar bajo la protección de la tropa solidaria con el pueblo frente a la agresión, pero nadie salió mi general porque nadie olvidaba que otra vez nos habían dicho lo mismo bajo palabra de militar y sin embargo los masacraron a tiros con el pretexto de que había provocadores infiltrados que abrieron fuego contra la tropa, así que esta vez no contamos ni con el pueblo mi general y tuve que cargar solo con el peso de este castigo, tuve que firmar solo pensando madre mía Bendición Alvarado nadie sabe mejor que tú que vale más quedarse sin el mar que permitir un desembarco de infantes, acuérdate que eran ellos quienes pensaban las órdenes que me hacían firmar, ellos volvían maricas a los artistas, ellos trajeron la Biblia y la sífilis, le hacían creer a la gente que la vida era fácil, madre, que todo se consigue con plata, que los negros son contagiosos, trataron de convencer a nuestros soldados de que la patria es un negocio y que el sentido del honor era una vaina inventada por el gobierno para que las tropas pelearan gratis, y fue por evitar la repetición de tantos males que les concedí el derecho de disfrutar de nuestros mares territoriales en la forma en que lo consideren conveniente a los intereses de la humanidad y la paz entre los pueblos, en el entendimiento de que dicha cesión comprendía no sólo las aguas físicas visibles desde la ventana de su dormitorio hasta el horizonte sino todo cuanto se entiende por mar en el sentido más amplio, o sea la fauna y la flora propias de dichas aguas, su régimen de vientos, la veleidad de sus milibares, todo, pero nunca me pude imaginar que eran capaces de hacer lo que hicieron de llevarse con gigantescas dragas de succión las esclusas numeradas de mi viejo mar de ajedrez en cuyo cráter desgarrado vimos aparecer los lamparazos instantáneos de los restos sumergidos de la muy antigua ciudad de Santa María del Darién arrasada por la marabunta, vimos la nave capitana del almirante mayor de la mar océana tal como yo la había visto desde mi ventana, madre, estaba idéntica, atrapada por un matorral de percebes que las muelas de las dragas arrancaron de raíz antes de que él tuviera tiempo de ordenar un homenaje digno del tamaño histórico de aquel naufragio, se llevaron todo cuanto había sido la razón de mis guerras y el motivo de su poder y sólo dejaron la llanura desierta de áspero polvo lunar que él veía al pasar por las ventanas con el corazón oprimido clamando madre mía Bendición Alvarado ilumíname con tus luces más sabias, pues en aquellas noches de postrimerías lo despertaba el espanto de que los muertos de la patria se incorporaban en sus tumbas para pedirle cuentas del mar, sentía los arañazos en los muros, sentía las voces insepultas, el horror de las miradas póstumas que acechaban por las cerraduras el rastro de sus grandes patas de saurio moribundo en el pantano humeante de las últimas ciénagas de salvación de la casa en tinieblas, caminaba sin tregua en el crucero de los alisios tardíos y los mistrales falsos de la máquina de vientos que le había regalado el embajador Eberhart para que se notara menos el mal negocio del mar, veía en la cúspide de los arrecifes la lumbre solitaria de la casa de reposo de los dictadores asilados que duermen como bueyes sentados mientras yo padezco, malparidos, se acordaba de los ronquidos de adiós de su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, su buen dormir de pajarera en el cuarto alumbrado por la vigilia del orégano, quién fuera ella, suspiraba, madre feliz dormida que nunca se dejó asustar por la peste, ni se dejó intimidar por el amor ni se dejó acoquinar por la muerte, y en cambio él estaba tan aturdido que hasta las ráfagas del faro sin mar que intermitían en las ventanas le parecieron sucias de los muertos, huyó despavorido de la fantástica luciérnaga sideral que fumigaba en su órbita de pesadilla giratoria los efluvios temibles del polvo luminoso del tuétano de los muertos, que lo apaguen, gritó, lo apagaron, mandó a calafatear la casa por dentro y por fuera para que no pasaran por los resquicios de puertas y ventanas ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la muerte, se quedó en las tinieblas, tamaleando, respirando a duras penas en el calor sin aire, sintiéndose pasar por espejos oscuros, caminando de miedo, hasta que oyó un tropel de pezuñas en el cráter del mar y era la luna que se alzaba con sus nieves decrépitas, pavorosa, que la quiten, gritó, que apaguen las estrellas, carajo, orden de Dios, pero nadie acudió a sus gritos, nadie lo oyó, salvo los paralíticos que despertaron asustados en las antiguas oficinas, los ciegos en las escaleras, los leprosos perlados del sereno que se alzaron a su paso en los rastrojos de las primeras rosas para implorar de sus manos la sal de la salud, y entonces fue cuando sucedió, incrédulos del mundo entero, idólatras de mierda, sucedió que él nos tocó la cabeza al pasar, uno por uno, nos tocó a cada uno en el sitio de nuestros defectos con una mano lisa y sabia que era la mano de la verdad, y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla de reclutas en contra del criterio unánime del consejo de gobierno que había insistido que no mi general, que era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros, de modo que sólo quedó la guardia de reclutas para una casa extinguida donde las vacas andaban sin ley desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, se habían comido las praderas de flores de los gobelinos mi general, se habían comido los archivos, pero él no oía, había visto subir la primera vaca una tarde de octubre en que era imposible permanecer a la intemperie por las furias del aguacero, había tratado de espantarla con las manos, vaca, vaca, recordando de pronto que vaca se escribe con ve de vaca, la había visto otra vez comiéndose las pantallas de las lámparas en un época de la vida en que empezaba a comprender que no valía la pena moverse hasta las escaleras para espantar una vaca, había encontrado dos en la sala de fiestas exasperadas por las gallinas que se subían a picotearles las garrapatas del lomo, así que en las noches recientes en que veíamos luces que parecían de navegación y oíamos desastres de pezuñas de animal grande detrás de las paredes fortificadas era porque él andaba con el candil de mar disputándose con las vacas un sitio donde dormir mientras afuera continuaba su vida pública sin él, veíamos a diario en los periódicos del régimen las fotografías de ficción de las audiencias civiles y militares en que nos lo mostraban con un uniforme distinto según el carácter de cada ocasión, oíamos por la radio las arengas repetidas todos los años desde hacía tantos años en las fechas mayores de las efemérides de la patria, estaba presente en nuestras vidas al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir, cuando era de dominio público que apenas si podía con sus rústicas botas de caminante irredento en la casa decrépita cuyo servicio se había reducido entonces a tres o cuatro ordenanzas que le daban de comer y mantenían bien provistos los escondites de la miel de abejas y espantaron las vacas que habían hecho estragos en el estado mayor de mariscales de porcelana de la oficina prohibida donde él había de morir según algún pronóstico de pitonisas que él mismo había olvidado, permanecían pendientes de sus órdenes casuales hasta que colgaba la lámpara en el dintel y oían el estrépito de los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas del dormitorio enrarecido por la falta del mar, y entonces se retiraban a sus cuartos de la planta baja convencidos de que él estaba a merced de sus sueños de ahogado solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos, pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la