Del cambio de época al fin de ciclo: Los gobiernos progresistas de la región pactaron con el gran capital

La más importante de los analistas argentinos sostiene que:
“No estoy segura de que podamos dialogar amigablemente con aquellos sectores que adhirieron tan acríticamente al progresismo en la década pasada, pero sin embargo es necesario. La dificultad está en que esas heridas están abiertas. Esto que ocurrió en Argentina también ocurrió en toda la región.
“Evo cree que no puede ser remplazado por nadie. Lo que ha hecho además es expropiar esa energía social fabulosa que había en Bolivia diseminada en diferentes expresiones sociales y que ahora sólo parece estar concentrada en su persona. Eso es lo que hicieron los progresismos también y en algún punto es imperdonable: expropiaron la energía social, que quedó concentrada en esos liderazgos tan fuertemente personalizados”.
“El populismo es fetichización del Estado en la persona del presidente. Esta idea de que las conquistas sólo se pueden preservar si se conserva el liderazgo personalista es una idea muy negativa en América Latina. Implica una gran desconfianza en las dinámicas colectivas de acción, que es lo que debemos recuperar. Los movimientos están muy fragmentados por el momento, pero son la base para pensar una nueva alternativa.



15-02-2017
Entrevista con la socióloga argentina Maristella Svampa
“Los gobiernos progresistas de la región pactaron con el gran capital”

Francisco Kovacic
Brecha

A punto de lanzar su nuevo libro, “Del cambio de época al fin de ciclo”, en el que analiza lo que llama el posprogresismo en América Latina, la socióloga argentina Maristella Svampa postula la necesidad de una nueva izquierda que incorpore la lucha anticapitalista, el discurso antipatriarcal y sobre todo la agenda de crisis socioambiental.
—¿Cuál es su mirada sobre el actual gobierno de Macri después de 12 años de kirchnerismo?

—Tanto Argentina como Brasil vienen dando cuenta del final del ciclo progresista y un pasaje hacia gobiernos más conservadores. En los dos países da la impresión de que el progresismo dejó de ser una lingua franca con la cual nos entendíamos todos más allá de las disidencias, y hemos abierto paso a gobiernos que introducen un nuevo lenguaje político. Vuelve un neoliberalismo que tiene que ver con la manera en que se piensa la sociedad en algunos temas clave como la seguridad, el mercado, la economía, los derechos sociales y las relaciones laborales. En ese marco también está el extractivismo.

Hay continuidades y rupturas con el gobierno anterior de Cristina Fernández. Por un lado, salimos de ese populismo de alta intensidad que había conllevado una fuerte personalización del poder y entramos en la era de un gobierno neoempresarial. Pero el extractivismo ha sido una característica de todos los gobiernos latinoamericanos, más allá del color político que tuvieran. Esto está asociado al consenso de los commodities, al modelo de desarrollo al que han apostado por las ventajas comparativas de exportar materias primas. Estamos asistiendo al cercenamiento de los derechos sociales básicos en nombre de la flexibilización laboral y la atracción de capitales. Esto es claro y no se puede negar.

—¿Cuál es su concepto de la herencia recibida del kirchnerismo?

—Es difícil sintetizarlo. No podemos ser lineales. Primero porque es un momento en el cual el kirchnerismo está en la picota. Es algo que le conviene al gobierno de Macri para seguir promoviendo la polarización política y hay una tendencia a reducir al kirchnerismo a una pura matriz de corrupción y no es así. Hubo también un lenguaje de derechos expresado en numerosas medidas, desde los juicios a los genocidas, la asignación universal por hijo, la ley de matrimonio igualitario, la ley de identidad de género y los derechos a los mayores jubilados. Hubo medidas concretas y un lenguaje de derechos con ciertas políticas de inclusión que fueron parte del kirchnerismo. Pero por otro lado el kirchnerismo propició toda una agenda ligada al avance del extractivismo y la precarización laboral. Como los populismos y los transformismos, combinó políticas de inclusión social con un pacto de gobernabilidad con el gran capital.

—Uno puede pensar que no había otra salida en Argentina después del incendio de 2001.

—Eso sería reducir el escenario político que se dio con la crisis. Argentina se reveló como un gran laboratorio social donde emergieron nuevas movilizaciones sociales que buscaron reconstituir el tejido social del trabajo. Las asambleas barriales, el movimiento piquetero, las fábricas recuperadas por los trabajadores y los innumerables colectivos culturales buscaban recomponer el vínculo político desde abajo pero rechazando de manera muy radical las formas de representación política. A fines de 2002 hay un debilitamiento de ese campo por diferentes razones: por la falta de conexión entre lo social y lo político, pero también por la gran represión del puente Pueyrredón de junio de 2002. Fue un golpe muy fuerte a las fuerzas sociales movilizadas y que puso de relieve la gran asimetría existente entre los movimientos sociales y el poder del Estado. Y vino el peronismo de la mano de Néstor Kirchner. El peronismo se caracteriza históricamente por tener una gran productividad política.

—A eso me refería: Kirchner captó un mensaje, aunque con el tiempo terminó aliado al gran capital.

