El acontecimiento de la rostridad
Raúl Prada Alcoreza
La pregunta que se hizo Michel Foucault en el periodo que impartió sus clases sobre hermenéutica del sujeto, que corresponden a investigaciones al respecto, fue: ¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos en el momento presente? Esta pregunta es innegablemente fundamental, no sólo para comprender el presente, las subjetividades en el presente, sino también para comprender las condiciones de posibilidad históricas que hacen al presente lo que es. Tomemos un ejemplo y, al mismo tiempo, un tema; el humanismo. ¿Cómo se ha llegado al humanismo renacentista europeo y al humanismo renacentista barroco en Nueva España, lo que ahora es México?
Parece que esos humanismos no hubieran sido posibles sin la concepción de la igualdad espiritual humana; concepción que parece estrechamente vinculada a la historia del cristianismo. Nuestra hipótesis de interpretación histórica plantea que el concepto de hombre, que era la representación dominante de lo que llamamos humanidad, concepto, por cierto universal, es tallado por el desplazamiento religioso cristiano, que del referente del pueblo elegido por Dios pasa al referente universal de los pueblos de Dios, del prójimo, que es el hombre, en su condición de caída.
Hasta el momento, hemos mantenido la perspectiva de la crítica de la “ideología”; sin embargo, debemos anotar que, las “ideologías” no son solamente “ideologías”; no podrían ser tales si solo fueran eso. Requieren sostenerse no solamente en la materialidad y corporalidad separada por el fetichismo “ideológico”, que es una economía política, la economía política ideacional, sino que requiere también sostenerse en prácticas “ideológicas”, que al ser prácticas, conllevan también materialidad social. Estas prácticas tienen que ver con los habitus, las conductas, los comportamientos, las relaciones singulares. No podría haber “ideologías”, es decir, discursos, transmisión de ideas, en forma de interpretaciones imaginarias, si no se edificaran sobre prácticas efectivas que sostienen estas ideas.
Por lo tanto, lo que importa no es tanto lo que dicen los discursos, las ideas que transmiten, que al final de cuentas, sirven para expresar y justificar las prácticas. La crítica de la “ideología” se ha pasado atendiendo estas formaciones discursivas, estas formaciones enunciativas, estas formaciones conceptuales. A su vez, cada “ideología” se ha dado a la tarea de desacreditar a las otras “ideologías”. Cuando el problema de fondo no son las “ideologías”, que son discursos, tramas e interpretaciones; el problema de fondo, lo que incide en la vida cotidiana de las sociedades, son las prácticas, las prácticas discursivas, las prácticas no-discursivas, las prácticas “ideológicas”, las prácticas relativas a las relaciones sociales. Son estas prácticas las que inciden en las formaciones sociales, así como también en sus formaciones enunciativas y en sus formaciones conceptuales. Las ideas de por sí solas no podrían afectar en la materialidad social.
Desde esta perspectiva parece indispensable comprender la arqueología y la genealogía de los humanismos, desde el renacimiento hasta ahora, tomando en cuenta la incidencia de larga duración del cristianismo.
Retomando a Deleuze diremos que el humanismo o la emergencia del humanismo, que ya supone una concepción universal, tiene como experiencia social a la rostridad; es decir, a la autonomización del rostro, convertido en el lugar privilegiado de la expresión humana; en palabras cristianas, de la expresión del alma. Esta rostridad es el rostro de cristo. Esta humanización o, mejor dicho, esta universalización de la condición humana, tiene que ver con el rostro de Jesús. La igualación espiritual de los hombres es un acontecimiento cristiano; acontecimiento que autonomiza el rostro respecto del cuerpo. Rostro, lugar donde se expresan el pensamiento y los afectos, lugar, de alguna manera, considerado no-animal, desde la interpretación religiosa.
Como se puede ver, no es pues fácil desentenderse del substrato religioso, por más moderno que se considere el presente. Los humanismos pos-cristianos no pueden explicarse sin este substrato religioso, sin el acontecimiento cristiano, que, desde nuestro punto de vista, es un desplazamiento de universalización.
