25-09-2015
La revitalización de las epistemologías endógenas como proceso de reivindicación de los pueblos indígenas
María Jacinta Xón Riquiac
www.revistacienciasunam.com/es
La concepción del tiempo y el espacio es inherente a la organización del hacer y pensar social, económico, científico, filosófico, territorial y religioso de los grupos humanos. Así, cuando en 1492 se produjo un encuentro-desencuentro de dos cosmovisiones diferentes, la europea y la de los pueblos indígenas en lo que posteriormente sería llamado continente americano, tuvo lugar un proceso de colonización en el cual los europeos impusieron su concepción temporal y espacial, así como una nueva relación sociedad-sociedad/sociedades-naturaleza y una desigual distribución de la riqueza.
Ya en el siglo XVIII, en su dinámica social, política, económica, filosófica, religiosa y científica, Europa estableció la idea de “progreso” como motor e ideal de una civilización mundial; surgieron entonces en toda América movimientos de reformas liberales que instauraron emergentes estados-naciones, apoyados en discursos científico-ideológicos para la jerarquización social, de género, cultural, política y económica. En esos discursos, como observa Héctor Hugo Trinchero, puede advertirse el campo semántico en que adquieren preponderancia determinados estigmas sobre otros, así como las prácticas de poder asociadas a estos estigmas en cuyo marco se generan políticas de intervención social específicas.
La definición de “modernidad” como período político-económico-científico que consideramos en este artículo es la que nos presenta Bruno Latour con respecto de la invención del mundo moderno: “en el cual la representación de las cosas a través del laboratorio se encuentra para siempre disociada de la representación de los ciudadanos a través del contrato social”. A partir de esto analizaremos cómo las formas discursivas modernas se convirtieron en discursos científicos que proporcionaron elementos para estructurar la alteridad como una colección de diferencias, según lo entiende Jonathan Friedman; lo moderno, por un lado, todo aquello que se legitima por medio de la autoridad de las verdaderas ciencias, el positivismo y su método científico y, por el otro, lo premoderno, todo aquello que escapa al procedimiento positivista, entre lo que se encuentra las epistemologías de los pueblos indígenas, consideradas como tradiciones, como no ciencias.
Sin embargo, nos interesa señalar que la producción, dinamización y vitalidad del conocimiento de los pueblos indígenas en la contemporaneidad no siempre se interesa en vencer las pruebas impuestas por las ciencias positivistas para calificarlo como verdadera ciencia, sino más bien se interesa en una epistemología endógena, es decir, la validez del conocimiento de y para las colectividades y futuras generaciones, subrayando su carácter ontológico en el cual no existe separación entre lo material-natural, lo social y lo espiritual.
En la actualidad, la modernidad se entiende como la inserción de un sujeto x a un modo de organización racionalizada e individualizante —considerada democrática—, dentro de una lógica de mercado capitalista y, a partir de la coordinación y vinculación en un registro y la cuenta de un tiempo universal, desde una localización geográfica específica, pero en un espacio de acción global gracias a la tecnología.
Modernos y premodernos
Para determinar cómo las formas discursivas modernas se convirtieron en discursos científicos que proporcionaron elementos para estructurar la alteridad como una colección de diferencias entre las verdaderas ciencias y las no ciencias, nos referiremos al trabajo de las ciencias humanistas desde 1920 en su intento por construir un conocimiento acerca de las sociedades llamadas tradicionales desde la perspectiva del método científico aplicado a las ciencias sociales, a las que denominaremos como etnociencias.
