Tierra y agua, fijación y fluidez
Raúl Prada Alcoreza
Volviendo a la discusión sobre El Atlántico negro, tenemos que anotar que si algo falta al maravilloso libro de Paul Gilroy no es tanto los otros Atlánticos, sino el contraste con los continentes de tierra. No es solamente agua, también es tierra; no es solamente fluidez y navegación, como metáforas de la modernidad, sino también fijación y sedentarismo. El contraste se da entre el Atlántico, como territorio acuático, y los continentes, como océanos terrestres. La modernidad no solamente es el entrelazamiento de rutas marítimas, las interrelaciones interculturales, los flujos de líneas de fuga, el parecido acuático al espacio liso, en contraste al espacio estriado terrestre; también es la cartografía recurrente de asentamientos, las fijaciones culturales, las máquinas de captura afincadas en la tierra, el parecido geológico al espacio estriado, a las sedimentaciones fosilizadas. El acontecimiento de la modernidad es paradójico.
No solamente se trata de saber qué pasa en los barcos, sino también qué pasa en las ciudades; no solamente saber qué pasa en los puertos, sino también qué pasa en el interior de los continentes; no solamente saber qué pasa en los viajes, sino también que pasa en las residencias. No se puede terminar de comprender el Atlántico, como centro del sistema-mundo capitalista hasta el siglo XX, sino se comprenden los continentes, como ecologías sociales, como ecologías biodiversas, como geologías de yacimientos. En estos contrastes se puede explicar tanto el sedentarismo de las ciudades como sus propias transformaciones; se puede explicar el conservadurismo secular del poder como sus demoliciones por insurrecciones iluministas. Hay que estudiar y analizar las paradojas de la modernidad.
La modernidad es conservadora y rebelde a la vez, es colonial y liberadora a la vez, es poder y potencia a la vez. Si se quiere, es la contradicción misma llevada a la quinta potencia. Jugando con la metáfora de Marx en el Manifiesto comunista, el capitalismo abole las civilizaciones anteriores e instaura una modernidad disolvente, cuando todo lo sólido se desvanece en el aire, podemos decir que también el capitalismo vuelve a reunir los fragmentos de las civilizaciones destruidas, las ata a su propio naufragio, buscando salvarse en la historia de las civilizaciones. Se ilusiona con el fin de la historia, donde la modernidad sería la última civilización, la civilización acabada, la civilización plena, la civilización lograda. De esta manera, la civilización disolvente termina afincándose como las otras civilizaciones, estratificándose, sedimentándose, solidificándose como geología impenetrable, resistiendo al deterioro del tiempo. Por eso, el modo de producción capitalista, que no requiere, en verdad de Estado, recurre al Estado, invención oriental, para detener su propia muerte anunciada, desde sus primeros pasos descalzos, hasta sus carreras veloces sobre ruedas, sobre rieles, en el aire. Por eso, el modo de producción de la valorización abstracta, que, en verdad, no requiere de la mediación de la burguesía, clase propietaria, reestablece las clases dominantes en la figura de propietarios de medios de producción. Este es el lado conservador de la modernidad. Por eso, la cultura oficial del Estado, busca capturar la cultura como expresión de resistencias, creando campos gravitatorios centrando núcleos de valores universales, valores eternos, valores sustanciales, que se oponen a la transvaloración desatada, como si la consciencia pudiera oponerse efectivamente al cuerpo.
Se puede explicar entonces que se hayan dado los fundamentalismos religiosos, los etnocentrismos nacionales, los centrismos clasistas, los centrismos de las fraternidades masculinas; responden “ideológicamente” a estas fijaciones, a estos sedentarismos, a estas estratificaciones y sedimentaciones geológicas de las instituciones; en definitiva, responden a la paranoia del poder. Ciertamente, hay como dos clases de centrismos, simplificando un poco; por un lado están los centrismos conservadores, reconocidos por su defensa de las tradicionales instituciones de dominación, que llaman instituciones del orden; por otro lado, están los centrismos que se reclaman interpeladores, denunciativos, “revolucionarios”. Sin embargo, ambos centrismos comparten eso, los mapas imaginarios centrados, las cartografías con centros como núcleos y ordenadores. Ambos centrismos, el de “derecha” e “izquierda”, usando el esquema acostumbrado, son conservadores, pues apuestan al sedentarismo, a la residencia, a los valores universales; en definitiva, apuestan al poder como recurso, para detener lo que consideran caos, cuando es potencia, o para impulsar el cambio, cuando es retorno a lo mismo por otros caminos.
