Crisis de legitimidad

En pocas palabras, la “ideología” ya no convence



Crisis de legitimidad

Raúl Prada Alcoreza

Jürguen Habermas hablaba de problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Se refería a la crisis ideológica en la etapa del ciclo del capitalismo hegemónico vigente, caracterizada por la dominancia de los medios de comunicación de masa; instrumentos que sustituyen a la discursividad “ideológica”. También caracterizado por la dominancia de los monopolios, que distorsionan la concurrencia hasta hacerla desaparecer prácticamente, haciendo desaparecer tanto la competencia como la cooperación, ambas imbricadas para dar lugar al intercambio, a la deliberación, el ejercicio democrático, no solamente en el mercado. Si bien no hace referencia, por lo menos, de la manera como lo hacemos hoy, a la caracterización del capitalismo tardío por la referencia a la dominación de la forma del capitalismo financiero sobre el resto de las formas de capitalismo, incluyendo, claro está, el capitalismo industrial, de todas maneras, compartimos el criterio de crisis de legitimación. En pocas palabras, la “ideología” ya no convence.

Se puede hallar de distintas formas de crisis de legitimación o de la crisis de legitimación manifestada en distintas formas. Una de ellas, entre tantas, es la crisis “ideológica” de los populismos. Quizás los populismos sean, de las expresiones “ideológicas”, las que sobreviven persistentemente con más fuerza, en comparación con otras formas “ideológicas”, que en su tiempo tuvieron impacto, irradiación, incluso abarcaron el mundo. Esta persistencia quizás se deba al barroquismo de los discursos populistas, capaces, en mayor medida, de bricolajes, que las otras formaciones discursivas. Sin embargo, a pesar de esta persistencia, los populismos parecen mostrarnos los celajes de su crepúsculo.

El populismo actualizado en su singularidad local, en forma de indigenismo, combinado con nacionalismo-revolucionario, además con una figura compuesta de socialismo comunitario, que, a pesar de estas pretensiones, que resultan demagógicas, no es más que, en la práctica, la expresión folclórica de discursos edulcorantes de políticas del capitalismo dependiente. El neopopulismo pretende llenar los grandes vacíos de legitimidad, que se han abierto, con nuevos montajes; esta vez, barnizando con mejores versiones de vocales, su acostumbrada manipulación oficiosa del órgano electoral y de los otros órganos de poder; supuestos en la Constitución, poderes independientes, como en toda República.

Uno de los vocales cree, en su inocencia, que se trata de problemas técnicos, que es cuestión de hacer lo que hizo antes, mejorar las condiciones técnicas de los instrumentos electorales. La crisis de legitimación no es un problema técnico, es, en todo caso, por lo menos un problema político; en el caso que nos ocupa, relacionado al cumplimiento de la Constitución. Otro vocal elegido por los 2/3 predominantes en el Congreso, cree que la crisis de legitimación se resuelve con la rectitud, el comportamiento recto, que interpreta técnicamente, en sentido jurídico, las leyes, para aplicarlas en temas electorales, como lo hizo antes. ¿Otra inocencia? No es un problema de rectitud individual cuando se trata de un comportamiento institucional corroído por el oportunismo, el pragmatismo banal del uso del monopolio de la violencia; aunque esta violencia se dé está en sus formas simbólicas y no en sus formas manifiestamente descarnadas, comportamiento institucional atravesado por las practicas paralelas de poder, relativas a la economía política del chantaje, sobre todo relacionada a la corrupción.

Los problemas de legitimidad, de este singular populismo, no se resuelven mediante implementaciones técnica o rectitudes solitarias en una multiplicidad de adulteraciones éticas y morales. Populismo singular que se considera expresión de los movimientos sociales, cuando éstos prácticamente han desaparecido, sustituyéndoselos por redes clientelares, por organizaciones sociales cooptadas, por dirigencias que representan la voz del caudillo, alejados de las prácticas democráticas sociales, tanto sindicales como comunitarias.

