Sin mundo: Vagabundos y mendigos en la urbe planetaria

Todos los que viven ociosos sin destinarse a la labranza o a los oficios, careciendo de rentas de las que vivir, o que andan malentretenidos en juegos, tabernas y paseos, sin conocérseles aplicación alguna; o los que habiéndola tenido la abandonan enteramente, dedicándose a la vida ociosa o a ocupaciones equivalentes a ella.



Sin mundo: Vagabundos y mendigos en la urbe planetaria

Sábado.11 de junio de 2016
Ekintza Zuzena.

Todos los que viven ociosos sin destinarse a la labranza o a los oficios, careciendo de rentas de las que vivir, o que andan malentretenidos en juegos, tabernas y paseos, sin conocérseles aplicación alguna; o los que habiéndola tenido la abandonan enteramente, dedicándose a la vida ociosa o a ocupaciones equivalentes a ella.

Carlos III, Ordenanza del 7 de mayo de 1775.
Introducción

Las representaciones sociales de los vagabundos, mendigos o personas sin hogar han ido variando según avanzaba el proceso de modernización en los países occidentales. Hay que remontarse al siglo XVI europeo para observar el proceso de reforma de la asistencia a los pobres y marginados que, hasta entonces, era potestad exclusiva de las distintas órdenes religiosas y atendía a una concepción del pauperismo que santificaba la pobreza, tanto por lo que hacía a la suerte del desheredado como por lo que implicaba de obligación en la piedad y la limosna para las clases más pudientes. Esta concepción de la pobreza era fundamentalmente estática, no concebía por norma ningún proceso de mejora, reeducación o reinserción de la miseria, sino que la contemplaba como una parte fundamental de la comunidad a la que la divina providencia ponía a prueba. Entre la condenación y la salvación aún tenían peso los argumentos como aquel del Decreto Graciano que comenzaba negotium negat otium… y un rico, según su conducta, podía ver negado el acceso al reino de Dios, lo mismo que un desamparado podía ser santificado y salvada su alma por los sufrimientos que había padecido en vida. En lo fundamental, sin embargo, las divisiones sociales se mantenían estables y el orden férreamente defendido por los “doctores de la Iglesia”. La pobreza voluntaria y el servicio a la comunidad cristiana permanecieron en la base de la cultura occidental hasta la época de la Reforma. Prueba de ello serían las distintas órdenes mendicantes que recorrían el mundo europeo durante la baja Edad Media, y la pervivencia de la institución de la limosna hasta nuestros días.

Sólo con la introducción de la idea de la perfectibilidad humana, del progreso material como forma de ascenso moral y de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos (emparentada con las primeras formas del Estado moderno), se abrirían paso lentamente, durante casi cuatro siglos, las ideas de una asistencia pública, laica, y orientada hacia una erradicación definitiva del pauperismo. La idea de la dignificación de la condición humana implicaba a su vez la instrucción de ciudadanos para la República y el aumento de la productividad de cada país en los albores del proceso de industrialización y el comercio capitalista a escala planetaria. En su lucha contra la superstición y el dominio de la Iglesia en la vida social, las luces se volvieron contra la institución de la caridad.

Es con el proceso de urbanización y generalización de la industria durante el siglo XIX cuando la miseria urbana de familias obreras llegadas a las ciudades, y la formación de grandes bolsas de pobreza, crearán las imágenes de las masas hambrientas y desposeídas que amenazaban el orden instituido. La idea de aquellas “clases peligrosas” llevará de un lado a la reforma filantrópica y a la ordenación exhaustiva del espacio urbano (como la que llevó a cabo Haussman en París), y de otro a la inspiración revolucionaria que ya no entendía la pobreza como santidad ni la reforma institucional y filantrópica como solución a la denominada “cuestión social”, sino que veía en el cambio revolucionario la única esperanza para los desheredados del nuevo mundo urbano e industrial que se gestó durante el siglo XIX y parte del XX.

En este artículo abordaremos muy resumidamente este proceso de secularización y modernización de la asistencia a los pobres, con sus luces y sus sombras, para pasar a explicar después cuál es el lugar de los vagabundos y mendigos en la urbe actual. El papel que cumplen, en la sociedad de masas y de la tele-comunicación, las imágenes de indigentes y los llamados homeless que desde hace años proliferan como límite inferior de la conciencia del ciudadano bienpensante. Ciudadano que, aun sumido en un proceso de desposesión creciente, sigue pensando que “otros están mucho peor”, sin ostentar ya ningún lazo ni obligación hacia ellos. La indignación moral da paso muy fácilmente al conformismo y a la complacencia, pero cuando las situaciones de miseria se generalizan y comienzan a manifestarse abiertamente en las calles de las ciudades del mundo desarrollado, la visión de las “clases peligrosas” alerta de nuevo a aquellos que deben defender sus privilegios y se generalizan la represión y el confinamiento como formas de contención dura del conflicto latente en las sociedades modernas.