inmensa casa en tinieblas apenas perturbada por la parsimoniosa digestión de las vacas y la respiración obtusa de las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, oía vientos de lunas en la oscuridad, sentía los pasos del tiempo en la oscuridad, veía a su madre Bendición Alvarado barriendo en la oscuridad con la escoba de ramas verdes con que había barrido la hojarasca de ilustres varones chamuscados de Cornelio Nepote en el texto original, la retórica inmemorial de Livio Andrónico y Cecilio Estato que estaban reducidos a basura de oficinas la noche de sangre en que él entró por primera vez en la casa mostrenca del poder mientras afuera resistían las últimas barricadas suicidas del insigne latinista el general Lautaro Muñoz a quien Dios tenga en su santo reino, habían atravesado el patio bajo el resplandor de la ciudad en llamas saltando por encima de los bultos muertos de la guardia personal del presidente ilustrado, él tiritando por la calentura de las tercianas y su madre Bendición Alvarado sin más armas que la escoba de ramas verdes, subieron las escaleras tropezando en la oscuridad con los cadáveres de los caballos de la espléndida escudería presidencial que todavía se desangraban desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, era difícil respirar dentro de la casa cerrada por el olor de pólvora agria de la sangre de los caballos, vimos huellas descalzas de pies ensangrentados con sangre de caballos en los corredores, vimos palmas de manos estampadas con sangre de caballos en las paredes, y vimos en el lago de sangre de la sala de audiencias el cuerpo desangrado de una hermosa florentina en traje de noche con un sable de guerra clavado en el corazón, y era la esposa del presidente, y vimos a su lado el cadáver de una niña que parecía una bailarina de juguete de cuerda con un tiro de pistola en la frente, y era su hija de nueve años, y vieron el cadáver de cesar garibaldino del presidente Lautaro Muñoz, el más diestro y capaz de los catorce generales federalistas que se habían sucedido en el poder por atentados sucesivos durante once años de rivalidades sangrientas pero también el único que se atrevió a decirle que no en su propia lengua al cónsul de los ingleses, y ahí estaba tirado como un lebrancho, descalzo, padeciendo el castigo de su temeridad con el cráneo astillado por un tiro de pistola que se disparó en el paladar después de matar a su mujer y a su hija y a sus cuarenta y dos caballos andaluces para que no cayeran en poder de la expedición punitiva de la escuadra británica, y entonces fue cuando el comandante Kitchener me dijo señalando el cadáver que ya lo ves, general, así es cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, no se te olvide cuando estés en tu reino, le dijo, aunque ya estaba, al cabo de tantas noches de insomnios de espera, tantas rabias aplazadas, tantas humillaciones digeridas, ahí estaba, madre, proclamado comandante supremo de las tres armas y presidente de la república por tanto tiempo cuanto fuera necesario para el restablecimiento del orden y el equilibrio económico de la nación, lo habían resuelto por unanimidad los últimos caudillos de la federación con el acuerdo del senado y la cámara de diputados en pleno y el respaldo de la escuadra británica por mis tantas y tan difíciles noches de dominó con el cónsul Macdonall, sólo que ni yo ni nadie lo creyó al principio, por supuesto, quién lo iba a creer en el tumulto de aquella noche de espanto si la propia Bendición Alvarado no acababa todavía de creerlo en su lecho de podredumbre cuando evocaba el recuerdo del hijo que no encontraba por dónde empezar a gobernar en aquel desorden, no hallaban ni una hierba de cocimiento para la calentura en aquella casa inmensa y sin muebles en la cual no quedaba nada de valor sino los óleos apolillados de los virreyes y los arzobispos de la grandeza muerta de España, todo lo demás se lo habían ido llevando poco a poco los presidentes anteriores para sus dominios privados, no dejaron ni rastro del papel de colgaduras de episodios heroicos en las paredes, los dormitorios estaban llenos de desperdicios de cuartel, había por todas partes vestigios olvidados de masacres históricas y consignas escritas con un dedo de sangre por presidentes ilusorios de una sola noche, pero no había siquiera un petate donde acostarse a sudar una calentura, de modo que su madre Bendición Alvarado arrancó una cortina para envolverme y lo dejó acostado en un rincón de la escalera principal mientras ella barrió con la escoba de ramas verdes los aposentos presidenciales que estaban acabando de saquear los ingleses, barrió el piso completo defendiéndose a escobazos de esta pandilla de filibusteros que trataban de violarla detrás de las puertas, y un poco antes del alba se sentó a descansar junto al hijo aniquilado por los escalofríos, envuelto en la cortina de peluche, sudando a chorros en el último peldaño de la escalera principal de la casa devastada mientas ella trataba de bajarle la calentura con sus cálculos fáciles de que no te dejes acoquinar por este desorden, hijo, es cuestión de comprar unos taburetes de cuero de los más baratos y se les pintan flores y animales de colores, yo misma los pinto, decía, es cuestión de comprar unas hamacas para cuando haya visitas, sobre todo eso, hamacas, porque en una casa como ésta deben llegar muchas visitas a cualquier hora sin avisar, decía, se compra una mesa de iglesia para comer, se compran cubiertos de hierro y platos de peltre para que aguanten la mala vida de la tropa, se compra un tinajero decente para el agua de beber y un anafe de carbón y ya está, al fin y al cabo es plata del gobierno, decía para consolarlo, pero él no la escuchaba, abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad, consciente de no ser nada más que un anciano de lástima que temblaba de fiebre sentado en las escaleras pensando sin amor madre mía Bendición Alvarado de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder, madre, en qué vaina nos hemos metido, padeciendo la desazón original, el miedo atávico del nuevo siglo de tinieblas que se alzaba en el mundo sin su permiso, cantaban los gallos en el mar, cantaban los ingleses en inglés recogiendo los muertos del patio cuando su madre Bendición Alvarado terminó las cuentas alegres con el saldo de alivio de que no me asustan las cosas de comprar y los oficios por hacer, nada de eso, hijo, lo que me asusta es la cantidad de sábanas que habrá que lavar en esta casa, y entonces fue él quien se apoyó en la fuerza de su desilusión para tratar de consolarla con que duerma tranquila, madre, en este país no hay presidente que dure, le dijo, ya verá como me tumban antes de quince días, le dijo, y no sólo lo creyó entonces sino que lo siguió creyendo en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota sedentario, tanto más cuanto más lo convencía la vida de que los largos años del poder no traen dos días iguales, que habría siempre una intención oculta en los propósitos de un primer ministro cuando éste soltaba la deflagración deslumbrante de la verdad en el informe de rutina del miércoles, y él apenas sonreía, no me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea, desbaratando con aquella sola frase toda una laboriosa estrategia del consejo de gobierno para tratar de que firmara sin preguntar, pues nunca me pareció más lúcido que cuando más convincentes se hacían los rumores de que él se orinaba en los pantalones sin darse cuenta durante las visitas oficiales, me parecía más severo a medida que se hundía en el remanso de la decrepitud con unas pantuflas de desahuciado y los espejuelos de una sola pata amarrada con hilo de coser y su índole se había vuelto más intensa y su