Desentenderse del discurso cristiano, de las interpretaciones cristianas, también de sus ceremonias, ritos y mitos, no implica que se da lugar a una ruptura con el substrato religioso, por más ateo que se considere la perspectiva de los humanismos modernos, sobre todo aquellos que adquieren una interpretación política radical. El problema no es el contraste de ideas, la diferencia conceptual de las formaciones enunciativas, sino la arqueología del humanismo, cuyas sedimentaciones profundas tienen que ver con la universalización de la condición espiritual del hombre. La forma como se da lugar esta universalización tiene que ver con el desplazamiento y acontecimiento cristiano. Concretamente tiene que ver con el hijo del hombre, el hijo de Dios, con su sacrificio y resurrección.
El calvario y la crucifixión autonomizan el rostro respecto del cuerpo, revelando, primero, el rostro como expresión de dolor, segundo, el rostro como expresión de alegría, después de la resurrección. La revelación es también el nacimiento de la rostridad. Para que se entienda bien, sin dar lugar a interpretaciones apresuradas, no es que los cuerpos anteriores al cristianismo no tenían rostro, sino que la relación del rostro con el cuerpo era distinta. Para decirlo esquemáticamente, por cierto, inadecuadamente, empero, ilustrando, ocurre que antes, por así decirlo, se daba como una continuidad entre cuerpo y rostro, en tanto que con el cristianismo, la relación del cuerpo con el rostro es de discontinuidad. El rostro se independiza del cuerpo, por lo menos imaginariamente.
En otras palabras, los humanismos heredan esta discontinuidad, esta autonomización, del rostro respecto del cuerpo. El humanismo tiene que ver con el descubrimiento del rostro, el acontecimiento de la rostridad. Hablando apropiadamente, se tendría que decir que la espiritualidad cristiana descansa o se aposenta en esta autonomización del rostro; el alma es pues el rostro. Este es el lugar donde se expresa el alma, donde el alma se hace presente y habla.
Si hoy, en la modernidad tardía, nos fijamos en la proliferación de la imaginería que devela múltiplemente los rostros, ya sea en la estética, ya sea en la propaganda, en la publicidad, en la comunicación, notaremos que asistimos a la irradiación desmesurada de la rostridad, en sus múltiples enfoques, perfiles, manifestaciones, aunque se encuentren en cuerpos desnudos. La proliferación masiva de los rostros, de la manifestación de los rostros, del lenguaje de la imagen de los rostros, en la modernidad, aunque esta proliferación no tenga ninguna pretensión religiosa, tiene como nacimiento al acontecimiento cristiano de la elocuencia del rostro de Jesús.
Cuando los partidos políticos difunden masivamente los rostros de sus líderes, esta referencia a la expresión del rostro político tiene como referencia inicial al rostro de cristo. Por más ateos que se proclamen los partidos políticos, cuando ejercen la difusión del rostro, cuando ejecutan hábitos de la rostridad, no hacen otra cosa que reiterar el primer formato de autonomización del rostro o de espiritualización del cuerpo. Podemos, por eso, preguntarnos: ¿Salimos alguna vez del horizonte religioso?
Al respecto, en El devenir rostro[1], escribimos:
El devenir rostro
Gilles Deleuze escribe en La imagen-movimiento, en el capítulo dedicado a La imagen-afección: rostro y primer plano, lo siguiente:
Cuando una parte del cuerpo ha debido sacrificar lo esencial de su motricidad para convertirse en soporte de órganos de recepción, éstos sólo tendrán principalmente tendencias al movimiento o micro-movimientos capaces, para un mismo órgano o de un órgano al otro, de entrar en series intensivas. El móvil ha perdido su movimiento de extensión, y el movimiento ha pasado a ser movimiento de expresión. Este conjunto de una unidad reflejante inmóvil y de movimientos intensos expresivos constituye el afecto. Pero ¿no es esto lo mismo que un Rostro en Persona? El rostro es esa placa nerviosa porta-órganos que ha sacrificado lo esencial de su movilidad global, y que recoge o expresa al aire libre toda clase de pequeños movimientos locales y que el resto del cuerpo mantiene por lo general enterrada. Y cada que descubrimos en una cosa esos dos polos, superficie reflejante y micro-movimientos intensivos, podremos decir: esa cosa fue tratada como un rostro, fue “encarada” o mas bien “rostrificada”, y a su vez ella nos clava la vista, nos observa… aunque no se parezca a un rostro[2].