Los estudios etnocientíficos inspirados en la idea de progreso constituyeron los fundamentos de la alteridad al establecer el racionalismo occidental como ideal de civilización, contraponiendo como irracionales, incivilizados, tradicionales y premodernos los sistemas de conocimientos de los pueblos no occidentales. Vale recordar lo que dice Paolo Rossi con respecto de la idea de progreso y su influencia en el registro de la historia oficial: “los discursos sobre el crecimiento y sobre los avances se van articulando en el final del siglo XVIII en la forma de una doctrina o teoría del progreso. Según esa doctrina o teoría: 1) la historia es una unidad regulada por leyes que determinan los fenómenos individuales en sus relaciones recíprocas y en sus relaciones con la totalidad; 2) el progreso se configura como una ley de la historia; 3) el aumento de la capacidad de intervenir sobre el mundo y la capacidad de conocer el mundo son identificados con el progreso moral y político; 4) éste es puesto en una relación de dependencia con aquél aumento; 5) la lucha (como ocurre en Spencer y en el darwinismo social) es interpretada como elemento constitutivo o como arca del progreso”.
Los procesos de formalización de las etnociencias en tanto que disciplinas las constituyó en las ciencias encargadas del estudio de la subjetividad de diversos grupos socioculturales, en particular los pueblos indígenas, enfatizando el distanciamiento de las ciencias encargadas del estudio de la materia, dividiendo así ciencias sociales-humanísticas y ciencias naturales-materialistas. En este sentido, Bruno Latour apunta que “sí la Constitución moderna inventa una separación entre el poder científico encargado de representar a las cosas y el poder político encargado de representar a los sujetos, no debemos sacar la conclusión de que los sujetos están lejos de las cosas”. Y es este proceso de formalización de las etnociencias como disciplinas para la aproximación y representación de la alteridad lo que institucionaliza a las no ciencias.
Isabel Stengers destaca que el discurso metodológico es el informe de una especie de victoria que busca suscitar el olvido de la cuestión de los límites, propiciando la producción de juicios, es el propio sentido del acontecimiento constituido por la invención experimental: la invención del poder de otorgar a las cosas el poder de conferir al experimentador el poder de hablar en su nombre. Para comprender cómo se construyeron los discursos positivistas acerca de las epistemologías indígenas como premodernidad partiremos del análisis del discurso desde la perspectiva de Michel Foucault, para quien “el análisis de los enunciados y de las formaciones discursivas abre una dirección enteramente opuesta: ella quiere determinar el principio según el cual pudieron aparecer los únicos conjuntos significantes que fueron enunciados. Busca establecer una ley de raridad”. Es en la formación discursiva donde dicha ley tiene que establecer la representación y en donde la representación posibilita la interpretación que otorga poder.
Por medio de una arqueología, como la propuesta por Foucault, sobre la formación discursiva de las etnociencias para su constitución como disciplinas, podremos identificar los procesos que las han positivado, epistemologizado, cientifizado y, finalmente, formalizado mediante lo que el mismo delineó: “analizar positividades es mostrar según qué reglas una práctica discursiva puede formar grupos de objetos, conjuntos de enunciaciones, juegos de conceptos, series de elecciones teóricas”. De esta manera es posible observar los conjuntos de enunciados presentes en las teorías elaboradas por medio de métodos de conocimiento aproximativo que paradigmatizan —en el sentido kunhiano— los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas con historias semejantes a la historia de Occidente, en contraposición y como antítesis de ella. Sistemas de enunciados que demandan una hegemonía de la verdad como lo han señalado Rist, Zimmermann y Wiesmann.
Una arqueología de las etnociencias
Resaltamos en primer lugar lo que puede designar el prefijo “etno” cuando es utilizado en los conceptos. Ubiratan D’Ambrosio anota respecto de éste que: “se refiere a grupos culturales identificables […] incluye memoria cultural, códigos, símbolos, mitos y hasta maneras específicas de raciocinar e inferir”; y cuando se aplica a las disciplinas encargadas del estudio de la alteridad, estás se convierten en etnociencias.