En el caso concreto del neopopulismo boliviano, los problemas de legitimación del gobierno progresista están lejos de resolverse. Reduciendo la problemática de legitimación a un recorte operativo, por así decirlo, sin abarcar el conjunto de la estructura y composición de esta problemática. Circunscribiendo al descrédito logrado por un comportamiento grotescamente despótico, haciendo gala de la mayoría congresal. En relación no solo a la interpretación de la Constitución, que es el contexto, sino a la practica “democrática” del gobierno y de los aparatos de Estado. Tocando solamente los aspectos de violaciones constitucionales a los derechos civiles y políticos, al cumplimiento de la norma, sobre todo la exigida imparcialidad del órgano electoral; condición de principio - aunque sea discursivo - del ejercicio de la democracia formal; por lo tanto, de su legitimidad, incluso de su legalidad. Los problemas de legitimación, mas bien, se ahondan más. Una vez agotados todos los recursos grotescos de la imposición desmedida, ahora pretenden prestarse la máscara política, que se ingeniaron los gobiernos neoliberales de coalición, gobiernos, que en su crisis de legitimidad, se inventaron la selección de “notables” para garantizar la idoneidad y la imparcialidad electoral. En aquél entonces, estas presencias, por lo menos, fueron un factor de corrección en lo que respecta a las acostumbradas intervenciones oficiales en actos electorales.

Como se dice, ahora es otro tiempo, por lo tanto, los problemas de legitimación son otros; quizás más acuciosos, de mayor caladura y mayor alcance. Se trata del desmoronamiento de un discurso, pretendidamente emancipador, discurso político que no salió nunca de la demagogia, sin implementar las transformaciones estructurales e institucionales que establece la Constitución. Se trata de la repetición recurrente de las prácticas del chantaje y de la forma de gubernamentalidad clientelar del populismo, que en su versión del nacionalismo-revolucionario (1952-1964), convirtió la corrosión institucional y las prácticas paralelas de la corrupción en sociedad civil. Que en su versión del bricolaje actual, de indigenismo, nacionalismo y socialismo del siglo XXI, convierte a esta corrosión y a esta corrupción heredadas en las formas perversas de una “revolución democrática y cultural”. “Revolución” perdida en el imaginario delirante de un caudillo anacrónico y un último jacobino; imaginario alucinante, que interpreta la coyuntura, el periodo, el “proceso de cambio”, como el decurso de la trama dramática del mito del caudillo, en un caso; como el decurso de la trama iluminista de la “ideología” trasnochada jacobina o, en su versión más contemporánea, “bolchevique”, en el otro caso.

La Constitución establece el sistema de gobierno de la democracia participativa, pluralista, directa, comunitaria y representativa. Este sistema de gobierno brilla por su evidente ausencia. Lo que se ha realizado, nuevamente, como eterno retorno de formas de poder clientelar, es la forma de gobierno heredada del nacionalismo-revolucionario, forma de gobierno que sustituye la legitimidad inicial de las grandes convocatorias y de las multitudinarias movilizaciones sociales, por la convocatoria prebendal, por la demagogia estridente del supuesto “antimperialismo”, cuando, en realidad, se sigue entregando los recursos naturales, en las condiciones del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente. La Constitución establece la planificación integral, participativa y con enfoque territorial, cuando lo que menos hay es esta forma abierta y participativa de planificación; en sustitución se tiene la continuidad expansiva y total de políticas monetaristas, comandadas por el Ministerio de Economía y Finanzas Públicas. Solo al presidente se le ha podido ocurrir llamar a este modelo del Banco Mundial y del Fondo monetario internacional, modelo boliviano, otorgándole atributos emancipadores. Solo al último jacobino se le ha podido ocurrir que este modelo es el de la “transición al socialismo comunitario”. No sabemos quienes se creen estas interpretaciones extraviadas, fuera los llunk’us; interpretaciones que, evidentemente, son insostenibles; sin embargo, coadyuvan a edulcorar la dominación del imperio, real, de carne y hueso, de la contemporaneidad; no el fantasma del imperialismo de mitades del siglo XX.

Los problemas de legitimación tienen que ver con las contradicciones profundas del “proceso de cambio”. Estos problemas no se resuelven con paliativos de nuevos “notables”, figura ya desgastada, pues se trata de problemas estructurales del poder, recurrente, reiterativo, reproduciéndose, de una u otra forma, ya sea de manera nacionalista, ya sea de manera liberal, ya sea de manera neoliberal o ya sea de manera populista. Aunque en los márgenes de maniobra de las contingencias gubernamentales haya variaciones y diferencias en las formas políticas, todas estas formas responden a la estructura de poder de la geopolítica del sistema mundo capitalista; particularmente, en este contexto, a la geopolítica del capitalismo dependiente. En consecuencia, los problemas de legitimación solo se pueden resolver con trastrocamientos estructurales e institucionales profundos, con la participación movilizada de la sociedad, del pueblo, de los colectivos, de las comunidades, de los individuos libres.