El proceso de urbanización planetaria al que asistimos, lejos de suponer una mejora de las condiciones de vida, ha supuesto la entronización de la ciudad-miseria como forma espacial predominante en el capitalismo tardío [1]. Vagabundos, pordioseros, transeúntes…

Es entre los siglos XVI y XVIII cuando se produce el cambio de concepción frente a la pobreza y la marginación social, por lo menos en las sociedades europeas, emparentado este proceso con el ascenso de las nuevas ideas sobre el progreso de la humanidad, el conocimiento aplicado a la mejora de las condiciones de vida, las formas de producción industrial, el trabajo asalariado y las nuevas relaciones sociales impulsadas por el proceso de urbanización y el comercio internacional. Además, se produce en este periodo la consolidación paulatina de los Estados-nación como agentes interventores en la vida pública e integradores de las distintas comunidades en la nueva escala del capitalismo.

La reglamentación de la asistencia a los pobres, durante este largo proceso, tiene lugar desde Inglaterra con las conocidas como Leyes de Pobres (1587) hasta la inauguración en París del Hospital General para Pobres y Vagabundos de la Pitié-Salpêtrière (1656), pasando por las normativas de la ciudad papal de Roma y la reforma urbana de Sixto V (1585-1590) que abogó por el internamiento obligatorio de los vagabundos y mendigos de sus calles.

Al inicio de este periodo, también en España se empieza a desarrollar una nueva visión respecto al pauperismo, contraria a la visión cristiana centrada en la caridad y la limosna de siglos anteriores (durante los siglos XIII, XIV y XV, todas las cortes disponían de una Limosnería Real) [2]. Ya en 1526 Juan Luis Vives publica en Brujas su De subventione pauperum, donde critica la caridad y la limosna por fomentar la vida improductiva y contrapone la ocupación y el trabajo frente al ocio de aquellos que voluntariamente eligen la pobreza. La cuestión de la ayuda a la miseria sobrevenida, y su distinción de la pobreza voluntaria o vagancia, va a ser una de las preocupaciones fundamentales de reformadores y legisladores en este período. No obstante, las nuevas ideas frente al tratamiento de la pobreza y de la miseria no se generalizaron sin resistencia. De estos años data también la polémica entre Domingo de Soto y Juan de Robles [3], en la que el primero defendía el derecho a ejercer la mendicidad sin restricciones, mientras el segundo abogaba por un “recogimiento” de aquellos que no pudiendo resolver por sus propios medios la subsistencia dependerían de la beneficencia pública. La intención última de los reformadores era erradicar la llamada “pobreza voluntaria”, siempre emparentada desde su punto de vista con la delincuencia y el fraude, para atender más eficazmente a los pobres involuntarios, los llamados “vergonzantes”. Para ello se recomienda la construcción de Hospitales Generales donde se dará ingreso a todo aquel que no pueda mantenerse por su cuenta, desde niños no deseados a ancianos, pasando por enfermos, mujeres jóvenes cuya virtud peligraba, tullidos, etc.

En el siglo XVII se generalizaron las Casas y Hospicios, las Inclusas y los Colegios de Niños para expósitos y huérfanos. Lugares para aquellos a los que Fernández de Navarrete llamó en su tiempo: “hijos de la escoria y hez de la República”. Entre sus recomendaciones instaba a que estos desheredados aprendiesen y se les emplease en los oficios más bajos o que se les instruyese para ser marineros y pilotos de la Armada, con el doble fin de erradicar la carga económica que suponían para la República y aumentar la productividad del país.

Las clasificaciones de distintos vagos y mendigos proliferaron llegando a recoger actividades tan dispares como los saltimbanquis, jugadores de naipes, vendedores de remedios, traperos, monjes mendicantes, maestros de primeras letras sin destino, soldados licenciados, prostitutas, jornaleros en paro, etc. Así también se multiplicaron los distintos tratamientos y normativas para su identificación y “recogimiento”. La limosna se restringe expidiendo licencias, acompañadas en ocasiones con placas de identificación para que quienes pedían a la puerta de las iglesias o en las plazas las luciesen en lugar visible. No obstante, estas medidas podían considerarse progresistas atendiendo a prácticas anteriores como la del marcado a fuego de una “V” para los vagabundos o la disposición de Alfonso X, durante el siglo XIII, de ahorcar a quienes practicasen la mendicidad en lugar de trabajar.