La conceptualización y representación de los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas iniciaron con la llegada de los extranjeros a tierras americanas desde el siglo XVI. D’Ambrosio observa: “el relato de otras formas de pensar encontradas en las tierras visitadas es vasto. Siempre destacando lo exótico, lo curioso”, propiciando así un racionalismo eurocéntrico. A mediados del siglo XVII los relatos hechos por los cronistas y sacerdotes revelan la existencia de sociedades cada vez más numerosas y diversas. Rossi anota que los estudiosos europeos en esta época hicieron un paralelismo cultural del clasicismo al exotismo: “así, los documentos traídos por los viajantes van a ser interpretados en función de la gran lección del humanismo antiguo […] Esta perspectiva comparatista es desarrollada sistemáticamente con las únicas sociedades que los eruditos conocen bien: las de Grecia y Roma, y la de los judíos”.
La filosofía positiva que surge en Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX fue institucionalizada y hegemonizada como el resumen del desarrollo político, económico, cultural y científico de la humanidad, por medio de la formalización de una perspectiva de la historia. Con este proceso de institucionalización surge “la dicotomización entre los proponentes y los oponentes de la disyuntiva salvajismo-civilización” como anota Friedman. En esta lógica, los acercamientos hacia los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas no se hicieron procurando ontologías y epistemologías específicas sino interpretando lo observado por medio de procedimientos de representación aprendidos en la socialización de la autoridad mediante la formalidad de las “verdaderas ciencias” y para el entendimiento y aprobación de los colegas especialistas.
En las teorías presentadas por las etnociencias desde la segunda mitad del siglo XIX pueden ser encontrados postulados fundamentales con ciertas tendencias ideológicas o ideologías científicas como lo notara Georges Canguilhem, tornando posible el conocer las propuestas de análisis de los pensadores que se refieren a las sociedades exóticas, las cuales fueron estudiadas en sus comienzos por la etnología, la etnografía, la arqueología y la antropología, disciplinas que vieron a las sociedades indígenas como de “fuera”, como naturalezas en estado puro que podrían ser conocidas objetivamente por medio del análisis de una colecta fenomenológica de su subjetividad, así como de sus haceres sociales, culturales, políticos y espirituales; en otras palabras, dichos conglomerados humanos fueron pensados como organismos biológicos, biopsíquicos y biosociales.
Vemos así cómo el discurso se convierte en un condicionante que guía el cuerpo metodológico para construir un “ellos son”, que se basa en la interpretación de la memoria y de archivos “objetivamente” comprobados. El discurso etnocientificista hegemónico y exotizante de los indígenas es la base subjetiva que ha domesticado el saber acerca del sistema de conocimientos y la dinámica sociocultural de tales grupos. Concordamos por tanto con Trinchero al afirmar que: “una historia es producida con la intención de tener sobre ella una capacidad de hegemonía como discurso de poder”.
Vale resaltar que, en la actualidad, el paradigma del método científico es considerado como la herramienta metodológica más confiable de aproximación a la verdad y a la realidad; por lo que el objetivo de muchos etnocientistas es el de hacer, de sus investigaciones, teorías que de acuerdo con los parámetros estrictos del método científico se aproximen ciertamente a las realidades de los grupos socioculturales no occidentales estudiados. No obstante, cuando con algo de suerte dichos estudios llegan a manos de los sujetos estudiados, éstos generalmente se desconocen totalmente en aquello que la academia acepta como metodológicamente correcto.
La demarcación del tipo de objeto de las etnociencias en su versión contemporánea continúa siendo un discurso civilizatorio, ya que de alguna manera los pueblos indígenas son aún considerados como residuos de una prehistoria, de un predesarrollo, condenados a la extinción por el desarrollo moderno y por el progreso y, más recientemente en América Latina, como asiduos opositores al desarrollo porque rechazan los proyectos extractivos que se quieren realizar en sus territorios. Asimismo, las corrientes que se definen respetuosas de la diferencia se constituyen muchas veces como discursos mediáticos con análisis conciliadores o en los límites de las fronteras entre las verdaderas ciencias y los pueblos indígenas, tal es el caso de lo “descolonial” que, sin querer parecerse a las corrientes tradicionales, sigue elaborándose desde la alteridad o por sujetos indígenas formados bajo la autoridad de las verdaderas ciencias. Así, se elaboran teorías que siguen siendo contribuciones para los archivos etnográficos positivistas y para la aprobación y reconocimiento de los colegas especialistas, informes en los que la diferencia se anula a partir del relativismo, al mismo tiempo que se le enfatiza por no existir una preocupación consciente de saber cómo los sujetos participantes se reconocen, se representan y se encuentran dentro de los informes.
