Mi(s) duelo(s) en comunidad: redes que sostienen la fragilidad de la vida
JOANA GARCÍA GRENZNER
15/05/15 · 7:15
Diagonal
El pasado 15 de abril la vida me dio un zarpazo: mi padre, Agustín García Tirado, murió en su taller de Madrid, sin sufrir, pocos días después de cumplir los 76 años, haciendo lo que más le gustaba, ganarse la vida con su artesanía, amasando belleza y memoria con la madera desde hace casi 40 años. Aún recuerdo nuestra última conversación, y la ilusión que rezumaban sus palabras mientras me decía: “¡parece que lo del trabajo se concreta!”. Con una pensión no contributiva de 630 euros y pagando 300 de alquiler, mi padre surfeaba el ajuste estructural como antes surfeó la crisis perenne que masticamos las que nacimos, crecimos y moriremos abajo y a la izquierda: tirando de apoyos familiares y préstamos de bancos tan gentiles que permiten hipotecarse a los jubilados hasta el último de sus días.
Nacemos y vivimos en mundo donde hasta morirse sale caro, donde después de que tus mayores se marchen sin tener vacaciones (Calle 13 dixit), casi tienes que felicitarte por no tener que organizar el funeral, sufragado por tu familia, que ha pagado a una aseguradora durante décadas, aunque su agente representante no te dé ni el pésame en el primer contacto, o que, cuando aún pugnas para conseguir el dichoso certificado de defunción para demostrar que tu padre ha muerto, Movistar te ofrezca quedarte con su número de teléfono para no tener que pagar el cargo de permanencia del móvil táctil que le colocaron dos meses antes de marcharse donde no hay cobertura. Hay que reírse, por no buscarse la ruina, y porque la muerte, ya se sabe, revela la cara más inhumana de los ganadores del conflicto entre capital y vida; pero también, y por suerte, las facetas más humanas y tiernas de las personas que saben estar en las despedidas: las imprescindibles, las que importan y hacen que la vida valga la alegría frente a la pena y la inmundicia, con las que construimos una y mil victorias cotidianas.
Sólo quienes conocen y palpan a fondo su fragilidad pueden multiplicar su fuerza y su potencia transformadora
Mi padre decía que la suerte es que un duelo sea una fiesta. Me lo enseñó hace nueve años, en Sants (Barcelona) mientras despedíamos a mi madre, Mercè Grenzner Fonoll, en una comida llena de magia de la que se respira cuando se van las grandes personas. Al calor de una mesa, nos acompañábamos muchas personas que lucharon contra el franquismo y la transacción memocrática y otras que, recogiendo su legado, construimos los centros sociales okupados, los nuevos movimientos sociales, los feminismos autónomos, y la autonomía organizada en proyectos como la cooperativa La Ciutat Invisible, que mi madre impulsó mientras recuperaba nuestra memoria cercana y lejana en el Centre de Documentació de Moviments Socials. Allí empecé a aprender que la suerte también es que un duelo sea un ejercicio de amor y trabajo colectivos.
Mi madre y mi padre me transmitieron la conciencia de clase, género y etnia que te enseña a bailar la rumba de los que se levantan después de arrastrarse, como nos enseñó el gran Gato Pérez, a convertir las dificultades en abono para crecer y a comprender que sólo quienes conocen y palpan a fondo su fragilidad pueden multiplicar su fuerza y su potencia transformadora. Pero sobre todo, la herencia más importante de las personas que me trajeron al mundo ha sido enseñarme a generar la mayor riqueza: las redes que sostienen la vida en los momentos de muerte, desgracia y adversidad, la comunidad que nos ayuda a hacer frente a la guerra sin balas que nos ataca cada día. La misma guerra que a ellos les causó heridas y cicatrices de por vida, marcadas a fuego por las hordas fascistas del patriarcado nacionalcatólico, en su vertiente catalana y española; por el ‘quítate tú pa ponerme yo’ y por el espejismo de crecimiento económico despiadado, basado en la destrucción de la economía informal, a golpe de persecución policial de las y los artesanos que –como mi padre– poblaban calles y plazas como la de Santa Ana en Madrid, y en el motor económico del ladrillo corrupto y los desahucios destrozavidas que ellos no pudieron parar en su día. Esa guerra que sólo podemos ganar ramificando y reforzando las redes que sostienen nuestras vidas, que únicamente son posibles en relación, en interdependencia.
Por eso soy feminista, anticapitalista y antirracista, y sé que la revolución es poner la vida en el centro, no sólo en los momentos luminosos, sino, y sobre todo, en los sombríos, fuera de focos y flashes y postureos varios. La revolución es que, cuando tu casa familiar desaparece, se convierta en decenas de casas de amigas y amigos que son familia de la sana y escogida; es que los amores de tu vida, tus amigas y amigos y los de tu padre, tu hermana, tu compañero, te ayuden a desmontar un taller con décadas de vida en las espaldas, acompañen ese viaje necesario a tus orígenes con comidas y masajes y risas y paseos que alivian la pena y te ayuden con ésa y mil mudanzas para seguir camino; es que su vecina y compañera de trabajo herede buena parte de su taller para que éste fructifique; es repartir la ropa, los muebles, los libros, las herramientas de tu padre entre centros sociales y librerías de mercados cooperativos de Madrid y Barcelona; es regalar su artesanía y sus poemas a tu gente, para que su memoria se reparta y sea fecunda; es que tu gente te acompañe en los necesarios rituales de despedida, y sepa hacerlo; es que el whatsapp y el mail sirvan para que cientos de personas te abracen con palabras desde todo el mundo sin esperar respuesta; es que en Diagonal, La Directa y otros proyectos que has contribuido a impulsar se solidaricen contigo en tu dolor; es que en tus dos trabajos asalariados respeten y acompañen tu proceso; es que tus compañeras y compañeros de la cooperativa de vivienda La Borda te den el espacio y el relevo para recuperarte y seguir alumbrando juntas un proyecto de vida en común para los próximos 75 años, y que puedas implicarte en ese proyecto con apoyo material y económico mancomunado entre tus redes.
Sé que la muerte y el duelo pueden ser aún más terribles y me siento afortunada: cuando canto “nos quieren en soledad, nos tendrán en común”, pienso en ésta y otras microrrevoluciones que vivo y vivimos, porque aunque la propia vida y sus procesos personales sean intransferibles, y tener compañía implique también soledad, como cantó Silvio Rodríguez, nuestra riqueza es generar las condiciones materiales para que todas y todos vivamos dignamente, construyamos y potenciemos nuestra individualidad en comunidad. Una riqueza que es totalmente inaccesible para quienes sólo tienen dinero, y que es nuestra victoria, la victoria más dulce, concreta y eterna de mi padre y de mi madre. Gràcies, mamà; gracias, papá: vuestras vidas han valido la alegría, y con el combustible de vuestro amor imborrable en las entrañas, estábamos, estamos y estaremos juntas.