Liberación o decadencia
Raúl Prada Alcoreza
No se trata de una oposición, de una contradicción; la liberación no es opuesta a la decadencia. Se trata de experiencias distintas, como si correspondieran a mundos diferentes. Pero, ¿por qué plateamos como un dilema entre liberación o decadencia? Porque, aunque no son opuestos, tampoco contradictorios, si no nos encaminamos a la liberación, si no se opta por emanciparse de las dominaciones, no solo quedamos subordinados, dominados, reducidos a las nuevas formas de esclavización, por más edulcorantes que sean estas formas, sino que caemos en la decadencia.
Podemos considerar la decadencia como colapso social, como ocaso de una cultura, de una civilización, de una sociedad. Comienza con la declinación de las fuerzas que sostienen a la sociedad, a sus asociaciones y composiciones, sobre todo a sus instituciones. Se trata de un descenso de la vitalidad social, de la energía contenida y que circula, de una perdida irremediable de energía; se podría hablar hasta de una entropía. Estamos como ante un crepúsculo cultural, civilizatorio y social. La decadencia es un anuncio de la muerte de un sistema social. Estamos ante una inminente caída. Del decaimiento, del agotamiento, hemos pasado a la ruina, a la destrucción de las estructuras, composiciones e instituciones del sistema social. Una forma de sociedad, preponderante antes, se hunde. Cuando estos son los síntomas, estamos ante la caducidad del sistema social mismo; el sistema tiene dificultades para reproducirse; se degenera y termina por periclitar.
Por cierto, ésta es una interpretación trágica; es como una narrativa apocalíptica. Puede resultar hasta exagerada, pues, en la historia efectiva, las culturas, las civilizaciones, las sociedades, no desaparecen; subsisten, absorbidas por las nuevas formas culturales, las nuevas formas civilizatorias, el nuevo sistema social, que les otorga nuevos contenidos y nuevas expresiones. Empero, el tema y nuestra discusión no es si las sociedades, cultura y civilizaciones, desaparecen o no, sino cómo interpretar los síntomas de la decadencia.
Nuestra interpretación es distinta, no es trágica, tampoco dramática, es paradójica. De alguna manera, para ilustrar, el apogeo comparte con la decadencia los espacios de concurrencia de la sociedad; ésta tiene que optar, constantemente, entre rutas hacia el apogeo o rutas hacia la decadencia. La decadencia no es desorden, sino derrumbe, perdida de fuerzas y de energía, perdida de vitalidad. Se cae en la decadencia cuando se derrochan las fuerzas y energía. No se entienda este derroche como gasto sin retorno, al estilo de Georges Bataille, sino como diseminación. El gasto sin retorno del excedente es recuperado simbólicamente. En el caso de la decadencia no hay recuperación simbólica; hay pérdida sin valorización simbólica, hay pérdida sin interpretación social. ¿Se trata del sin sentido? No, pues hasta el sin sentido es interpretable; se trata de la falta de sentido, incluso de sin sentido. Es como lo que se pierde nunca hubiera existido. No deja huella de ninguna clase.
Se trata de una descomposición total, absoluta; de la descohesión completa. En otras palabras, de la perdida de relaciones. Entonces, ¿cómo puede subsistir la decadencia, en este desaparecer, en este hundimiento, si no hay relaciones? Hay que comprender que se trata de un transcurso de des-relacionamientos, de des-cohesiones, de des-composiciones. Llamemos a este estado o periodo de corrupción la manifestación de la putrefacción.