Los sujetos endógenos contemporáneos
Contrario a la constitución de las etnociencias, el endoanálisis o análisis endógeno tiene por objetivo la búsqueda de lo que Rist definió como aprendizaje social: “los procesos de aprendizaje social son procesos de aprendizaje colectivos que afectan al conjunto de la sociedad y que no pueden quedar restringidos a una élite de expertos, científicos o políticos”. Éste constituye una propuesta de práctica metodológica para el fortalecimiento y dinamización de las diversas epistemologías del mundo, teniendo como objetivo principal el aprendizaje social sin previas teorías elaboradas y que su socialización sea una aproximación de un nosotros(as) somos y hacemos, dicho por nosotros(as) y para nosotros(as), para vernos y sentirnos identificados y representados, con nuestras palabras, para encontrar nuestros significantes y significados en los resultados de la discusión, reflexión y recolección colectiva, sin la preocupación de ser aprobado o no por los especialistas de las disciplinas formales.
No obstante, a mediano plazo, posiblemente, dichas construcciones sociales puedan convertirse en contra-discursos para la constitución de contra-historias apoyadas, ahora sí, por sujetos descolonizados, por sujetos políticos que procuran un dialogo en el límite de la frontera entre las ciencias formales y sus propias epistemologías, las endógenas. Por el contrario-historia entendemos la definición ofrecida por Marilena Chaui en el prefacio al libro O silêncio dos vencidos: “se trata, también, de buscar el doble lugar donde historia y saber, con respecto de la historia, se producen evitando las trampas de la reducción de lo real a los hechos o a sus representaciones”. Según Chaui: “los vencidos hablan y recuerdan porque otra historia es desvendada en el corazón de aquella que conocemos. Más que esto: el desmontaje de lo conocido se expresa en un contra-discurso que nos coloca frente a una contra-historia, aquella que fuera destruida por la historia”.
La contra-historia a ser construida tendrá que incluir, por tanto, una reflexión del contenido ideológico en el marco de la diferenciación que se ha hecho entre lo que es moderno y lo que es premoderno. O sea, la idea de que tradición es sinónimo de tradicional. A propósito de esta clasificación dicotómica entre lo occidental y lo no occidental cabe recordar la observación que Isabelle Stengers hace respecto de una cita de Bruno Latour: “si los occidentales apenas hubiesen comercializado y conquistado, saqueado y esclavizado, ellos no serían muy diferentes de los otros comerciantes y conquistadores. Pero no, inventaron la ciencia, esta actividad totalmente distinta de la conquista y del comercio, de la política y de la moral”.
Stengers comenta que en esta frase se puede identificar dos cosas: a) Bruno Latour no concibe que la ciencia sea “una actividad totalmente distinta”; b) la ciencia es el arma consubstanciada en forma de creencia occidental. La autora enfatiza así que: “la creencia que permite, a nosotros occidentales, imaginarnos tan diferentes de los otros […] nuestra creencia en la ciencia como totalmente distinta [capaz] de asegurar el derecho a un acceso enteramente diferente al mundo y a la verdad”, y concluye: “está claro, todo pueblo se cree muy diferente a los otros, pero nuestra creencia nos permite al mismo tempo definir a los otros como interesantes —nosotros inventamos la etnología— y como condenados anticipadamente en nombre de la terrible diferenciación, de la cual somos los vectores, entre aquello que es del orden de las ciencias y lo que es del orden de la cultura, entre objetividad y ficciones subjetivas”. En esta cita podemos visualizar la constitución de la etnología como disciplina científica que, según los criterios metodológicos positivistas, está calificada suficientemente como para estudiar objetivamente las ficciones subjetivas de los otros, los de fuera.
