En busca del sentido inmanente

El poder se entraba en la maquinada tarea de producir verdades, de construir mundos a su imagen y semejanza; mundos del poder que no son otra cosa que burbujas



Sociedades, asociaciones de signos, interpretaciones y acciones significantes

En busca del sentido inmanente

Raúl Prada Alcoreza

Todas son asociaciones; por lo tanto, sociedades. Toda sociedad emite signos, signos que hay que interpretar. A su vez, toda sociedad interpreta signos. Los mundos de las sociedades están compuestos por signos que se emiten y signos que se interpretan. Las sociedades y las asociaciones se relacionan a través de estos flujos de signos, los que se emiten y los que se interpretan. Cuando se emiten signos se busca obtener ciertas respuestas; es decir, comportamientos y conductas; pero, sobre todo, ciertos flujos de signos, pues no hay comportamientos ni conductas sin signos asociados. Los comportamientos y conductas son considerados como si fuesen composiciones de signos; es decir, tramas. Se puede decir que las sociedades actúan, unas para otras, emitiendo signos y decodificando signos. Dentro de las sociedades, sus composiciones, sus asociaciones, sus asociados, también actúan, unos para otros, emitiendo signos y decodificando signos. Sin embargo, debemos tomar con precaución este término de actuación, pues no se trata de la actuación tal como la hemos considerado en el contexto de la época y contexto histórico de la civilización de la simulación; donde, se puede decir, que se actúa conscientemente. Tampoco se trata de una actuación inconsciente, sino, más bien, de una comunicación, en sentido pleno de la palabra.

Las sociedades que se realizan, transformándose, además de adaptarse mejor y adecuarse mejor, son las que interpretan adecuadamente, las que logran mejores interpretaciones. En cambio, las sociedades que no lo logran, que se enquistan en interpretaciones restringidas, termina limitadas, encapsuladas y hasta pueden colapsar. Por eso, se puede decir, que es mejor mantener abierta la interpretación; pues, cuando se clausura el juego abierto de la interpretación, cuando se considera que se ha llegado a un fin o a una verdad, este es síntoma de la decadencia, del encapsulamiento de la sociedad, en cuestión; por lo tanto, de la clausura a la interpretación. Esta sociedad ya no interpreta; rumia sus propias narraciones, que son como cuadros detenidos en el espacio-tiempo, imágenes congeladas, que ya no dicen nada, salvo la autocomplacencia.

Por ejemplo, esto ocurre cuando se institucionaliza una verdad, sea religiosa, “ideológica”, política, incluso científica. Esto acontece a gran escala cuando todas estas institucionalizaciones, que son estáticas, son consolidadas por el Estado, se estatalizan. El Estado con sus leyes, con sus institucionalizaciones perdurables, con sus reglas, normas, equilibrios, termina deteniendo el juego de las interpretaciones, imponiendo una decodificación oficial. Se puede decir que el Estado mismo es la muerte del juego de las interpretaciones. Por eso, todas las prácticas y formas paralelas, que son desviaciones de las leyes, las normas, las reglas, o, en su caso, contra-leyes, contra-normas, contra-reglas, abren de nuevo el decurso del juego de las interpretaciones. Sin embargo, cuando estas alternativas vuelven a recurrir a la violencia para imponer su interpretación o, si se quiere, su voluntad, vuelven a clausurar el juego de las interpretaciones, incluso pueden hacerlo de una manera más restringida y grotesca de la forma como lo hace el Estado.

El peligro para la vida viene cuando se detiene el juego de las interpretaciones, cuando se cree en una verdad, en el fin de la historia, lo peor, en el fin de las interpretaciones. Es cuando una sociedad o un mundo apuestan por la auto-contemplación, entonces, por el encapsulamiento, en el abismo de la imagen narcisista o hedonista de uno mismo. Este es el camino no solamente de la decadencia sino del aniquilamiento de la sociedad y del mundo.