Fue a lo largo del siglo XVIII cuando fue desapareciendo la mendicidad bajo licencia, y poco a poco se fue imponiendo la idea de una redención de la miseria por el trabajo. En éste periodo la recomendación de reformadores y legisladores insta a extender el trabajo asalariado en las manufacturas y en el campo, cuando no en el ejército, para todos aquellos que no teniendo ningún impedimento para trabajar elegían una “vida ociosa”. El Conde de Floridablanca, Primer Ministro de Carlos III, propuso la detención de peones y jornaleros sin trabajo por parte de los alcaldes de barrio, “de manera discreta y sin levantar alboroto”, apelando a una autoridad civil que arbitrase con el malestar social que provocaban estas detenciones y el internamiento forzoso de trabajadores en paro. Los Campomanes y Jovellanos también instan por estos años a la erradicación de la mendicidad y el vagabundeo por mediación del trabajo asalariado y la creación de una red de establecimientos para la asistencia especializada a las distintas situaciones de carencia, multiplicando las clasificaciones y ordenaciones para delimitar la pobreza voluntaria y la vagancia peligrosa e improductiva de las situaciones sobrevenidas. La tendencia más reformista llegará a defender la idea de complementar la reclusión o recogimiento general de los pobres por una asistencia a domicilio.

La discusión histórica sobre el tratamiento de la “cuestión social” o lo que entonces se llamaba “alivio a la pobreza”, muestra argumentos que se repiten en nuestros días, aun disfrazados muchas veces con un lenguaje técnico y neutral más políticamente correcto. La atención desde las organizaciones religiosas nunca cedió del todo su lugar y en lugares como Italia y España el Estado hacía uso y subvencionaba a las órdenes religiosas que atendían las situaciones de carencia, mientras desarrollaba una burocracia propia para la atención social. En nuestros tiempos, la discusión sobre si la condición del pobre es una falta individual a la que la caridad debe atender piadosamente o un problema social que el Estado debe erradicar, vuelve a plantearse bajo argumentos distintos. Cuando Fernández de Navarrete veía la causa de la mendicidad en la ventaja comparativa de la fracción de la moneda -que hacía que las monedas pequeñas valiesen más en España que otros lugares de Europa-, no estaba muy lejos de aquellos que en nuestros días atribuyen el desempleo a la existencia de distintas prestaciones sociales.

Parece que el tratamiento de la pobreza y la indigencia recurre a los mismos temas desde hace siglos. Así, la pobreza, en algunos momentos parece constituirse como un mundo aparte, en el que lo delictivo, la enfermedad y la tragedia se mezclan con la picaresca y el fraude. Todo un afuera de la economía y del orden social que se rige por sus propios códigos y que una atención puntual o la asistencia filantrópica trata de aliviar en sus extremos más duros. Por contra, hay momentos históricos en los que ese mundo, a veces retratado como exótico y particular, reaparece en la escena social como contracara al proceso de modernización y amenaza con su sola visión la estabilidad de las relaciones sociales que una parte de la sociedad defiende. Es en esos momentos cuando los argumentos represivos y de internamiento forzoso cobran vigor. El pauperismo que inspira piedad o los santos miserables se visten con el ropaje de las “clases peligrosas” y el fantasma de la insurrección vuelve a inquietar a quienes tienen una posición que defender dentro de la sociedad.

Se podría decir entonces que en el curso de los siglos, variaron los métodos adoptados para asistir al pobre ―de la limosna indiscriminada, pasando por el refermement [recogimiento], hasta las relaciones directas―, pero la finalidad era la misma: asegurar la aceptación respetuosa del orden social existente [4].

Las clases peligrosas.

El auge de lo que se llamaron las “clases peligrosas” viene de la mano del proceso de industrialización y de la urbanización bajo los primeros días del capitalismo, durante la segunda mitad del siglo XIX. Las masas trabajadoras se hacinan en los arrabales de las ciudades, víctimas del proceso de especulación sobre el suelo urbano y un crecimiento de la ciudad no planificado, que no puede dar cobertura a la demanda de viviendas. Los retratos de las condiciones de vida en esta época que nos dejaron Dickens o Engels, entre otros, expresan una generalización de la miseria y el pauperismo sin comparación en la historia. Lo que Lewis Mumford [5] denominó Coketown (ciudad de hollín), se convierte en el hábitat natural de los desposeídos del nuevo mundo industrial que por entonces se está forjando y expandiéndose por toda Europa.