instinto más certero para apartar lo que era inoportuno y firmar lo que convenía sin leerlo, qué carajo, si al fin y al cabo nadie me hace caso, sonreía, fíjese que había ordenado que pusieran una tranca en el vestíbulo para que las vacas no se treparan por las escaleras, y ahí estaba otra vez, vaca, vaca, había metido la cabeza por la ventana de la oficina y se estaba comiendo las flores de papel del altar de la patria, pero él se limitaba a sonreír que ya ve lo que le digo, licenciado, lo que tiene jodido a este país es que nadie me ha hecho caso nunca, decía, y lo decía con una claridad de juicio que no parecía posible a su edad, aunque el embajador Kippling contaba en sus memorias prohibidas que por esa época lo había encontrado en un penoso estado de inconsciencia senil que ni siquiera le permitía valerse de sí mismo para los actos más pueriles, contaba que lo encontró ensopado de una materia incesante y salobre que le manaba de la piel, que había adquirido un tamaño descomunal de ahogado y una placidez lenta de ahogado a la deriva y se había abierto la camisa para mostrarme el cuerpo tenso y lúcido de ahogado de tierra firme en cuyos resquicios estaban proliferando parásitos de escollos de fondo de mar, tenía rémora de barco en la espalda, tenía pólipos y crustáceos microscópicos en las axilas, pero estaba convencido de que aquellos retoños de acantilados eran apenas los primeros síntomas del regreso espontáneo del mar que ustedes se llevaron, mi querido Johnson, porque los mares son como los gatos, dijo, vuelven siempre, convencido de que los bancos de percebes de sus ingles eran el anuncio secreto de un amanecer feliz en que iba a abrir la ventana de su dormitorio y había de ver de nuevo las tres carabelas del almirante de la mar océana que se había cansado de buscar por el mundo entero para ver si era cierto lo que le habían dicho que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia, había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos, cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares mientras buscaba en la ciencia nativa lo único que le interesaba de veras que era descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente, habíamos perdido la esperanza de encontrarlo de nuevo cuando él lo reconoció desde la limusina presidencial disimulado dentro de un hábito pardo con el cordón de San Francisco en la cintura haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura solemne de bogavante en tierra firme, pero cuando trataron de subirlo en la limusina por orden suya no encontramos ni rastros mi general, se lo tragó la tierra, decían que se había vuelto musulmán, que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna, condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas, porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro, pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez cuando el ministro de la salud le arrancaba con unas pinzas las garrapatas de buey que le encontraba en el cuerpo y él insistía en que no eran garrapatas, doctor, es el mar que vuelve, decía, tan seguro de su criterio que el ministro de la salud había pensado muchas veces que él no era tan sordo como hacía creer en público ni tan despalomado como aparentaba en las audiencias incómodas, aunque un examen de fondo había revelado que tenía las arterias de vidrio, tenía sedimentos de arena de playa en los riñones y el corazón agrietado por falta de amor, así que el viejo médico se escudó en una antigua confianza de compadre para decirle que ya es hora de que entregue los trastos mi general, resuelva por lo menos en qué manos nos va a dejar, le dijo, sálvenos del desmadre, pero él le preguntó asombrado que quién le ha dicho que yo me pienso morir, mi querido doctor, que se mueran otros, qué carajo, y terminó con ánimo de burla que hace dos noches me vi yo mismo en la televisión y me encontré mejor que nunca, como un toro de lidia, dijo, muerto de risa, pues se había visto entre brumas, cabeceando de sueño y con la cabeza envuelta en una toalla mojada frente a la pantalla sin sonido de acuerdo con los hábitos de sus últimas veladas de soledad, estaba de veras más resuelto que un toro de lidia ante el hechizo de la embajadora de Francia, o tal vez era de Turquía, o de Suecia, qué carajo, eran tantas iguales que no las distinguía y había pasado tanto tiempo que no se recordaba a sí mismo entre ellas con el uniforme de noche y una copa de champaña intacta en la mano durante la fiesta de aniversario del 12 de agosto, o en la conmemoración de la victoria del 14 de enero, o del renacimiento del 13 de marzo, qué sé yo, si en el galimatías de fechas históricas del régimen había terminado por no saber cuándo era cuál ni cuál correspondía a qué ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar, los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León, hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era, sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo, había empezado a vislumbrarlo desde mucho antes de los tiempos inmemoriales de José Ignacio Sáenz de la Barra cuando tuvo conciencia de que apenas sabía quién era quién en las audiencias de grupo, un hombre como yo que era capaz de llamar por su nombre y su apellido a toda una población de las más remotas de su desmesurado reino de pesadumbre, y sin embargo había llegado al extremo contrario, había visto desde la carroza a un muchacho conocido entre la muchedumbre y se había asustado tanto de no recordar dónde lo había visto antes que lo hice arrestar por la escolta mientras me acordaba, un pobre hombre de monte que estuvo 22 años en un calabozo repitiendo la verdad establecida desde el primer día en el expediente judicial, que se llamaba Braulio Linares Moscote, que era hijo natural pero reconocido de Marcos Linares, marinero de agua dulce, y de Delfina Moscote, criadora de perros tigreros, ambos con domicilio conocido en el Rosal del Virrey, que estaba por primera vez en la ciudad capital de este reino porque su madre lo había mandado a vender dos cachorros en los juegos florales de marzo, que había llegado en un burro de alquiler sin más ropas que las que llevaba puestas al amanecer del mismo jueves en que lo arrestaron, que estaba en un tenderete del mercado público tomándose un pocillo de café cerrero mientras les preguntaba a las fritangueras si no sabían de alguien que quisiera comprar dos cachorros cruzados para cazar tigres, que ellas le habían contestado que no cuando empezó el tropel de los redoblantes, las cornetas, los cohetes, la gente que gritaba que ya viene el hombre, ahí viene, que preguntó quién era el hombre y le habían contestado que quién iba a ser, el que manda, que metió los cachorros en un cajón para que las fritangueras le hicieran el favor de cuidármelos mientras vuelvo, que se trepó en el travesaño de una ventana para mirar por encima del gentío y vio la escolta de caballos con gualdrapas de oro y morriones de plumas, vio la carroza con el dragón de la patria, el saludo de una mano con un guante de trapo, el semblante lívido, los labios taciturnos sin sonrisa del hombre que mandaba, los ojos tristes que lo encontraron de pronto como a una aguja en un monte de agujas, el dedo que lo señaló, ése, el que está trepado en la ventana, que lo arresten mientras me acuerdo dónde lo he visto, ordenó, así que me agarraron a golpes, me desollaron a planazos de sable, me asaron en una parrilla para que confesara dónde me había visto antes el hombre que mandaba, pero no habían conseguido arrancarle otra verdad que la única en el calabozo de horror de la fortaleza del puerto y la repitió con tanta convicción y tanto valor personal que él terminó por admitir que se había equivocado, pero ahora no hay