Si revisamos, desde esta perspectiva, desde esta sintomatología, lo que hemos escrito antes[1], podemos reinterpretar nuestra crítica de las dominaciones, nuestra interpelación del poder. La dominación no es un fin, en sí mismo; ¿qué sentido tendría?, ¿dominar por dominar? El poder no es un fin, en sí mismo; ¿qué sentido tendría?; ¿el poder por el poder? Se domina para obtener algo. Durante un largo tiempo se ha considerado la hipótesis, pues no es otra cosa, que el objeto de la dominación o es la riqueza, o, de manera, abstracta, el poder. ¿Qué sentido tiene la riqueza si esta no es reconocida a través de signos? Signos que pretenden jerarquía, prestigio, diferencia, grandeza. Lo mismo pasa con el poder, que es más abstracto; pero, que interpretaremos como disponibilidad de fuerzas; ¿qué sentido tiene el poder sino es interpretado como gloria, como impunidad, o, si se quiere realización absoluta? Entonces, cuando las sociedades actúan, en el sentido amplio de la palabra, buscan obtener sobre todo interpretaciones, de parte de los otros, que resalten la propia interpretación social.

Por eso, el aplauso es tan congratulante para los artistas. Este regocijo es el resultado de un reconocimiento, del reconocimiento por parte de la interpretación de los otros. Sin embargo, en la complicación de las relaciones sociales, de los ámbitos de las relaciones sociales, precisamente porque emiten signos e interpretan signos, los aplausos pueden ser falsos, en consecuencia, engañar al que los recibe. En vez de confirmar su interpretación, la inflama, la convierte en una especulación, que da vueltas sobre sí misma, sin darse cuenta que ya no interpreta, sino que actúa para sí mismo, como la imagen en el espejo. Estos malos entendidos se dan sobre todo en política; por eso, la decadencia de gobiernos y de Estados, no es que se oculte o se encubre, sino que se difiere.

En este sentido, toda sociedad quiere ser interpretada, por eso, emite signos; empero, para lograrlo, toda sociedad debe, también interpretar. Podemos invertir, a manera de ilustrar, la tesis del reflejo, de estímulo-respuesta, que, por cierto, no compartimos, diciendo que no es tanto que los organismo responden al estímulo, sino que los organismos buscan respuestas de los entornos, estimulando a los mismos entornos con sus actuaciones. En el fondo, se comunican con los entornos, actúan para ellos, buscando ser interpretados. Esta comunicación inicial o primordial es matricial de los comportamientos y conductas de los organismos, las sociedades y las asociaciones. Lo que pasa es que, parece haberse perdido, hundido en el olvido, a partir de un momento, en las sociedades humanas. Estas sociedades creen que sólo se comunican entre sociedades humanas, lo demás, incluidas en la naturaleza, término de la diferencia absoluta, que distingue humano de lo no-humano, es objeto de conocimiento y de dominación. Entonces, al hacerlo, al hacer esto, al cerrar parcialmente el juego de las interpretaciones, las sociedades humanas cercenan la comunicación, en sentido amplio de la palabra, conduciéndose a su propia clausura y decadencia.

Los signos de la interpretación y la interpretación de los signos

En un maravilloso libro; Proust y los signos, Gilles Deleuze, interpretando En busca del tiempo perdido[2], dice que Proust nos enseña los caminos del aprendizaje. Deleuze escribe:

Aprender concierne esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal y no de un saber abstracto. Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea “egiptólogo” de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos del bosque, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. La vocación es siempre predestinada con relación a los signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o jeroglíficos. La obra de Proust está basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la memoria[3].

Algo que no dijimos anteriormente en relación a los signos, a la emisión e interpretación de los signos, es esto, lo relacionado al aprendizaje. Los signos ayudan a aprender. La experiencia no solo es memorizada, interpretada, actualizada, no solamente se convierte en comprensión, en entendimiento y en conocimiento, sino en relaciones abiertas con los entornos y el mundo, en relaciones de complementariedad, también en asociaciones y composiciones de integración vital.

