Nietzsche visto desde Nietzsche

Es indispensable ponerse en lugar, colocarse en el presente, desde donde interpretamos, para conmensurar cualitativamente, si se puede hablar así, la distancia histórico-cultural con el autor que se interpreta.



Nietzsche visto desde Nietzsche

Raúl Prada Alcoreza

En relación a la interpretación quizás no haya algo mejor que recurrir a lo que piensa un autor de sí mismo y de su obra. En Ecce homo Nietzsche se coloca bajo su propia lupa y reflexiona sobre sus libros[1]. Vamos a seleccionar pasajes y tramos de Ecce homo, volviendo a abordar el problema de la interpretación, que mencionamos en Zaratustra, el profeta de la vida[2]. En este caso, se trata de la interpretación de la obra de Nietzsche. Habíamos dicho que la interpretación inventa al autor que interpreta, por más proximidad y apego a la letra que pretenda la hermenéutica en cuestión; esta actualización, la de la interpretación, hace presente al autor, robándolo de su pasado, del contexto de su pasado y de su horizonte histórico-cultural; al sacarlo de su hábitat, lo vuelve vulnerable y manipulable ante los recursos de la hermenéutica, por más fidedigna que pretenda ser. Pretender decir lo mismo que dice el autor, pensar lo mismo que el autor, es una pretensión equivalente al proyecto teórico del viaje al pasado. Hoy por hoy, esto es imposible. Entonces se trata de pretensiones de verdad de la hermenéutica, de toda interpretación. Lo que no quita mérito a trabajos minuciosos y descriptivos, tampoco quita merito a trabajos reflexivos y teóricos. De ninguna manera, sólo que es indispensable ponerse en lugar, colocarse en el presente, desde donde interpretamos, para conmensurar cualitativamente, si se puede hablar así, la distancia histórico-cultural con el autor que se interpreta.

Volviendo a Así hablaba Zaratustra, vamos a recurrir a lo que anota Nietzsche sobre esta obra, a la que considera una joya de la literatura. En Ecce homo escribe:

Así habló Zaratustra

Un libro para todos y para nadie

1

Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que puede llegarse en absoluto, es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: “A 6.000 pies más allá del hombre y del tiempo”. Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si a partir de aquel día vuelvo algunos meses hacia atrás, encuentro como signo precursor un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mí gusto, sobre todo en la música. Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música; ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír. En una pequeña localidad termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la primavera del año 1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un “renacido”, que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a partir de aquel día hacia delante, hasta el parto, que ocurrió de manera repentina y en las circunstancias más inverosímiles en febrero de 1883 – la parte final, esa misma de la que he citado algunas frases en el Prólogo, fue concluida exactamente en la hora sagrada en que Richard Wagner moría en Venecia, resultan dieciocho meses de embarazo. Este número de justamente dieciocho meses podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que en el fondo yo soy un elefante hembra. Al período intermedio corresponde La gaya ciencia, que contiene cien indicios de la proximidad de algo incomparable; al final ella misma ofrece ya el comienzo del Zaratustra; en el penúltimo apartado de su libro cuarto ofrece el pensamiento fundamental del Zaratustra. Asimismo corresponde a este período intermedio aquel Himno a la vida (para coro mixto y orquesta) cuya partitura ha aparecido hace dos años en E. W Fritzsch, de Leipzig, síntoma no insignificante tal vez de la situación de ese año, en el cual el pathos afirmativo par excellence, llamado por mí el pathos trágico, moraba dentro de mí en grado sumo. Alguna vez en el futuro se cantará ese himno en memoria mía. El texto, lo anoto expresamente, pues circula sobre esto un malentendido, no es mío: es la asombrosa inspiración de una joven rusa con quien entonces mantenía amistad, la señorita Lou von Salomé. Quien sepa extraer un sentido a las últimas palabras del poema adivinará la razón por la que yo lo preferí y admiré: esas palabras poseen grandeza. El dolor no es considerado como una objeción contra la vida:

“Si ya no te queda ninguna felicidad que darme, ¡bien!, aún tienes tu sufrimiento.” Quizá también mi música posea grandeza en ese pasaje. (La nota final del oboe es un do bemol, no un do. Errata de imprenta.) El invierno siguiente lo viví en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapallo, no lejos de Génova, enclavada entre Chiavari y el promontorio de Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño albergo (fonda), situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello, y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge “a pesar de”, mi Zaratustra nació en ese invierno y en esas desfavorables circunstancias. Por la mañana yo subía en dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que la salud me lo permitía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto aún más próximos a mi corazón por el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el otoño de 1886 cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó.