remedio, dijo, porque lo habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo es, pobre hombre, de modo que se pudrió vivo en el calabozo mientras yo deambulaba por esta casa de sombras pensando madre mía Bendición Alvarado de mis buenos tiempos, asísteme, mírame cómo estoy sin el amparo de tu manto, clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos en los pantanos de la vejez porque hasta los dolores más intensos y los instantes más felices de sus tiempos grandes se le habían escurrido sin remedio por las troneras de la memoria a pesar de sus tentativas cándidas de impedirlo con tapones de papelitos enrollados, estaba castigado a no saber jamás quién era esta Francisca Linero de 96 años que había ordenado enterrar con honores de reina de acuerdo con otra nota escrita de su propia mano, condenado a gobernar a ciegas con once pares de gafas inútiles escondidos en la gaveta del escritorio para disimular que en realidad conversaba con espectros cuyas voces no alcanzaba apenas a descifrar, cuya identidad adivinaba por señales de instinto, sumergido en un estado de desamparo cuyo riesgo mayor se le había hecho evidente en una audiencia con su ministro de guerra en que tuvo la mala suerte de estornudar una vez y el ministro de guerra le dijo salud mi general, y había estornudado otra vez y el ministro de guerra volvió a decir salud mi general, y otra vez, salud mi general, pero después de nueve estornudos consecutivos no le volví a decir salud mi general sino que me sentí aterrado por la amenaza de aquella cara descompuesta de estupor, vi los ojos ahogados de lágrimas que me escupieron sin piedad desde el tremedal de la agonía, vi la lengua de ahorcado de la bestia decrépita que se me estaba muriendo en los brazos sin un testigo de mi inocencia, sin nadie, y entonces no se me ocurrió nada más que escapar de la oficina antes de que fuera demasiado tarde, pero él me lo impidió con una ráfaga de autoridad gritándome entre dos estornudos que no fuera cobarde brigadier Rosendo Sacristán, quédese quieto, carajo, que no soy tan pendejo para morirme delante de usted, gritó, y así fue, porque siguió estornudando hasta el borde de la muerte, flotando en un espacio de inconsciencia poblado de luciérnagas de mediodía pero aferrado a la certeza de que su madre Bendición Alvarado no había de depararle la vergüenza de morir de un acceso de estornudos en presencia de un inferior, ni de vainas, primero muerto que humillado, mejor vivir con vacas que con hombres capaces de dejarlo morir a uno sin honor, qué carajo, si no había vuelto a discutir sobre Dios con el nuncio apostólico para que no se diera cuenta de que él tomaba el chocolate con cuchara, ni había vuelto a jugar dominó por temor de que alguien se atreviera a perder por lástima, no quería ver a nadie, madre, para que nadie descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su propia conducta, a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los pies planos que al fin y al cabo había arrastrado desde siempre, a pesar del pudor de sus años se sentía al borde del abismo de pena de los últimos dictadores en desgracia que él mantenía más presos que protegidos en la casa de los acantilados para que no contaminaran al mundo con la peste de su indignidad, lo había padecido a solas la mala mañana en que se quedó dormido dentro del estanque del patio privado cuando tomaba el baño de aguas medicinales, soñaba contigo, madre, soñaba que eras tú quien hacía las chicharras que se reventaban de tanto pitar sobre mi cabeza entre las ramas florecidas del almendro de la vida real, soñaba que eras tú quien pintaba con tus pinceles las voces de colores de las oropéndolas cuando se despertó sobresaltado por el eructo imprevisto de sus tripas en el fondo del agua, madre, despertó congestionado de rabia en el estanque pervertido de mi vergüenza donde flotaban los lotos aromáticos del orégano y la malva, flotaban los azahares nuevos desprendidos del naranjo, flotaban las hicoteas alborozadas con la novedad del reguero de cagarrutas doradas y tiernas de mi general en las aguas fragantes, qué vaina, pero él había sobrevivido a esa y a tantas otras infamias de la edad y había reducido al mínimo el personal de servicio para afrontarlas sin testigos, nadie lo había de ver vagando sin rumbo por la casa de nadie durante días enteros y noches completas con la cabeza envuelta en trapos ensopados de barín, gimiendo de desesperación contra las paredes, empalagado de tabonucos, enloquecido por el dolor de cabeza insoportable del que nunca le habló ni a su médico personal porque sabía que no era más que uno más de los tantos dolores inútiles de la decrepitud, lo sentía llegar como un trueno de piedras desde mucho antes de que aparecieron en el cielo los nubarrones de la borrasca y ordenaba que nadie me moleste cuando apenas había empezado a girar el torniquete en las sienes, que nadie entre en esta casa pase lo que pase, ordenaba, cuando sentía crujir los huesos del cráneo con la segunda vuelta del torniquete, ni Dios si viene, ordenaba, ni si me muero yo, carajo, ciego de aquel dolor desalmado que no le concedía ni un instante de tregua para pensar hasta el fin de los siglos de desesperación en que se desplomaba la bendición de la lluvia, y entonces nos llamaba, lo encontrábamos recién nacido con la mesita lista para la cena frente a la pantalla muda de la televisión, le servíamos carne guisada, frijoles con tocino, arroz de coco, tajadas de plátano frito, una cena inconcebible a su edad que él dejaba enfriar sin probarla siquiera mientras veía la misma película de emergencia en la televisión, consciente de que algo quería ocultarle el gobierno si habían vuelto a pasar el mismo programa de circuito cerrado sin advertir siquiera que los rollos de la película estaban invertidos, qué carajo, decía, tratando de olvidar lo que quisieron ocultarle, si fuera algo peor ya se supiera, decía, roncando frente a la cena servida, hasta que daban las ocho en la catedral y se levantaba con el plato intacto y echaba la comida en el excusado como todas las noches a esa hora desde hacía tanto tiempo para disimular la humillación de que el estómago le rechazaba todo, para entretener con las leyendas de sus tiempos de gloria el rencor que sentía contra sí mismo cada vez que incurría en un acto detestable de descuidos de viejo, para olvidar que apenas vivía, que era él y nadie más quien escribía en las paredes de los retretes que viva el general, viva el macho, que se había tomado a escondidas una pócima de curanderos para estar cuantas veces quisiera en una sola noche y hasta tres veces cada vez con tres mujeres distintas y había pagado aquella ingenuidad senil con lágrimas de rabia más que de dolor aferrado a las argollas del retrete llorando madre mía Bendición Alvarado de mi corazón, aborréceme, purifícame con tus aguas de fuego, cumpliendo con orgullo el castigo de su candidez porque sabía de sobra que lo que entonces le faltaba y le había faltado siempre en la cama no era honor sino amor, le faltaban mujeres menos áridas que las que me servía mi compadre el ministro canciller para que no perdiera la buena costumbre desde que clausuraron la escuela vecina, hembras de carne sin hueso para usted solo mi general, mandadas por avión con franquicia oficial de las vitrinas de Amsterdam, de los concursos del cine de Budapest, del mar de Italia mi general, mire qué maravilla, las más bellas del mundo entero que él encontraba sentadas con una decencia de maestras de canto en la penumbra de la oficina, se desnudaban como artistas, se acostaban en el diván de peluche con las tiras del traje de baño impresas en negativo de fotografía sobre el pellejo tibio de melaza de oro, olían a dentífricos de