Una de las características del industrialismo es la de disolver viejas diferencias y mezclarlo todo en un inmenso mercado de hombres y cosas. De este modo también la pobreza clásica empieza a confundirse con las condiciones de existencia habituales de los obreros y sus familias. Las diferencias entre mendigos y trabajadores se van diluyendo en el magma urbano en crecimiento, en un proceso que Patrick Geddes resumió de este modo: “tugurio, infratugurio y supertugurio: a eso se reduce la evolución de las ciudades” [6]. La discusión teórica sobre si el proletariado industrial es una metamorfosis de los pobres rurales clásicos o más bien atiende a nuevas pautas de urbanización, trabajo y consumo, sería larga de desarrollar aquí. Es cierto que parece haber ciertas situaciones de extrema indigencia que pueden haber permanecido casi inalterables al proceso de modernización o, en todo caso, han quedado marginadas del proceso de proletarización. No obstante, la introducción del trabajo asalariado en las manufacturas y la migración temporal del campo a la ciudad fueron, sin duda, variables determinantes en la aparición de esos nuevos miserables que, a decir de Marx, lo único que podían perder eran sus cadenas. El proceso de urbanización tenían un carácter nivelador, en el sentido de que hacía convivir el lujo cortesano con la miseria de los nuevos empleos en las manufacturas y las pequeñas industrias nacientes. La visión de la desigualdad social era fundamentalmente distinta a la visión estática de la pobreza clásica y su atención piadosa por las órdenes religiosas.

La movilidad social, las fortunas de nuevo cuño de una burguesía naciente y la aceleración de las dinámicas de cambio en toda la sociedad, fomentaron que las situaciones de miseria se empezasen a leer como procesos sociales en los que las masas podían influir. El viejo orden se disolvía con el paso de los siglos y el “proletariado en harapos” comenzaba a tomar conciencia de su papel central en el aumento del nivel de vida general, y el lugar miserable que ocupaban en la sociedad.

Pero en la ciudad industrial las diferencias de clase se vieron niveladas y mezcladas también por una nueva pobreza común, generada por el contexto mismo de la vida urbana: burgueses y proletarios compartían un hábitat lleno de emanaciones pestilentes y lodos, entre humos, detritus y hollín, donde la vida parecía marchitarse a la misma velocidad que la industria y sus capacidades técnicas dejaban atrás con sus logros las viejas distinciones y los modos de vida alejados del trabajo asalariado.

Roto el equilibrio energético y ecológico, aflojados los lazos sociales y religiosos, con el orden político en franca mutación hacia la construcción de un poder central que ordenase el súbito desarrollo, el conglomerado urbano inicia su expansión intoxicando el aire de la ciudad y convirtiendo su alfoz en un vertedero, dando así una dimensión irónica al dicho medieval Die Stadtluft macht frei (El aire de la ciudad nos hace libres) [7].

Ante la visión de esta generalización del pauperismo surgen nuevas formas de entender la “cuestión social”. Los movimientos asociativos de los trabajadores y las teorías de inspiración revolucionaria se remiten constantemente a las imágenes de la miseria en la ciudad victoriana como expresión de un orden inhumano. El tratamiento de la pobreza comienza a tener un tinte marcadamente moderno, que atribuye al modo de producción industrial y a la desigualdad creciente la responsabilidad de la situación de una masa cada vez más grande y sometida, pero que también ve en esa situación el germen de un cambio revolucionario y la posibilidad de superar por fin el “reino de la necesidad”, inaugurando por fin la entrada del ser humano en su propia historia. Por otro lado, y si bien siempre los mendigos y vagabundos habían soportado las sospechas de ser agentes de disolución moral por su conducta ―o incluso la de ser espías extranjeros―, en el auge de las ciudades industriales la pobreza de los barrios obreros era depositaria, según legisladores y gobernantes, de una peligrosidad más organizada e interna: la de las conjuras anarquistas y los agitadores de masas hambrientas.