2

Para entender este tipo es necesario tener primero claridad acerca de su presupuesto fisiológico: éste es lo que yo denomino la gran salud. No sé explicar este concepto mejor y de manera más personal que como ya lo tengo explicado en uno de los apartados finales del libro quinto de La gaya ciencia, “Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender” – se dice allí –, “nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avisada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud. Aquel cuya alma siente sed de haber vivido directamente el ámbito entero de los valores y aspiraciones habidos hasta ahora y de haber recorrido todas las costas de este Mediterráneo ideal, aquel que quiere conocer, por las aventuras de su experiencia más propia, qué sentimientos experimenta un conquistador y descubridor del ideal, y asimismo los que experimentan un artista, un santo, un legislador, un sabio, un docto, un piadoso, un divino solitario de viejo estilo: ése necesita para ello, antes de nada, una cosa, la gran salud, una salud que no sólo se posea, sino que además se conquiste y tenga que conquistarse continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se tiene que entregarla. Y ahora, después de que por largo tiempo hemos estado así en camino, nosotros los argonautas del ideal, más valerosos acaso de lo que es prudente, habiendo naufragado y padecido daño con mucha frecuencia, pero, como se ha dicho, más sanos que cuanto se nos querría permitir, peligrosamente sanos, permanentemente sanos, parécenos como si, en recompensa de ello, tuviésemos ante nosotros una tierra no descubierta todavía, cuyos confines nadie ha abarcado aún con su vista, un más allá de todas las anteriores tierras y rincones del ideal, un mundo tan sobremanera rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí ¡ay, que de ahora en adelante no haya nada capaz de saciarnos! ¿Cómo podríamos nosotros, después de tales espectáculos y teniendo tal voracidad de ciencia y de conciencia, contentarnos ya con el hombre actual? Resulta bastante molesto, pero es inevitable que nosotros miremos sus más dignas metas y esperanzas tan sólo con una seriedad difícil de mantener, y acaso ni siquiera miremos ya. Un ideal distinto corre delante de nosotros, un ideal prodigioso, seductor, lleno de peligros, hacia el cual no quisiéramos persuadir a nadie, pues a nadie concedemos fácilmente el derecho a él: el ideal de un espíritu que juega ingenuamente, es decir, sin quererlo y por una plenitud y potencialidad exuberantes, con todo lo que hasta ahora fue llamado santo, bueno, intocable, divino; un espíritu para quien lo supremo, aquello en que el pueblo encuentra con razón su medida del valor, no significa ya más que peligro, decadencia, rebajamiento, o, al menos, distracción, ceguera, olvido temporal de sí mismo; el ideal de un bienestar y de un bienquerer a la vez humanos y sobrehumanos, ideal que parecerá inhumano con bastante frecuencia, por ejemplo cuando se sitúa al lado de toda la seriedad terrena habida hasta ahora, al lado de toda la anterior solemnidad en gestos, palabras, sonidos, miradas, moral y deber, como su viviente parodia involuntaria y sólo con el cual, a pesar de todo eso, se inicia quizá la gran seriedad, se pone por vez primera el auténtico signo de interrogación, da un giro el destino del alma, avanza la aguja, comienza la tragedia.”

3

¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron “inspiración”? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero médium de fuerzas poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma; yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima consciencia de un sinnúmero de delicados temblores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad en que lo más doloroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas que abarca amplios espacios de formas, la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de contrapeso a su presión y a su tensión. Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tempestad de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad. La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen para símbolo (“Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los símbolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades. Aquí se me abren de golpe las palabras y los armarios de palabras de todo ser: todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí.”)

Ésta es mi experiencia de la “inspiración”; no tengo duda de que es preciso retroceder milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir “es también la mía.”

4

Después de esto estuve enfermo en Génova algunas semanas. Siguió luego una melancólica primavera en Roma, donde di mi aceptación a la vida; no fue fácil. En el fondo me disgustaba sobremanera aquel lugar, el más indecoroso de la Tierra para el poeta creador del Zaratustra, y que yo no había escogido voluntariamente; intenté evadirme, quise ir a Aquila, ciudad antítesis de Roma, fundada por hostilidad contra Roma, como yo fundaré algún día un lugar, ciudad recuerdo de un ateo y enemigo de la Iglesia comme il faut (como debe ser), de uno de los seres más afines a mí, el gran emperador de la dinastía de Hohenstaufen, Federico II. Pero había una fatalidad en todo esto: tuve que regresar. Finalmente me di por contento con la piazza Barberini, después de que mi esfuerzo por encontrar un lugar anticristiano hubiera llegado a cansarme.

Temo que en una ocasión, para escapar lo más posible a los malos olores, fui a preguntar en el propio palazzo del Quirinale si no tenían una habitación silenciosa para un filósofo. En una loggia situada sobre la mencionada piazza, desde la cual se domina Roma con la vista y se oye allá abajo en el fondo murmurar la fontana, fue compuesta aquella canción, la más solitaria que jamás se ha compuesto, La canción de la noche; por este tiempo rondaba siempre a mi alrededor una melodía indeciblemente melancólica, cuyo estribillo reencontré en las palabras “muerto de inmortalidad.” En el verano, habiendo vuelto al lugar sagrado en que había refulgido para mí el primer rayo del pensamiento de Zaratustra, encontré el segundo Zaratustra. Diez días bastaron; en ningún caso, ni en el primero, ni en el tercero y último, he empleado más tiempo. Al invierno siguiente, bajo el cielo alciónico de Niza, que entonces resplandecía por vez primera en mi vida, encontré el tercer Zaratustra y había concluido. Apenas un año, calculando en conjunto. Muchos escondidos rincones y alturas del paisaje de Niza se hallan santificados para mí por instantes inolvidables; aquel pasaje decisivo que lleva el título “De tablas viejas y nuevas” fue compuesto durante la fatigosísima subida desde la estación al maravilloso y morisco nido de águilas que es Eza. La agilidad muscular era siempre máxima en mí cuando la fuerza creadora fluía de manera más abundante. El cuerpo está entusiasmado: dejemos fuera el “alma.” A menudo la gente podía verme bailar; sin noción siquiera de cansancio podía yo entonces caminar siete, ocho horas por los montes. Dormía bien, reía mucho, poseía una robustez y una paciencia perfectas.