A propósito del rostro y la rostridad, en Mil mesetas, Deleuze escribe:
Habíamos encontrado dos ejes, eje de significacia y eje de subjetivación. Eran dos semióticas muy distintas, o incluso dos estratos. Pero la significancia es inseparable de una pared blanca sobre la que inscribe sus signos y sus redundancias. Y la subjetivaciones inseparable de un agujero negro en el que sitúa su consciencia, su pasión, sus redundancias. Como sólo hay semióticas mixtas, o como los estratos van por lo menos de dos en dos, no debe extrañarnos que se monte un dispositivo muy especial en su interacción. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clow, clow blanco, pierrot lunar, ángel de la muerte, santo sudario. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe[3].
El rostro, ¿el espejo del alma?, tiene que ver con la desterritorialización:
El rostro es una superficie: rasgos, líneas, arrugas, rostro alargado, cuadrado, triangular, el rostro es un mapa, incluso si se aplica y se enrolla sobre un volumen, incluso si rodea y bordea cavidades que ya solo existen como agujeros. Incluso humana, la cabeza no es forzosamente un rostro. El rostro sólo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional – cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está descodificado y debe ser sobre-codificado por algo que llamamos Rostro -. Dicho de otro modo, la cabeza, todos los elementos volumen-cavidad de la cabeza, deben ser rostrificados. Y lo serán por la pantalla agujereada, por la pared blanca-agujero negro, la maquina abstracta que va a producir rostro. Pero la operación no acaba ahí: la cabeza y sus elementos no serán rostrificados sin que la totalidad del cuerpo no pueda serlo, no se vea obligado a serlo, en un proceso inevitable[4].
La pregunta es:
Precisamente porque el rostro depende de una máquina abstracta no se contentará con ocultar la cabeza, sino que afectará a las demás partes del cuerpo, e incluso, si fuera necesario, a otros objetos completamente distintos. Así pues, la cuestión es saber en qué circunstancias se desencadena esa máquina, que produce rostro y rostrificación[5].
Se trata de movimientos, lentos o veloces, movimientos que tienen que ver con intensidades y con velocidades diferenciales:
Esos movimientos son movimientos de desterritorialización. Ellos son los que “hacen” al cuerpo un organismo, animal o humano[6].
En el mismo texto citado, pasamos de la rostridad a la desterritorialización, que, precisamente implica una desterritorialización corporal, que es precisamente el rostro.
Teoremas de desterritorialización
Primer teorema:
Uno nunca se desterritorializa sólo, como mínimo siempre hay dos términos, mano-objeto de uso, boca-seno, rostro-paisaje. Cada uno de estos dos términos se desterritorializa en el otro. Por lo tanto, no hay que confundir la reterritorialización con el retorno a una territorialidad primitiva o más antigua: la reterritorialización implica, forzosamente, un conjunto de artificios por las que un elemento, a su vez desterritorializado, sirve de nueva territorialidad al otro que también ha perdido la suya. De ahí todo un sistema de reterritorializaciones horizontales y complementarias, entre la mano y la herramienta, la boca y el seno, el rostro y el paisaje.
Segundo teorema:
De dos elementos o movimientos de desterritorialización, el más rápido no es forzosamente el más intenso o el más desterritorializado. No hay que confundir la intensidad de desterritorialización con la velocidad de movimiento o desarrollo. Por lo tanto, el más rápido conecta su intensidad con la intensidad del más lento, la cual, en tanto que intensidad, no le sucede, sino que actúa simultáneamente sobre otro estrato o sobre otro plano. Así la relación seno-boca se orienta ya en función de un plano de rostridad.
Tercer teorema:
Se puede, incluso, concluir que el menos desterritorializado se reterritorializa en el más desterritorializado. Se establece así un segundo sistema de reterritorializaciones, vertical, de abajo arriba. En este sentido, no sólo la boca, sino el seno, la mano, el cuerpo en su totalidad, y hasta la herramienta, están “rostrificados”. Como regla general, las desterritorializaciones relativas (tras-codificación) se reterritorializan en una desterritorialización absoluta en tal o cual aspecto (sobre-codificación). Ahora bien, hemos visto que la desterritorialización de la cabeza en rostro era absoluta, aunque siguiese siendo negativa, en la medida que pasaba de un estrato a otro, del estrato del organismo a los de significancia o subjetivación. La mano, el seno se reterritorializan en el rostro, en el paisaje: están rostrificados y a la vez paisajizados. Incluso un objeto de uso será rostrificado: de una casa, de un utensilio de un objeto, de una ropa, etc., diríase que me miran, y no porque se parezcan a un rostro, sino porque están atrapados en el proceso pared blanca-agujero negro, porque se conectan con la máquina abstracta de rostrificación.