Por lo tanto, según esta perspectiva, el interés por la búsqueda de un criterio de demarcación entre ciencia y nociencia reside en la tentativa de dar una definición positiva de la verdadera ciencia. Es importante retomar cómo la formalización de lo que es ciencia crea asimetrías en relación con aquello que no consigue resistir a las pruebas impuestas para definir lo que es ciencia, institucionalizando así lo que no es ciencia. De esta manera, en el proceso de legitimización de la ciencia, las contrapartes pierden significación y valor, como ha sucedido con los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas.
Aunque, según Stengers, “la tradición demarcacionista, lejos de explicar el progreso que es la recompensa de la ‘verdadera’ ciencia, acaba por comentar la manera por medio de la cual las ‘verdaderas ciencias’ progresaron”. En este sentido, Rist, Zimmermann y Wiesmann concluyen que la mayor diferencia entre la ciencia occidental y las formas de conocimiento indígena se encuentran, por lo tanto, en la manera como se observa la materia. Por su parte, Rist caracteriza la ontología indígena, la dualista y la materialista de la siguiente forma: a) la posición del conocimiento indígena nos enseña que no hay separación entre las vidas, material, social y espiritual, y que estos tres ámbitos de vida están relacionados entre sí, por lo tanto, ésta es la forma por la cual la vida tiene que ser organizada; b) a partir de las ciencias sociales tenemos una posición ontológica de tipo dualista […] Lo material está por un lado y lo espiritual corresponde a la otra dimensión; c) una tercera posición es la de las ciencias naturales, basada en una ontología materialista que nos indica que todo está determinado por fenómenos naturales”. De tal suerte que, al continuar el vacío ontológico entre ciencias naturales, sociales e indígenas, viene a lugar el comentario de Stengers cuando señala que podría seguir siendo del interés de las ciencias mantener como propio de la ficción todo aquello que no es aceptado como ciencia.
En este sentido, Trinchero explica que: “la colonialidad del saber se organiza mediante la reproducción del conocimiento del mundo de acuerdo al modo dominante de entenderlo”. Históricamente, el desarrollo de las políticas civilizatorias hacia los pueblos indígenas determinaron que su acceso a la educación formal, tal cual se planeó desde la ideología cristiana y los sectores de poder, era el mecanismo más efectivo para llevar a la extinción los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas —planteamientos educativos que se han ido actualizando conforme a las necesidades del sistema de dominación, ya que las currículas no permiten, desde una perspectiva cultural, el desarrollo integral y pertinente de los estudiantes, pues desde los primeros años de escuela se aprende la versión de la historia del poder hegemónico, además del principio de la idea de progreso y a competir.
Un hecho que llama la atención al analizar la genealogía de las etnociencias es que, en el mundo contemporáneo, muchos etnocientíficos son indígenas, pero pocos son los que trabajan por el fortalecimiento de sus propias epistemologías, las endógenas, y menos aún sin procurar el reconocimiento de los colegas especialistas o sin poner a prueba los elementos constitutivos de las ontologías indígenas desde y mediante el método científico, produciendo resultados e informes metodológicamente correctos para la comunidad de especialistas pero pocas veces o nunca para los sujetos participantes. Se evidencia así que entender los informes es conocer y compartir los códigos de interpretación de las teorías y disciplinas positivistas, remitirnos al poder de la autoridad.