mentol, a flores de frasco, acostadas junto al enorme buey de cemento que no quiso quitarse la ropa militar mientras yo trataba de alentarlo con mis recursos más caros hasta que él se cansó de padecer los apremios de aquella belleza alucinante de pescado muerto y le dije que ya estaba bien, hija, métete a monja, tan deprimido por su propia desidia que aquella noche al golpe de las ocho sorprendió a una de las mujeres encargadas de la ropa de los soldados y la derribó de un zarpazo sobre las bateas del lavadero a pesar de que ella trató de escapar con el recurso de susto de que hoy no puedo general, créamelo, estoy con el vampiro, pero él la volteó bocabajo en las tablas de lavar y la sembró al revés con un ímpetu bíblico que la pobre mujer sintió en el alma con el crujido de la muerte y resolló qué bárbaro general, usted ha debido estudiar para burro, y él se sintió más halagado con aquel gemido de dolor que con los ditirambos más frenéticos de sus aduladores de oficio y le asignó a la lavandera una pensión vitalicia para la educación de sus hijos, volvió a cantar después de tantos años cuando les daba el pienso a las vacas en los establos de ordeño, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, sin pensar en la muerte, porque ni aun en la última noche de su vida había de permitirse la flaqueza de pensar en algo que no fuera de sentido común, volvió a contar las vacas dos veces mientras cantaba eres la luz de mi sendero oscuro, eres mi estrella polar, y comprobó que faltaban cuatro, volvió al interior de la casa contando de paso las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba al ponerles encima las fundas de lienzo, cuarenta y ocho, puso fuego a las bostas diseminadas por las vacas durante el día desde el vestíbulo hasta la sala de audiencias, se acordó de una infancia remota que por primera vez era su propia imagen tiritando en el hielo del páramo y la imagen de su madre Bendición Alvarado que les arrebató a los buitres del muladar una tripa de carnero para el almuerzo, habían dado las once cuando recorrió otra vez la casa completa en sentido contrario alumbrándose con la lámpara mientras apagaba las luces hasta el vestíbulo, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales repetidos caminando con una lámpara en los espejos oscuros, vio una vaca despatarrada bocarriba en el fondo del espejo de la sala de música, vaca, vaca, dijo, estaba muerta, qué vaina, pasó por los dormitorios de la guardia para decirles que había una vaca muerta dentro de un espejo, ordenó que la saquen mañana temprano, sin falta, antes de que la casa se nos llene de gallinazos, ordenó, registrando con la luz las antiguas oficinas de la planta baja en busca de las otras vacas perdidas, eran tres, las buscó en los retretes, debajo de las mesas, dentro de cada uno de los espejos, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y sólo encontró una gallina echada bajo el mosquitero de punto rosado de una novicia de otros tiempos cuyo nombre había olvidado, tomó la cucharada de miel de abejas de antes de acostarse, volvió a poner el frasco en el escondite donde había uno de sus papelitos con la fecha de algún aniversario del insigne poeta Rubén Darío a quien Dios tenga en la silla más alta de su santo reino, volvió a enrollar el papelito y lo dejó en su sitio mientras rezaba de memoria la oración certera de padre y maestro mágico liróforo celeste que mantienes a flote los aeroplanos en el aire y los trasatlánticos en el mar, arrastrando sus grandes patas de desahuciado insomne a través de las últimas albas fugaces de amaneceres verdes de las vueltas del faro, oía los vientos en pena del mar que se fue, oía la música del ánima de una parranda de bodas en que estuvo a punto de morir por la espalda en un descuido de Dios, encontró una vaca extraviada y le cerró el paso sin tocarla, vaca, vaca, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas el pataco de luces de la ciudad sin mar en todas las ventanas, sintió el vapor caliente del misterio de sus entrañas, el arcano de su respiración unánime, la contempló veintitrés veces sin detenerse y padeció para siempre como siempre la incertidumbre del océano vasto e inescrutable del pueblo dormido con la mano en el corazón, se supo aborrecido por quienes más lo amaban, se sintió alumbrado con velas de santos, sintió su nombre invocado para enderezar la suerte de las parturientas y cambiar el destino de los moribundos, sintió su memoria exaltada por los mismos que maldecían a su madre cuando veían los ojos taciturnos, los labios tristes, la mano de novia pensativa detrás de los cristales de acero transparente de los tiempos remotos de la limusina sonámbula y besábamos la huella de su bota en el barro y le mandábamos conjuros para una mala muerte en las noches de calor cuando veíamos desde los patios las luces errantes en las ventanas sin alma de la casa civil, nadie nos quiere, suspiró, asomado al antiguo dormitorio de pajarera exangüe pintora de oropéndolas de su madre Bendición Alvarado con el cuerpo sembrado de verdín, que pase buena muerte, madre, le dijo, muy buena muerte, hijo, le contestó ella en la cripta, eran las doce en punto cuando colgó la lámpara en el dintel herido en las entrañas por la torcedura mortal de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ámbito en el mundo que el de su dolor, pasó los tres cerrojos del dormitorio por última vez, pasó los tres pestillos, las tres aldabas, padeció el holocausto final de la micción exigua en el excusado portátil, se tiró en el suelo pelado con el pantalón de manta cerril que usaba para estar en casa desde que puso término a las audiencias, con la camisa a rayas sin el cuello postizo y las pantuflas de inválido, se tiró bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y se durmió en el acto, pero a las dos y diez despertó con la mente varada y con la ropa embebida en un sudor pálido y tibio de vísperas de ciclón, quién vive, preguntó estremecido por la certidumbre de que alguien lo había llamado en el sueño con un nombre que no era el suyo, Nicanor, y otra vez, Nicanor, alguien que tenía la virtud de meterse en su cuarto sin quitar las aldabas porque entraba y salía cuando quería atravesando las paredes, y entonces la vio, era la muerte mi general, la suya, vestida con una túnica de harapos de fique de penitente, con el garabato de palo en la mano y el cráneo sembrado de retoños de algas sepulcrales y flores de tierra en la fisura de los huesos y los ojos arcaicos y atónitos en las cuencas descarnadas, y sólo cuando la vio de cuerpo entero comprendió que lo hubiera llamado Nicanor Nicanor que es el nombre con que la muerte nos conoce a todos los hombres en el instante de morir, pero él dijo que no, muerte, que todavía no era su hora, que había de ser durante el sueño en la penumbra de la oficina como estaba anunciado desde siempre en las aguas premonitorias de los lebrillos, pero ella replicó que no, general, ha sido aquí, descalzo y con la ropa de menesteroso que llevaba puesta, aunque los que encontraron el cuerpo habían de decir que fue en el suelo de la oficina con el uniforme de lienzo sin insignias y la espuela de oro en el talón izquierdo para no contrariar los augurios de sus pitonisas, había sido cuando menos lo quiso, cuando al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado que no era el suyo mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte pero era todo el amor mi general, donde usted mismo era apenas una visión incierta de unos ojos de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanilla de un tren, era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de nadie de un anciano sin destino que nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado[7].