Este cambio de perspectiva se va desarrollando al mismo tiempo que las organizaciones y el movimiento obrero en su conjunto toman fuerza en toda Europa, y cobra un cariz más conflictivo a medida que el capitalismo industrial avanza y tienen lugar sus primeras crisis. Los reformadores del siglo XIX atenderán a esta conflictividad social y a las nuevas visiones de una “lucha de clases”, y ejercerán su función de policía sobre el territorio urbano; sobre todo a través de la reforma de sus centros históricos (por lo general medievales), encontrando en el urbanismo y la arquitectura eficaces herramientas para la segregación de la pobreza y el control de la población en la ciudad. Sin embargo, también se entregan a una reforma de los aspectos higiénicos y acometen obras públicas de gran importancia para la mejora de la vida urbana. En un doble movimiento se pretende ocultar y adecentar lo que previamente se ha hacinado y corrompido por la misma dinámica de producción que ahora permitía construir grandes infraestructuras y generar nuevos recursos urbanos.

Para los obreros en peregrinaje se generalizan los albergues de paso, al estilo de las workhouses inglesas, generando una red nacional de este tipo de instituciones en las que trabajadores sin empleo, mendigos y vagabundos recogían las migajas del desarrollo urbano. Uno de los mejores retratos de estos establecimientos, en el Londres de inicios del siglo XX, nos lo legó Jack London en El pueblo del abismo (1902).

Durante el siglo XX poco a poco se irá profesionalizando e incluyendo todos los establecimientos de residencia transitoria en una red estatal cada vez más amplia.

Es después de la II Guerra Mundial cuando proliferan las llamadas políticas de bienestar mediante las cuales parte de las clases trabajadoras y medias accedieron a un nivel de vida inimaginable para sus abuelos. La expansión del capitalismo en los conocidos como treinta gloriosos (1945-1975) tuvo como consecuencia la integración global de todos los trabajadores, incluyendo a los más pobres, dentro del circuito de la producción a través de las “políticas de pleno empleo”. La generalización de políticas de asistencia y contención frente a las situaciones de carencia consiguieron, a su vez, ir borrando la imagen de las clases peligrosas y el vagabundo. El transeúnte o el hombre joven errante volvió a ser una imagen contracultural, asumible por la comunidad como una especie de pobreza en rebeldía. Muchos de los escritores de la conocida como generación beat, que popularizaron en los años cincuenta y sesenta la figura del artista en el camino, habían pasado alguna vez, durante la Gran Depresión de los años treinta, por un establecimiento de la YMCA [8].

No obstante, el proceso de desarraigo y desposesión no había concluido: se había trasladado a otras regiones del planeta, las llamadas “en vías de desarrollo”, donde el proceso de urbanización y la generación de miseria en las ciudades se inauguraba con sus propias características. La cuestión social volvería a plantearse, metamorfoseada [9], a partir del último tercio del siglo XX en el occidente desarrollado con el colapso del modelo de acumulación de la posguerra y el advenimiento de un “nuevo capitalismo”. El “sinhogarismo” o la economía política de la miseria.

Hay cierto consenso entre los historiadores y cronistas del siglo XX en situar 1973 como el inicio de una nueva revolución conservadora que refundó el capitalismo industrial sobre nuevas bases [10]. Se produce, desde ese momento, un desplazamiento de las visiones progresistas o reformadoras respecto a la pobreza, y la cuestión social retrocede ante un nuevo individualismo que devolvía a los sujetos la responsabilidad íntegra de sus condiciones de vida. Margaret Thatcher declaró que ya no existía “sociedad” sino individuos. Y, en ciertos aspectos, tenía razón. El desarrollo de la sociedad de masas y burocrática había fomentado este individualismo y la dependencia de amplias franjas de población del trabajo asalariado y la mediación del Estado para garantizar su sustento. Así se fueron disolviendo las viejas solidaridades de clase, las comunidades barriales, e incluso los pequeños grupos refractarios al orden fueron transformándose en tribus urbanas, cuyas guerras se dirigían fundamentalmente contra bandas rivales. Cuando las políticas de bienestar y pleno empleo fueron sustituidas paulatinamente por un nuevo impulso modernizador sustentado en el desarrollo tecnológico, se abrió un nuevo periodo en el que la pobreza y la miseria volvían a ser vistas como únicas culpables de su propia situación y, en cualquier caso, como una forma de subcultura o de estilos de vida marginales, frente a los cuales -para utilizar la expresión de Wacquant [11]- ya no servía la red asistencial y se imponía la redada policial. Las guerras de bandas y el narcotráfico callejero eran las nuevas formas de la subcultura del pauperismo que amenazaban a las gentes de bien. No obstante, la idea de la pobreza como subcultura organizada frente a la buena sociedad no es al parecer muy reciente, y se podría encontrar un origen remoto en la invención del obispo de la vicaría de Spoleto, en 1485, de la imagen especular de una sociedad establecida, respetuosa y pía, frente a una verdadera contracultura de mendigos profesionales organizados, los cerretani que vivían de la credulidad del pueblo honesto. [12]