Al respecto, Stengers afirma que: “el científico se transforma en un representante acreditado de una conducta en relación con la cual toda forma de resistencia podrá ser considerada obscurantista o irracional”, por lo tanto: “es siempre el poder el que se disimula detrás de la objetividad o de la racionalidad cuando ellas se tornan argumento de autoridad”. En este sentido, por haber sido investidos con la autoridad de una disciplina y de procedimientos objetivos, los etnocientíficos interrogan a sus objetos-sujetos para hacerlos existir, mantienen y reproducen una autoridad que les posibilita determinar la objetividad de sus propias ficciones, además de las de la disciplina a la cual se dedican.
No obstante, lo que se quiere evidenciar es que el objeto de estudio por tradición demanda ahora ser sujeto y quiere reivindicar que existe aunque no sea interrogado, devolviendo así el interrogatorio a quien ha sustentado el papel de juez. Es en ese momento que la relación entre sujeto y objeto se modifica.
La emancipación del objeto
En dicha modificación de la relación entre sujeto y objeto, entre juez e interrogado, ocurre entonces que, como dice Stengers: “el ser interrogado, puesto al servicio del saber, no se deja cuestionar ya sin que efectivamente la cuestión científica tome igualmente sentido para él. El objeto, aquí, observa, escucha e interpreta al sujeto, es decir, el objeto por tradición se convierte en sujeto que contradice al interrogador”.
Stengers observa que esta nueva relación lleva a la cultura occidental, productora de ciencia, a someterse a la prueba más exigente: aquella que la reinventa como una cultura más entre otras, porque la ficción occidental de ver el mundo no es sino la creencia en el poder de la verdad, acaso sea verdaderamente verdadera, y en denunciar la ficción.
Por su parte, Rist, Zimmermann y Wiesmann citan a Nicolescu para hablarnos de la posibilidad de la transdisciplinariedad que: “abarca todo lo que está entre, a través y más allá de las disciplinas, es lo que el prefijo trans indica” y, fundamentándose en Hurni y Wiesman, apuntan que: “el trabajo transdisciplinario envuelve la interacción de científicos, expertos y actores no científicos […] la aproximación transdisciplinaria requiere la construcción de puentes entre diferentes disciplinas: entre las ciencias naturales, ciencias sociales y humanas”. Además, para que exista un diálogo transdisciplinario debe trabajarse por una ética que discuta la relación sociedades-sociedades y sociedades-naturaleza a partir de un diálogo de saberes entre diferentes sistemas de conocimientos, a la cual D’Ambrosio llama ética mayor o ética de la diversidad.
Bajo esta perspectiva, el diálogo transdisciplinario y, por ende, transcultural, posibilita la participación de los actores que no podrían hacerlo de seguirse los criterios formales de las ciencias. Según Rist, el enfoque transdisciplinario se caracteriza por: a) la interacción de las ciencias naturales, sociales y humanas; b) el reconocimiento de diferentes niveles de realidad; c) la actitud de abertura y superación de aspiraciones de objetivismo; d) la negociación de las preguntas de investigación a partir de problemas sociales; y e) la integración de actores y ciencias no académicas.
Sin embargo, antes de participar en un diálogo transdisciplinario sería necesario valorar los esfuerzos que se están haciendo para revitalizar y reunir las epistemologías endógenas, como es el caso de los conocimientos producidos colectivamente por comadronas y terapeutas mayas reunidos en una organización no gubernamental llamada Médicos descalzos, con sede en el municipio de Chinique, departamento del Quiché, Guatemala. Asimismo, en el libro ¿Yab’il xane K’oqil? / ¿Enfermedades o Consecuencias? se aborda la medicina ancestral maya, específicamente seis psicopatologías identificadas y tratadas por los terapeutas Maya’ib’ K’iche’ib’, quienes nos presentan su epistemología sin preocuparse por ser metodológicamente correctos según el método científico sino, más bien, fieles a su ontología de que no existe separación entre los mundos material-natural, social y espiritual. Leer este libro en voz alta y en familia permite un dialogo intergeneracional de aprendizaje colectivo en el que se siente representado y reconocido el más anciano k’iche y el más joven se siente comprometido, una clara muestra de epistemología endógena.