—Hubo tres aciertos de Néstor Kirchner en el inicio. Por un lado, captó el mensaje de las organizaciones sociales y lo cristalizó en la política de derechos. Es en ese momento que se consolida el consenso en las fuerzas sociales movilizadas acerca de que era necesario castigar a los culpables de los delitos de lesa humanidad. No es un consenso que construye Kirchner. En segundo lugar, emerge en un período particular: la suba de los precios de los commodities y el surgimiento de un espacio regional con un discurso latinoamericanista novedoso. Kirchner ve la posibilidad de insertarse como una fuerza nueva en ese marco. Y el tercero es que el kirchnerismo, en tanto populismo, combina las políticas sociales, de apertura, de inclusión, del discurso latinoamericanista, con el pacto con el gran capital en una época en la cual la trasnacionalización de la economía se hace cada vez mayor y más presente. En la época de Kirchner hubo mayor concentración económica que en el menemismo

—¿Podemos incluir al kirchnerismo entre el progresismo latinoamericano?

—Por supuesto, a condición de hacer una lectura más fina de lo que ha sido el progresismo a nivel latinoamericano. En Del cambio de época al fin de ciclo reúno varios de mis artículos sobre América Latina ligados a los temas de progresismo, extractivismo y movimientos sociales. Allí trato de reflexionar sobre estas dimensiones del progresismo latinoamericano que es necesario leer en términos de dinámicas recursivas e históricas. Se trata de un ciclo que se abre en el año 2000, quizá podríamos decir 1999, con el ascenso de Hugo Chávez. Yo tiendo a identificarlo con la inflexión que supuso la guerra del agua en Bolivia, una acción importante porque significó la expulsión de una gran multinacional y el inicio de un ciclo ascendente de lucha. Y progresivamente se va cerrando en 2016, con el viraje hacia gobiernos conservadores en Argentina y Brasil, y también con el descalabro político en Venezuela.

Hay gente que tiende a asociar al progresismo con la izquierda. En realidad, en términos etimológicos, apunta a la idea de una fuerza de cambio que cree en el progreso, en el avance de las fuerzas sociales. Es una designación muy amplia y genérica que congregó diferentes experiencias políticas. Por eso hablo de una lingua franca, porque fue una especie de lengua común para experiencias diferentes. Inicialmente muchos pensamos que era la expresión de las nuevas izquierdas, que además podrían hacer converger y nuclear a distintas tradiciones de la izquierda: la populista, la clasista, la comunitaria indígena y la autonomista, que son las más importantes en América Latina. Sin embargo, lo que vimos fue el desacoplamiento entre izquierdas y progresismo.

—¿El kirchnerismo entonces hizo estallar el concepto de progresismo?

—No diría que lo hizo estallar. El kirchnerismo produjo el desacoplamiento de ese progresismo y las expectativas de izquierda que abrigaba al comienzo del ciclo. Por eso hay que leerlo en perspectiva histórica.

—¿Podemos tomar a Bolivia como un ejemplo de cambio sostenido frente a una Venezuela que está en serios problemas, un Chile que nunca ingresó a ese eje progresista, Argentina y Brasil que ya salieron hacia la derecha, y Uruguay con un Tabaré Vázquez más hacia la derecha?

—En Bolivia reconozco grandes avances en derechos pero también hay grandes problemas. Por efecto de la movilización hubo reparto de tierras, políticas sociales, y sobre todo lo simbólico que significa combatir la discriminación étnica y colocar a los indígenas en el lugar de la dignidad. Eso es uno de los aportes mayores del gobierno de Evo Morales y que va a marcar un antes y un después.

Pero hay una imagen muy romantizada del gobierno boliviano como gobierno indígena. A partir de 2008 hubo fuertes conflictos con grandes organizaciones indígenas rurales, varias de las cuales habían formado parte del Pacto de Unidad. No hay que olvidar que ese pacto fue el proyecto político indígena que ocho organizaciones indígenas rurales presentaron en la Asamblea Constituyente y que fueron la base de la creación del Estado plurinacional y sobre todo de las autonomías. Lo que se consolidó en Bolivia, como bien sostiene Luis Tapia, es un Estado plurinacional débil donde las autonomías no ocupan ningún lugar en la agenda. Y donde lejos del lenguaje ambientalista o por los “derechos de la Pachamama”, se consolidó el extractivismo, que además no viene sólo de la mano de la expansión de la frontera energética sino del agronegocio.

—¿Hubo algún gobierno de la región que lograra evitar el pacto con el gran capital?

—Estos gobiernos progresistas buscaron estabilizar una relación con el gran capital. Hubo enfrentamientos también, por las expropiaciones en el caso de Morales, con los hidrocarburos. Hubo políticas de estatización que confrontaron con los grandes capitales. Pero el extractivismo conlleva un pacto. De hecho hay un giro híper extractivista en Bolivia, donde se quiere construir grandes represas hidroeléctricas. Chávez también confrontó con los sectores petroleros y debió enfrentar un golpe de Estado. Nicolás Maduro firmó ahora un decreto para crear en la zona del arco minero y petrolero un polo sin estudios de impacto ambiental y donde el derecho de consulta de los pueblos originarios no existe.