La conocida crisis urbana, que azotó a las grandes ciudades de los países más desarrollados -comenzando con el hundimiento de la ciudad de Nueva York durante los años setenta-, supuso el abandono de los centros urbanos de gran parte de las clases medias que aún podían permitírselo, y el deterioro progresivo de las condiciones de vida de aquellos que se veían atrapados en los centros urbanos y que a menudo sólo disponían del recurso de esa misma centralidad para subsistir. Ellos pasarían a ser la contracara del proceso de modernización de la economía en la era de la revolución electrónica. La suburbanización y la degradación de los centros urbanos equivalían espacialmente a la reorientación de las políticas de asistencia y al nuevo tratamiento segregador de la cuestión social. Las consecuencias fueron devastadoras para muchas ciudades que sucumbieron a la vorágine, desmantelando sus formas de redistribución de los recursos urbanos. Mientras tanto, la organización industrial comenzaba su peregrinación hacia zonas del planeta más ventajosas en la contratación de mano de obra barata y sus rendimientos fiscales, siempre apoyada en la disponibilidad del transporte internacional de mercancías y el petróleo barato, y el nuevo impulso de las tecnologías de la información. Hoy, viejas ciudades industriales como Detroit o Pittsburg, antaño florecientes núcleos del “cinturón de óxido” estadounidense, se han convertido en un retrato fantasmal de lo que eran, sumidas en una decadencia que no parece tener fin (algunos datos recientes hablan de más de un tercio de su población sumida en la pobreza) [13].

Estos cambios, unidos quizá a la reforma psiquiátrica durante los años setenta [14], crearon nuevas formas de indigencia en las grandes ciudades desarrolladas que fueron construyendo el cliché básico del homeless o vagabundo ―que en realidad ya no vaga, sino que está anclado a un pequeño rincón del megatugurio urbano―. Esa figura, repetida hasta la saciedad en nuestra cultura de masas, que empuja un carrito atestado de bolsas, mientras rebusca en los contenedores de basura de una gran metrópoli y pernocta entre cartones en la boca de un metro o dentro de un cajero automático, cumple un papel de límite simbólico: el límite de la indigencia extrema en el mundo del hiperconsumo; la miseria urbana tiene lo peor de la pobreza clásica del mundo preindustrial más la pérdida de libertad y autonomía del “parque humano” bajo control.

Convertida de nuevo en una subcultura, la indigencia cobra un cariz distinto en la modernidad tardía, y es cuando se comienzan a acuñar términos como “sinhogarismo” o “alberguismo”, neologismos ridículos con los que se quiere dar cuenta de multitud de situaciones de pobreza y carencia que una red de asistencia debilitada trata de recuperar para el ciclo de la economía a través de sus intervenciones técnicas. La explicación social de los procesos de modernización y su contracara queda diluida para centrar en la decisión del individuo aislado su entrada o salida de este submundo de la marginalidad. Esta situación es campo abonado para las políticas de tolerancia cero y sus expresiones policiales más duras, combinadas con los itinerarios individuales de reinserción que, en vano, se esfuerzan por construir una alternativa personal dentro de un sistema de relaciones sociales cuyos síntomas de agotamiento son cada día más evidentes. La economía política de la miseria, dependiente en todo del funcionamiento del capitalismo global, no podrá dar cuenta de sus réditos y, poco a poco, será desmantelada para pasar a ser algo peor.

En el estado español, a partir de 2008, el estallido de la burbuja inmobiliaria y la recesión acuciante han generalizado las situaciones de desahucios y han hundido a un número creciente de familias en la pobreza, situándolas en el límite social de la indigencia, donde la imágenes del homeless o el vagabundo ejercen un poderoso efecto de contención y encuadramiento. Durante este proceso de pauperización creciente, la pobreza va perdiendo gran parte de su dignidad, y la vergüenza de haber sido expulsado del paraíso consumista, la humillación de haber perdido el tren del progreso, se suman a la angustia de una situación en la que ni los lazos sociales más básicos de solidaridad aseguran el mínimo sustento. Lo explosivo de esta situación se hará patente ante la magnitud de la desposesión a que nos condena un orden de relaciones sociales sin futuro, donde los inmuebles vacíos, frutos de la especulación, se acumulan en cajas y bancos como activos tóxicos, mientras las nuevas ordenanzas municipales multan a mendigos y prostitutas. Mientras tanto, quienes ven más de cerca el borde del abismo, no encuentran ningún orgullo ni conciencia especial en dejar de pertenecer al mundo tecnológico y artificializado que los oprime, y luchan denodadamente por permanecer en él aunque otros sean condenados en su lugar. Urbanismo planetario.

