29-11-2014
El aguacero empieza con una sola gota
Raúl Zibechi
La Jornada
Las grandes y profundas crisis, esas que suceden de tanto en tanto pero son parteaguas, pueden crear movimientos antisistémicos de larga duración, o sea, movimientos que no se agoten en movilizaciones que, por numerosas que sean, son necesariamente efímeras. Los movimientos, por el contrario, perduran, no se desvanecen con el paso del tiempo, son capaces de trascender coyunturas y adoptan un empuje propio que los lleva mucho más lejos de lo que pueden las inercias del momento.
Las crisis profundas rompen las barreras y los tabiques construidos por los de arriba para separar en compartimentos estancos a los diversos abajos, como forma de impedir la convergencia de las rebeldías. Sólo durante las crisis se producen esos desbordes que ponen en contacto movimientos nacidos en distintos periodos, entre diversos sectores de la sociedad, en geografías variadas y en dolores heterogéneos que, en esos precisos momentos, se reconocen y abrazan.
El 15 de noviembre los familiares y compañeros de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa acudieron al caracol Oventik para reunirse con el EZLN, como parte de las caravanas que recorren el país. En los momentos de mayor dolor, fueron en busca de sus iguales, donde encontraron escucha y respeto. “Fuimos nosotros los que los buscamos porque conocemos su posición política y sus formas de trabajo”, dijeron.
Siento que las palabras de la comandancia general en la voz del subcomandante insurgente Moisés merecen ser leídas cuidadosamente, porque nacen del corazón de uno de los más trascendentes movimientos contemporáneos. Resumen la sabiduría colectiva acumulada durante tres décadas por los rebeldes chiapanecos que, a su vez, encarnan cinco siglos de resistencias contra la dominación colonial y el más consistente empeño por crear un mundo nuevo.
Las palabras de la comandancia ya están siendo debatidas por colectivos en muchos lugares del mundo. Tres cuestiones me parece necesario destacar, aunque es seguro que los miles que las discutan encontrarán más y mejores argumentos en el texto zapatista.
El dolor y la rabia, convertidos en dignidad activa, crean los movimientos. Son el núcleo “que echó a andar todo”, dijo Moisés. Rabia, rebeldía y resistencia que contrastan con los debates sobre tácticas y estrategias, programas, métodos de lucha y, por supuesto, quién o quiénes dirigen. Esto es lo primero. Sin esto, no hay nada, por más elucubraciones teóricas que se ensayen, por más discursos y análisis racionales que se elaboren. Las rebeliones, las revoluciones, los grandes movimientos, nacen de la rabia, motor de todas las luchas y las dignidades colectivas.
Es la rabia organizada, hecha dignidad, la que impide que los rebeldes terminen vendiéndose o claudicando, en un mundo donde el cálculo racional dice que lo mejor es adaptarse a la realidad, acomodarse lo más arriba que se pueda, porque vencer a los poderosos es casi imposible. Es la rabia (bronca, decimos en el sur) lo que puede hacernos traspasar el umbral de lo imposible; no el programa ni el lúcido análisis académico que, en todo caso, sirven a la rabia, pero nunca la sustituyen.
La segunda cuestión a destacar son esos maravillosos y sabios párrafos donde se desgrana la propia historia: el abandono de 99 de cada 100 de los que se acercaron en los momentos de euforia, hasta quedar sólo uno, una, precondición indispensable para que suceda “algo terrible y maravilloso”: descubrir que hay millones como ese uno, una. Esto es sabiduría rebelde, esa que sólo se puede aprender viviéndola. Quien no se ha quedado solo, sola, no puede descubrirse en otros y otras, no puede seguir adelante contra viento y marea. Es la historia del zapatismo.
Es la historia de Olga Arédez, Madre de Plaza de Mayo, que durante años dio vueltas a la plaza, sola, reclamando la aparición con vida de su esposo, ante la indiferencia de sus vecinos de Ledesma, un pueblo acobardado por la familia propietaria del ingenio azucarero. Cuánta dignidad había en su frágil cuerpo para seguir, en soledad, dando vueltas y vueltas a la plaza, hasta horadar el miedo de sus vecinos. Gracias a su terca persistencia fueron juzgados los dueños del ingenio Ledesma, que habían provocado apagones durante los cuales el ejército desapareció a 400 militantes sociales y políticos. El oligarca Carlos Pedro Blaquier, dueño del ingenio, fue procesado.
La tercera es el tiempo. “No será fácil”, dice Moisés. “No será rápido”. Lo fácil y rápido es crear un partido electoral, como recomiendan colonialmente algunos académicos decoloniales. Es el modo para que “las masas les abran el camino al poder”, como dice el comunicado leído en Oventik. No hay magia capaz de convertir la rabia en votos sin volverla mercancía, objeto intercambiable por otros objetos en el mercado de la política institucional. Manifestaciones a cambio de sillones; organizaciones enteras que se negocian por cargos, y así.
Sólo el tiempo tiene la capacidad de sedimentar las cosas. De hacer que los sobrevivientes de un ciclo de luchas se conecten con los que están iniciando nuevos combates. La historia de los de abajo está plagada de rebeliones y revoluciones. En ellas aparecen personas y colectivos que persisten más allá del momento, los militantes. Entre ellos, y eso también nos lo enseña la historia, se reclutan a menudo los miembros de las nuevas élites o clases dominantes.
El desafío es que esos militantes no se vendan por un cargo ni bajen los brazos pero, también, que obedezcan al pueblo, que no se manden solos. Luego de un puñado de “revoluciones triunfantes” a lo largo de casi un siglo, este es un desafío mayor que seguimos enfrentando. De eso trata el texto de la comandancia. El zapatismo desafía la “ley de hierro de la oligarquía” de Robert Michels, que aseguraba que siempre gobernará una minoría, que toda organización se vuelve oligárquica.
Eso explica, de paso, por qué los políticos de arriba los odian y por qué los de abajo que resisten los toman como referencia.
Fuente: www.jornada.unam.mx/2014/11/28/index.php?section=opinion&article=029a1pol