Cuarto teorema:
La máquina abstracta no se efectúa, pues, únicamente, en rostros que produce, sino también, y en gradeos diversos, en partes del cuerpo, ropas, objetos que ella rostrifica según un orden de razones (no según una organización de semejanza)[7].
Desterritorialización y subjetividad
Se puede decir que la subjetividad corresponde a la constitución de la interioridad o, también, a su vez, que la experiencia de la interioridad es el espesor donde se constituye la subjetividad. ¿Qué es la subjetividad? ¿Es la emergencia de la individualización? Los rasgos propios se convierten en la identificación de uno/una; son como el nombre propio. Sobre todo el rostro adquiere connotación, reconocimiento, identificación. Empero, ¿de qué son expresión esos rasgos? ¿Son los trazos de las trayectorias de una vida interior? ¿Son la huella de una experiencia intima? ¿Son los plegamientos somáticos de los repliegues subjetivos? ¿Inscripción de una memoria recóndita? Entre lo semántico y lo somático, sobre todo entre lo subjetivo y lo somático, no es que hay un cruce, un puente, una articulación, sino más bien un entrelazamiento; uno es el envés del otro. La vivencia somática es interior, aunque se manifieste externamente como cuerpo. El cuerpo, el cuerpo vivo, la vivencia del cuerpo, es eso, una experiencia acumulada internamente, como memoria, si se quiere primordial, como memoria biológica, que es tanto filogenética como ontogenética. Pero, hablamos de otra memoria, de una memoria que se asienta sobre la anterior, una memoria subjetiva o, mas bien, una memoria que se convierte en sujeto, si se puede hablar así. Memoria figurativa, memoria imaginaria, memoria como intuición, por lo tanto como composición e interpretación de lo vivido. Pliegue que llamamos pasado. Bueno pues, esta memoria, que no puede conformarse, configurarse, plasmarse, sin la experiencia social del lenguaje, de la cultura, experiencia comunitaria, es como el repliegue en la interioridad de la experiencia de la “exterioridad” social.
Con lo que nos damos cuenta que no hay interioridad pura o absoluta, tampoco exterioridad pura o absoluta. Una es el envés de la otra. La exterioridad es exterioridad para una interioridad, cuando el referente es una interioridad determinada. La interioridad es como el pliegue subjetivo de esa exterioridad, exterioridad interpretada a partir de cierto imaginario. La experiencia de la interioridad y la experiencia de la exterioridad es la misma experiencia, desdoblada; una dada como plegamientos subjetivos, como memoria; otra dada como despliegues, recorridos, espaciamientos, de la manifestación de un mundo que descubrimos a nuestro paso. Ahora bien, ¿Cuándo estas experiencias, devenidas memoria y mundo, se rostrifican? ¿Cuándo adquieren una identidad que nos habla? ¿Cuándo aparece el primer plano? Se dice que el soberano es el único que tenía rostro, el único que tenía nombre; era el rostro reconocido por todos. Empero, también era el rostro que no podía mirar nadie, no se podía encarar al soberano, no se le podía mirar la cara. Entonces se trata de un rostro sin rostridad o de una rostridad sin rostro. El rostro existe cuando se le mira la cara y se reconocen en él el conjunto y la composición de rasgos singulares, que hace una identidad.
Independiente que ninguna comunidad humana dejó de experimentar la presencia del rostro, forma parte de la desterritorialización corporal de la hominización. Rostrificación no solamente de la cabeza sino del propio cuerpo. Todas las culturas experimentan esta rostrificación, de una o de otra manera. De una forma simbólica, ocultando el rostro con la máscara, que nos devuelve a la “espiritualidad animal”, de una forma muy íntima, en las relaciones micro-sociales, madre/hijo, padre/hijos, en el ámbito de las relaciones de parentesco. Independientemente de que el rostro forma parte de la humanidad misma, el tema es ¿cuándo el rostro se convierte en dispositivo político, en agenciamiento institucional, en interlocutor y referente religioso? Parece ser una larga historia, una historia vinculada a las religiones. Particularmente nos incumbe la historia del cristianismo. El cristianismo una escisión, por eso una prolongación, del judaísmo. La Biblia, los libros, es en realidad una selección, sobre todo la relativa al Nuevo Testamento, una yuxtaposición entre los nuevos textos, que corresponden a la historia del sacrificio de Jesús y a su interpretación religiosa, el comienzo de la comunidad cristiana, y los viejos textos, que corresponden a la historia del pueblo judío, pueblo esclavizado, que tiene como utopía la tierra prometida. El cristianismo es la revelación de Jesús, el hijo del hombre, entregado en sacrificio para salvar a la humanidad; también es la interpretación de la crucifixión. Entonces el cristianismo aparece como la máquina abstracta que rostrifica, que nos pone en primer plano, ante el rostro de Jesús, pero también de Cristo. Rostro que pretende ser el rostro de la humanidad, el rostro del prójimo.