5

Prescindiendo de estas obras de diez días, los años del Zaratustra y sobre todo los siguientes representaron un estado de miseria sin igual. Se paga caro el ser inmortal: se muere a causa de ello varias veces durante la vida. Hay algo que yo denomino la rancune (rencor) de lo grande: todo lo grande, una obra, una acción, se vuelve, inmediatamente de acabada, contra quien la hizo. Éste se encuentra entonces débil justo por haberla hecho, no soporta ya su acción, no la mira ya a la cara. Tener detrás de sí algo que jamás fue lícito querer, algo a lo que está atado el nudo del destino de la humanidad ¡y tenerlo ahora encima de sí! Casi aplasta. ¡La rancune (rencor) de lo grande! Una segunda cosa es el espantoso silencio que se oye alrededor. La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya. En el mejor de los casos, una especie de rebelión. Tal rebelión la advertí yo en grados muy diversos, pero en casi todo el mundo que se hallaba cerca de mí; parece que nada ofende más hondo que el hacer notar de repente una distancia, las naturalezas aristocráticas, que no saben vivir sin venerar, son escasas. Una tercera cosa es la absurda irritabilidad de la piel a las pequeñas picaduras, una especie de desamparo ante todo lo pequeño. Esto me parece estar condicionado por el inmenso derroche de todas las energías defensivas que cada acción creadora, cada acción nacida de lo más propio, de lo más íntimo, de lo más profundo, tiene como presupuesto. Las pequeñas capacidades defensivas quedan de este modo en suspenso, por así decirlo: ya no afluye a ellas fuerza alguna. Me atrevo a sugerir que uno digiere peor, se mueve a disgusto, está demasiado expuesto a sentimientos de escalofrío, incluso a la desconfianza, a la desconfianza, que es en muchos casos un mero error etiológico. Hallándome en un estado semejante, yo advertí en una ocasión la proximidad de un rebaño de vacas, antes de haberlo visto, por el retorno de pensamientos más suaves, más humanitarios: aquello tiene en sí calor.

6

Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo “dionisiaco” se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, decir que Dante, comparado con Zaratustra, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino, decir que los poetas del Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desatar las sandalias de un Zaratustra, todo eso es lo mínimo que puede decirse y no da idea de la distancia, de la soledad azul en que esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: “Yo trazo en torno a mí círculos y fronteras sagradas; cada vez es menor el número de quienes conmigo suben hacia montañas cada vez más altas, yo construyo una cordillera con montañas más santas cada vez.” Súmense el espíritu y la bondad de todas las almas grandes: todas juntas no estarían en condiciones de producir un discurso de Zaratustra. Inmensa es la escala por la que él asciende y desciende; ha visto más, ha querido más, ha podido más que cualquier otro hombre. Este espíritu, el más afirmativo de todos, contradice con cada una de sus palabras; en él todos los opuestos se han juntado en una unidad nueva. Las fuerzas más altas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, ligero y terrible brota de un manantial único con inmortal seguridad. Hasta ese momento no se sabe lo que es altura, lo que es profundidad, y menos todavía se sabe lo que es verdad. No hay, en esta revelación de la verdad, un solo instante que hubiera sido ya anticipado, adivinado por alguno de los más grandes. Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano, habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha música; rayos arrojados anticipadamente hacia futuros no adivinados antes. La más poderosa fuerza para el símbolo existida con anterioridad resulta pobre y un mero juego frente a este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración. ¡Y cómo desciende Zaratustra y dice a cada uno lo más benigno! ¡Cómo él mismo toma con manos delicadas a sus contradictores, los sacerdotes, y sufre con ellos a causa de ellos! Aquí el hombre está superado en todo momento, el concepto de “superhombre” se volvió aquí realidad suprema, en una infinita lejanía, por debajo de él, yace todo aquello que hasta ahora se llamó grande en el hombre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencia de maldad y arrogancia, y todo lo demás que es típico del tipo Zaratustra, jamás se soñó que eso fuera esencial a la grandeza. Justo en esa amplitud de espacio, en esa capacidad de acceder a lo contrapuesto, siente Zaratustra que él es la especie más alta de todo lo existente, y cuando se oye cómo la define, hay que renunciar a buscar algo semejante.

“El alma que posee la escala más larga y que más profundo puede descender,

el alma más vasta, la que más lejos puede correr y errar y vagar dentro de sí,

la más necesaria, que por placer se precipita en el azar,

el alma que es, y se sumerge en el devenir, la que posee, y quiere sumergirse en el

querer y desear,

la que huye de sí misma, que a sí misma se da alcance en los círculos más amplios,

el alma más sabia, a quien más dulcemente habla la necedad,

la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su

contracorriente, su flujo y su reflujo”.

Pero esto es el concepto mismo de Dioniso. Otra consideración conduce a idéntico resultado. El problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que niega con palabras, que niega con hechos, en un grado inaudito, todo lo afirmado hasta ahora, puede ser a pesar de ello la antítesis de un espíritu de negación; en cómo el espíritu que porta el destino más pesado, una tarea fatal, puede ser, a pesar de ello, el más ligero y ultraterreno, Zaratustra es un danzarín; en cómo aquel que posee la visión más dura, más terrible de la realidad, aquel que ha pensado el “pensamiento más abismal”, no encuentra en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el existir y ni siquiera contra el eterno retorno de éste, antes bien, una razón más para ser él mismo el sí eterno dicho a todas las cosas, “el inmenso e ilimitado decir sí y amén.” “A todos los abismos llevo yo entonces, como una bendición, mi decir sí.” Pero esto es, una vez más, el concepto de Dioniso.

7

¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Óigase cómo Zaratustra habla consigo mismo antes de la salida del sol: “tal felicidad de esmeralda, tal divina ternura no la poseyó antes de mí lengua alguna. Aun la más honda melancolía de este Dioniso se torna ditirambo; tomo como signo La canción de la noche, el inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y de poder, por la propia naturaleza solar, a no amar”.

“Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor. Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.

En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor que habla asimismo el lenguaje del amor.

Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.

¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!

¡Y aun a vosotras iba a bendeciros, a vosotras estrellitas centelleantes y gusanos relucientes allá arriba! Y a ser dichoso por vuestros regalos de luz. Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí salen.

No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser aún más dichoso que tomar. Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.

¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar!

¡Oh hambre ardiente en la saciedad!

Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar: el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.

Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear quisiera a quienes colmo de regalos: tanta es mi hambre de maldad.

Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; semejante a la cascada, que sigue vacilando en su caída: tanta es mi hambre de maldad.

Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi soledad.

¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su sobreabundancia!

Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye fórmesele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.

