El eterno amanecer de la vida
Raúl Prada Alcoreza
Quizás una de las mejores metáforas de lo que queremos decir puede expresarse con la figura del amanecer, cuando el irradiante sol alumbra, despertando los colores de la tierra. No contrasta esta metáfora con la metáfora de la noche; de ninguna manera, pues la noche, paradójicamente, nos muestra más que la propia luz del sol, que evidencia lo que está al alcance de nuestras percepciones de los entornos; empero, nos oculta la inmensidad del universo. Más bien, tendríamos que jugar con las dos metáforas, pues se complementan. El sol alumbra más nuestras intimidades, nuestras cercanías, en tanto que la oscuridad, la materia y la energía oscuras, nos exhiben los secretos del universo, precisamente en esa forma aparentemente vacía, que no ilumina. Lo que queremos decir es que la vida es un eterno amanecer, porque, también, al mismo tiempo, es un eterno anochecer.
Hemos cuestionado las formas de poder que hemos podio impugnar. Todas las formas de poder creen que lo que brilla es oro; como dice el dicho popular, no todo lo que brilla es oro. El poder, sobre todo sus medios de comunicación, su propaganda compulsiva y publicidad apabullante, quieren convencernos que la hojalata es oro, porque brilla, cuando es alumbrada por la estridencia de la publicidad. Los hombres de poder se desesperan por la fama; no saben que esta es momentánea e insostenible, a mediano y largo plazo. Apuestan a la perpetuidad de hojalata. Los hombres del poder – no hablamos de mujeres, pues son dominadas; cuando las mujeres acceden al poder, son hombres – desprecian lo simple, lo sencillo, lo que existe, sin necesidad de propaganda y publicidad. Valoran el bullicio, la estridencia, las adulaciones, los fuegos artificiales, las festividades coloridas, los desfiles patrios. El bullicio, la estridencia, las adulaciones, los fuegos artificiales, las festividades, los desfiles, son los sucesos artificiales que los hacen existir. De lo contrario, si no ocurriera eso, si no se diera la farándula, no serían otra cosa que lo que son todos los humanos, comunes en su comunión, sencillos en su sencillez; por lo tanto, complejos en su inmediatez y espontaneidad. El espesor se encuentra en la cotidianidad; en cambio, lo plano, el dibujo animado, se encuentra en los escenarios del poder.
Ciertamente, la modernidad y el capitalismo nos hacen vivir el mundo al revés. Se valora lo plano, lo artificial, el espectáculo estridente de la ritualidad de las jerarquías; pasarelas de mister que desfilan con toda clase de ropajes y máscaras, investidos de abalorios. Se desprecia el apego a la vida de las multitudes, de las comunidades, de las poblaciones, dinámicas en su pluralidad y diversidad. Se desprecia lo único que sostiene la llegada del amanecer social, la potencia social, desplegándose en la bullente proliferación de vidas concretas. Las imágenes construidas de estos jerarcas, en realidad, se sostiene, por la creencia de la mayoría de la gente en la naturalidad de las instituciones, en la naturalidad del poder. Esta inocencia es en la que se sostiene el mito del poder. Si no fuera por esta institución imaginaria, estos jerarcas y todo su armazón institucional caerían como un castillo de naipes.
Desde Nicolás Maquiavelo, la llamada ciencia política, se ha embarcado por develar los secretos del poder, las leyes de la política; en vano se han devanado los sesos, no hay secretos, lo que hay es una ilusión. La ilusión de una desproporción desmesurada atribuida a la autoridad, sea esta la que sea, en los periodos y contextos que sean, en las distintas formas en que aparece en la historia. Las religiones han alimentado esta idea desmesurada del poder, atribuyéndole origen divino, cuando no era otra cosa que captura de fuerzas, manipulación de las mismas, adormecimiento y subordinación reiterada incansablemente. En realidad, las mayorías están dominadas por su propia ilusión, no tanto así por los fantoches jerarcas, que simbolizan corporalmente el poder. Lo asombroso del poder, de su persistencia, si se quiere su secreto, es que la dominación es efectuada por el propio dominado, por la ilusión encarnada en el dominado. Lo terrible es que las cadenas son tejidas, manufacturadas, fundidas, por los propios dominados.