En este periodo preponderan los abalorios, la artificialidad, los montajes, la estridencia, la pantalla, la simulación vulgar y grotesca. Es como, al desaparecer, lo que se descompone, diera alaridos espantosos. Sin embargo, sabemos que estas son metáforas; ¿qué es lo que ocurre con la decadencia? No hablamos de la decadencia de un cuerpo, hablamos metafóricamente de la decadencia del Estado; institución imaginaria de la sociedad, asentada en la materialidad de mallas institucionales de la modernidad. Entonces hablamos de la decadencia institucional. ¿Cómo explicar esto, ya no desde la irradiación metafórica? Las instituciones no son cuerpos vivos, son, por así decirlo estructuras sociales construidas por asociación de mónadas, de individuos, de grupos, de colectivos, de clases sociales. Entonces la decadencia de las instituciones tiene que ver con la decadencia de las prácticas y de las relaciones de los que establecen las instituciones. Si se puede describir de esa manera, se trata del deterioro de las relaciones y prácticas sociales que sostienen las instituciones; en este caso, el Estado. ¿Cuándo se puede decir que se deterioran las relaciones y las prácticas? ¿Cuándo ya no cumplen plenamente sus funciones para las que han sido conformadas? ¿Se da como un desgaste en la medida que la recurrencia se repite en el tiempo? ¿Se vuelven anacrónicas respecto a los cambios de contexto? Estos son las preguntas a las que debemos primero responder.
El Estado-nación moderno ha sido conformado por la burguesía. Aunque sea el resultado de un campo de luchas, la clase social que le ha dado un perfil, una forma, un contenido y una expresión al Estado es la burguesía. La burguesía se presenta como clase universal, como representante de la nación, como expresión progresista de la sociedad, como perfil de la libertad y la democracia; sobre todo de las instituciones modernas que garantizan la libertad, la democracia y el libre funcionamiento de la economía. La “ideología” presenta al mundo burgués como el logro de la sociedad, de su evolución, de su desarrollo, de su progreso y su democracia. La burguesía no solo ha logrado el dominio, sino la hegemonía, pues las demás clases sociales se encuentran dentro de esta atmósfera “ideológica”; decodifican e interpretan el mundo a partir de esta “ideología”. Sin embargo, si bien la “ideología” convence, es una cultura, en la que participan todos, no puede sustituir a la materialidad de las prácticas, de las relaciones y las estructuras sociales.
Hablando en el lenguaje histórico-político, la guerra no ha terminado, no concluye con la última guerra, la revolución burguesa, no es el fin de la historia. La guerra persiste en la filigrana de la paz; esta guerra sorda, aunque estalla, intermitentemente, bulliciosa, es la lucha de clases. El nuevo pueblo conquistado, dominado y sometido a leyes que no son suyas, es el proletariado. Es un pueblo dentro del mismo pueblo de la nación y del Estado. Es el pueblo concreto que desgarra las pretensiones universales y homogéneas del pueblo abstracto o de las representaciones institucionales del pueblo. Entonces, en primer lugar, lo que se desgasta es la “ideología”; ya no puede encubrir la guerra en la filigrana de la paz.
Por otra parte, como no se trata de un solo país, una sola sociedad y un solo Estado-nación, sino de un mundo complejo, lleno de países, variados y diferentes, de sociedades plurales y de Estado-nación, aunque representados jurídica y políticamente como de la misma estructura institucional, son composiciones histórico-políticas diferentes. En este mundo, unos Estado-nación subordinan a otros Estado-nación, los someten, proyectan su geopolítica; primero, a escala regional, después a escala mundial. Estos Estado-nación dominantes es a lo que se ha llamado imperialismo. Entonces la “ideología” burguesa ha quedado corta ante la envergadura de temas, tópicos y problemas que tiene que atender y explicar. La “ideología” se expande, proponiendo nuevas narrativas; una de ellas es la historia universal. El imperialismo amplia la “ideología” con la narrativa de la tarea civilizatoria de los países desarrollados; ocupa países subdesarrollados, los subordina a sus órbitas económicas, de expansión e incremento de la acumulación de capital. Configura y conforma una geopolítica del sistema-mundo capitalista. La “ideología” imperialista acabada, después de varios devaneos y contingencias, es la del orden mundial, macro estructura transversal de las mallas institucionales mundiales, malla institucional de las instituciones multinacionales y los organismos internacionales, contando con Naciones Unidas, como la cúspide de este orden mundial. Se trata de un orden mundial que establece la relación democrática entre los Estado-nación.