¿Ha sido el cristianismo inicial la rebelión de los pobres, como se nos cuenta, la rebelión de una secta que proclamaba la igualdad, después la rebelión de los migrantes en la metrópolis romana? ¿Ha sido después el cristianismo la lucha del monoteísmo contra el politeísmo, la lucha por la unificación espiritual, en base a la unidad compuesta de la santísima trinidad? ¿Ha sido después la continuidad del imperio romano por los caminos de la institucionalización de la iglesia como contenido espiritual de los reinos? Por cierto, hay muchas historias que seguir; empero, lo que importa es el efecto en la constitución de las subjetividades en el llamado occidente, incluyendo al extremo occidente, al quinto continente, conquistado e incorporado paralelamente a los procesos de cristianización y mercantilización, a la vez. Lo que importa es comprender los procesos de individualización que se desatan, procesos de constitución de una subjetividad religiosa que desplazan, desvían, la energía, los flujos deseantes corporales, al ejercicio de la misericordia, a extender el sentimiento de piedad. El rostro de Jesús es convertido en narrativa de amor, pero también en narrativa de dolor, cuando se muestra el rostro del crucificado. Se trata de una religión apasionada por el martirio y el sacrificio del hijo del hombre.
Gilles Deleuze y Félix Guattari dicen que se trata del rostro del hombre blanco, como el referente clasificador de los rostros. Desde aquí se construye la jerarquía; después vienen los rostros de los otros hombres, hombre amarillo, hombre negro, hombre indio. Pero, ¿qué decimos ante el rostro del martirio, el rostro ensangrentado del crucificado? ¿A quién representa? ¿A los sufrientes? ¿A los que padecen la vida como un calvario? ¿O se trata de despertar de lo recóndito del alma humana la misericordia? El tema, la temática, el problema, la problemática, esto de la rostridad, no es tan esquemática, como parece aparecer en el capítulo que citamos, sobre rostridad y subjetividad, del libro Mil mesetas. Ciertamente el cristianismo institucionalizado, las imágenes del cristianismo de la iglesia expandida al mundo, ha acercado la imagen del rostro de Jesús a la del hombre blanco, incluso rubio, una imagen que seguramente correspondía al rostro de un hombre del desierto, un hombre bronceado por el sol del desierto. En esto se distinguen las imágenes de la iglesia católica de la iglesia ortodoxa, que mantuvo la figura de un rostro moreno. Durante las últimas décadas de la segunda parte del siglo XX, la evangelización de la teología de la liberación uso imágenes morenas, indias y afros, del rostro de Jesús. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué el rostro de Jesús vuelve a su modelo original? ¿Qué las corrientes rebeldes de la iglesia buscan llegar a una identidad con los pobres, los explotados, los marginados, los subalternos? Estos matices, esta metamorfosis del rostro de Jesús, nos plantean una problemática más acusada de las subjetividades inherentes a la historia del cristianismo.
Una primera pregunta: ¿Cómo una religión del desierto se convierte en la religión más urbana del mundo? ¿Cómo la utopía de la tierra prometida, que corresponde a su matriz religiosa, se convierte en la promesa de la ciudad de Dios? Ciertamente está Roma de por medio y la respuesta de San Agustín ante la caída de Roma en manos de los barbaros. Sabemos que la religión tiene que ver con religar, re-ligar, volver a ligar el vínculo perdido del hombre con Dios; también sabemos que la religión trata de lo sagrado, lo que se encuentra más allá de la muerte. La religión no olvida su iniciación originaria en el sacrificio, en el dar muerte, en la entrega del cuerpo fresco, como comunicación y compensación, a los dioses. Toda religión se debate en este desafío imposible: comunicarse con el infinito e inconmensurable con medios finitos y mensurables, como el lenguaje, el sacrificio de los cuerpos, las plegarias acotadas. En primer lugar, hay una pretensión desmesurada en toda religión, lograr la comunicación con lo que no se comunica sino se manifiesta como inmanencia y potencia infinita en todo.
