México: ¿encenderá la gasolina el fuego de la historia?
Víctor M. Toledo
La Jornada
Los grandes cambios, los saltos cualitativos, en el mundo físico, biológico y social se dan por la acumulación cuantitativa, que es también una suma progresiva de recuerdos, una agregación de experiencias. El ejemplo clásico es el del agua convirtiéndose en gas o en sólido. El incremento o disminución de la temperatura, la acumulación o disminución de grados impulsa el “gran salto” que transforma el estado líquido del agua en gas o en sólido. No hay diferencia aparente entre el grado 99 y el 100 o entre el cero y el menos uno; sin embargo, debemos contemplar una enorme transformación inesperada y sorpresiva. Lo mismo sucede con las “revoluciones sociales”, con las grandes sacudidas societarias. En 1968, en el término de unas cuantas semanas los jóvenes estudiantes del país logramos que la patria temblara y el poder quedara acorralado. Fue, y así lo tengo en el recuerdo, como un voraz incendio que arrasó casi instantáneamente y que abrazó a decenas de miles y que desató a las conciencias adormecidas y su colosal fuerza transformadora. No fue cualquier incendio, fue el fuego de la historia.
Hoy, cuando gracias a los avances tecnológicos, los ciudadanos del mundo disponen no solamente de medios eficaces y rápidos para el transporte, sino vehículos para la difusión casi instantánea de la información, la posibilidad de que surjan inesperadas rebeliones sociales es mayor. En la última década hemos sido testigos de estas revueltas ciudadanas, cuyos desenlaces han sido completamente distintos, es decir, impredecibles. No solamente en las “sociedades civilizadas” de Europa, como ocurrió en Islandia, Grecia y España, o en las sociedades civiles, tropicales e indias de la América Latina o en el África negra, sino en el mundo islámico, como ocurrió con la llamada “primavera árabe” en Egipto, Marruecos, Yemen, Libia e Irak.
La cantidad de agravios que los mexicanos hemos recibido durante las últimas tres décadas y, muy especialmente en los últimos 10 años, parece no tener fin. Llama la atención la inexplicable pasividad, resistencia o espíritu de sacrificio de buena parte de los mexicanos (algunos agregan su grado de complicidad). En otros países, hace tiempo que la sociedad civil se habría ya organizado para responder a la afrenta de los poderes fácticos (políticos y económicos), que han dejado a una nación al borde de su disolución: decenas de miles de muertos y desaparecidos, instituciones desmanteladas, impunidad casi total, entrega de las riquezas naturales (minerales, energéticas y biológicas) a los grandes emporios, aumento dramático de la desigualdad social, pérdida de la dignidad nacional.
Mucho se ha escrito acerca de que esta vez el aumento criminal de los precios de la gasolina y la electricidad, que ya ha desencadenado una cascada de aumentos en pocos días, sí provocará la respuesta civil que el país necesita para sacudirse la situación de opresión. No se puede afirmar nada ni en uno ni en otro sentido. Lo que sí puede y debe señalarse es que, a juicio de este autor, existe ya en México la fuerza ciudadana suficiente para expulsar y enjuiciar a los autores del desastre y generar un cambio radical de rumbo.
Hoy en México las principales y mayores resistencias están, no en las grandes urbes y en las masas urbanas (incluyendo a obreros y empleados), que por diversas razones parecen más pasivas, anestesiadas y condescendientes, sino en las “provincias”: medianas y pequeñas ciudades y en villas y comunidades, especialmente de aquellos espacios dominados por los pueblos originarios o mesoamericanos. Los impulsos de la resistencia tienden a ser, por tanto, centrípetos, es decir, van de las periferias rurales y tradicionales hacia los polos urbanos, industriales y modernos. Cuatro contingentes conforman hoy la resistencia subterránea (y no tanto). Primeramente los maestros democráticos, cuyo movimiento ejecutado por medio millón de profesores, por los principales estados del centro, sur y sureste alcanza a impactar a unos 10 millones de ciudadanos (sus familias, sus vecinos y sus alumnos con sus padres). La segunda gran resistencia es la de los pueblos agraviados por los proyectos extractivos (petróleo, gas, minería, agua) y de otro tipo (carreteros, megaturísticos, de vivienda, biotecnológicos): unos 320 conflictos que movilizan en conjunto a unas 800 comunidades y cooperativas y ponen en tensión a casi un millón de mexicanos. La tercera es la de las luchas étnicas de los pueblos originarios, estimuladas con sus altibajos por el EZLN y el Congreso Nacional Indígena. La cuarta resistencia es la de las corrientes progresistas y radicales de la Iglesia, que en el último año se han visto acrecentadas sustancialmente por la encíclica Laudato sí del papa Francisco que está impulsando una teología de la liberación ecológica y social. Sus acciones, las más de las veces silenciosas, están ya presentes en Jalisco, Oaxaca, Coahuila, Michoacán, Yucatán y Chiapas, y en defensa de los migrantes o la promulgación de una nueva Constitución.
Como se ha comprobado, las movilizaciones por el gasolinazo han ocurrido en ciudades y estados cuya pasividad había sido notoria y con métodos de desobediencia civil que eran exclusivos de las resistencias habituales. A ello debe agregarse el imparable crecimiento y la consolidación de una “prensa libre y crítica” mayoritariamente digital, que hoy alcanza a un auditorio de unos 15 millones (sólo el portal de Carmen Aristegui llega a 7.8 millones). Los próximos días serán cruciales para poder responder a la pregunta de si los mexicanos lograremos o no disparar el punto de ignición del fuego histórico.
Ojalá sí.