Agresiones contra estudiantes
Editorial de La Jornada
La irrupción de militares en las instalaciones de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila, con la supuesta intención de “identificar” estudiantes y docentes que se han movilizado por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, ocurrida en Iguala hace dos meses, coincidió en la fecha con el secuestro de Sandino Bucio, estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras, realizado ayer por presuntos agentes federales vestidos de civil en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria, con lujo de violencia y sin orden de detención alguna.
Antes de estos hechos se habían registrado ya otras agresiones y detenciones arbitrarias de estudiantes en el contexto de la estela de protestas por los sucesos del 26 y 27 de septiembre en Iguala: el pasado 15 de noviembre, el mismo día que policías ministeriales del Distrito Federal protagonizaron un tiroteo en la UNAM, fueron aprehendidos Bryan Reyes Rodríguez, estudiante de la Escuela Nacional de Música, y su compañera Jaqueline Santana; más adelante, en ocasión de la manifestación del 20 de noviembre por la jornada internacional de solidaridad con Ayotzinapa se efectuó un conjunto de detenciones y consignaciones cuestionadas que han dado lugar, a su vez, a más expresiones de protesta y a un recrudecimiento de la irritación social.
Tales hechos, en conjunto, dan cuenta de un círculo vicioso en el que la protesta en contra de una acción delictiva contra estudiantes cometida por efectivos del Estado deriva en nuevas acciones delictivas, cometidas por efectivos del Estado.
Más que de exhibiciones aisladas de un ejercicio del poder arbitrario, la suma de agresiones contra estudiantes y activistas da cuenta de un patrón en que la institucionalidad política, manifiestamente incapaz de cumplir con su función primordial de salvaguardar la vida y los derechos de las personas, se muestra en cambio proclive a criminalizar y perseguir diversas formas de protesta social, acaso como una forma de intimidar y disuadir la movilización, en un momento en que los múltiples descontentos ciudadanos –hasta hace poco desarticulados– han comenzado a converger en torno al rechazo a las desapariciones de normalistas.
Por desgracia, si en otras épocas los actos de persecución, criminalización y agresión contra estudiantes han motivado una respuesta solidaria de las autoridades de sus respectivas casas de estudio, en esta ocasión esas respuestas están pendientes. Hay que mencionar que la vulneración a la autonomía universitaria en Coahuila ameritó una respuesta enérgica de los rectores de las casas de estudio del país, reunidos ayer en Querétaro.
El pasado jueves, el presidente Enrique Peña Nieto dio a conocer un programa de acciones para garantizar “la justicia y el estado de derecho”, cuyo carácter ficticio e insustancial quedó de manifiesto con hechos como el de ayer. La exasperación social imperante tendría que desactivarse con acciones claras y eficientes para garantizar esos principios –empezando por dar con el paradero de los 43 normalistas que fueron capturados y desaparecidos por policías municipales de Iguala–. Las amenazas de recurrir a la violencia y las acciones intimidatorias y represivas, en cambio, no sólo no contribuye a calmar los ánimos sino que se convierten en un agravio adicional para una sociedad harta de la ineficiencia, la simulación, la omisión y el encubrimiento que han caracterizado a las reacciones oficiales.