No es muy difícil entender cómo a fines del siglo XX y principios del siglo XXI las dos versiones céntricas, sustancialistas, “ideológicas”, se hayan aproximado sin diferenciarse mucho; mostrando claramente sus analogías, a pesar de la diferencia de sus discursos. Defienden el poder; la diferencia es que unos dicen que lo hacen defendiendo la libertad, en tanto que los otros dicen que lo hacen defendiendo la justicia. El problema es que el poder suspende la libertad, a pesar de su formalización normativa, reducida a libertad de mercado, libertad de empresa o competencia; el problema es que el poder suspende la justicia, a pesar de su institucionalización “socialista”, reducida a justicia estatal; justicia interpretada por juristas, justicia aplicada por el partido. El poder no es garantía de nada, ni de la libertad, ni de la justicia; el poder contiene su propio proyecto; este es el de la dominación y el control, que puede adquirir las formas dúctiles de la simulación. La libertad es un enunciado de legitimación, así como lo es la justicia; forma parte de la retórica convincente.
El problema radica en que esta retórica es efectiva, convence a las mayorías, dependiendo de los contextos, los periodos, las condiciones y las circunstancias históricas. Las mayorías creen que la malla institucional garantiza la libertad, creen que la malla institucional realiza la justicia, cuando lo único que se realiza es la reproducción del poder. Se contentan con beneficios monetarios, como efecto del crecimiento económico, que es parte de la metafísica estadística; se contentan con beneficios sociales, relativos a la salud, a la educación, al trabajo, que forman parte de las relaciones clientelares tejidas por el Estado; cuando estos son derechos y no dádivas patriarcales, como pretenden los políticos celosos oficialistas. Renuncian a su libertad por una ilusión, pues no es otra cosa la renuncia a la autonomía, al autogobierno y a la autodeterminación; renuncian a los bienes comunes, a lo común, que forma parte de la herencia de la vida misma; pues no es otra cosa la renuncia al acceso directo a los bienes comunes, a lo común, esperando del Estado el cumplimiento de los derechos.
El secreto del poder se basa en este deseo popular del poder, deseo del amo, deseo de ser amo, deseo de afecto del patriarca. Ahí radica la complicidad entre gobernantes y gobernados, cuando éstos últimos aceptan delegar sus voluntades a sus representantes. No hay dominación sin cómplices, sin colaboradores; las dominaciones no se dan sin aceptaciones, por más enredadas que sean. El poder afinca su edificación en estas relaciones sado-masoquistas entre gobernantes y gobernados.
No basta decir que los centrismos, sustancialismos, esencialismos, fundamentalismos, son conservadores, que no pueden atender el anhelo emancipativo y las practicas inventivas, las líneas de fuga, de la gente involucrada en los entrelazamientos interculturales; es menester explicar por qué y cómo se dan estos centrismos. Comprender sus estrategias centrípetas, sus arquitecturas fortalezas, para poder no solamente interpelarlas sino de-construirlas y desplazarlas, colocándolas donde ellas corresponden, al museo de curiosidades de las historias de las instituciones sociales.
Ahora bien, la tierra y el agua no solamente están separadas, como el mar y los continentes, no solamente se tocan en las orillas y en los bordes, invadiendo las olas la playa, golpeando las olas las rocas, sino también el agua está dentro de los continentes. Baja desde las cordilleras nevadas; sus corrientes fluyen copiosamente, de manera turbulenta, cristalina y ansiosa de resbalar, dejándose llevar por la gravedad, en caídas traviesas de las aguas dulces. El agua se encuentra en los subterráneos, recorriendo las interioridades rocosas de la tierra; también desemboca en lagos y lagunas. Los ríos, que crecen, en la medida que baja y juntan afluentes, desembocan en el mar. El agua sube, evaporándose a los cielos, se forman nubes, empujadas por los vientos; cuando se juntan, cubren el cielo de una capa blanca espumosa, que parece deslizarse como algodón gigantesco, formando figuras caprichosas. Cuando se cargan demasiado, se desatan tormentas; llueve torrencialmente, mojando la piel de la tierra. Tierra y agua se mezclan, se inter-penetran. Todas las fronteras vuelven a disolverse.