Mis ojos ya no se llenan de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se ha vuelto demasiada dura para el temblar de manos llenas.

¿Adónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de todos los que brillan!

Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblenle con su luz, para mí callan.

Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus órbitas.

Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, así camina cada sol.

Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar, siguen su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.

¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!

¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado! ¡Ay, en mí hay sed, que desfallece por vuestra sed!

Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad! Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, hablar es lo que deseo. Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.

Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante”.

8

Nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni sufrido nunca: así sufre un dios, un Dioniso. La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna…

¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! De todos estos enigmas nadie tuvo hasta ahora la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nunca enigmas. Zaratustra define en una ocasión su tarea – es también la mía – con tal rigor que no podemos equivocarnos sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar incluso a la redención de todo lo pasado.

“Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que yo contemplo. Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar.

¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!

Redimir a los que han pasado, y transformar todo “Fue” en un “Así lo quise yo” ¡sólo eso sería para mí redención!”

En otro pasaje define con el máximo rigor posible lo único que para él puede ser el hombre – no un objeto de amor y mucho menos de compasión –, también la gran náusea producida por el hombre llegó Zaratustra a dominarla: el hombre es para él algo informe, un simple material, una deforme piedra que necesita del escultor.

“¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca siempre alejado de mí!

También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, eso ocurre porque en él hay voluntad de engendrar.

Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los dioses existiesen!

Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la piedra.

¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes!

¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!

Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa?

Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí ¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí!

La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos!

¡Qué me importan ya los dioses!”

Destaco un último punto de vista: el verso subrayado da pretexto a ello. Para una tarea dionisiaca la dureza del martillo, el placer mismo de aniquilar forma parte de manera decisiva de las condiciones previas. El imperativo “¡Endureceos!”, la más honda certeza de que todos los creadores son duros, es el auténtico indicio de una naturaleza dionisiaca[3].

Así hablaba Zaratustra es un estado de ánimo, también un estado de las reflexiones, así como un estado del cuerpo. También es una relación con el entorno, con los paisajes, con el ambiente. Así como es la expresión literaria lograda para manifestar metafóricamente la rebelión contra la moral institucionalizada. En esta secuencia descriptiva de Así hablaba Zaratustra, es un canto a la voluntad de potencia y a la llegada del superhombre. Del mismo modo, es una inspiración, una revelación, tal como define Nietzsche. Y es música; quizás sea esto lo más importante. Una sinfonía escrita anti-wagneriana. Un poema a la vida.

Es ilustrativo lo que escribe Nietzsche en Ecce homo; vemos que la escritura es la materialización, en la inscripción, de la convulsión de los afectos y pensamientos. Afectos y pensamientos encontrados, que adquieren una tonalidad deslumbrante en la crítica estética a la moral institucionalizada y a las instituciones que sostienen esta moral. Cuando Nietzsche se pregunta ¿por qué soy tan sabio?, ¿por qué soy tan listo?, ¿por qué escribo tan buenos libros?, muchos pueden considerar estas preguntas como parte de una autoestima exacerbada y un engreimiento desmesurado; pero, se equivocan, pues las preguntas van en sentido de la preguntas sobre la singularidad del acontecimiento de esta escritura intempestiva. No tanto en el sentido de ¿quién soy?, sino ¿quién y por qué hace lo que hace, escribe lo que escribe, cuál su relación con el mundo? Estamos ante un filósofo o crítico de la filosofía, aislado de la academia, un pensador solitario, que declara la guerra al mundo institucionalizado, propugnando el mundo de la voluntad de potencia.

Estamos ante un pensador distinto, cuya singularidad radica no solo en la rebelión a todo lo establecido, sino, sobre todo, a los fundamentos de todo lo establecido; incluso a los fundamentos de los fundamentos de lo establecido, los principios morales. Yendo más lejos, a los fundamentos del hombre. Es difícil que el sentido común, no solo el general, sino el sentido común de los filósofos, ponderen a alguien así; para decirlo en forma de paráfrasis, que el sentimiento común quiera a alguien así. Nietzsche era consciente de esta situación, por eso decía que escribía para el futuro. ¿Para nuestra contemporaneidad?

¿Quién es Zaratustra? ¿Por qué usa este nombre mítico Nietzsche? Dice que este profeta persa es el que comprendió de qué se trata; es él quién bifurcó el camino diferenciando bien y mal. Lo dijo sin mentir, sin convertir el bien en lo supremo, sino comprendiendo la lucha entre el bien y el mal. Establecido la veracidad como principio fundamental de las conductas, acompañado por el arte del manejo del arco y la flecha. Zaratustra es el fundador de la moral, de una moral consciente de su relatividad; por eso mismo, el retorno a Zaratustra equivale a corregir este error. No es la moral sino la voluntad lo primordial. No es el espíritu sino el cuerpo lo que existe. El segundo Zaratustra tiene que liberar la vida de la opresión de la moral institucionalizada.

En Ecce homo Nietzsche escribe:

Por qué soy yo un destino

1

Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo monstruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero “creyentes”, pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de ello – puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos –, la verdad habla en mí. Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir – en oler – la mentira como mentira. Mi genio está en mi nariz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absorbido en una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política.

2

¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi Zaratustra.

“Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.

Por eso el supremo mal forma parte de la del supremo bien: más ésa es la bondad creadora”.

Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Conozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el aniquilador par excellence.

3

No se me ha preguntado, pero debería habérseme preguntado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del primer inmoralista, el nombre Zaratustra; pues lo que constituye la inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra fue el primero en advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la moral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Más esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia mayor y más extensa que ningún otro pensador – la historia entera constituye, en efecto, la refutación experimental del principio del denominado “orden moral del mundo” –. Mayor importancia tiene el que Zaratustra sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina, y sólo ella, considera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la cobardía del “idealista”, que, frente a la realidad, huye; Zaratustra tiene en su cuerpo más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y disparar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por veracidad, la auto-superación del moralista en su antítesis – en mí – es lo que significa en mi boca el nombre Zaratustra.

