España. Municipalismo: sobre iniciativa política y contrapoder

Si cambiamos la palabra “contrapoder” por “formas de vida comunitaria” en la lectura del texto, se hace así más comprensible.



Municipalismo: sobre iniciativa política y contrapoder

Nos jugamos un experimento que sabemos de antemano difícil: “Entrar en la institución para facilitar la construcción de contrapoder”
Emmanuel Rodríguez, Pablo Carmona, Almudena Sánchez
, integrantes del Observatorio Metropolitano de Madrid
19/06/15 · 13:25
https://www.diagonalperiodico.net/la-plaza/27091-municipalismo-sobre-iniciativa-politica-y-contrapoder.html

El día después de que Aguirre perdiera las elecciones a la alcaldía de Madrid, en varios barrios de esa ciudad se podía ver un cartel que decía “Ya has votado y ahora qué”. La procedencia del mismo era libertaria, pero la pregunta no era “principista”. En el “ahora qué”, nos jugamos la próxima fase de un ciclo político que estalló en el 15M pero que tienen una profundidad histórica de al menos dos décadas.

La coyuntura es chocante, también contradictoria. Por primera vez desde 1979, se ha elegido a un buen número de concejales, e incluso a algún alcalde o alcaldesa, que se han formado y han desarrollado la totalidad de su trayectoria política en ámbitos en los que la prevención y hasta el desprecio-hostilidad hacia las instituciones era algo tan natural que casi formaba parte del cerebro reptiliano (pre-homínido, pre-lenguístico) de “nuestra” política. No obstante, ese paso que ha llevado a tantos y a tantas a la representación, se ha hecho a través de un recorrido que ni por asomo se puede considerar “natural”, según una típica secuencia de acumulación de fuerza social a la que debiera seguir el asalto institucional. Mezcla de azar, oportunismo (del bueno y el malo) e inercia, en esta marcha hacia las instituciones ha habido también decisión, un proceso complejo en el que han participado una multitud de colectivos sociales y políticos y que sin duda constituye la discusión más importante del “movimiento” en los últimos años.

En el “ahora qué”, nos jugamos la próxima fase de un ciclo político que estalló en el 15M
Algunos hemos tratado de diseñar el perfil estratégico de la “hipótesis del asalto institucional”, sin que por ello podamos recoger, y mucho menos responsabilizarnos, de todas las posiciones que se comprenden bajo esa etiqueta, bajo el término de municipalismo. Con este se quería reivindicar la herencia radical-democrática de algunas corrientes políticas olvidadas (como el federalismo) y también aquello que el 15M ha expresado en clave constituyente, en tanto transformación-disolución del Estado como poder autocrático y correa de transmisión de la dictadura financiera. Municipalismo evocaba además un ideal de democracia directa presente en las dinámicas de movimiento y una acción poderosa y externa a la institución.

Durante estos meses, hemos escuchado, y hasta cierto punto nos hemos encantado, con frases como “esto es el resultado de la ilusión”, “no conviene bajonear, hay tanta ilusión”, “votemos con ilusión”. Desgraciadamente, la ilusión es el menos consistente de los afectos-motor de la política. Y desgraciadamente también, su contrario (el desencanto ¿os acordáis?) es lo que suele seguir a la “ilusión democrática”. De hecho, no hay nada que genere mayor desencanto que la representación. Se trata de un viejo cuento que no necesariamente tiene una moraleja –una lección moral– pero sí una importante enseñanza política. La llegada a las instituciones muestra sus límites el mismo día en el que se toma posesión –valgan los recientes acontecimientos en relación con Ahora Madrid–. Las inercias, los poderes reales (fácticos), la maraña burocrática imponen lo que con una expresión ideológica se podría llamar “realismo” y con una consigna política “responsabilidad”.

En este sentido, quizás pocas ideas puedan resultar más paralizantes que la complacencia con la idea de que “se puede gobernar de otra manera”. El gobierno estás sometido a demasiadas fuerzas y demasiado poderosas; su inercia inequívoca es la de reducirse al arte de la administración, concretamente: a equilibrar –estabilizar, gobernar– la relación de fuerzas existente. Si se quiere emplear otros términos: no hay autonomía de lo político.