—No hay cómo luchar contra el gran capital, entonces. Ni en América Latina, ni en Europa, donde Podemos en España y Syriza en Grecia se mostraron como buenas banderas de rebeldía ante el capital pero insuficientes para generar propuestas aplicables a políticas de Estado alternativas…

—No lo sabemos en el caso de Podemos porque no accedió aún al gobierno. Es lamentable en el caso de Syriza porque se suponía que tenía un plan B para instrumentar con relación a la Unión Europea.

Todo esto se da en un contexto geopolítico que cambió mucho. En Europa hubo una profundización de las políticas de derecha con xenofobia y nacionalismo. En el año 2000, cuando se creó la moneda única, los ensayos que leíamos hablaban de una expansión de la frontera de derechos. Diecisiete años después es una Europa replegada sobre sí misma, con crisis económica y niveles de exclusión importantes hacia distintos niveles sociales y una crisis humanitaria mayor rechazando a los refugiados. La verdad es que queda poco de la Europa utópica con derechos. Mucho más ahora, después del Brexit y la emergencia de Donald Trump. Los partidos socialdemócratas no tienen respuesta para eso. Forman parte del establishment, como lo fue el Partido Demócrata con Hillary Clinton en Estados Unidos. Entonces tenemos la emergencia de esas derechas populistas, xenofóbicas, racistas que prometen soluciones mágicas a problemas tan complejos.

—¿Esa centroizquierda es parte del establishment?

—Uno lo ve con claridad en Francia, donde el Partido Socialista ha generado una elite política comparable a la derecha. Son sectores que se han enriquecido, con un alto nivel cultural, que desconocen los problemas que se viven en la calle, con exclusión especialmente para los hijos de inmigrantes africanos y de Oriente.

—¿Por qué no pensar en construir una izquierda en lugar de reconstruir a la centroizquierda? ¿La palabra izquierda genera miedo y es preferible hablar de centroizquierda para no asustar a los votantes?

—Yo hablo de izquierda. Podemos pensar en una centroizquierda que mira a la izquierda, que no es el caso de lo sucedido en los últimos años. En Argentina, la explosión del campo de la centroizquierda fue aprovechada por el kirchnerismo

Hay que repensar a las izquierdas en un contexto posprogresista que implica tratar de conjugar las distintas tradiciones. Debe concebirse como una izquierda anticapitalista y laborista, pero por sobre todo ecológica. Si no incorpora la crisis socioecológica que tiene alcance civilizatorio no hay posibilidad de recomposición alguna de ese espacio político e intelectual llamado izquierda. La izquierda que se viene, si es que se viene, es clasista, antipatriarcal pero profundamente ecológica.

—Con Trump, Macri, el brasileño Michel Temer y la derechización europea, ¿cuál es el camino para una alternativa de izquierda o progresista?

—Hay que ver las cosas sin ese resentimiento que anida en quienes quedaron fuera del poder. Quizá el PT brasileño tenga más derecho a quejarse de eso. No estoy segura de que podamos dialogar amigablemente con aquellos sectores que adhirieron tan acríticamente al progresismo en la década pasada, pero sin embargo es necesario. La dificultad está en que esas heridas están abiertas. Esto que ocurrió en Argentina también ocurrió en toda la región. En Bolivia tengo muchos amigos que fueron parte del gobierno de Evo Morales en sus comienzos y hoy están afuera, al punto de ser considerados enemigos de Evo.

—¿No hay alternativa en Bolivia a Evo Morales?

—Sí la hay y además está construida. Lo que pasa es que ellos juegan con la idea de tierra arrasada. No permiten el surgimiento de nuevos liderazgos. Los populismos no pueden construir sucesión porque están basados en la concentración de poder en un líder. Evo cree que no puede ser remplazado por nadie. Lo que ha hecho además es expropiar esa energía social fabulosa que había en Bolivia diseminada en diferentes expresiones sociales y que ahora sólo parece estar concentrada en su persona. Eso es lo que hicieron los progresismos también y en algún punto es imperdonable: expropiaron la energía social, que quedó concentrada en esos liderazgos tan fuertemente personalizados.
En Bolivia había dos tendencias. Una era personalizar el poder en Evo Morales y la otra democratizar ese poder y buscar formas colectivas de expresión. Esta última perdió espacio en el medio de un proceso de polarización con la guerra de baja intensidad que hubo con las oligarquías de Oriente. El proceso hay que entenderlo con las capacidades que retomaron los estados y esta identificación entre los liderazgos personalistas y el Estado. El populismo es fetichización del Estado en la persona del presidente. Esta idea de que las conquistas sólo se pueden preservar si se conserva el liderazgo personalista es una idea muy negativa en América Latina. Implica una gran desconfianza en las dinámicas colectivas de acción, que es lo que debemos recuperar. Los movimientos están muy fragmentados por el momento, pero son la base para pensar una nueva alternativa. Es un tiempo perturbador, no solamente a nivel regional por el giro a la derecha que supone, sino a nivel global, por lo que genera el ascenso de las derechas xenófobas y racistas como las representadas por Donald Trump.

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