Zaratustra segundo o el retorno al nombre de Zaratustra se debe al coraje de la verdad, como dice Michel Foucault en su libro que lleva el mismo título[4], se debe a la veracidad del profeta persa. Por esta honestidad y claridad respecto a la veracidad, Nietzsche retoma el nombre del profeta, lo convierte en el siglo XIX en un profeta de la vida, contra la mentira, investida de verdad, contra la falsedad investida de verosimilitud. Zaratustra retorna como guerrero contra la impostura. Estamos ante una guerra de los espíritus, haciendo alusión al combate contra la moral, al declararse inmoralista, oponiéndose a la investidura moralista, a la pretensión de verdad.

La bondad es creadora, en este sentido no es absoluta ni homogénea; emerge de la maldad; lo mismo que la maldad se genera en la bondad. No se pueden disociar como absolutos bondad y maldad, bien y mal. La disociación es abstracta y está fuera de la historia efectiva; es imaginaria.

La historia efectiva refuta el orden moral, refuta la filosofía del primer Zaratustra, que, sin embargo, postula la veracidad como virtud suprema, contra la cobardía idealista que no reconoce la complejidad de la realidad. Se trata de la auto-superación de la moral por veracidad, la auto-superación del moralista en su antítesis.

Campo narrativo y campo de fuerzas

Hemos insinuado una respuesta a la pregunta de ¿quién es Zaratustra?, también a la pregunta ¿qué significa Zaratustra? Ahora vamos a preguntarnos ¿qué es Así hablaba Zaratustra? Aunque parece obvia la respuesta, de decir que es el libro escrito por Nietzsche y publicado varias veces, en muchas ediciones, en varios idiomas, que ha suscitado polémicas, hasta nuestros días, no siempre tenemos en cuesta esta circunstancia concreta; tendemos a olvidarnos que es eso Así hablaba Zaratustra, un libro. Nos adentramos en la polémica, en las interpretaciones, en lo que suscita en nosotros, en nuestra imaginación, la lectura del libro, olvidándonos que es apenas eso, un libro. Es decir, una relación entre escritor y lector.

¿Por qué escribe un escritor, en este caso un filósofo o crítico de la filosofía? Concretamente: ¿por qué escribe Nietzsche Así hablaba Zaratustra? Después de haber escrito El nacimiento de la tragedia, Consideraciones inactuales, Humano, demasiado humano, Aurora y la Gaya Ciencia. ¿Para fundar una nueva religión o, en su defecto, una anti-religión? ¿Para fundar una corriente dionisiaca? ¿Para convencer, para tener discípulos? Si seguimos a Nietzsche, ninguno de estos objetivos le interesa ni le motiva. Así hablaba Zaratustra es una dinamita más, con la peculiaridad de ser una literatura que se aproxima a la poesía, moviéndose desde la prosa lúdica. En esta relación narrativa que es el libro, que se establece entre escritor y lector, Nietzsche busca provocar, dicho de manera simple, en sus efectos y afectaciones menores; busca liberar la potencia de la vida, dicho de manera comprometida, en sus efectos y afectaciones mayores.

El libro es una relación, si se quiere, relación hermenéutica, relación interpretativa, en un campo de relaciones, donde circulan los libros, un campo de relaciones de hermenéuticas, de corrientes interpretativas, de prácticas de análisis, de formas de expresiones, de composiciones metafóricas y conceptuales; sobre todo, se trata del campo narrativo. En este campo narrativo concurren y discurren las composiciones literarias, los cuerpos teóricos, disputando la interpretación de lo que comúnmente se llama la realidad. Estamos ante un campo narrativo, que, a su vez, es un campo de fuerzas, donde concurren fuerzas que buscan incidencia en el decurso de la realidad efectiva.

En este campo de fuerzas ¿qué fuerzas expresa Nietzsche? ¿Fuerzas conservadoras, como dicen sus detractores; fuerzas radicales, casi ácratas, aunque Nietzsche no lo reconozca, como interpretan sus lectores de espíritu libre, como califica el pensador crítico? Por su crítica al Estado, a la moral institucionalizada, a la iglesia, a los sacerdotes, a los hijos de los sacerdotes, los filósofos, podríamos pensar que los segundos, los de espíritu libre, aciertan; por sus descalificaciones de la plebe, del pueblo, por su crítica a la democracia, al socialismo, al anarquismo, podríamos, por el contrario, considerar que los primeros, los detractores, tienen razón. ¿Es qué Nietzsche expresa a las dos fuerzas de una manera mezclada, compuesta y combinada, casi de manera explosiva? ¿No hay otra posibilidad de interpretación de la ubicación y la relación de Nietzsche en el campo de fuerzas? ¿Este más allá del bien y el mal no lo coloca fuera de este campo? A estas preguntas vamos a tratar de responder recurriendo a Ecce homo.

Continuando con Ecce homo, Nietzscge escribe:

4

En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi palabra inmoralista. Yo niego en primer lugar un tipo de hombre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los buenos, los benévolos, los benéficos, yo niego por otro lado una especie de moral que ha alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la décadence, hablando de manera más tangible, la moral cristiana. Sería lícito considerar que la segunda contradicción es la decisiva, pues para mí la sobreestimación de la bondad y de la benevolencia es ya, vistas las cosas a grandes rasgos, una consecuencia de la décadence, un síntoma de debilidad, algo incompatible con una vida ascendente y que dice sí: negar y aniquilar son condiciones del decir sí. Voy a detenerme primero en la sicología del hombre bueno.