Deleuze continúa:

De ahí saca ella su unidad y también su asombroso pluralismo. La palabra “signo” es una de las más frecuentes en la Busca del tiempo perdido, especialmente en la sistematización final que constituye El Tiempo Recobrado. La Busca se presenta como la exploración de los diferentes mundos de signos, que se organizan en círculos y se entrecortan en ciertos puntos. Porque los signos son específicos y constituyen la materia de tal o cual mundo. Ya se ve en los personajes secundarios: Norpois y el símbolo diplomático, Saint Loup y los signos estratégicos, Cottard y los síntomas médicos. Un hombre puede ser hábil para descifrar los signos de un campo y ser un idiota en todos los otros; es el caso del gran clínico Cottard. Es más, en un campo común los mundos se separan; los signos de los Verdurin no tienen sentido en el mundo de los Guermantes e inversamente el estilo de Swann o los jeroglíficos de Charlus no lo tienen en el mundo de los Verdurin. La unidad de todos los mundos está en que forman sistemas de signos emitidos por personas, objetos, materias; no se descubre ninguna verdad, no se aprende nada si no es descifrando e interpretando. Pero la pluralidad de los mundos consiste en que esos signos no son del mismo género, no tienen la misma manera de presentarse, no se dejan descifrar del mismo modo, no tienen una relación idéntica con su sentido. Que los signos forman a la vez la unidad y la pluralidad de la Busca es la hipótesis que debemos comprobar mediante el examen de los mundos en que el héroe participa directamente[4].

El mundo está compuesto por signos o, si se quiere, por combinaciones de composiciones de signos. El mundo para el ser humano no solamente tiene sentido, como decía Emile Benveniste, también Georges Bataille, sino que el mundo está compuesto por tramas. Estamos ante la proliferación abundante de signos; abundancia que habla de la creatividad de la interpretación y del juego abierto de la hermenéutica mundana. La pluralidad en las composiciones adquiere una unidad, mejor dicho una integración; el mundo de composiciones adquiere también una unidad, que articula las unidades de las composiciones, adquiere una integralidad de las integraciones.

El signo mismo es ya composición de sentido, supone una relación significante/significado. Sin embargo, esta relación no es abstracta, tal como la analizó Saussure, sino compleja; los cuerpos significantes son múltiples y variados; el significado no es del todo arbitrario, sino que emerge de la experiencia singular. A modo de ilustrar, se puede decir que estamos ante una teoría existencial de los signos, ante una teoría existencial de la semiología, que no se circunscriben solamente al lenguaje.

El primer mundo de la Recherche es el de la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios reducidos y a una velocidad tan grande. Bien es verdad que estos signos no son homogéneos en sí mismos. En un mismo momento se diferencian, no solo según las clases, sino según “agrupaciones espirituales” aun más profundas. En cada momento evolucionan, se fijan o ceden sitio a otros signos. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien deja de serlo; a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes[5].

La mundanidad, que es lo relativo a los mundos, mundos conformados por sus propios sistemas de signos; donde cada sistema tiene sus propias reglas y significaciones, donde unas reglas y unas significaciones de un mundo singular no valen en otro mundo singular. Él o la intérprete tienen que descifrar los signos de los mundos con los que se conecta o atraviesa. No lo hace tanto por comparación sino por aprendizaje. Tiene que aprender los códigos de cada mundo, también aprender el entramado de sus significados. Quizás, así mismo, si puede ser nómada respecto a cada mundo singular, interpretar sus entrecruzamientos, sus entrelazamientos, así como también, en contraste sus desconocimientos. Es difícil que un mundo singular contenga a otro mundo singular; lo que hace es incorporarlo, como si formara parte de su mundo, algo así como una referencia, incluso como una subordinación; empero, no es que incluya completamente al mundo singular subordinado, sino que incorpora las representaciones que se hace de ese mundo singular. El mundo singular sigue su propia autonomía. En este sentido, los mundos singulares no son incluyentes; al contrario, son excluyentes. Pueden creer que son universales, como le ocurre a la llamada civilización moderna. Sin embargo, esta es una pretensión y ciertamente una representación. El mundo moderno ha excluido a los demás mundos singulares; lo que ha hecho es incorporarlos como referencia, como subordinación, formando parte de su ámbito de representaciones.

El signo mundano aparece como si hubiese reemplazado una acción o un pensamiento. Sirve de acción y de pensamiento. Por lo tanto, es un signo que no remite a algo distinto, significación trascendente o contenido ideal, sino que ha usurpado el valor supuesto a su sentido. Por ello la mundanidad, juzgada desde el punto de vista de las lecciones, aparece como falaz y cruel; y desde el punto de vista del pensamiento, aparece como estúpida. No se piensa, no se actúa, se indican signos[6].

