La anticiudad o la vida
Para conjurar la anticiudad y los no lugares, para posibilitar de nuevo la ciudad y la vida, es necesario atacar frontalmente el régimen de acumulación turístico inmobiliario.
Iván Miró
, sociólogo, investigador en economía solidaria y miembro de la cooperativa La Ciutat Invisible.
11/12/16 · 8:00
Diagonal
Lewis Mumford, urbanista e historiador norteamericano, autor de la colosal The City in History (1961), caracteriza la emergencia de unas nuevas áreas suburbanas que proliferaban –a lo largo y ancho de los Estados Unidos de los años cincuenta– con tal de albergar una creciente clase media asalariada y blanca. No se trataba de nuevas ciudades, ni de la ampliación de las existentes, sino de un nuevo tipo de urbanización dispersa por el territorio, conectada por grandes infraestructuras viarias pero sin centros urbanos ni identidades compartidas.
Para Mumford –y para discípulos suyos como Murray Bookchin– aquella nueva megalópolis se levantaba como una fuerza activa de disociación social, hasta física, que negaba la ciudad como un proyecto cultural, disolvía el espacio público y los lugares de convergencia y conflicto de la vida social. Siendo una urbanización sin lo típicamente urbano, los nuevos suburbios residenciales de masas eran, para Mumford, una anticiudad. Nacían para contener unas vidas indiferenciadas, unas vidas indiferentes. Incapaces de producir comunidad ni asociación, incapaces de producir ciudad.
La evolución del modo de producción metropolitano opera un vertiginoso salto hacia adelante dando centralidad a los conceptos anticiudad y no lugar
Décadas más tarde, el antropólogo Marc Augé proponía el concepto del no lugar como una categoría espacial de la posmodernidad. Los no lugares eran espacios de confluencia de personas en tránsito o en espera, en vestíbulos de aeropuertos o en estaciones de metro, en colas de supermercados o en cajeros automáticos; superficies, todas ellas, donde los usuarios mantienen una relación contractual con el espacio, pero su soledad mercantil les incapacita para habilitarlo, para compartir el espacio en un lugar.
Hoy, la evolución del modo de producción metropolitano opera un vertiginoso salto hacia adelante, y aquellas categorías –la anticiudad, los no lugares– se desplazan de los márgenes a la centralidad, materializándose con una proximidad inquietante.
La totalización capitalista del espacio
Efectivamente, hoy, la anticiudad ya no se produce fuera de la ciudad, sino que la perfora, la vacía des dentro de ella misma. Y los lugares se han desplazado de las terminales asépticas y anodinas de hoteles y estaciones hacia el corazón de los antiguos barrios populares, hasta ahora populosos y vibrantes, de nuestras ciudades.
Hoteles y apartamentos turísticos sustituyen –en masa– vivienda residencial; eso eran, hogares. Nuevas actividades económicas al servicio de la población flotante transforman la estructura productiva urbana: lavanderías con trabajadores invisibles, maletas de ruedas versus carros de la compra, cafés a cuatro euros, pizarras en inglés, wifi and cookies home made.
El vecindario es expulsado de los barrios que ha forjado con cotidianidades y luchas colectivas, solo será aceptado, con suerte, como trabajador temporal de la nueva ultraprecariedad. Vidas y trabajos son sustituidos por tránsitos y actividades indiferentes al entorno, para usuarios que mantienen únicamente “una relación contractual con el espacio”. Los barrios populares son borrados por una fuerza activa de disociación social, que repele la comunidad y la asociación. La ciudad entera corre el riesgo de convertirse en un gran hotel, en un inmenso aeropuerto, en una máquina de vending, en una terminal infinita, en un juego de monopoly para inversores.
La anticiudad y el no lugar no son una realidad aleatoria. Son consecuencia de una economía concreta, de una determinada producción capitalista del espacio. Son, de hecho, la condición espacial que se generaliza en el nuevo régimen de acumulación turístico inmobiliario, una reestructuración sistémica poscrisis, donde el “turismo salva el ladrillo”, dando lugar al medio para intensificar las prácticas rentistas y especulativas del suelo urbano, y donde el capital inmobiliario y financiero ( y tecnológico, ¡maldito AirBnb!) decide la orientación de los inversores así como la estructura y la distribución de la renta.
Como afirmó el presidente de un grupo inversor francés afincado en Barcelona: “Hay un stock brutal de vivienda pensada como una primera o segunda residencia que el mercado no puede absorber, y nosotros la hemos transformado en apartamentos” (Gutiérrez, S. “El turismo salva el ladrillo”, El Periódico, 10 de abril de 2014). Este nuevo régimen de acumulación persigue, sediento de rentabilidad, la totalización capitalista del espacio urbano.
La ciudad entera corre el riesgo de convertirse en un gran hotel, en un inmenso aeropuerto, en una máquina de vending, en una terminal infinita, en un juego de monopoly para inversores
Un nuevo ciclo de lucha para la colectivización urbana
Para conjurar la anticiudad y los no lugares, para posibilitar de nuevo la ciudad y la vida, hace falta atacar frontalmente el régimen de acumulación turístico inmobiliario. Es necesario activar una nueva alianza de movimientos populares, socioeconómicos, feministas y ecologistas, que en la presente lucha de clases urbana defienda a los sectores populares delante de la ofensiva del capital turístico inmobiliario.
Asociaciones vecinales, equipamientos comunitarios, iniciativas de la economía social y solidaria, redes de barrio y soporte mutuo, colectivos de sin papeles, expresiones organizativas de la ultraprecariedad y nuevos sindicalismo sociales, tendremos que sumarnos y extender el camino emprendido por los movimientos sociales antidesahucios, activar movilizaciones conjuntas, conquistas nuevos espacios e impulsar que los gobiernos municipales y autonómicos estén al servicio de la reapropiación social urbana.
Si queremos una ciudad hija de los deseos y necesidades de las personas que la habitan, una ciudad al servicio de la reproducción ampliada de la vida, urge avanzar hacia la colectivización de la propiedad del suelo con todas las modalidades posibles: nacionalización, municipalización, cooperación, socialización, ocupación, control popular. Cada vez es más evidente que sólo la reapropiación y colectivización urbana permitirán el proyecto de la ciudad cooperativa, solidaria y feminista.
Mañana será tarde.