Para estimar lo que vale un tipo de hombre es preciso calcular el precio que cuesta su conservación, es necesario conocer sus condiciones de existencia. La condición de existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no querer ver a ningún precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a saber, que no lo está de tal modo que constantemente suscite instintos benévolos, y aún menos de tal modo que permita constantemente la intervención de manos miopes y bonachonas. Considerar en general los estados de necesidad de toda especie como objeción, como algo que hay que eliminar, es la niaiserie par excellence (máxima estupidez); es, vistas las cosas en conjunto, una verdadera desgracia en sus consecuencias, un destino de estupidez, casi tan estúpido como sería la voluntad de eliminar el mal tiempo, por compasión, por ejemplo, por la pobre gente. En la gran economía del todo los elementos terribles de la realidad (en los afectos, en los apetitos, en la voluntad de poder) son inconmensurablemente más necesarios que aquella forma de pequeña felicidad denominada “bondad”; hay que ser incluso indulgente para conceder en absoluto un puesto a esta última, ya que se halla condicionada por la mendacidad del instinto. Tendré una gran ocasión de demostrar las consecuencias desmesuradamente funestas que el optimismo, ese engendro de los homines optimi (hombres mejores entre todos), ha tenido para la historia entera.

Zaratustra, el primero en comprender que el optimista es tan décadent como el pesimista, y tal vez más nocivo, dice: Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Falsas costas y falsas seguridades os han enseñado los buenos: en mentiras de los buenos habéis nacido y habéis estado cobijados. Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos.

Por fortuna no está el mundo construido sobre instintos tales que cabalmente sólo el bonachón animal de rebaño encuentre en él su estrecha felicidad; exigir que todo se convierta en “hombre bueno”, animal de rebaño, ojiazul, benévolo, “alma bella” o altruista, como lo desea el señor Herbert Spencer, significaría privar al existir de su carácter grande, significaría castrar a la humanidad y reducirla a una mísera chinería. ¡Y se ha intentado hacer eso!… Precisamente a eso se lo ha denominado moral… En este sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces “los últimos hombres” y otras el “comienzo del final”; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre, porque imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. Los buenos, en efecto, no pueden crear. Son siempre el comienzo del final, crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sacrifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el comienzo del final. Y sean cuales sean los daños que los calumniadores del mundo ocasionen: ¡el daño de los buenos es el daño más dañino de todos!

5

Zaratustra, primer psicólogo de los buenos, es – en consecuencia – un amigo de los malvados. Si una especie decadente de hombre ascendió al rango de especie suprema, eso sólo fue posible a costa de la especie opuesta a ella, de la especie fuerte y vitalmente segura de hombre. Si el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el hombre de excepción tiene que haber sido degradado a la categoría de malvado. Si la mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra “verdad”, al auténticamente veraz habrá que encontrarlo entonces bajo los peores nombres. Zaratustra no deja aquí duda alguna: dice que el conocimiento de los buenos, de los “mejores”, ha sido precisamente lo que le ha producido horror por el hombre en cuanto tal; esta repulsión le ha hecho crecer las alas para “alejarse volando hacia futuros remotos”, no oculta que su tipo de hombre, un tipo relativamente sobrehumano, es sobrehumano cabalmente en relación con los buenos, que los buenos y justos llamarán demonio a su superhombre.

“¡Vosotros los hombres supremos con que mis ojos tropezaron! Ésta es mi duda respecto a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais demonio!

¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el superhombre os resultará temible en su bondad!”

De este pasaje, y no de otro, hay que partir para comprender lo que Zaratustra quiere: esa especie de hombre concebida por él concibe la realidad tal como ella es: es suficientemente fuerte para hacerlo, no es una especie de hombre extrañada, alejada de la realidad, es la realidad misma, encierra todavía en sí todo lo terrible y problemático de ésta, sólo así puede el hombre tener grandeza.

6

Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra “inmoralista” como distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distinguirme de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta ahora. La moral cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el venenoso aliento de esa especie de ideal, ¡la difamación del mundo!? ¿Quién se ha atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filósofos psicólogo y no más bien lo contrario de éste, “farsante superior”, “idealista”?

Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La náusea por el hombre es mi peligro.

7

¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la conciencia, un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis (en cuestiones psicológicas) que llega a ser un crimen. La ceguera respecto al cristianismo es el crimen par excellence, el crimen contra la vida. Los milenios, los pueblos, los primeros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas – exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo –, todos ellos son, en este punto, dignos unos de otros.

El cristiano ha sido hasta ahora el “ser moral”, una curiosidad sin igual y en cuanto “ser moral” ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la auténtica Circe de la humanidad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de “buena voluntad”, de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y haya estado suspendida sobre la humanidad como ley, como imperativo categórico!

¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un “alma”, un “espíritu”, para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso (¡ya la palabra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo “desinteresado”, en la pérdida del centro de gravedad, en la “despersonalización” y “amor al prójimo” (¡vicio del prójimo!).

¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de décadence. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de decadencia par excellence, el hecho “yo perezco” traducido en el imperativo: “todos vosotros debéis perecer” ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la humanidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo fraudulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también décadents: de ahí la transvaloración de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la moral. Definición de la moral: moral la idiosincrasia de décadents, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.

8

¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force majeure (fuerza mayor), un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente sobre lo que más alto se encontraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. Todo lo que hasta ahora se llamó “verdad” ha sido reconocido como la forma más nociva, más pérfida, más subterránea de la mentira; el sagrado pretexto de “mejorar” a la humanidad, reconocido como el ardid para chupar la sangre a la vida misma, para volverla anémica.