Los signos mundanos, a pesar de conformar la mundanidad, de componer la mundanidad, ya son una usurpación de las acciones y de los pensamientos; éstos han sido sustituidos por signos, mejor dichos, tomados como signos. Sin embargo, los signos mundanos son los más incomprendios. Sólo cuando estos son sobrecodificados por los signos del amor, después por los signos sensibles, es cuando los signos del amor y los signos sensibles parecen anunciar comprensiones, decodificaciones, intepretaciones elucidadas por el placer y el dolor, por las huellas de las impresiones. Pero, a pesar de estos aprendizajes, de estas experiencias trabajadas por las memorias, y experiencias y memorias trabajadas por la inteligecia, todavía no parecen haber revelado el sentido inmanente. Es con los signos del arte cuando se logra la interpretación de los sentidos inmanentes.

El segundo mundo es el círculo del amor. El encuentro Charlus-Jupien hace que el lector asista al más prodigioso intercambio de signos. Enamorarse es individualizar a alguien por los signos que causo o emite. Es sensibilizarse frente a estos signos, hacer de ellos aprendizaje (así la lenta individualización de Albertine en el grupo de la muchachas). Es posible que la amistad se alimente de observación y conversión, sin embargo, el amor nace y se alimenta de interpretación silenciosa. El ser amado aparece como signo, un “alma”: expresa un mundo posible desconocido para nosotros. El amado implica, envuelve, aprisiona un mundo que hay que descifrar, es decir, interpretar. Se trata incluso de una pluralidad de mundos; el pluralismo del amor, no solo concierne a la multiplicidad de los seres amados, sino a la multiplicidad de las almas o de los mundos de cada uno de ellos, amar es tratar de explicar, desarrollar, estos mundos desconocidos que permanecen envueltos en lo amado. Por esta razón no es tan fácil enamorarse de mujeres que no son de nuestro “mundo”, ni siquiera de nuestro tipo. Por ello, también las mujeres amadas están tan a menudo asociadas a paisajes, que conocemos tanto como para desear su reflejo en los ojos de una mujer, pero entonces se reflejan desde un punto de vista tan misterioso que para nosotros son como países inaccesibles, desconocidos: Albertine envuelve, incorpora, amalgama “la playa del rompimiento de la ola”. ¿Cómo podríamos acceder a un paisaje que es el que vemos, sino al contrario aquél en el que somos vistos? “Si ella me había visto ¿qué había podido yo representarle? ¿Del seno de qué universo me distinguía?”[7].

Los signos están asociados a sensaciones, a sentimientos, a afectos, a convulsiones corporales. Los signos del amor están vinculados a la experiencia del enamoramiento y quizás también del deseo; se trata no solamente de afectos intensos, sino de despliegues de interpretación comprometidos con el ser amado y el propio ser enamorado. Esta práctica de desciframiento amoroso no solamente es intensa sino también dramática, angustiosa y también, en contraste, alegre. Lo signos amorosos son elocuentemente paradójicos; hacen feliz y hacen sufrir. El amor no deja de convivir con los celos o, mas bien, los celos forman parte del desenvolvimiento amoroso. Por eso, es sugerente la pregunta del enamorado: ¿qué represento para ella?

La primera ley del amor es subjetiva. Subjetivamente, los celos son más profundos que el amor, contienen su verdad. La razón está en que los celos llegan más lejos en la recogida e interpretación de los signos. Son el destino del amor, su finalidad. En efecto, es inevitable que los signos de un ser amado, desde que los “explicamos”, se manifiesten engañosos. Dirigidos y aplicados a nosotros, expresan, sin embargo, mundos que nos excluyen, y que el amado no quiere, y no puede, hacernos conocer. Y ello, no por la mala intención del amado, sino por una contradicción más profunda que depende de la naturaleza del amor y de la situación general del amado. Los signos amorosos no son como los signos mundanos; no son signos vacíos que reemplazan pensamiento y acción, son signos engañosos que sólo pueden dirigirse a nosotros escondiendo lo que expresan, es decir, el origen de mundos desconocidos, de acciones y pensamientos desconocidos que les otorgan sentido. No suscitan una exaltación nerviosa especial, sino el sufrimiento de una profundización. Las mentiras del amado son jeroglíficos del amor. El intérprete de los signos amorosos es necesariamente el intérprete de las mentiras. Su propio destino está contenido en la siguiente divisa: amar sin ser amado[8].