Por eso, todas las religiones se proponen elevar al hombre, la espiritualidad humana, a las alturas de la posibilidad de esta comunicación imposible. Esto se lo puede lograr con un trabajo sistemático sobre el cuerpo. Los monasterios se han encargado de este trabajo disciplinario y de espiritualidad. La irradiación de la religión al común, fuera de los ámbitos del monasterio, tiene que ver no solamente con la prédica, en el cristianismo con la evangelización, sino con las fiestas, las ceremonias, los ritos, las prácticas exigidas en relación con eventos de la vida cotidiana. Hay pues como un mapa concéntrico de esta espiritualidad o de estas subjetividades religiosas logradas, mapa nucleado en los monasterios, donde los monjes dedican su vida a Dios. De ahí, se abren los otros espacios donde se encuentran los fieles, los creyentes, que deambulan tanto en el mundo profano como en el mundo sagrado, combinando vida cotidiana y vida religiosa. Empero, en la medida que la religión se internaliza, vale decir, se convierte en creencia, pero también en práctica, afectando la interpretación del mundo, incluyendo lo que pasa en la vida cotidiana, la religión desata subjetividades múltiples, individualizadas, exigiendo a cada quien un comportamiento, una conducta, una dedicación. Los dilemas de la religión, de comunicación de lo finito con lo infinito, se traslada a cada persona, quien trata de resolverlos a su manera, sobre todo cuando se siente desolado, angustiado, perdido, desorientado, enfrentando problemas que lo exceden.
Las subjetividades humanas tienen mucho que ver con la experiencia religiosa, incluso en los tiempos de la desacralización. Estos dilemas, estos desafíos inauditos, estas estrategias de comunicación divina, pueden haber cambiado, pueden haberse vuelto preguntas racionales, dando lugar también a respuestas racionales, empero, la contingencia emocional de una desmesura intuida, vuelve o se mantiene en la intimidad. Se puede decir que hay como estratos de la subjetividad, pero también de la memoria. Ya hablamos de la memoria biológica, también hablamos de la memoria social, correspondiente a la vida y relaciones de la comunidad; después debemos hablar de la memoria espiritual y religiosa, que incumbe tanto al politeísmo como a las formaciones de las grandes religiones. Quizás en este caso tengamos que diferenciar la memoria espiritual politeísta de la memoria religiosa; aquella es, mas bien, ancestral, ésta es, mas bien, antigua; aquella es plural y ésta es única, monoteísta. No son las mismas constitución de subjetividades, son distintas; los politeísmo buscan conectarse con las espiritualidades animales y de las plantas, de la tierra, del agua, del aire, de los subsuelos; en cambio, la espiritualidad religiosa busca la comunicación con la espiritualidad única y absoluta, infinita y trascendente. El efecto en los seres humanos es diferente; en un caso se trata de subjetividades vinculadas con tótems, en el otro caso con subjetividades conectadas con el divino.
Quizás la individualización comienza a ser posible con la experiencia de las religiones. Los códigos morales y acéticos son dirigidos a cada quien, cada quien tiene que responder individualmente a estos mandatos. La relación con Dios llega a ser personal, fuera de la relación con el maestro, los monjes, la iglesia, los feligreses. Dios habla a cada quien y cada quien habla con Dios o, por lo menos lo intenta. El cristianismo, la religión de la igualdad, por lo menos eso es lo que enuncian los evangelios, el mensaje de Jesús, amplia y profundiza las consecuencias de la individualización. Entran todos en esta comunicación con Dios, sobre todo los miserables. Si bien el cristianismo no iguala las condiciones materiales de las sociedades humanas, el mensaje es que todos los hombres son iguales ante los ojos de Dios. La iglesia católica y la iglesia protestante van a crear estratos de evangelización, para los ricos, para las clases medias, para los pobres. El mensaje de igualdad es un enunciado, la práctica del vínculo con los estratos sociales es otro. Empero, lo que interesa es el acontecimiento que provoca en los evangelizados.