Moral como vampirismo. Quien descubre la moral ha descubierto también el no-valor de todos los valores en que se cree o se ha creído; no ve ya algo venerable en los tipos de hombre más venerados e incluso proclamados santos, ve en ellos la más fatal especie de engendros, fatales porque han fascinado. ¡El concepto “Dios”, inventado como concepto antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo nocivo, envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! ¡El concepto “más allá”, “mundo verdadero”, inventado para desvalorizar el único mundo que existe para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El concepto “alma”, “espíritu”, y por fin incluso “alma inmortal”, inventado para despreciar el cuerpo, para hacerlo enfermar – hacerlo “santo” -, para contraponer una ligereza horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En lugar de la salud, la “salvación del alma”; es decir, una folie circulaire (locura circular) entre convulsiones de penitencia e histerias de redención! ¡El concepto “pecado”, inventado, juntamente con el correspondiente instrumento de tortura, el concepto “voluntad libre”, para extraviar los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la desconfianza frente a ellos! ¡En el concepto de “desinteresado”, de “negador de sí mismo”, el auténtico indicio de décadence, el quedar seducido por lo nocivo, el ser incapaz ya de encontrar el propio provecho, la destrucción de sí mismo, convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el “deber”, en la “santidad”, en lo “divino” del hombre!

Finalmente – es lo más horrible – en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado. ¡Y todo esto fue creído como moral! Écrasez Pinfáme! (Aplastada la infame).

9

¿Se me ha comprendido? Dioniso contra el Crucificado[5].

Si se considera la moral institucionalizada como dominación, como parte de las dominaciones, quizás como lo fundamental de las dominaciones, las que requieren un dominio del cuerpo, la inscripción en el cuerpo, la renuncia a sus instintos vitales, entonces, la formación expresiva, enunciativa y discursiva de Nietzsche es emancipadora; forma parte como dispositivo discursivo, de las fuerzas que buscan liberar la potencia de la vida, capturada por las mallas institucionales.

La mirada escrutadora de Nietzsche no deja pie a todo lo que huele a moral institucionalizada, incluyendo sus nuevas formas desplegadas, encamufladas, aparentemente críticas. Descubre nuevas imposturas. Los que decían dedicarse al prójimo, en realidad, juegan al poder; esta dedicación les otorga poder. De la misma manera, los “revolucionarios”, que alzan las banderas de los explotados, del proletariado; en realidad, también juegan a relaciones de poder. Esta entrega a los explotados, al proletariado, les otorga poder. Como que se ha visto y comprobado en la historia reciente. Estas nuevas imposturas muestran que estas nuevas morales, llamadas “revolucionarias”, son hijas, son descendencias, de la moral cristiana. Son morales, que como la anterior, en la que se basan y heredan, se erigen contra la vida, contra el cuerpo, descalificando la vida y el cuerpo, en pos de ideales supremos, como el socialismo. Si bien parece no estar de acuerdo con la igualación de los hombres, que los socialistas llamarían socialismo, pues esto le parece al pensador crítico apuesta por la mediocridad y la decadencia, esto no quiere decir que no está de acuerdo con el advenimiento de una sociedad libre de instituciones reductivas, represoras, moralistas, una sociedad de espíritus libres, donde se dé rienda suelta a la potencia creadora. ¿Esto no es socialismo, más aún, comunismo, como imaginara Marx; no los marxistas, por lo menos, la mayoría, que prefirieron definir el camino dramático de la dictadura del proletariado?

¿Cómo se produce esta transferencia de la moral, este cambio de figuras; empero, conservando su papel destructivo de la vida? Hay nuevos sacerdotes, sin sotana; hay nuevas iglesias, con nuevas religiones, esta vez laicas. Todas ponen la verdad suprema, el “ideal”, sobre la vida. Todas quieren educar al cuerpo, enseñarle los nuevos comportamientos y conductas, supuestamente solidarias; empero, se trata, de nuevas sumisiones a nuevos amos y patrones. Todas han descubierto el camino de la salvación, la nueva salvación, que consiste, primero, en renunciar por la construcción el futuro, segundo, en la construcción de una sociedad homogénea, obediente, disciplinada, creyente de la ciencia del partido. ¿No es esto acaso el catecismo de la nueva religión? ¿No es esto la prolongación de las dominaciones, basadas en la moral institucionalizada? Dominación, además, que moldea el cuerpo como engranaje de la maquinaria fabulosa del Estado.

Creemos que es así como hay que interpretar la crítica de Nietzsche a la democracia y al socialismo. Puede ser que no lo haya visto de este modo Nietzsche, pues, para él, las finalidades presupuestas, preformadas, diseños arquitectónicos, son finalidades ideales que se sobreponen a la vida, a los ciclos vitales. Sin embargo, de aquí no se puede colegir que no postule la emancipación de la potencia como trastrocamiento profundo, como transformación cualitativa, en las formas, contenidos y expresiones de la nueva sociedad de espíritus libres.

¿Cuál es el problema de los nuevos sacerdotes, sobre todo de los llamados “revolucionarios”? Fuera de esta herencia de la moral institucionalizada, que desde ya los coloca del lado de las dominaciones históricas, aunque no lo quieran creer, pues se creen los portadores del fuego santo, es la pretensión de verdad; la pretensión totalista, es decir, que su proyecto lo abarca todo y es solución para todo; la inclinación totalitaria, para cumplir los fines históricos deben someter todas las voluntades de la sociedad. ¿No es esto la repetición, en otra escala, en otro contexto, casi con otros métodos, con otras figuras y discursos, del modelo de la inquisición? Los sacerdocios de todo tipo, las iglesias de todo tipo, aunque se crean ateas, llevan a recurrir al modelo inquisitorio. La verdad de “Dios”, esté en el cielo o en la tierra, se lo considere espíritu o programa, está sobre la vida de los y las humanas.