Los signos del amor son ambivalentes, significan paradójicamente dos sentidos contrapuestos. Pueden enmascarar otro sentido que el que aparentemente expresan. Pueden, incluso, ocasionar, una interpretación no deseada, debido a los celos del amante. Son signos que obligan al intérprete a descifrarlos por capas, como obligándolo a una arqueología amorosa. Por eso, el amor, es, a la vez, un refugio de los amates, y un campo de batalla. El amor ideal, abstracto, platónico, no existe; el amor efectivo es estos aprendizajes amorosos por los caminos del placer y del dolor, entrelazados, caminos acompañados por recorridos de desciframientos turbulentos. Sobre el primer amor constituido, sobre la primera experiencia amorosa, se configuran los siguientes amores, las siguientes experiencias amorosas. La memoria del amor interviene para descifrar los nuevos amores. La nueva mujer amada es descifrada a partir del paradigma amoroso dejado por la anterior mujer amada. No es que se siga enamorado de la anterior mujer amada, sino que se ama a la nueva mujer descifrándola a partir de los signos inscritos del anterior amor, de las huellas de las figuras y semblantes de la anterior mujer.

Sin embargo, el enamorado persigue un ideal, que no lo encuentra, que es inubicable; exige a la amada que se aproxime al ideal. A los celos de todo amor se añaden estas exigencias de un amor fundamentalista. Podemos decir que, de alguna manera, el protagonista de En busca del tiempo perdido concluye que el amor ideal no existe, quizás tampoco lo que se nombra como amor, que es un signo o, si se quiere, una composición de signos, que no hay que confundir con la experiencia amorosa efectiva.

El tercer mundo es el de las impresiones o de las cualidades sensibles. Sucede a menudo que una cualidad sensible nos proporciona un extraño gozo al mismo tiempo que nos transmite una especie de imperativo. De tal modo experimentado, la cualidad no aparece ya como una propiedad del objeto que la posee, sino como el signo de un objeto distinto, que hemos de intentar descifrar con el precio de un esfuerzo que en cualquier momento puede fracasar. Todo sucede como si la cualidad envolviese, retuviese cautiva, el alma de otro objeto distinto del que en su presente designa. “Desenvolvemos” esta cualidad, esta impresión sensible, como un papelito japonés que abriéndose en el agua liberaría la forma prisionera[9].

Ocurre algo extraño no tanto con el cuerpo como con la interpretación que se hace de la experiencia corporal, de la experiencia sensorial, sobre todo de aquella que se remite a las impresiones de las cualidades sensibles; la interpretación suele separar la impresión misma, es decir, la huella, del fenómeno que ha causado la impresión, que ha impreso la huella, convirtiéndola en una cualidad autónoma, por lo tanto abstracta. Es cuando se confunde esta cualidad con el signo. Quizás se remonte la disociación con respecto al cuerpo a esta operación interpretativa, por lo tanto, a esta construcción de los signos de la impresión, de la cualidad sensible. La interpretación, en vez de comprender la continuidad de los flujos, de los impactos de los flujos externos, de la generación de flujos corporales, internos, los separa abstractamente. Primero, como si los flujos internos no tendrían relación de continuidad con los flujos externos, cuando no solo están vinculados, sino conforman la continuidad de los ciclos vitales. Segundo, se separa la huella de lo que causa la huella. Tercero, se asume esta huella como cualidad independiente del fenómeno al que está ligada. Cuarto, la huella, convertida en cualidad, es decir, en categoría, se convierte en signo; entonces, quinto, la relación es con el signo, ya no con el fenómeno o los fenómenos, las fenomenologías del mundo, tampoco con la experiencia corporal. La relación es con sistemas de signos, ya no con el mundo efectivo, como si el mundo fuera una hermenéutica de signos y no sea la dinámica de las fuerzas efectivas.