En la historia del cristianismo es indispensable hurgar en el cataclismo de la conquista, sobre todo en la historia de la evangelización a las poblaciones indígenas del quinto continente, Abya Yala, América. Se trataba de poblaciones de espiritualidad politeístas, a quienes se inculcó la religión monoteísta cristiana. Hay pues una violencia inicial en todo esto. Es cierto que no solamente se produjo la demolición de los templos, el des-echamiento, el descarte, de las narrativas de estas espiritualidades, sino también se dieron lugar a sincretismos y simbiosis, a la utilización y sustitución de las deidades indígenas por deidades cristianas; la madre tierra fue convertida en la virgen maría. También que la iglesia se encargó de preservar las lenguas indígenas, por lo menos las más habladas, instaurando la enseñanza y universidades de lengua nativa; enseñanza de la que fueron excluidos, en gran parte, los mestizos y criollos. Sin embargo, lo que interesa es comprender la convulsión subjetiva provocada por la evangelización en sujetos que formaban parte de una espiritualidad politeísta.
Los monjes tuvieron que aprender lenguas nativas y evangelizar en lenguas nativas. Esto ayudaba a la comunicación, empero no resolvía el problema de la diferencia de imaginarios. ¿Cuántas generaciones tuvieron que pasar? ¿Ha desaparecido la espiritualidad politeísta o, mas bien, se conserva, se reproduce, a través de la perdurabilidad de la comunidad, como matriz hermenéutica de la narrativa cristiana? ¿Entonces se repite la convulsión espiritual en la subjetividad indígena? Es difícil situarse en los acontecimientos del siglo XVI, siglo clave de instauración del colonialismo y de la evangelización; tampoco no es fácil situarse en lo que acontece en los siglos XVII y XVIII, aun cuando en este último siglo nos encontramos con los levantamientos indígenas pan-andinos, cuando se muestra la convulsión social, política y cultural, con la interpelación indígena a la administración colonial, aunque en principio no haya sido contra el rey y la corona, sino contra las autoridades locales. No hablaremos del siglo XIX, lapso en el que continúan los levantamientos indígenas, sobre todo al finalizar el siglo. Nos situaremos en la segunda mitad del siglo XX, cuando han trascurrido cerca de cinco siglos desde la conquista.
Estamos ante sociedades y Estado-nación constituidos, ante una historia política avanzada y convulsionada por las luchas sociales, después de experimentar movimientos populares que se plantean la modernización por la vía de las nacionalizaciones y la recuperación de la soberanía frente a la dependencia y en contra del imperialismo. Los pueblos indígenas, cuyas poblaciones de comunidades han sido convertidas en poblaciones de campesinos, en su gran mayoría, o migrantes a las ciudades, también cuentan con una larga historia de evangelización, de sincretismos, de simbiosis, aunque también de retornos declarados a la espiritualidad politeísta. En las ciudades andinas se despliegan cronológicamente entradas, fiestas, festejos, efectuadas con el esplendor de danzas mestizas, siguiendo el calendario católico, a la “patrona”, la virgen local o regional, o al mismísimo Señor del Gran Poder. En estas entradas se tapa el rostro con las máscaras. ¿Qué quiere decir esto? ¿Soy lo que muestra la máscara, no el rostro que llevo, menos el rostro de Jesús que quieren que sea? Empero, se hace todo esto como llevando en los hombros el cuerpo de Cristo, mostrando el rostro del sacrificado. Es una muestra de devoción; sin embargo, efectuada de manera festiva, como en las fiestas llamadas paganas, donde se derrocha con frenesí el desborde deleitable de energía y placer. Se bebe en demasía y se tiene sexo. En esta fiesta los dioses de un lado, de la espiritualidad politeísta, se han encontrado con Dios, de la religión monoteísta, acompañado por vírgenes, ángeles y demonios. Aparentemente se ha resuelto la convulsión, la confrontación politeísta y monoteísta. Todos danzan en la fiesta. Sin embargo, hay que anotar, que es precisamente en la fiesta donde salen todos los demonios, se revela la intensidad del conflicto, de la confrontación. Se muestra en su desmesura el desgarramiento de la subjetividad. Mas bien, ahí se dice que la convulsión subjetiva no se ha resuelto, que la convulsión misma es el contenido de la subjetividad atormentada por el conflicto de identidades.— NOTAS
[1] De Raúl Prada Alcoreza. Texto inédito hasta ahora.
[2] Gilles Deleuze: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Paidos 2003; Buenos Aires. Pág. 132.
[3] Gilles Deleuze: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos 2000; Valencia. Págs. 173-174.
[4] Ibídem: Pág. 176.
[5] Ibídem: Pág. 176.
[6] Ibídem: Pág. 177.
[7] Ibídem: Págs. 179-180.