El caminar de una migrante transgénero
Samuel Mendoza
La Jornada
Para Rachel las amenazas en su trabajo fueron el motivo por el cual salió huyendo de un lugar que está entelarañado de delincuencia organizada. Ella trabajaba de mesera en el bar llamado La Jarra, ubicado en la primera avenida de Tegucigalpa, Honduras. La Mara 3 le propuso que, como trabajadora de ese lugar, interviniera para abrir la plaza de venta de drogas. “Les dije que no podía hacer eso, porque trabajaba en la zona de la Mara 18 y vivía en una colonia dominada por la Mara 13. Me insistieron hasta tres veces sobre el trabajo que me ofrecían, pero como siempre me negué, me acusaron de que trabajaba para la Mara 18, y por tanto, me dijeron que me daban un día para irme de ese lugar”, relata la joven que, en ese tiempo, apenas tenía 17 años.
Rachel nunca se atrevió a pedir ayuda a su familia, porque desde los ocho años salió de su casa, para criarse sola. “Mi familia nunca se ha llevado conmigo. Me han odiado. Me han discriminado y me han hecho muchas cosas por lo que soy”.
Un sábado Rachel se encontraba trabajando. Esa tarde, afirma, ya había juntado 800 lempiras de propina. De repente, ve a un hombre parado en la entrada del bar que la observa y trata de llamar su atención alzándole la ceja. “Él es un gatillero, de los que matan a las personas. Me acerqué para ver qué se le ofrecía, cuando miro que saca una pistola y me amenaza. No tuve el valor de correr, porque pensé: ‘si corro éste es capaz de que me quiebra’. Entonces me fui encima de él con una botella de cerveza; se la estrellé en la cara, y ¡zaz!, que cae al suelo con todo y pistola”.
Rachel rememora su historia de manera consternada, porque, a pesar de que atentarían contra su vida, se armó de valor para subir corriendo a la segunda planta del bar, aventarse a la terraza de otra casa y así saltar de casa en casa, hasta llegar al hotel donde se hospedaba; apenas y tuvo tiempo de sacar un poco de ropa, para después tomar un autobús que la llevó hasta la frontera con Guatemala.
“¡Venía traumada, no hablaba y no conocía nada!… Vino hacia mí un hombre y me dijo: ‘yo te voy a cruzar, porque como eres menor de edad, es más fácil que la migra te agarre’. Ese hombre me cobró 100 quetzales, pero de nada me sirvió, porque me dejó en una galera. Como pude llegué a Tecún Umán; allí encontré a un chapín que me dijo: ‘¿Qué onda, catracha? ¿Para dónde vas? Voy para Tapachula, si quieres vente conmigo’.” Rachel se fue con él, pero después prefirió dejarlo porque presintió que tenía malas intenciones.
Rachel, mujer alta, de piel morena y cabello largo, recuerda que en la iglesia de Tapachula se encontró con dos migrantes salvadoreños y otro guatemalteco, con los cuales llegó hasta el albergue de Mazatepec, “aguantando sed y hambre, porque así es el camino’’, dice.
“En Pijijiapan nos montamos al tren. Sólo avanzamos media hora… ¡Cuando nos agarra Migración! Yo no conocía qué era migración. Sólo veía que todos se tiraban del tren y yo me decía: ‘¿Qué pedo? ¿Éstos quiénes son?’ Venía en el segundo vagón y todos ya se habían tirado. No hallaba qué hacer. Entonces, ¡me aventé a la mera combi de Migración! Tres de Migración salen corriendo detrás de mí y logran agarrarme… ‘¡Ay, Dios mío! ¿Qué me van a hacer?’, dije. Me tomaron por la mochila. Las piernas se me doblaron, a punto de caerme, pero se me levantó un ánimo que nunca había tenido de salir corriendo, y los de Migración sólo se quedaron con mi mochila, ¡Ja, ja, ja, ja! Corrí y corrí, junto con los dos salvadoreños y el guatemalteco, por dos días, para llegar al brazo del mar. ¡Allí fuimos a parar, a un brazo del mar! ¿Lo puede creer? Ja, ja, ja!”
Por las vías del tren y en combi llegaron hasta el albergue de Arriaga, donde quienes trabajan allí los criminalizaron y les impidieron la entrada, según ellos, por “venir sucios y parecer unos resistoleros, unos mariguaneros’’. Tras ese pésimo trato, las personas con las que venía Rachel se separaron. Ella continuó su camino por la madrugada hasta llegar al albergue de Chahuites, donde afirma que no hay orden ni para los dormitorios de hombres y mujeres.
“Cuando al día siguiente decidí continuar mi camino se me pegaron cuatro migrantes, conmigo íbamos cinco. Escuche bien, esto es lo peor que me ha pasado en la vida. Veníamos por Tecumá, rodeando la caseta de Migración. De pronto vimos a cuatro hombres con machetes. Aquellos con los que venía del miedo salieron corriendo y me dejaron sola. Los hombres de los machetes me agarraron y me quitaron todo: el dinero, un celular, la ropa y abusaron de mí sexualmente.”
De acuerdo, con estadísticas del Albergue Hermanos en el Camino, ubicado en Ixtepec, Oaxaca, adonde logró llegar Rachel para pedir ayuda, desde que se implementó el Programa Frontera Sur se ha incrementado 70 por ciento la violencia contra mujeres transgénero, antes de 2014 los agravios contra este sector de la migración se documentaron en 9 por ciento.
“Después de lo sucedido, yo quería con quién desahogarme. Con quién llorar. Gracias a Dios, en el albergue me dieron consejos y me dijeron cómo seguir adelante. Así ha sido mi camino. A veces no tengo valor para seguir, pero estoy en la Ciudad de México para pedir refugio en este país. Doy gracias de que estoy bien, con ayuda del padre Alejando Solalinde’’, afirma.
Rachel, quien en estos días cumplió 18 años, quiere comenzar otra vida. “Todo lo que viví en el camino, una parte fueron pruebas y otra fueron bendiciones. Quiero estudiar y trabajar, para demostrar a mi familia que yo no soy una basura. Tengo 20 hermanos. ¡Todos bien, menos yo! Siempre me pregunto: ¿Por qué me tocó vivir así? No lo sé. No tuve infancia. No sé leer, sólo pasé kínder y primero de primaria”.
La abuela de Rachel fue la única persona de su familia que estuvo con ella hasta el día que falleció, el 25 de diciembre de 2007. “Cuando ella se fue, mi familia comenzó a tratarme mal. ¡Nadie me aceptaba! Un día un cerdo se salió del chiquero, no pude agarrarlo inmediatamente y mi tío me pegó con un azote en todo el cuerpo. Me dije a mí misma: ‘ya no quiero estar en esta casa’. Salí a las 12 de la noche. Me fui para la calle, mi destino fue ese. Comencé a trabajar desde los 11 años, vendiendo mi cuerpo”.
Las mujeres transgénero, como este caso, desde sus lugares de origen y durante el camino están en constante peligro. Sufren tratos degradantes, como discriminación, abusos físicos y sexuales. Cuando en el tránsito migratorio son detenidas no reciben atención humana: son alojadas con hombres o aisladas en una celda por largos periodos, sin recibir tratamiento hormonal ni lo relacionado para prevenir el VIH. Por ello es verdaderamente importante visibilizar las historias de mujeres transgénero y atender urgentemente sus casos, como el de todos los demás migrantes, que no vienen a violar leyes, sino que están “en México buscando una nueva oportunidad’’, como dice Rachel.
Twitter: @SamuelMdzM.