Desde los inicios del desarrollo capitalista el mercado inmobiliario ha funcionado como un sector estratégico al que remitir los beneficios en periodos de bonanza inmovilizando capital. De este modo la ciudad industrial se comportó, en parte, como un “depósito de capital fijo acumulado por una producción previa” [15]. Las dinámicas de creación de valor a partir del uso y edificación del suelo urbano han sido históricamente las que han condicionado el acceso a la vivienda dentro del mundo moderno, y ha estado siempre marcada por la carencia, la segregación y la especulación. La construcción de la mercancía vivienda atiende, según explicó Harvey en su clásico estudio, a determinadas características del suelo urbano que la diferencian de cualquier otra mercancía:

El suelo y sus mejoras tienen una localización fija. Esta localización absoluta confiere privilegios monopolistas a la persona que posee el derecho a determinar el uso de dicha localización. […] El suelo y sus mejoras son mercancías de las que ninguna persona puede prescindir. Yo no puedo existir sin ocupar un espacio, no puedo trabajar sin ocupar un lugar y sin hacer uso de los objetos materiales localizados en ese lugar y no puedo vivir sin una vivienda del tipo que sea. […] El suelo y sus mejoras, y los derechos relacionados con él, proporcionan la posibilidad de almacenar riquezas (tanto para los individuos como para la sociedad). [Y] han sido históricamente el depósito más importante de valores almacenados.

[pág. 164]

Esto hace posible que la estructura urbana reproduzca las jerarquías inauguradas por el capitalismo industrial, donde “el rico puede dominar el espacio, mientras el pobre se encuentra atrapado en él.”

En España el desarrollo de las ciudades fue tardío , al punto que la mayor parte de la trama urbana ha sido construida en los últimos ciento cincuenta años. Es a partir del siglo XIX cuando al sur de los Pirineos comienzan a encontrarse paralelismos con el proceso de urbanización que se estaba dando en toda Europa ante el ascenso de la cultura material del industrialismo. En ocasiones las condiciones de vida relatadas en las coketowns inglesas tenían aquí un correlato aún peor, aunque en escala inferior. La creciente demanda de viviendas urbanas y alojamientos temporales para trabajadores de las manufacturas, muchas veces migrados de zonas rurales, permitieron a la burguesía naciente inaugurar un proceso de especulación del suelo que en algunos casos sustituía como motor de desarrollo económico a la producción misma de mercancías para el comercio. Las desamortizaciones de Madoz (1836) y Mendizábal (1855-1856) dieron lugar a una reparcelación urbana que permitió a las ciudades dar cabida a las nuevas actividades y a una masa de población flotante que se hacinaba en los tugurios habilitados a tal fin. En muchas ocasiones, el crecimiento de una ciudad no tuvo como causa directa un aumento de la producción y la industria, sino la división administrativa del nuevo estado central que creó “capitales de provincia” por la localización de delegaciones del poder central. Este crecimiento de un sistema artificial de recursos inauguraba una dinámica de migración hacia los centros de poder, reforzada por la mecanización del campo y la pérdida de influencia y el declive de ciudades que habían sido relevantes por su artesanía y su pequeña industria. El proceso de concentración de poder, y el de los nuevos medios de producción industrial, pusieron en cuestión el hogar de muchos, y hasta la culminación de nuestros días, ha generado una dinámica urbana basada en la inestabilidad y la usurpación. Se haría mal atribuyendo las continuidades aquí descritas a una simple proyección ideológica: la ley de desahucios vigente en el estado español data de 1909.