En este decurso, pasa algo paradójico. Cuando los dominados se sublevan y logran expulsar a sus dominadores, no tardan en colocar a otro dominador en el lugar dejado vacío. En este caso, también se ilusionan, que lo que hacen es otra cosa, es distinto, es “liberación”. Aunque el nuevo amo se vista de manera diferente, tenga otro rostro, hable diferente, se parezca mucho más a los perfiles de los dominados, no deja de ser eso, amo, pues ocupa el lugar, desde donde se ejerce poder. Demostrando, de esta manera, que no hay nadie que sea esencia o sustancia de poder, que ningún caudillo es la síntesis de la esperanza de los demandantes, sino que, por el lugar que se ocupa, el que lo ocupa se inviste del símbolo y es la excusa para que funcione la maquinaria abstracta de poder.
En otras palabras, los dominados, si quieren liberarse, tienen que emanciparse de sus propias ilusiones, de sus propios fantasmas, para poder emanciparse de las estructuras de dominación. El problema del poder no es un problema de personas; no se resuelve el problema del poder cambiando a las personas. En la desesperación espontánea de los dominados, en sus sublevaciones intensas, se busca hacer desaparecer la perversidad del poder, asesinando a los que lo representan. Nada más ingenuo. Lo único que se hace al hacer esto, al descargar la violencia cristalizada en los huesos, violencia histórica, acumulada por los sufrimientos, es una catarsis. Mientras no se destruya la maquinaria, el sistema, el conjunto de estructuras de poder, la malla institucional, que lo sustenta, después de la muerte de los verdugos, sobre la sangre derramada, el poder vuelve a edificarse.
Por más paradójico que parezca, los hombres de poder, también son sus víctimas, aunque no lo crean, aunque se crean sus beneficiadores, aunque se crean los niños mimados del poder. Son perfiles subjetivos desfigurados, son hondonadas sensibles no resueltas, son demandas de reconocimiento no escuchadas, las cuales insatisfechas, se encaminan a demostrarle al público la valía de lo que han ignorado; lo que hacen, en el poder, es una especie de venganza, hay una cierta saña por hacer sentir lo que son. Cuando lo hacen, cuando se vengan del público, que no supo reconocerlos, cuando estaban en la calle, cuando se encontraban en el llano, son escandalosamente patéticos, pues muestran sus heridas de víctima religiosamente. No se resuelven estos dilemas, menos el problema maquinizado del poder, vengándose en el cuerpo de estos desgraciados sujetos insatisfechos. Este espíritu de venganza abunda, lastimosamente, en la sociedad; no hace otra cosa que repetir el mismo drama de estas soledades del poder, aunque lo haga masivamente. Abundan los jueces y los verdugos; para muestra basta un botón; los reclamos de castración a los violadores, los linchamientos vecinales; en todas partes, se repite la psicología del paranoico soberano, el rey, que quiere vengarse contra todo lo que atenta contra su soberanía. Precisamente el espíritu de venganza es la subjetividad que sostiene sensiblemente la reproducción del poder.
Aunque no se crea, que estos sujetos o personajes del poder, por más daño que hayan causado, por más enriquecimiento ilícito que hayan aprovechado, por más plata que hayan hecho, no dejan de ser víctimas del poder, aunque se encuentren en la otra vereda, enfrentando al pueblo. El problema de las dominaciones polimorfas no se resuelve con el castigo. No se puede distraer la tarea, que consiste en destruir la maquinaria fabulosa del poder, incluyendo sus imaginarios, ocupándose en la grotesca función de jueces y verdugos. No se trata de perdonar, no es un postulado cristiano. Se trata de atacar de frente al núcleo generativo del poder.
