Una historia de ladrillos y eventos
La gestión cultural vivió una época dorada durante la burbuja inmobiliaria. Tras la llegada de la crisis, ¿cómo se puede crear otra cultura?
Irene G. Rubio
11/07/15 · 8:00
https://www.diagonalperiodico.net/culturas/27276-historia-ladrillos-y-eventos.html
360.607 euros. Ésa fue la ‘modesta’ cantidad que recibían los ganadores del Premio de Novela Ciudad de Torrevieja. Desde 2001 hasta 2011, el Ayuntamiento de la ciudad alicantina, junto con la editorial Plaza y Janés, entregó este galardón a autores como Jorge Bucay, César Vidal o Zoe Valdés. Sólo duró diez años, pero tuvo el dudoso honor de ser el premio literario mejor dotado del mundo tras el Planeta y el Nobel.
El galardón de Torrevieja no es un caso aislado: durante los años del boom inmobiliario, ayuntamientos y cajas de ahorro se aliaron para conceder todo tipo de jugosos premios literarios que, casualmente, desaparecieron (o bajaron significativamente su cuantía) tras la crisis.
Tampoco es un fenómeno exclusivo de la literatura. Durante los años de la burbuja inmobiliaria, el auge del ladrillo fue acompañado por una proliferación de museos y centros de arte, festivales de todo tipo o macroeventos culturales (noches de, días de, fórums, expos…).
Durante los años de la burbuja inmobiliaria, el auge del ladrillo fue acompañado por una proliferación de museos y centros de arte, festivales de todo tipo o macroeventos culturales
“La construcción de equipamientos culturales gigantescos y carísimos fue la cara amable del desarrollo especulativo. No es ninguna metáfora. Por todo el país muchos desarrollos urbanísticos han pivotado en torno a intervenciones artísticas y culturales que, de alguna forma, los legitimaban”, explica a Diagonal el profesor de sociología César Rendueles.
Ya en 2004, Carolina del Olmo, directora de Cultura del Círculo de Bellas Artes, señalaba en Rebelión que “las remodelaciones urbanas asociadas a un macroevento no son tanto sus efectos secundarios cuanto su principal razón de ser”.
La Expo 92 de Sevilla y la Isla de la Cartuja, el Museo Guggenheim y la ría de Bilbao, el Fórum de las Culturas de Barcelona y la desembocadura del Besòs, la Expo del Agua de Zaragoza y el meandro de las Ranillas, el MACBA y el barrio del Raval… son sólo algunos ejemplos de este matrimonio bien avenido.
Hay quienes señalan que este proceso precede a la burbuja inmobiliaria. María Ptqk, investigadora cultural, apunta que “la primera gran burbuja en España ha sido la de las artes. En los 80 y sobre todo los 90 y los primeros 2000, en el mercado del arte se pagan cifras astronómicas haciendo creer a los compradores que el arte, como los pisos, es una inversión que siempre se revaloriza”.
Rendueles lo sitúa en una fecha emblemática: “El pistoletazo de salida de la burbuja cultural es 1992, con las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. La burbuja está unida a la década dorada porque sirvió para dar un toque avanzado a lo que ha sido un timo piramidal”.
Ciudades marca y turismo
Rubén Martínez, investigador del Observatorio Metropolitano de Barcelona, señala que “estas políticas producen efectos de carácter urbano, como los procesos de gentrificación, y otros de carácter más simbólico pero que también tienen sus efectos materiales, como la producción de una ciudad-marca”.
Los precios de la vivienda suben y la población con menos recursos, así como el pequeño comercio, se ven expulsados para dejar paso a calles limpias con nuevos negocios, remodeladas para atraer al turismo y las inversiones. Como resume Martínez, “poner un museo en una zona ‘degradada’ es una manera de recalificar el suelo de esa zona y fomentar procesos de sustitución social, y a la vez es una manera de crear un emblema que produce un relato muy concreto de ciudad”.
La cultura se coloca en el centro de los planes de crecimiento de las ciudades y se pone al servicio de la construcción de una ciudad marca, una identidad vendible
En este proceso, según el periodista Guillem Martínez, “el evento cultural –urbanístico, arquitectónico, o chachi-festivalero–, usualmente ha servido para otros objetivos, no necesariamente culturales –gentrificaciones–, o en ocasiones, absolutamente culturales, entendiendo la cultura como un objeto de dominio –elaboración de mitos culturales o nacionales, reforzamiento de la cohesión, elaboración de un marco cultural no problemático y absolutamente politizado–”.
Para Rubén Martínez, este tipo de actuaciones se enmarcan en un proceso global, por el cual la cultura ha pasado a convertirse en un recurso. Es decir, la cultura se coloca en el centro de los planes de crecimiento de las ciudades y se pone al servicio de la construcción de una ciudad marca, una identidad vendible para poder competir en el mercado global y atraer al turismo.
El caso de Barcelona es paradigmático, pues ha conseguido construirse un valor diferencial gracias a una combinación de su herencia cultural (la arquitectura de Gaudí, por ejemplo), nuevas infraestructuras (museos, centros de arte) y eventos culturales (festivales de música como el Sónar o el Primavera Sound).
Precarios y emprendedores
Este énfasis en el valor de la cultura y las ciudades creativas esconde, sin embargo, una realidad poco halagüeña: la precariedad en la que se encuentran quienes trabajan en el sector cultural. Incluso hay quienes dudan de que existan industrias creativas como tales, ya que la mayor parte consiste en una constelación de microempresas y trabajadores autónomos que viven en un estado constante de precariedad.