El acceso a una vivienda en la ciudad ha estado siempre sujeto a estas condiciones y el tratamiento de aquellos expulsados de la dinámica urbana, y atrapados en su espacio, no puede escapar a este desarrollo. En el momento actual probablemente se haya alcanzado un hito en la historia de la humanidad: por primera vez la población del globo es mayoritariamente urbana. Pero las condiciones de esta urbanización planetaria son acordes a la nueva fase del industrialismo tecnológico, y la precariedad residencial, el desarraigo y la miseria urbana son las situaciones mayoritarias frente a unos pocos núcleos urbanos privilegiados en alza, que se blindan ante la visión del desastre que los circunda. Si contamos los numerosos campos de refugiados, villas miseria, favelas, slums, poblaciones residentes en vertederos, masas desplazadas por conflictos armados, nuevos asentamientos de migraciones masivas del mundo rural… nos encontramos frente a un verdadero planeta de ciudades miseria [16].

Los desheredados de este mundo ya no pueden ser contenidos en la visión tradicional del vagabundo o el mendigo de las grandes ciudades, sino que representan la generalización a escala planetaria de aquel proletariado en harapos de las primeras ciudades industriales. Para ellos están reservadas las próximas políticas de intervención militar en contextos urbanos [17]. En las metrópolis del mundo desarrollado la miseria pasa a ser contemplada como un crimen al que hay que combatir con todos los instrumentos al alcance del poder. Convertidos en vagabundos de un mundo que poco a poco ha ido desapareciendo y siendo esquilmado, es difícil atribuir algún carácter emancipador a esta masa sin hogar y sin rumbo que crece cada día al ritmo vertiginoso de la urbanización mundial. Las próximas crisis por venir revelarán el aspecto de este nuevo pueblo del abismo.

Juanma Agulles

[1] Horacio Capel: Capitalismo y morfología urbana en España. Círculo de Lectores. Barcelona, 1990.

[2] Muchas referencias de este epígrafe se pueden encontrar en Pedro José Cabrera: “Huéspedes del Aire”. UPC. Madrid, 1998.

[3] Cf. Félix Santolaria (Ed.) El gran debate sobre los pobres en el siglo XVI: Domingo de Soto y Juan de Robles, 1545. Ariel. Barcelona, 2003.

[4] Stuart Woolf, Los pobres en la Europa moderna. Crítica. Barcelona, 1989.

[5] Ver La ciudad en la historia. Pepitas de calabaza. Logroño, 2012.

[6] En Ciudades en evolución. KRK. Oviedo, 2009

[7] Para un estudio de las condiciones de libertad política en las ciudades medievales ver: Max Weber, La ciudad. La piqueta. Madrid, 1987.

[8] Young Men’s Christian Asociation. Entidad protestante anglosajona que en EE.UU. gestionaba una extensa red de albergues y alojamientos transitorios (cerca de 100.000 en los años 50) para vagabundos, trabajadores temporales y “jóvenes recién llegados a la ciudad”.

[9] Un análisis de esta metamorfosis, que se inicia con un estudio histórico sobre el tratamiento de los pobres y vagabundos en los inicios de la modernización de Europa: Robert Castel, La metamorfosis de la cuestión social. Paidós. Barcelona, 2002.

[10] Puede ser útil, David Harvey: Breve historia del neoliberalismo. Akal. Madrid, 2007.

[11] Loïc Wacquant: Las cárceles de la miseria. Manantial. Buenos Aires, 2004.

[12] En Camporesi, Libro dei vagabondi, citado en Stuart Woolf, ob. cit.

[13] Se puede consultar: Edward Glaeser, El triunfo de las ciudades. Taurus. Madrid, 2011. Este neoconservador relata la decadencia de las ciudades industriales con alborozo y un implacable darwinismo urbano, pero detalladamente. Si uno es capaz de soportar sus loas al nuevo capitalismo emprendedor, tiene mucho interés como retrato fiel de lo que se piensa desde el Manhattan Institute a día de hoy sobre la pobreza urbana, para muestra un botón: “En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En Río [de Janeiro] hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.” Si pudiese leerlo Vinicius De Moraes…

[14] Sería largo de discutir el papel de la desmanicomialización en el incremento de personas sin hogar con un diagnóstico de enfermedad mental que, derivadas al circuito de la salud estatal y la asistencia familiar, acaban viviendo en la calle. Pero eso requeriría otro artículo.

[15] David Harvey: Urbanismo y desigualdad social. Siglo XXI. Madrid, 2007

[16] Mike Davis: Planeta de ciudades miseria. Foca. Madrid, 2007.

[17] Ver: Ejércitos en las calles. Bardo. Barcelona, 2010. También Si vis pacem. Pensar el antimilitarismo en la época de la guerra permanente. Bardo. Barcelona, 2011.