Como se puede ver, también en los continentes se producen flujos de fluidos, flujos licuados, movimientos de corrientes acuosas; en los continentes también el agua viaja, acariciando el cuerpo rugoso de geografías expandidas como canción pasional. El agua no es la única que viaja; también lo hacen las corrientes de aire; las aves y los animales, los humanos se trasladan; las plantas también lo hacen, aunque de una manera imperceptible, en tiempos prologados. La impresión de que en los continentes prepondera la fijación, el afincamiento y el sedentarismo, no era más que una impresión; que ante una mirada más atenta se desvanece. Todo está en movimiento.
Las sociedades humanas están atravesadas por múltiples movimientos de toda clase, de todo tamaño, a toda escala. Las sociedades no están quietas, se agitan, no dejan nada en su sitio; mas bien, el cambio constante de lugar es el espacio-tiempo que recorren, mas bien, es el espacio-tiempo el que recorre, trasladando a los humanos en un viaje sin retorno. Hay que ampliar las metáforas de Gilroy para ser consecuentes con su intuición. Las corrientes marinas fueron aprovechadas para trasladar las embarcaciones, las que se construyeron por movimientos técnicos, movimientos de humanos, movimientos de saberes, movimientos de recursos. Los viajes marítimos son la continuidad de viajes terrestres y viceversa. Las sociedades no detienen sus dinámicas moleculares; es el Estado el que pretende una representación del mundo detenido, mundo inmovilizado por las mallas institucionales, que terminan de rodearlo, capturándolo, induciendo un comportamiento obediente al delirio de orden del poder. Este es el sueño imposible del poder. A pesar de sus leyes inmóviles, de sus normas quietas, de sus valores anclados, de sus conceptos universales, pretendidamente verdaderos, el mundo en devenir no se detiene ni obedece al poder.
Entonces el entrelazamiento intercultural, el entrelazamiento ecológico, del que habla Gilroy, no solamente se da en el océano, también en los continentes. La alteratividad es inherente a los ciclos vitales. La invención institucional de lo contrario, de las estructuras afincadas, sostenedoras de monumentos que afrontan al tiempo, esperando vencerlo, es esfuerzo descomunal y violento de las máquinas de captura por imponer la obediencia a sus órdenes. Órdenes, que por cierto, se reducen a lo siguiente: obedece las órdenes pues ellas vienen desde tiempos remotos, ellas, las órdenes, saben lo que nosotros no sabemos, las instituciones guardan los secretos que a nosotros se nos esconden, ellas, las instituciones y las órdenes son el fin supremo de las sociedades. Estos enunciados son como las cáscaras de frutas, que muestran su superficie, como si cubrieran algo, la pulpa de las frutas, pulpa que habría desaparecido. Estos enunciados solamente son la pretensión de que dicen algo, cuando no dicen nada, la pretensión de que cubren algo, cuando lo único que esconden es su propio vacío.
Lo único inmóvil son las instituciones y su figura imaginaria, el Estado, fuera, claro está, de las “ideologías”, que acompañan a esta simulación. “Ideologías” repetitivas de la misma retórica, la promesa de la tierra prometida, se diga de una manera o de otra. Sea a través del discurso religioso, sea a través del discurso milenarista, sea a través del discurso burocrático, menos ingenioso, que pide austeridad para ser compensada después, sea por medio de convocatorias altisonantes de la “revolución”, cuando lo que se hace es de investir al mismo Estado con la ropa de antiguos héroes “revolucionarios” o, lo que es peor, con símbolos y signos de la “revolución”, “revolución” que no pasa de eso, del discurso.
Las sociedades no han dejado de cruzar las fronteras inventadas por los Estado-nación, no han dejado de entrelazarse, de tejer comunicaciones entre ellas, no han dejado de extender sus entramados por toda el orbe. El problema es que esta bullente, proliferante y cíclica vida, nos es reconocida por la institucionalidad estatal, que lo único que reconocen son leyes, que emergen de violencias iniciales; leyes que pretenden ordenar, normar, legislar, la complejidad de la vida, incluso solamente humana. ¿Cómo han terminado las sociedades usando estas herramientas tan simple y elementales, recursos tan limitados, para atender la complejidad?