En sus últimas reflexiones el patriarca llega a una conclusión paradójica: el poder es no contar efectivamente con esta disponibilidad inaudita, es imaginarse poderoso, es caer preso de sus redes y rejas, que terminan convirtiendo a la encarnación simbólica del poder en un cautivo de este espacio estriado. El general dice, hablando con su madre muerta, que de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder. El poder es una quimera que atrapa a perseguidores y perseguidos, gobernantes y gobernados, dominantes y dominados. Lo único que queda después de su conquista son las cenizas, los cadáveres dispersos, la desolación inmensa esparcida por el mismo fragor de la batalla.

El desenlace de El otoño del patriarca es el mismo anunciado en todos los capítulos, la soledad inmensa del que encarna simbólicamente el poder, atrapado por las redes tendidas pos su propios colaboradores obedientes. Quienes al querer cubrirlo de todo, al ocultarle lo que verdaderamente acaece, al querer protegerlo más allá de toda desilusión, terminan convirtiéndose en sus carceleros. El símbolo del poder sólo sirve como símbolo, estorba como cuerpo real; cuando el cuerpo real pretende volver a sus antiguas andanzas de gloria lo mejor es impedírselo, pues la historia no se repite, ni siquiera como farsa; lo que ocurre es lo que parece la segunda vez no es más que el crepúsculo, en contraste con el alba. Se puede montar toda una simulación para convencer al dictador de la permanencia de su gloria; empero, esta simulación, engaña y atrapa incluso a sus colaboradores más pertinaces, a tal punto que ya no se sabe cuál es propaganda y cuál es el referente que se quiere ocultar. El poder es este desierto de desolación, a pesar de las luces de neón colocadas por las ciudades para convencer al pueblo de la marcha inexorable del desarrollo y del progreso. Lo único que le queda a la encarnación del poder es la desilusión por haber vivido alejado de lo único que quería y ansiaba, amor de verdad; lo único que le queda es el cuerpo decrépito y cansado dispuesto a morir. Sus recuerdos se le escapan, algunos quizás son retenidos por la ansiedad; empero, quizás afincados en la memoria de una manera deformada.