Desgraciadamente, la ilusión es el menos consistente de los afectos-motor de la política

Para aterrizar sobre los problemas inmediatos de la coyuntura: hemos ganado posiciones cruciales en muchas ciudades, incluso el gobierno de algunas de ella. La cuestión es si lo conquistado puede ir más allá de los efectos más evidentes del cambio: el hecho de tener un interlocutor mejor, más razonable, “más de izquierdas”, menos corrupto, más abierto a la “reforma”. Lo que nos devuelve, una vez más, a la relación entre partido y movimiento. Aquí conviene recordar que cuando hablamos de “movimiento” no forzamos su identificación con los movimientos sociales, ni siquiera con las organizaciones formales o informales de los activistas (o de las minorías activas), sino con la potencia social que se expresa en cada momento de forma conflictiva, esto es, con la organización colectiva y tendencialmente común de cualquier malestar.

Partimos de la idea de que el nivel institucional, en tanto carece de autonomía política –por mucha que pueda ser su autonomía funcional– no va a ser el centro de la nueva fase del ciclo político que está por abrirse en estos meses. Superado el techo de cristal de las movilizaciones que siguieron al 15M, presumimos que el techo institucional se va a vislumbrar aún con mayor rapidez. Pero ¿pueden servir las posiciones institucionales conquistadas –de oposición o de gobierno– a una nueva fase de ampliación de la movilización social, ofensiva por los derechos sociales e incluso confirmación de una dinámica constituyente? ¿Y cómo?

El núcleo de la respuesta es práctico: reside en la capacidad para mantener la cesura política que abrió el 15M y, de forma paradójica, en impedir la normalización que entraña la “institucionalización”. En este territorio, tres principios parecen fundamentales:

1. El movimiento es y debe ser autónomo: los recursos, y sobre todo las decisiones de la institución, tienen que ser una variable subordinada y controlada por las instancias del movimiento. Valga decir que sólo se genera contrapoder desde la autonomía. La centralización de la decisión en los cargos electos o en los protoaparatos de partido que han surgido en esta fase es quizás la peor de las decisiones.

2. El movimiento no está ni para sostener ni para defender los gobiernos, no es ni correa ni soporte de los nuevos gobiernos, ni tampoco de los instrumentos electorales. Antes al contrario estos se deben entender como un epifenómeno, casi una excrecencia del propio movimiento. El compromiso institucional no debiera tener más propósito que el de la transformación / democratización de la institución, arrebatándole literalmente la iniciativa legislativa. La fuerza constituyente del movimiento se mide precisamente en este terreno.

3. Al movimiento le corresponde mantener la iniciativa política frente a las dinámicas conservadoras del gobierno. No sólo no tiene que depender de la institución y no sólo no tiene que subordinarse al mantenimiento de la posición institucional, sino que se tiene que convertir en contrapoder (doble poder) de la institución, y esto aun cuando los representantes tengan el mismo color y compartan las posiciones de movimiento. De hecho –y lo comprobaremos en breve plazo–, sólo si el movimiento es capaz de mantener la iniciativa política, aún a costa de la “responsabilidad institucional” y del chantaje del “realismo”, se podrá sostener un gobierno sensible al cambio y a la transformación institucional. En este terreno, los equipos de representación deben ser antes correas de transmisión del movimiento, que al revés.

Nos jugamos un experimento que sabemos de antemano difícil: “Entrar en la institución para facilitar la construcción de contrapoder”. Nuestra responsabilidad no está por tanto en “hacer mejor las cosas” o en “gobernar mejor”, sino en demostrar que somos capaces de ampliar los contrapoderes que ya existen de forma embrionaria, o en otras palabras que es posible llevar el conflicto al nivel institucional. Esto supone un reto gigantesco: valga decir que casi todos los precedentes históricos han demostrado lo contrario.