Sin embargo, esta “ideología” imperialista tampoco hace desaparecer la guerra en la filigrana de la paz. La guerra no es ocultada, mas bien, es mostrada abiertamente, como guerras civilizatorias, como guerras justas, como guerras en defensa de la democracia, de las instituciones modernas, de los derechos democráticos, de los derechos humanos, de la paz. El problema aparece evidenciado, en su distorsión, cuando en los Estado-nación subalternos los gobiernos asumen esta “ideología”. Las contradicciones y los contrastes son evidentes. La “ideología” se hace trizas, es interpelada por los pueblos colonizados, los pueblos sometidos y subordinados. La guerra reaparece como guerra antiimperialista; su antecedente es la guerra anticolonial. La guerra antimperialista contiene, en su historia efectiva, la guerra anticolonial. Asistimos a un nuevo desgaste de la “ideología”, en su versión imperialista.
Como la “ideología” no funciona de por sí, requiere que se la haga funcionar; los dispositivos y engranajes son las instituciones, los discursos institucionales, los Estado-nación, podemos decir, que también se desgastan estos discursos, estas instituciones, estos Estado-nación, pues, si bien, sostienen el funcionamiento de la “ideología”, este sostenimiento queda anacrónico, insuficiente, superado por la complejidad de las contingencias de la lucha de clases, de la guerra anticolonial y antiimperialista. El desgaste del que hablamos se muestra en su desmesura exhaustiva. La persistencias en una “ideología”, inútil e inservible ya, muestra patéticamente los síntomas de la decadencia.
El problema “ideológico” reaparece después, a pesar de las guerras de la independencia, de la independencia nacional, de la liberación nacional, incluso de las revoluciones socialistas, la “ideología” se vuelve a extender, a amplificar, a complejizar abigarradamente. El discurso socialista pretende haber superado la “ideología” burguesa construyendo una “ideología” socialista. Ya no es la burguesía la representante universal de la sociedad sino la burocracia del Estado socialista. La “ideología” es “ideología” porque es representación, sustituye al mundo efectivo por las representaciones institucionales; después porque pretende no ser representación sino la verdad del mundo, la verdad descarnada del mundo, la ciencia positiva, la descripción del mundo tal como es. La “ideología” es “ideología” porque encubre dominaciones; de la dominación de la burguesía se ha pasado a la dominación de la burocracia.
Actualmente los llamados gobiernos progresistas pretenden ampliar la extensión de la “ideología”. Dicen que son los dispositivos estatales del socialismo del siglo XXI, que habría superado los errores y las contradicciones del socialismo real del siglo XX. Sin embargo, mantiene toscamente a dos clases sociales con pretensiones universales, la burguesía y la burocracia. Se hace doblemente evidente la insuficiencia de la “ideología”. Se refuerza doblemente la decadencia. Los comportamientos decadentes aparecen en sus dobles guiones y narrativas, la narrativa burguesa y la narrativa burocrática. Se cae doblemente en la corrosión y corrupción, que son como los desbordes escandalosos de estas excedencias de lo incongruente.
¿Cómo salir de la decadencia? Hay que salir de la “ideología”, de sus ampliaciones ad hoc y abigarradas. Lo que equivale a decir también salir de las dominaciones polimorfas, de sus cristalizaciones institucionales. Esto implica llevar a término las emancipaciones múltiples, en la consecución de las liberaciones múltiples. En vez de “ideología” recuperar la capacidad de la imaginación radical y del imaginario radical. En vez de instituciones fosilizadas, instituciones plásticas, flexibles y desechables, sirviendo como herramientas para solucionar problemas; no, como ahora, cuando las instituciones, el Estado, se han convertido en problema, el problema mayúsculo que atenta contra la sobrevivencia humana.