El colectivo Zemos98, de Sevilla, conoce bien esta situación. Este año tuvieron que anunciar el fin del festival que llevaban haciendo desde hace 17 años por la precariedad que sufren y la falta de apoyo institucional. Explicitan “el drama de muchos proyectos culturales: que no existe el dichoso ‘modelo de negocio’ porque muchos no están pensados para ‘ganar dinero y crecer’. De ahí que todo proyecto cultural sin ánimo de lucro debería estar acompañado de políticas como la renta básica o ayudas que garantizaran su mínima sostenibilidad”.
Para María Ptqk, “da la impresión de que el sector cultural ha sido un campo de pruebas de las políticas neoliberales en relación con el trabajo, tanto en lo que se refiere a las condiciones laborales (sueldos muy bajos, horarios flexibles, contratos precarios, proliferación de falsos autónomos, etc.) como respecto de la ética y la cultura del trabajo. Esto ha sido facilitado por el propio sector cultural que, salvo excepciones, en España históricamente siempre ha estado desorganizado”.
La precarización del sector cultural ha ido paradójicamente de la mano de la extensión en el ámbito de la cultura de un discurso que habla de participación, cultura libre, colaboración o comunidad
La precarización del sector cultural ha ido paradójicamente de la mano de la extensión en el ámbito de la cultura de un discurso que habla de participación, cultura libre, colaboración o comunidad. “Ha sido un proceso nefasto”, lamenta Rendueles. “Lo digo como una autocrítica porque he participado de él. Significó una renuncia a interpelar a una mayoría social y la difusión de un discurso anti institucional profundamente afín a las lógicas empresariales contemporáneas. La mayor parte de esos foros son auténticos guetos sociológicos de gente que nos movemos en los mismos círculos y tenemos experiencias vitales muy similares”.
“Con los discursos de la participación y las comunidades en la práctica ha ocurrido como con el emprendizaje”, añade María Ptqk. “Participar en un equipamiento cultural no significa participar, sino trabajar gratis. Y comunidades significa que arrastres también a tus amigos”.
Precisamente el discurso del emprendizaje, una vez iniciada la crisis, ha encontrado en el sector de la cultura un terreno especialmente abonado.
Desde Zemos98 hacen autocrítica en este sentido: “Uno de nuestros grandes errores fue dejarnos llevar por la ola que nos etiquetaba como emprendedores. El resto es historia reciente: aquella burbuja se pinchó y las ciudades-marca dejaron cementerios urbanos plagados de emprendedores zombies que aún piensan que el mercado es ese lugar inocente y pulcro en el que si trabajas lo suficiente y un poquito más serás el próximo Steve Jobs. Afortunadamente encontramos nuestro espacio natural y con el que nos relacionamos de forma mucho más orgánica: la economía social y solidaria”.
Y ahora, ¿qué?
En tiempos de austeridad y de cambio político, ¿qué políticas culturales deberían promover las candidaturas municipalistas? ¿Cómo escapar del derroche, del elitismo o de la cultura buenrollista? ¿Qué medidas pueden poner en práctica las instituciones culturales públicas?
Para Guillem Martínez, más que impulsar medidas, las instituciones deberían “dar un gran paso hacia atrás, es decir, renunciar a hacer cultura y limitarse a garantizar su acceso, que no es poco”.
María Ptqk aconseja no “hacer políticas culturales de oídas, sin trabajar con profesionales del sector”. También, “abandonar la injerencia política y poner medidas para garantizar la independencia de las políticas culturales respecto de los vaivenes electorales”.
La planificación o la transparencia en la gestión pública son algunas de las cuestiones que reclaman desde Zemos98, junto con “la cesión de equipamientos en desuso” o la “redistribución de recursos para evitar un modelo basado en ‘grandes eventos’ donde las pequeñas iniciativas no tienen cabida”.
Huir de los grandes eventos pero también, como señala César Rendueles, evitar que la inversión cultural se concentre en unas pocas áreas. Así, por ejemplo, “Madrid es una de las ciudades culturalmente más centralizadas del mundo. En un par de kilómetros a ambos lados de la Cibeles se apiña una cantidad ridícula de inversión cultura”.
También apunta a lugares que no han recibido mucha atención desde las políticas culturales, y sugiere medidas como “atender las urgencias ciudadanas en materia cultural”, como por ejemplo dar ayudas para que niñas y niños puedan realizar actividades extraescolares, o “asociar la inversión cultural a los espacios de socialización ya existentes y que a menudo tienen grandes carencias: bibliotecas, parques, colegios o centros culturales de proximidad”.
Hedoi Etxarte, uno de los impulsores de la librería y centro social Katakrak en Pamplona, coincide en desviar la mirada hacia otros espacios: “El lugar más interesante es ése que la derecha ha querido ir abandonando las dos últimas décadas: la formación. Una formación popular en la que se vaya enseñando la cultura en conservatorios de música y de danza, en las escuelas de arte, de teatro, en las facultades, las bibliotecas, las filmotecas”.
También caben propuestas que van más allá de la gestión pública. Rubén Martínez considera que “estaría bien implementar políticas que garanticen ciertas formas de propiedad colectiva de recursos urbanos. Ya sean centros sociales, culturales o equipamientos para la investigación y experimentación cultural”. Se trataría de “la creación de un régimen de propiedad comunal para la gestión directa de equipamientos e infraestructuras que han sido creadas gracias a la inversión pública”.
Finalmente, hay quien apunta más alto: “Como poética, y para ser más breve y llenarme de gloria –concluye Guillem Martínez– creo ferozmente que debería de desaparecer el Ministerio de Cultura, o quedar tan reducido y especializado que no merezca ese nombre”. Veremos en noviembre.