La metáfora histórica y la historia metafórica relatada en El otoño del patriarca es una interpretación intensa y condensada en las alegorías simbólicas de los entramados de los recorridos sociales de Abya Yala, llamada América latina y el Caribe. Alegorías simbólicas dibujadas y pintadas con los colores pasionales de los pueblos, por sus mezclas dinámicas, sus singularidades ancestrales persistentes, sus desplazamientos causados por la vorágine de la desposesión conmensurable del cataclismo inventado por los hombres, cataclismo llamado capitalismo. Alegorías simbólicas voluminosas cuyas expresiones culturales interpretan en las danzas, las canciones, la modulación transgresora de los cuerpos, las narrativas populares, las narrativas trasgresoras de escritores insomnes. El otoño del patriarca es un efluvio afectivo, imaginativo, de una racionalidad abigarrada, que busca descifrar la voluptuosidad de las composiciones sociales intempestivas de seres apasionados por sus espesores territoriales, por sus corrientes acuáticas, por sus bosques y selvas inmensas, que hacen como entramado ecológico de narrativas vitales, narrativas descifradas por las brujas y chamanes. Ante esta potencia creativa vital de los seres, las pretensiones del poder son miserables, además de contradictorias e impotentes.

La metáfora del despojamiento y la desposesión más expresiva es aquella cuando los gringos se llevaron el mar cobrándose la deuda externa no pagada. Se llevaron el mar con todo, con toda su biodiversidad, con todas sus corrientes de peces y sus poblaciones de camarones, que creen que sirven sólo para comérselos, es decir sólo sirven para el comercio. Se llevaron las imágenes reflejadas en sus aguas, también los recuerdos y nostalgias navegantes fantásticas de la mar. Después de esta expropiación del mar quedaron los cráteres lunares erosionados ante la mirada impávida de los habitantes de la costa. Esta es una metáfora fuerte y alucinante que simboliza todo lo que se llevaron de nuestras tierras, todo lo que consideran que son recursos naturales, materias primas para la industria. En la historia larga de estos despojamientos y desposesiones los estados, los gobiernos, los gobernantes, jugaron un papel, en la mayoría de los casos, cómplice con esta extracción descarada de la naturaleza. El personaje simbólico de la novela, el patriarca, asiste a la emergencia de una reveladora convicción: de nada ha servido todo lo que se ha hecho para permanecer en el poder, al final, los que verdaderamente mandan se llevaron el mar; sacrificio imperdonable.