Dichos ejemplos son una demostración de que aún existen diversas epistemologías en en el mundo contemporáneo que poseen procedimientos particulares con los que cada sistema de conocimientos explica, interpreta y representa la experiencia de los sujetos con su entorno social, natural y espiritual y que, al igual que la epistemología positivista, no son ni válidos ni equivocados, sino simplemente perspectivas diferentes de conocimiento, explicación, interpretación y representación de un ser y un estar en la vida. Los análisis efectuados en el marco de las epistemologías endógenas, en el endoanálisis, son procesos cuyos contenidos pasan necesariamente por una mirada crítica; la reivindicación de un protagonismo relegado que ahora cuenta una historia desconocida, silenciada, negativizada, narrada por los protagonistas, constituye una enseñanza que lleva en su contenido un posicionamiento político, esto es: cómo queremos que los otros nos aprendan. Es, en consecuencia, una contrapropuesta al deber ser.
Conclusión
La vitalidad, la dinámica y el protagonismo de los pueblos indígenas en el movimiento histórico mundial es un hecho ignorado en el registro de la historia oficial y es a partir de esta situación que hemos desarrollado nuestras reflexiones. Hemos destacado que los pueblos indígenas con tradición no son siempre tradicionales, que la tradición no es un conjunto de saberes-haceres estancados en el tiempo, ni prácticas que acontecen en espacios afuera porque no existe un afuera; la interacción con el mundo global es un hecho iniciado en la era moderna y al que en la actualidad se han sumado las redes de información y comunicación producidas industrial y masivamente.
El análisis endógeno, la revitalización de los conocimientos colectivos en el marco de las epistemologías endógenas sin preocuparse por la aprobación o no de los especialistas etnocientíficos y sus métodos disciplinarios es una muestra de la inversión del papel de sujetos estudiados de muchos pueblos indígenas que permite producir conocimiento desde y para nosotros y remite a la reivindicación del protagonismo de los exsilenciados en la lucha por el derecho de continuidad de un ser y estar en el mundo. Es por medio de contra-discursos que se da el combate contra los discursos de discontinuidad de los pueblos concebidos desde la ideología dominante como en “vías de extinción”, como se logra cuestionar el discurso de occidentalización global, y es también así como se logra la reivindicación de los sistemas de conocimientos de los pueblos indígenas, esto es; el dejar de verlos como creencias y mitos para considerarlos realmente como aproximaciones válidas al conocimiento.
En otras palabras, hemos discutido la pretensión occidental de que la historia de los conocimientos y acontecimientos de la humanidad son la historia de occidente y que la globalización es sinónimo de occidentalización. Defendemos, por lo tanto, la idea de que el mundo no está occidentalizado, ya que no es un campo homogéneo. Se trata, finalmente, de la reivindicación de los sujetos, para que ya no sean considerados nunca más como los “otros”, los sin historia, los de afuera, sino como sujetos autodefinidos al interior de una historia mundial que incluya múltiples historias y diversas epistemologías.
Referencias bibliográficas
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Trinchero, Héctor H. 2007. Aromas de lo exótico (retornos del objeto). Para una crítica del objeto antropológico y sus modos de reproducción. SB, Buenos Aires.
María Jacinta Xón Riquiac es Pensadora independiente, Chichicastenango, Guatemala. Mujer maya K’che, historiadora de las ciencias por la Pontificia Universidad Católica de São Paulo, Brasil y pensadora independiente.
Fuente: http://www.revistacienciasunam.com/es/161-revistas/revista-ciencias-111-112/1404-la-revitalizaci%C3%B3n-de-las-epistemolog%C3%ADas-end%C3%B3genas-como-proceso-de-reivindicaci%C3%B3n-pol%C3%ADtica-de-los-pueblos-ind%C3%ADgenas.html