En Zaratustra, el profeta de la vida, pusimos en suspenso la tesis de la aproximación de los llamados teóricos de la sospecha, Marx, Freud y Nietzsche. Poniendo a prueba, por así decirlo, esta tesis interpretativa, dijimos que, en todo caso, la aproximación tendría que darse por lo que corresponde a las analogías entre la crítica de la “ideología”, la crítica de la cultura y la crítica de la moral. La crítica de la “Ideología” apunta desarmar la cosificación, la crítica de la cultura persigue el origen de la cultura en el arquetipo del parricidio y en la génesis de la culpa, manifestada en las alegorías simbólicas. La crítica de la moral interpela al ataque contra el cuerpo y la vida desde el idealismo de la negatividad; podríamos llamar, siguiendo con las analogías entre las tres críticas, a esta impugnación de la moral, economía política del cuerpo, por la disociación entre cuerpo y espíritu, valorizando el espíritu y desvalorizando el cuerpo.

La primera crítica tiene como referente el fetichismo de la mercancía, un suceso que acontece, por así decirlo, en la exterioridad. La segunda crítica tiene como referente el simbolismo del parricidio, de la fraternidad cómplice y de la culpa histórica. Siguiendo con las comparaciones metafóricas, incluso esquemáticas y espaciales, este suceso acontece entre la exterioridad y la interioridad, en la frontera del cuerpo y sus entornos de relaciones. La tercera crítica tiene como referente la subjetividad constituida; se trata de la internalización de la culpa, del resentimiento, del espíritu de venganza; internalización acompañada por el vaciamiento del cuerpo, mejor dicho, su desvalorización. Este suceso acontece en la interioridad; se trata de la inscripción del poder en el cuerpo, de su huella duradera y demoledora.

Las tres formas de dominación se complementan, se articulan y se integran. Es insostenible la tesis que una de las formas de dominación es la que explica la complejidad del poder; esta pretensión es notoriamente reduccionista. El marxismo al pretender explicar todo, la totalidad social, la historia, la economía, a partir de una de estas formas, descritas y analizadas en la crítica de la economía política, no hace otra cosa que reducir la complejidad social al plano de intensidad económico, plano, que, a su vez, requiere ser explicado, pues no se explica por sí mismo. Para tal efecto se requiere de la conexión, articulación y entrelazamiento con las otras formas de dominación, con los otros planos de intensidad. Al reducir su crítica a uno solo de los planos, ha convertido a su crítica en una crítica restringida, circunscrita a la economía, convirtiendo también su revolución en una revolución restringida, por lo tanto incompleta, parcial, derrotada de antemano. Sólo así se explica que haya derivado en el determinismo económico; hipótesis causalista, de por sí débil, para atender la complejidad social.

Así mismo el psicoanálisis teórico ha pretendido reducir la complejidad social, leída desde la perspectiva del sujeto, a la represión del inconsciente y, en contraste, a los desbordes y las manifestaciones imperceptibles y perceptibles del inconsciente. Sin llegar a explicar el inconsciente, salvo referencias a la oscuridad incognoscible e indescifrable, salvo recursos a supuestas topologías grafológicas, en las cuales se representa las relaciones con el inconsciente. Grafologías, que, por cierto, no son topologías, salvo a pretensión del nombre. No se puede explicar el inconsciente sino en la complejidad misma, en la articulación, entrelazamiento e integración de los distintos planos de intensidad.

No ocurre lo mismo con la crítica de la moral; no ha habido ni hay una corriente o escuela que haya pretendido reducir la complejidad social, vista desde la genealogía de la moral, al plano o espesor de intensidad de la subjetividad obediente. Salvo alguna que otra tendencia vulgar, que no puede calificarse de nietzscheana, que ha pretendido reducir todo a la voluntad de poder.

Lo sugerente de esta crítica es que explica, teóricamente, en tanto interpretación, la génesis de la obediencia, de la sumisión, de la subordinación, del conformismo; actitudes claves, actitudes pasivas, que cobijan a las dominaciones. Por otra parte, cuando concibe la transmutación y la transvalorización de los valores, estamos ante el fenómeno no solo de la inversión de los valores, sino ante el fenómeno del cambio de conductas, el cambio de sentido de las prácticas, aunque sean las mismas. No se puede hablar de valores eternos, del sentido inmutable de los valores; los valores cambian. Retomando el lenguaje de la filosofía de la moral, no se puede hablar de bien y mal, como valores supremos contrapuestos; pues se encuentran mezclados, compuestos y combinados; uno nace del otro y viceversa. Por ejemplo, siguiendo con las aproximaciones, analogías y comparaciones de las teorías de la sospecha, una revolución puede cambiar de sentido, debido a su anclaje en un momento de disponibilidad, a la fijación de valores, convertidos en eternos, como si por decreto estuviesen resguardados de toda transmutación.

Los tres teóricos de la sospecha forman parte de nuestra herencia de la crítica. Esto no quiere decir que se tengan que convertir en faros, tampoco que se tengan que idealizarlos y convertirlos en los paradigmas que hay que seguir. Estos son otros tantos fetichismos, que forman parte de la “ideología”, de la cultura de la culpa, de la moral institucionalizada. Esto lo hacen los discípulos, las corrientes y las escuelas que los siguen. Con lo que se muestra patéticamente la paradoja del discípulo, que sigue fanáticamente al maestro; sin embargo, en la práctica hace lo que el maestro criticaba. Este es otro parricidio, otra forma de asesinato del padre, esta vez no por la complicidad de los hermanos que conspiran hacerlo, sino por fraternidades que buscan eternizar al padre. Esta eternización corresponde a su momificación, entonces la muerte.—

[1] Friedrich Nietzsche: Ecce homo. Alianza Editorial. Madir. Edicionescomunicación; Madrid. https://www.google.com.bo/search?q=Ecce+homo&oq=Ecce+homo&aqs=chrome..69i57.5055j0j7&sourceid=chrome&es_sm=93&ie=UTF-8.

[2] Ver de Raúl Prada Alcoreza Zaratustra, el profeta de la vida. Dinámicas moleculares. La Paz 2015.

[3] Nietzsche: Ob. Cit.

[4] Michel Foucault: El coraje de la verdad. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires 2010.

[5] Nietzsche: Ob. Cit.