En lo que sigue, no vamos a inquirir una o distintas conceptualizaciones del poder, ni tampoco plantear sus condiciones de posibilidad de inteligibilidad, tareas que nos dimos en otros textos[1]. Ni en aquéllos textos, tampoco en éste, nos interesa pelear alguna verdad. La verdad es una pretensión racionalista. Solo queremos compartir el momento de encuentros, así como se dan las conversaciones en el colectivo o en la calle, de manera casual, decir lo que se piensa, convocando a la misma pasión que nos une, basándonos en las mismas preocupaciones. No hay verdad, hay entrelazamientos en el tejido social. Decir lo que se siente, lo que se piensa, sobre todo intentando, por ahí, ponerse de acuerdo en una acción conjunta. No hay verdad, lo que se da es una coexistencia, una convivencia, que nos compromete con este sombrosos acontecimiento que es la vida. Si estamos aquí, es por algo, porque quizás tengamos que intentar efectuar un desplazamiento distinto, parte del juego de las invenciones de los ciclos vitales. Para decirlo de la manera apropiada, no hay verdad, sino complicidades, comprometidos ante la posibilidad de una travesura, de un juego, hacer algo distinto, que cause alegría e apertura a otros horizontes. Lo que hay es una complicidad lúdica entre compañeros, compañeras. Quizás la vida no haya sido otra cosa, que la apuesta lúdica de partículas virtuales, cansadas del silencio y la nada.
Por eso, quizás, tengamos que aprender de los antiguos, que amaban a los jóvenes ya los niños, que amaban los amaneceres y las noches. Preocupados por lo que ellos implican, la continuidad de las aventuras de las humanidades. Tan lejos estamos de esta sabiduría, cuando sospechamos de los jóvenes, cuando castigamos a los niños. Cuando descalificamos a los jóvenes, cuando castigamos a los niños, cuando no apreciamos los amaneceres, cuando no nos deleitamos de las noches, lo que hacemos es manifestar, “inconscientemente”, el odio a la vida. Nuestros jóvenes son la vida en pleno medio día, lo que son nuestros niños es ser la vida en pleno amanecer. ¿Cuánto habremos sufrido como para sospechar de los jóvenes y castigar a los niños, olvidar los amaneceres y no apreciar los anocheceres? Sin embargo, el sufrimiento acumulado no puede ser una excusa para justificar el despliegue del espíritu de venganza. Por más barbaridades que creamos que hayan hecho los jóvenes, son la posibilidad de un medio día, por más desorden que veamos en los niños son la posibilidad de muchos amaneceres. Nuestras vidas son pasajeras, lo importante son los que nos siguen, la tarea nuestra es que ellos y ellas afronten mejor que nosotros el mundo que les toca vivir, mundo constituido por nosotros y que nos constituye, a la vez.
En el fondo, lo que decimos, con todos los riesgos que tiene lanzar hipótesis ilustrativas, es que, el problema no es político, como se creyó desde Maquiavelo hasta Marx, sino que el tema de fondo siempre ha sido el de la vida. Debemos volver a esta evidente “realidad”, hablando popularmente, que es lenguaje de sabidurías acumuladas; debemos volver a los ciclos de la vida, aunque nunca hayamos salido efectivamente de ellos, aunque nos hayamos separado, imaginariamente, en la modernidad, de la naturaleza. En esto radica la importancia de volver a comunicarnos con los seres de la madre tierra, como se expresa el discurso llamado indígena de Abya Ayala. Desde las partículas infinitesimales hasta las gigantescas constelaciones inconmensurables. Los y las que mejor pueden entender este desafío son los y las jóvenes, que alguna vez fuimos, pues ellos están dispuestos al gasto heroico, lejos del cálculo económico del costo y beneficio. Hablamos de todos los y las jóvenes, aunque sólo una parte de ellas son los que asumen el gesto de rebelión. No importa, lo que importa es, que de alguna manera, esta proporción, es la que termina expresando y manifestando, lo que todos hubieran querido hacer y ser.
[1] Ver de Raúl Prada Acontecimiento político. Editorial Rincón; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.