Al final de la Recherche, el intérprete comprende lo que se había escapado en el caso de la magdalena o incluso de los campanarios: que el sentido material no es nada sin que encarne una esencia ideal. El error consiste en creer que los jeroglíficos representan “tan sólo objetos materiales”. Pero lo que permite ahora al intérprete ir más lejos es que entre tanto se ha planteado el problema del Arte, y además ha recibido una solución. Ahora bien, el mundo del Arte es el último mundo de los signos; y estos signos como desmaterializados, encuentran su sentido en una esencia ideal. Desde entonces, el mundo revelado del Arte reacciona sobre todos los demás, y principalmente sobre los signos sensibles. Los integra, los colorea de un sentido estético y penetra en la opacidad que todavía conservan. Entonces comprendemos que los signos sensibles ya remitían a una esencia ideal que se encarnaba en su sentido material. Pero sin el Arte no habríamos poder comprenderlo, ni superar el nivel de interpretación que correspondía al análisis de la magdalena. Por ello todos los signos convergen en el arte; todos los aprendizajes, por las vías más diversas, son ya aprendizajes inconscientes del arte mismo. En el nivel más profundo, lo esencial está en los signos del arte[10].

Sin embargo, a pesar de esta institución de la semiología o de las semiologías, también de las hermenéuticas sociales, los signos del arte logran la interpretación de los sentidos inmanentes. Que son los sentidos logrados por la fenomenología de la percepción, por la articulación e integración de la composición de la percepción; sensaciones, imaginaciones, racionalizaciones. De todas maneras, a pesar de este logro, el arte se queda en el horizonte de los signos; no logra reincorporar los signos del arte, es decir, la interpretación de los sentidos inmanentes, a los ciclos vitales. No logra reconectarlos con sus propios devenires.

Semiología del poder

Gilles Deleuze encuentra en la novela de Marcel Proust cuatro mundos de signos; el mundo de los signos mundanos, el mundo de los signos del amor, el mundo de los signos de las cualidades sensibles y el mundo de los signos del arte. Quizás haya más mundos en la novela; esto lo dejaremos a una nueva lectura e interpretación de En busca del tiempo perdido. Pensamos hacerlo después, seguido por otra lectura e interpretación, desde esta perspectiva, la de la semiología de la novela, de la novela Felipe Delgado de Jaime Saenz, de la novela Raza de Bronce de Alcides Arguedas Díaz, de El presidente colgado de Augusto Céspedes, y de novelistas contemporáneos bolivianos, como Gonzalo Lema, Edmundo Paz Soldán, Wolfango Montes, Cé Mendizábal, Ramón Rocha Monroy, Homero Carvalho, Juan de Recacoechea, Víctor Montoya, Adolfo Cárdenas, Giovanna Rivero, Wilmer Urrelo, Rodrigo Hasbún, Víctor Hugo Viscarra, Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Sebastián Antezana. Queremos aprender los mundos de signos que interpretan estas novelas.

Sin embargo, está claro que hay plurales mundos de signos en el devenir mundo del devenir vida, así también, y por eso, en los espesores y campos modernos, relativos al campo político, al campo económico, al campo cultural, es decir, al campo social. En esta pluralidad de mundos de signos configuraremos lo que llamaremos los mundos de signos del poder. Nos interesa hacer anotaciones sobre lo que llamamos la semiología del poder.

Consideramos que los mundos del poder son mundos de signos. Vamos a intentar definir algunos de estos mundos de signos, en principio uno, que puede ser una de las bases de sustentación de la interpretación los signos del poder; pero, sobre todo nos interesa mostrar cómo en estos mundos el poder o las formas del poder confunden los mundos efectivos o el devenir mundo con los mundos de signos; es decir, separan los signos de sus fenomenologías, convirtiéndolos en esencias o sustancias, en cualidades que gobiernan los mundos, como si los signos tuvieran vida propia. Este fetichismo de los signos del poder es lo que convierte a los ejercicios del poder en interpretaciones engañosas de los mundos efectivos, acompañadas de técnicas crueles que atacan los cuerpos.

Como dijimos, hay muchos mundos de signos en los mundos del poder. En estos ámbitos mundanos quizás un arquetipo sea el mundo de los signos jerárquicos. El concepto de jerarquía, que expresa taxativamente diferencia y diferenciación, que hacen al orden, hace de operador imaginario en el armazón de las representaciones del orden. Hablamos como de estructuras significativas que definen el orden bajo el principio de subordinación. Tal precepto supone las figuras de superioridad, de inferioridad, en lo que respecta al orden del poder; supone también las figuras de orden temporal de anterioridad, posterioridad. En otras palabras, se hace referencia a la diferenciación y distinción estratificada. El concepto de jerarquía, entonces, además de funcionar como categoría operadora de clasificaciones, establece métodos de formación de rangos, correspondientes a un sistema dado.

