La sencillez del espíritu
29 agosto, 2014
Vivimos en una sociedad donde la especialización extrema del conocimiento es tenida por totémica, ante la que postrarse para que se nos muestren los grandes hallazgos del universo. El encuadramiento y la división del conocimiento en cajones estancos, además de la mutilación del mismo paradigma cognitivo, incapaz ya de integrar vías de verdad complementarias, conducen a una deriva sobre las bases primarias del mundo, un despiste sobre el acuerdo tácito que mantenemos sobre nuestra existencia. La acumulación del saber es tenida por argumento de autoridad, relegando a un último plano la sabiduría, tal y como era concebida en otro tiempo, como acumulación de experiencias vitales y su posterior reflexión, sin necesidad de erudición o academicismo. Así, esa posible realidad común compartida, el sustrato mitológico que ordenaría la vida como experiencia compartida, no existe hoy día, pues la sociedad marcha hacia procedimientos mecánicos del saber racional sin lugar a otras vías de conocimiento. El mundo se hunde entre procedimientos extenuantes de laboratorio y descubrimientos químicos; bajo un mapa cartesiano se entrega el conocimiento parcelado y desmenuzado.
Así, cada uno hablando su propio lenguaje, es comprensible que casi ningún debate tenga solución dialéctica, no digamos práctica. Hemos perdido todo sentido ordenador de la existencia y ya nos creemos incluso ateos o agnósticos en esta maravillosa prisión de polvo y roca llegada del azar inescrutable llamada Tierra. Dios en el mundo aterra, porque todo principio axial ordenador viene a tumbar todos nuestros pequeños templos, pequeños dioses al estilo griego. El nihilismo resulta ser esa última consecuencia de la existencia a la deriva, la desconfianza sobre todo el proceso de la vida y la negación empecinada de un axis mundi, cualquiera que sea su nombre. En este último delirio colectivo, la mente no habita en paz, pues la desconfianza implica terror y actitud defensiva y hostil de forma permanente. Así es, la vida moderna contiene la consecuencia del marco social, a nivel individual, y las personas vivimos acosadas por pensamientos, dilemas y problemas sin solución; vivimos en una contradicción constante porque las herramientas que se nos han entregado no nos permiten despejar la densa niebla que provocan los excesos del conocimiento racional.
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Ante el sinsentido de las ciencias modernas, hay que elevar la sencillez como principio sustancial de la vida. La sencillez permite concretar lo adecuado de cada marco y disolver sus respectivas barreras; permite trazar puentes comunes y descubrir la verdad complementaria, parcial y no total de cada lugar. Pero, ¿qué sería la sencillez?
Cuando se habla de sencillez, como cualidad muy valorada por quienes desean trascender el mundo de las formas y deshacerse de los enredos de la realidad inmediata, a veces se dibuja la imagen de la mendicidad, la carestía, la austeridad y la escasez, en lo relativo a la apariencia y las pertenencias. La sencillez ha sido alabada por todas las tradiciones ascendentes (aquellas que pretenden una elevación sobre el mundo material para contemplar una realidad ordenadora superior), pues libera a la mente de las trifulcas de lo terrenal. Pero una lectura demasiado manida conduce a una búsqueda de la sencillez como manifestación corpórea; lleva a la persona a pretender ser sencilla, desvestirse de toda floritura, despojar todo incentivo material y transformarse en un árbol pelado. En cambio, aun en la soledad del cuerpo más perfecta, la mente puede estar, al mismo tiempo, embotada en un sinfín de pensamientos que alejan a la persona de una experiencia genuina de la sencillez del alma.
La sencillez del cuerpo proporciona una liberación del entorno material. En la negación del cuerpo hay mucha enseñanza, qué duda cabe. La privación, primero, fortalece la voluntad y engrosa el ánimo y el vigor de la persona ante la vida. El ayuno o la castidad siempre han sido objeto de estudio por las tradiciones religiosas, porque libera a la mente, momentáneamente, de la búsqueda terrenal. La comodidad del cuerpo también embota la mente y no permite descubrir los verdaderos límites fisiológicos, ante los cuales la reflexión sobre la vida es radicalmente distinta a la que produce la quietud del acomodamiento. Pero existe otro vector de la sencillez que no fija su objetivo en el cuerpo de forma primaria o exclusiva. Se trata de una traslación de la sencillez formal a lo que sería una sencillez del espíritu, una sencillez en la actitud y en la concepción integral del mundo.
La sencillez más brillante no es, pues, el esfuerzo por la escasez, entendida como austeridad pretendida, en lo relativo a la apariencia, las pertenencias o en definitiva la imagen que trasladamos al mundo. La sencillez más pura es un paradigma de conocimiento que previene a la mente de caer en debates superfluos sin salida posible. En la sencillez llegan la compasión y la humildad en el sentimiento y el conocer, pues quien es sencillo en su trato con las personas, no pretenderá nada con ellas más que ser; quien es sencillo en su conocer, no pretenderá alcanzar ninguna verdad axial, sencillamente gustará en permanecer conociendo sin descanso. 966145_10201460132449216_1975144890_o
Por tanto la sencillez no implica sólo un desapego formal de todo incentivo que sea considerado innecesario para la vida, sino que su máxima meta consiste en deshacerse de la necesidad misma de su uso. Se trata de una negación pasiva del entorno inmediato que nos impide ver un gran principio ordenador; todo lo que le sean añadidos, recovecos en el camino, no son negados y apartados sino recorridos bajo la resignación de saberse innecesarios. No se trata pues de prohibirse las cosas que hagan de nuestra estancia en el mundo seres complejos y disfrazados, sino de erradicar su necesidad y relacionarse con estos objetos y pensamientos con control, desde una perspectiva de arriba, siempre a sabiendas del peligro de las fauces de la tentación; pero siendo presente, aquí y ahora, y ejercer constantemente voluntad por mantenernos autónomos. La sencillez interna es mucho más importante que una desaforada carrera por aparentar austeridad o que afanarse por exponer al cuerpo a los límites de la necesidad fisiológica. En dichos límites hay mucha enseñanza, pero la sencillez, en tanto causa y consecuencia de la negación del ‘yo’, no es un objetivo a cumplir (en la rutinaria carrera del ego del ‘querer ser’) sino que es un estado perenne; no es una meta sino un camino. La sencillez interna no pretenderá negar el mundo sino que establece una jerarquía de prioridades, de forma que la estancia material es filtrada bajo una necesidad de tercer grado. Así, la vida fluye de forma integral ante nuestros ojos, pero éstos no se hacen estancos, ni a la fijación ascética por hacer de la sencillez una toga, ni a la imprudencia de reducir el mundo al placer de los sentidos. La sencillez es un principio ordenador que proporciona serenidad y apertura de conciencia; sólo una mente sencilla puede descansar en paz ante la comprensión de lo ininteligible, pues una mente compleja quedará extraviada en cuestiones demasiado hondas para arrojar luz.
La sencillez es, entonces, una consecuencia inevitable de la contemplación sin adjetivos, porque una vez conscientes del sustrato que subyace a toda manifestación de la existencia, una vez se empieza a inhalar la paz del silencio, se nos confirma que jamás llegaremos a ningún sitio por la senda de la arrogancia; se intuye, además, que nunca llegaremos a ningún sitio, pues no hay sitio al que llegar.