En realidad, las leyes no norman la vida, no podrían hacerlo; norman la continuidad de la violencia por las filigranas de la paz. La leyes continúan las violencias iniciales, difiriéndolas, cristalizándolas en hábitos y habitus, sobre todo en habitus sociales, cuando el poder se internaliza en subjetividades, induciendo comportamientos, cristalizándolas en reglas. Leyes, normas, reglas, que sólo se obedecen porque los edificios, los aparatos, las edificaciones y las maquinarias del poder ocupan estratégicamente los territorios, controlando parte de los movimientos que se dan. Las superficies de los espesores ecológicos se encuentran ocupados, invadidos, por estas maquinarias, por estas mallas cartográficas, que estrían el espacio y cronometran el tiempo.
Nada sería esta ocupación, no tendría efectos, pues se inscribe en las superficies ecologías y de los cuerpos; sin embargo, el problema se encuentra en que las mentalidades están convencidas de la retórica del poder. El fetichismo del poder es asumido como realidad, sinónimo de complejidad. El poder no solamente se ha inscrito en la superficie de los cuerpos como historia política, no solamente se ha internalizado en subjetividades, sino también se ha constituido en las mentalidades. Las mismas que aceptan las representaciones y las narratividades del poder como tramas de la llamada realidad. Mentalidades que han sido educadas en el campo escolar, extendido por el Estado. Si bien, las mentalidades no se reducen a la pasividad, recepcionando la educación heredada, si bien, al contrario, también actúan, afectan, se comportan como fuerzas resistentes, no siempre prepondera la labor de sospecha, de crítica, la iniciativa y la invención. La sistemática intervención institucional en toda la cobertura de la sociedad, la persistencia diaria de sus formaciones, de las técnicas de modulación, técnicas disciplinarias, también no-disciplinarias, de control, incluso de simulación de aperturas y tolerancias, crea redes solidas de dependencia.
La colonización del poder es múltiple, coloniza los cuerpos; en este sentido es propiamente colonización interna, de los espesores del cuerpo que logra atravesar; colonización interna, en la medida que el Estado-nación, independiente, es el encargado de continuar con la geopolítica colonial, una vez expulsada la administración colonial; colonización abierta de conglomerados de cuerpos, por sus efectos de masa, por el bio-poder; colonización de territorios y eco-sistemas por la búsqueda y el empeño a su subordinación al modo de producción capitalista; modo de producción que tiene en su base el extractivismo expansivo, intensivo, contaminador, depredador y destructivo. La colonización mantiene la geopolítica racial, solo que ahora, en la contemporaneidad, encubierta por las políticas liberales multiculturales.
Pareciera que el poder avanza, se transforma, evoluciona, usando este término metafóricamente, que tiene la ventaja de sus sistematicidad, de sus técnicas, de sus sofisticadas mallas institucionales, acompañadas por descomunales ejércitos, armados por armas de destrucción masiva; sin embargo, este avance es en la superficie de los espesores ecológicos y de los cuerpos. El poder se mueve en el plano, mientras la vida, por lo menos es voluminosa, si no consideramos otras dimensiones. En esta lucha contra las mallas institucionales, contra las instituciones imaginarias de la sociedad, contra las inscripciones en la superficie de los cuerpos, contra las internalizaciones en parte de los espesores del cuerpo, parece encontrarse una de las batallas estratégicas en el campo y espesor de las mentalidades, en la dinámica de las mentalidades. No se trata, por cierto, de una lucha “ideológica”, no es una lucha por las verdades ni por el sentido del mundo. Es una lucha en el terreno de la constitución de las mentalidades, entonces es una lucha material, usando este término metafóricamente, pero, también para hacer hincapié de que no se trata de una lucha discursiva, sino de una lucha por liberar en los cuerpos su potencia, de liberar a las mentes de habitus de pensamiento, usando el termino habitus no solamente para referirse a las conductas, a los comportamientos, incluso a las subjetividades, sino a los habitus de pensamiento, inoculados por las institucionalidades educativas de domesticación. Esta lucha por deshabitar de habitus a las mentalidades se efectúa en el ámbito de las prácticas y de las relaciones, también en el ámbito de las asociaciones y composiciones. La pedagogía emancipadora consiste en orientar a los cuerpos a liberar las asociaciones posibles, salir del esquema del tipo de asociaciones institucionalizadas; liberar las composiciones alternativas, escapar de la recurrencia a las composiciones formalizadas.