En la lengua castellana, la palabra jerarquía proviene de hierarquia, palabra latina; a su vez, esta palabra proviene de ἱεραρχία, hierarchía, derivada de ἱεράρχης, hierárchēs, del griego. Etimológicamente, en la raíz, hierárchēs indica al clérigo, el encargado de presidir los ritos sagrados. El término griego ἱερεύς, hiereús, quiere decir sacerdote; palabra proveniente de la raíz ἱερός, hierós, que significa sagrado. Siguiendo con la etimología, hay que tener en cuenta la relación semántica con el término griego ἀρχή, archē; palabra que alude a origen, principio, comienzo, también, en tanto fundamento, primer lugar, que, en sus connotaciones se proyecta como gobierno, así como mando. Resumiendo, se pueden considerar tres acepciones del término: gradación, jerarca y orden. En este sentido, el término jerarca tiene, por lo menos, dos acepciones: superior en la jerarquía y elevada categoría.

Las sociedades basadas en cadenas de mando, la jerarquía social se conforma en la mecánica de las relaciones sociales, sobre todo con la intervención de la interpretación social de los signos del poder[11].

En el mundo de los signos jerárquicos concurre la separación entre signo y devenir signo, como en todos los mundos de signo; la característica propia radica en que los signos jerárquicos se separan de las fuerzas, las relaciones de fuerzas, los campos de fuerzas que los producen. Se presentan como si los órdenes de sistemas jerárquicos estuvieran ahí, desde siempre, como parte de un orden natural, como si no dependieran sino de sí mismo, de sus propias lógicas, como si el orden fuese una necesidad y no producto del azar, como si las jerarquías no fuesen producto de las dominaciones sino resultado casi natural de los órdenes del mundo.

Ahora bien, los intérpretes atrapados en los esquemas del mundo de signos jerárquicos, terminan interpretando los otros mundos de signos, es más, los otros mundos, a partir de los esquemas hermenéuticos y herméticos del mundo de signos jerárquicos. Esta interpretación es engañosa, pues les impide interpretar adecuadamente los otros mundos de signos y los otros mudos. Esto es lo que hace el poder, las formas del poder, las estructuras y diagramas de poder, interpretar el mundo efectivo desde la perspectiva restringida y anacrónica del mundo de los signos jerárquicos. Como su interpretación le lleva a cometer errores, entonces recurre, en compensación, a imponer su interpretación, recurre a la violencia. La violencia ya no es una interpretación sino una imposición, que puede tener pretensiones de legislación, llegando a pretender regular los comportamientos y conductas mediante formas de gubernamentalidad. Entonces, el poder se entraba en la maquinada tarea de producir verdades, de construir mundos a su imagen y semejanza; mundos del poder que no son otra cosa que burbujas.—

[1] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento político, Cartografías histórico-políticas, La explosión de la vida; también Más acá y más allá de la mirada humana. Dinámicas moleculares; La Paz 2013-2015.

[2] Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. Alianza Editorial. Madrid 1999.

[3] Gilles Deleuze: Proust y los signos. Anagrama. Barcelona 1995. Págs. 12-13.

[4] Ibídem. http://museotamayo.org/uploads/publicaciones/P-Proust-archivo.pdf.

[5] Ibídem. Pág. 14.

[6] Ibídem: Pág. 14.

[7] Ibídem: Pág. 16.

[8] Ibídem: Págs. 17-18.

[9] Ibídem: Pág. 20.

[10] Ibídem: Pág. 22-23.

[11] Revisar de Guido Gómez de Silva Breve diccionario etimológico de la lengua española. El Colegio de Mexico; México 1995. Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, 2001. http://www.rae.es/sites/default/files/Dossier_Prensa_Drae_2014_5as.pdf. También revisar Wikipedia: Enciclopedia Libre. http://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Especial:Libro&bookcmd=download&collection_id=8df633abb4e6c208d752adc255ebcc12b2d16681&writer=rdf2latex&return_to=Jerarqu%C3%ADa.