Si hablamos de desenlaces de la trama, nos encontramos con que amigos y enemigos, antiguos y nuevos, nacionales y extranjeros, todos se juntaron y acordaron, como nunca antes, una vez muerto el patriarca, el reparto del botín. El poder, la reproducción del poder seguiría su curso, contra todo pronóstico apocalíptico, que no imaginaba un más allá de lo que había conformado el paso de elefante del patriarca, ese horizonte cíclico del Estado encarnado en el símbolo del caudillo. El caudillo no era más que un símbolo, válido en las valoraciones imaginarias; en la historia efectiva la mecánica de las fuerzas condiciona inexorablemente la marcha turbulenta de los eventos. Aunque fuesen tomados en su dramatismo, aunque fuesen leídos en los códigos políticos oficiales, aunque fuesen interpretados como condena en la cosmovisión fatalista del imaginario mesiánico de los pueblos, el tejido de los sucesos, de los eventos, de los hechos, acaecían respondiendo a la mecánica física de las fuerzas. Entonces, una es la historia imaginada, otra es la historia efectiva.

Hipótesis literario-políticas

1. La metáfora es la matriz de las simbolizaciones, de las significaciones, de las imaginaciones estéticas, de las conceptualizaciones. La metáfora estalla en el entrelazamiento de las formas, los contenidos y las expresiones de los cuerpos.

2. La racionalidad emerge en esta convulsión analógica, cuando se reflexiona sobre el acontecer de las formas.

3. El recurso a la metáfora, por parte de las sociedades humanas al constituir sus culturas, es una acción política, en el sentido del juego de las voluntades interviniendo en la invención y transformación de los mundos.

4. La narrativa viene a ser la conformación de tramas figúrales, que hacen de memoria reflexiva, memoria interpretativa, componiendo explicaciones orientadores en los recorridos creativos de la potencia social.

5. Cuando la novela dibuja al anti-héroe, escapando de los mitos de la epopeya, da comienzo a una crítica integral, crítica que no disocia la transgresión corporal de la deconstrucción demoledora de los mitos modernos, entre ellos los paradigmas y modelos teóricos.

6. El otoño del patriarca es una crítica del poder desde la crítica integral de las narrativas literarias.

[1] Gabriel García Márquez: El Otoño del Patriarca. Editorial La Oveja Negra. Bogotá 1980.

[2] Paul Ricoeur: Tiempo y narración. El tiempo narrado. Tomo III. Siglo XXI; México.

[3] Ibídem.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

Raúl Prada Alcoreza
Comuna

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